Los chicos y chicas de la CUP del ayuntamiento de Barcelona,
que por otra parte gozan de todas mis simpatías, se han descolgado con una
petición que parece muy progre a primera vista, pero que carece del más
mínimo fundamento histórico, sociológico y, ya puestos, racional. Es decir,
consiste en una insensatez digna de aparecer retratada en las más ácidas
novelas satíricas contemporáneas. Y, además, es un tema que no por reiterado,
está menos necesitado de respuestas contundentes cada vez que resurge como la
cabeza de una hidra.
Y es que los políticos, casi siempre excesivamente dotados
de esa imperiosa necesidad de hacerse notar a toda costa que les caracteriza del mismo modo que la
mozarella a la pizza, asumen como programáticas las propuestas de algunas de
sus bases, cuando lo que
realmente necesitan es una urgente asistencia psiquiátrica; y de regreso de la
consulta médica, no les vendría mal volver un tiempo a las aulas, donde resulta
bastante obvio que no realizaron el aprovechamiento escolar que la ocasión
merecía cuando eran mozalbetes. Y es que muchas de las proposiciones de los
grupos políticos –que parecen diseñadas expresamente para congeniar con ese
sector de sus base electoral siempre presto a dar vueltas de tuerca a la historia hasta que se pasan de rosca- no tiene en cuenta
dos factores que resultan fundamentales para toda discusión histórica: el
anacronismo y la descontextualización.
Estamos con que las gentes de la CUP han solicitado
que se derribe el monumento a Colón que preside el puerto de Barcelona, y que
se sustituya con un (cito literalmente) “símbolo de la resistencia americana
contra el imperialismo, la opresión y la segregación indígena”. Deduzco que la
satisfacción entre las bases por tamaña iniciativa habrá sido impresionante,
teniendo en cuenta que en Barcelona no hay problemas más graves que éste,
que urge resolver de forma inmediata y drástica. Sin embargo, los
ideólogos cuperos, si es que existe semejante figura en la
formación, han meado literalmente fuera del tiesto por variados motivos, entre
los cuales no puedo dejar de hurgar en el hecho de que el monumento a Colón,
signifique lo que signifique, es una de las señas de identidad barcelonesa, y
sería tan absurda su demolición como pedir al ayuntamiento romano que derribara
el Coliseo y que lo sustituyera por un símbolo de la resistencia cristiana
contra el imperialismo, la opresión y la segregación religiosa. O que en París
se clamara por la (segunda) destrucción de la Columna Vendôme, por conmemorar ésta el triunfo de Napoleón
en Austerlitz, que como todo el mundo sabe, significó el triunfo del
imperialismo y la opresión francesas contra los pueblos de Europa a
principios del siglo XIX.
En primer lugar, señorías de la CUP, las señas de identidad
urbana no se tocan, porque aunque en un momento dado significaran lo que fuera
que significaran, la pátina de los años les ha eliminado todo referente puramente
político, y las gentes de aquí y ahora las ven como un bello monumento
identificativo de la ciudad. Se
han interiorizado en el sentir popular, y carece del más mínimo sentido
examinarlas en el contexto de las ideas políticas actuales. En primer lugar, porque
los contextos son volubles y variables, y lo que hoy es sagrado e intocable,
mañana deja de serlo con la misma naturalidad con la que hoy lo aceptamos como
dogma. En segundo lugar, porque si nos pusiéramos a analizar con detenimiento
el significado real de todo monumento erigido a lo largo de milenios de civilización, nos
encontraríamos con que casi todos deberían ser escrupulosamente demolidos porque
no se ajustan a los criterios y
convenciones actuales sobre derechos humanos, colonialismo e imperialismo. Algo
que los talibanes afganos tuvieron muy en cuenta a la hora de arrearle
una sarta de bombazos a toda una serie de joyas arquitectónico-religiosas de
incalculable valor artístico, como los budas gigantes de Bamiyán, que tan
concienzudamente se cepillaron a la logiquísima luz de sus actuales
interpretaciones de los venerables preceptos coránicos. Por cierto, y ya que hablamos de
fundamentalismo, se me revuelven las tripas recordando como variados monumentos
de Barcelona fueron aniquilados sólo por ser franquistas en un alarde de
histeria presuntamente democrática, sin consideración alguna sobre su valor
artístico o histórico.
Y es que medir una obra de arte por sus valores
políticos es una imbecilidad sólo al alcance de fundamentalistas rabiosos o
snobs indocumentados que no comprenden el valor del contexto histórico en la interpretación de los
fenómenos sociales. En ese sentido, el contexto al que apela la CUP para pedir
la demolición es absurdo hasta el punto de ser graciosamente ridículo. De
entrada, porque dudo que el monumento a Colón quisiera conmemorar otra cosa que
el descubrimiento de América (y no la gozosa opresión y exterminio de sus
nativos). Esa especial habilidad que tienen los políticos para coger el rábano
por las hojas les conduce, inexorablemente, a confundir causas y efectos para
congraciarse con algunas bases que no rebuznan porque no son cuadrúpedos, pero
poco les falta.
Pero es que, si intentamos salir del túnel oscurantista en
el que presuntos progres nos quieren meter, resulta que el valor artístico de
una obra nunca puede ser mermado por el contexto político de quienes quieran
interpretarla. Pues entonces, pese a su descomunal belleza y valor histórico, las
grandes pirámides o la
esfinge de Gizeh deberían ser urgentemente dinamitadas, ya que fueron
construidas para mayor gloria de autócratas que (descontextualizando de nuevo)
dejarían a nuestros famosos dictadores del siglo XX a la altura de simples
aprendices. Y es que el transcurso del tiempo alza el valor histórico-artístico
de cualquier monumento muy por encima de su simbolismo político, y precisamente
por eso, lo convierte en un bien a proteger en tanto que forma parte
indisoluble de la historia de la humanidad. Y si además es bello, más
protección precisa.
Y es que, así como la ética no es un algo inmutable, sino
que se modifica prodigiosamente a lo largo de los siglos (y es un iluso quien
piense como el berzas de Francis Fukuyama que hemos llegado al fin de la
historia y todos los principios morales han cristalizado de forma indeleble e
inmutable por los siglos de los siglos), no es menos cierto que la estética es mucho más perdurable, aunque
deba ponerse siempre en el contexto del arte de su tiempo. Y por eso nos
seguimos maravillando tanto ante una Venus de Boticelli como ante una bañista
de Renoir o un descarnado desnudo de Lucian Freud. Y apreciamos
igualmente el Apolo de Belvedere como las esculturas orgánicamente abstractas
de Henry Moore. Porque para el ciudadano medio, en la expresión artística el
significante es obvio y poderoso, pero el significado está oculto y en la
mayoría de los casos
resulta totalmente prescindible para el gozo estético. En resumen, quien admira
el jardín de las Delicias de El Bosco no suele comerse el tarro preguntándose
sobre que diantres quería decir el pavo aquél con semejante escena. Y aunque se
lo acabe preguntando y llegando a alguna conclusión más o menos afortunada sobre
la interpretación de la obra, jamás se le ocurrirá pedir que la tapen con unos
brochazos de esmalte Titán si no coincide con su ideario político o con los valores
comúnmente aceptados del momento histórico actual. Cosa que, ahora que pienso, siempre
han hecho los censores de todas las dictaduras habidas y por haber.
Y es que contexto y anacronismo son factores a valorar de
manera muy significativa antes de empezar a berrear estupideces, por muy
progresistas que parezcan a primera vista. Aun suponiendo que el dichoso
monumento a Colón glorificara el imperialismo y la opresión de los pueblos
nativos americanos, el señor Colón se quedaría tremendamente sorprendido si lo
acusaran de ser causante de un genocidio, circunstancia ésta altamente
improbable a finales del siglo XV, cuando ni siquiera existía el término
“genocidio”, y mucho menos el concepto de colonialismo, explotación y todas
esas cosas tan idealizadas sobre la libertad que surgieron a partir de la mitad
del siglo XIX , pero que dejarían
boquiabiertos a quienes fueron sus protagonistas. Si existía la esclavitud hace
quinientos años, era porque ni siquiera se podía cuestionar si era moralmente
deleznable. Es más, todos los pueblos y naciones eran esclavistas. No vayamos a
ser tan ingenuos de pensar que llegamos los hispanos por el sur y los
anglosajones por el norte con un invento nuevo. Los aztecas, los mayas y los incas
practicaban el esclavismo y la aniquilación como el que más. Más aún que
en Occidente, y en formas que resultan bastante horripilantes incluso para el
más endurecido de los corazones de aquel entonces.
Y es que durante milenios, las cuestiones territoriales se
han resuelto siempre a base de invasión, saqueo, exterminio y esclavitud. Y
está muy bien que ahora opinemos que no es esa la forma más simpática de tratar
a los vecinos, pero también tenemos el deber de situarnos en cada época con los
principios morales de esa misma época, porque si no lo único que tenemos es un
guirigay y un rompecabezas irresoluble. El más bondadoso de los tiranos
atenienses, de los emperadores romanos, de los reyes medievales o de los
príncipes renacentistas sería tenido hoy en día por un facha recalcitrante y
homicida, que a las primeras de cambio se pudriría en una prisión de máxima
seguridad condenado por la comisión de la mitad de los delitos descritos en el
código penal vigente. Y
también podemos tener la certeza de que, en lo que respecta a la moral actual,
cualquier indígena americano, una vez desprovisto del falaz barniz de virginal
pureza que suelen atribuirle los pacatos izquierdosos tan doctrinarios como mal
informados, resulta en un hideputa de mucho cuidado, capaz de rebanarte el
cuello por unas minucias de tres al cuarto. Así que hagamos todos el favor de
ponernos en nuestro sitio, y dejar de iluminar el pasado con las linternas del
presente, que eso no conduce a nada más que la estulticia.
Centrémonos y reflexionemos. Por más vil que nos resulte el
antisemitismo de Céline, su Viaje al Fin de la Noche será siempre una
obra maestra de la
literatura universal. Por más colaboracionista del régimen de Stalin que
fuera Shostakóvich, sus obras sinfónicas siempre figurarán en el olimpo de la
música. Por mucho que Heidegger simpatizara con los ideales nazis, su filosofía
es una cumbre del pensamiento occidental contemporáneo. Y por muy facha que
fuera Ezra Pound, su poesía es de lo mejor del siglo XX. Y desde luego, yo
jamás preconizaría una quema de sus obras y una prohibición de sus efigies de
ninguno de estos y otros muchos intelectuales y artistas sin los cuales no
puede describirse con coherencia la belleza de las creaciones humanas,
pese a que podamos censurarles la monstruosidad de su conducta como
ciudadanos. La estúpida idea de que el arte y el intelecto sólo pueden ser
democráticos y sociales
es un error tan grave como común, pero en cualquier caso es inadmisible. Y
menos en quienes lideran movimientos políticos presuntamente vanguardistas. La
otra idea estúpida, la de que las expresiones artísticas del pasado tienen
connotaciones políticas en el presente que las convierte en reprobables o
directamente destruibles, es propia de un pseudoprogresismo yihadista severamente
incapacitado para liderar una sociedad abierta.