miércoles, 28 de septiembre de 2016

La CUP y el monumento a Colón


Los chicos y chicas de la CUP del ayuntamiento de Barcelona, que por otra parte gozan de todas mis simpatías, se han descolgado con una petición que parece muy progre a primera vista, pero que carece del más mínimo fundamento histórico, sociológico y, ya puestos, racional. Es decir, consiste en una insensatez digna de aparecer retratada en las más ácidas novelas satíricas contemporáneas. Y, además, es un tema que no por reiterado, está menos necesitado de respuestas contundentes cada vez que resurge como la cabeza de una hidra.

Y es que los políticos, casi siempre excesivamente dotados de esa imperiosa necesidad de hacerse notar a toda costa que les caracteriza del mismo modo que la mozarella a la pizza, asumen como programáticas las propuestas de algunas de sus bases, cuando lo que realmente necesitan es una urgente asistencia psiquiátrica; y de regreso de la consulta médica, no les vendría mal volver un tiempo a las aulas, donde resulta bastante obvio que no realizaron el aprovechamiento escolar que la ocasión merecía cuando eran mozalbetes. Y es que muchas de las proposiciones de los grupos políticos –que parecen diseñadas expresamente para congeniar con ese sector de sus base electoral siempre presto a dar vueltas de tuerca a la historia hasta que se pasan de rosca- no tiene en cuenta dos factores que resultan fundamentales para toda discusión histórica: el anacronismo y la descontextualización.

Estamos con que las gentes de la CUP  han solicitado que se derribe el monumento a Colón que preside el puerto de Barcelona, y que se sustituya con un (cito literalmente) “símbolo de la resistencia americana contra el imperialismo, la opresión y la segregación indígena”. Deduzco que la satisfacción entre las bases por tamaña iniciativa habrá sido impresionante, teniendo en cuenta que en Barcelona no hay problemas más graves que éste,  que urge resolver de forma inmediata y drástica. Sin embargo, los ideólogos  cuperos, si es que existe semejante figura en la formación, han meado literalmente fuera del tiesto por variados motivos, entre los cuales no puedo dejar de hurgar en el hecho de que el monumento a Colón, signifique lo que signifique, es una de las señas de identidad barcelonesa, y sería tan absurda su demolición como pedir al ayuntamiento romano que derribara el Coliseo y que lo sustituyera por un símbolo de la resistencia cristiana contra el imperialismo, la opresión y la segregación religiosa. O que en París se clamara por la (segunda) destrucción de la Columna Vendôme, por conmemorar ésta el triunfo  de Napoleón en Austerlitz, que como todo el mundo sabe, significó el triunfo del imperialismo y la opresión francesas contra los pueblos de Europa  a principios del siglo XIX.

En primer lugar, señorías de la CUP, las señas de identidad urbana no se tocan, porque aunque en un momento dado significaran lo que fuera que significaran, la pátina de los años les ha eliminado todo referente puramente político, y las gentes de aquí y ahora las ven como un bello monumento identificativo de la ciudad. Se han interiorizado en el sentir popular, y carece  del más mínimo sentido examinarlas en el contexto de las ideas políticas actuales. En primer lugar, porque los contextos son volubles y variables, y lo que hoy es sagrado e intocable, mañana deja de serlo con la misma naturalidad con la que hoy lo aceptamos como dogma. En segundo lugar, porque si nos pusiéramos a analizar con detenimiento el significado real de todo monumento erigido a lo largo de milenios de civilización, nos encontraríamos con que casi todos deberían ser escrupulosamente demolidos porque no se ajustan a los criterios y convenciones actuales sobre derechos humanos, colonialismo e imperialismo. Algo que los talibanes afganos tuvieron muy en cuenta  a la hora de arrearle una sarta de bombazos a toda una serie de joyas arquitectónico-religiosas de incalculable valor artístico, como los budas  gigantes de Bamiyán, que tan concienzudamente se cepillaron a la logiquísima luz de sus actuales interpretaciones de los venerables preceptos coránicos. Por cierto, y ya que hablamos de fundamentalismo, se me revuelven las tripas recordando como variados monumentos de Barcelona fueron aniquilados sólo por ser franquistas en un alarde de histeria presuntamente democrática, sin consideración alguna sobre su valor artístico o histórico.

Y  es que medir una obra de arte por sus valores políticos es una imbecilidad sólo al alcance de fundamentalistas rabiosos o snobs indocumentados  que no comprenden el valor del contexto histórico en la interpretación de los fenómenos sociales. En ese sentido, el contexto al que apela la CUP para pedir la demolición es absurdo hasta el punto de ser graciosamente ridículo. De entrada, porque dudo que el monumento a Colón quisiera conmemorar otra cosa que el descubrimiento de América (y no la gozosa opresión y exterminio de sus nativos). Esa especial habilidad que tienen los políticos para coger el rábano por las hojas les conduce, inexorablemente, a confundir causas y efectos para congraciarse con algunas bases que no rebuznan porque no son cuadrúpedos, pero poco les falta.

Pero es que, si intentamos salir del túnel oscurantista en el que presuntos progres nos quieren meter, resulta que el valor artístico de una obra nunca puede ser mermado por el contexto político de quienes quieran interpretarla. Pues entonces, pese a su descomunal belleza y valor histórico, las grandes pirámides o la esfinge de Gizeh deberían ser urgentemente dinamitadas, ya que fueron construidas para mayor gloria de autócratas que (descontextualizando de nuevo) dejarían a nuestros famosos dictadores del siglo XX a la altura de simples aprendices. Y es que el transcurso del tiempo alza el valor histórico-artístico de cualquier monumento muy por encima de su simbolismo político, y precisamente por eso, lo convierte en un bien a proteger en tanto que forma parte indisoluble de la historia de la humanidad. Y si además es bello, más protección precisa.

Y es que, así como la ética no es un algo inmutable, sino que se modifica prodigiosamente a lo largo de los siglos (y es un iluso quien piense como el berzas de Francis Fukuyama que hemos llegado al fin de la historia y todos los principios morales han cristalizado de forma indeleble e inmutable por los siglos de los siglos), no es menos cierto que la estética es mucho más perdurable, aunque deba ponerse siempre en el contexto del arte de su tiempo. Y por eso nos seguimos maravillando tanto ante una Venus de Boticelli como ante una bañista de Renoir o  un descarnado desnudo de Lucian Freud. Y apreciamos igualmente el Apolo de Belvedere como las esculturas orgánicamente abstractas de Henry Moore. Porque para el ciudadano medio, en la expresión artística el significante es obvio y poderoso, pero el significado está oculto y en la mayoría de los casos resulta totalmente prescindible para el gozo estético. En resumen, quien admira el jardín de las Delicias de El Bosco no suele comerse el tarro preguntándose sobre que diantres quería decir el pavo aquél con semejante escena. Y aunque se lo acabe preguntando y llegando a alguna conclusión más o menos afortunada sobre la interpretación de la obra, jamás se le ocurrirá pedir que la tapen con unos brochazos de esmalte Titán si no coincide con su ideario político o con los valores comúnmente aceptados del momento histórico actual. Cosa que, ahora que pienso, siempre han hecho los censores de todas las dictaduras habidas y por haber.

Y es que contexto y anacronismo son factores a valorar de manera muy significativa antes de empezar a berrear estupideces, por muy progresistas que parezcan a  primera vista. Aun suponiendo que el dichoso monumento a Colón glorificara el imperialismo y la opresión de los pueblos nativos americanos, el señor Colón se quedaría tremendamente sorprendido si lo acusaran de ser causante de un genocidio, circunstancia ésta altamente improbable a finales del siglo XV, cuando ni siquiera existía el término “genocidio”, y mucho menos el concepto de colonialismo, explotación y todas esas cosas tan idealizadas sobre la libertad que surgieron a partir de la mitad del siglo XIX , pero que dejarían boquiabiertos a quienes fueron sus protagonistas. Si existía la esclavitud hace quinientos años, era porque ni siquiera se podía cuestionar si era moralmente deleznable. Es más, todos los pueblos y naciones eran esclavistas. No vayamos a ser tan ingenuos de pensar que llegamos los hispanos por el sur y los anglosajones por el norte con un invento nuevo. Los aztecas, los mayas y los incas practicaban el esclavismo y la aniquilación  como el que más. Más aún que en Occidente, y en formas que resultan bastante horripilantes incluso para el más endurecido de los corazones de aquel entonces.

Y es que durante milenios, las cuestiones territoriales se han resuelto siempre a base de invasión, saqueo, exterminio y esclavitud. Y está muy bien que ahora opinemos que no es esa la forma más simpática de tratar a los vecinos, pero también tenemos el deber de situarnos en cada época con los principios morales de esa misma época, porque si no lo único que tenemos es un guirigay y un rompecabezas irresoluble. El más bondadoso de los tiranos atenienses, de los emperadores romanos, de los reyes medievales o de los príncipes renacentistas sería tenido hoy en día por un facha recalcitrante y homicida, que a las primeras de cambio se pudriría en una prisión de máxima seguridad condenado por la comisión de la mitad de los delitos descritos en el código penal vigente. Y también podemos tener la certeza de que, en lo que respecta a la moral actual, cualquier indígena americano, una vez desprovisto del falaz barniz de virginal pureza que suelen atribuirle los pacatos izquierdosos tan doctrinarios como mal informados, resulta en un hideputa de mucho cuidado, capaz de rebanarte el cuello por unas minucias de tres al cuarto. Así que hagamos todos el favor de ponernos en nuestro sitio, y dejar de iluminar el pasado con las linternas del presente, que eso no conduce a nada más que la estulticia.

Centrémonos y reflexionemos. Por más vil que nos resulte el antisemitismo de Céline, su Viaje al Fin de la Noche será siempre una obra maestra de la literatura universal. Por más colaboracionista  del régimen de Stalin que fuera Shostakóvich, sus obras sinfónicas siempre figurarán en el olimpo de la música. Por mucho que Heidegger simpatizara con los ideales nazis, su filosofía es una cumbre del pensamiento occidental contemporáneo. Y por muy facha que fuera Ezra Pound, su poesía es de lo mejor del siglo XX. Y desde luego, yo jamás preconizaría una quema de sus obras y una prohibición de sus efigies de ninguno de estos y otros muchos intelectuales y artistas sin los cuales no puede describirse con coherencia la belleza de las creaciones humanas, pese  a que podamos censurarles la monstruosidad de su conducta como ciudadanos. La estúpida idea de que el arte y el intelecto sólo pueden ser democráticos y sociales es un error tan grave como común, pero en cualquier caso es inadmisible. Y menos en quienes lideran movimientos políticos presuntamente vanguardistas. La otra idea estúpida, la de que las expresiones artísticas del pasado tienen connotaciones políticas en el presente que las convierte en reprobables o directamente destruibles, es propia de un pseudoprogresismo yihadista severamente incapacitado para liderar una sociedad abierta.

jueves, 22 de septiembre de 2016

Las redes de la maldad

Cualquier innovación tecnológica con repercusión social tiene dos caras perfectamente delimitadas. La luminosa y positiva es (o suele ser) aquella para la que se ha diseñado en principio cualquier innovación, es decir, mejorar la experiencia personal y social de las personas destinatarias. La segunda, la tenebrosa y negativa, se corresponde perfectamente con el mal uso que de todo artefacto o aplicación aprende cualquier humano cuyos principios morales sean escurridizos, por no decir inexistentes. Hasta ahora, que yo sepa, nadie se ha dedicado a cuantificar de modo riguroso si cada innovación que, demasiado a la ligera, se afirma rotundamente como progreso, incrementa o disminuye la maldad neta del universo humano.

Como este debate entre optimistas recalcitrantes y pesimistas depresivos no suele conducir a ningún lado, porque cada grupo se blinda en sus argumentos sin aportar ni un solo elemento clarificador, tal vez sería un notable ejercicio intentar una aproximación cualitativa a las supuestas ventajas y desventajas de las innovaciones tecnológico-sociales, partiendo de la base de que sus apologetas suelen ser los más interesados en su difusión, porque sus bolsillos se llenan gracias a su consumo desaforado por parte de esa legión de tecnovíctimas (tecnoborregos más bien) que no se cuestionan nada al adquirir el último grito de lo que sea, con tal que sea fashion and cool.

El tema tiene su enjundia, porque en general, cualquier novedad  se acoge con un alborozo bastante exasperante que denota una falta de rigor discursivo equiparable a la falta de riego neuronal de la (siento decirlo, pero así es)  mayoría de los usuarios que no se cuestionan ni un milisegundo la verdadera utilidad de lo que adquieren, y mucho menos aún, los riesgos implícitos o explícitos de su uso. Poderoso caballero es don dinero, por supuesto, y las empresas fabricantes de tanto colorín tecnológico son las primeras en adiestrar no sólo a publicistas y comerciales, sino a políticos de toda índole, sobre la extraordinaria bondad de sus inventos y sobre la inmensa capacidad de revolucionar el tejido social, dando así un gran salto hacia un futuro de progreso, y bla, bla, bla.

Todo mentira, porque nadie en absoluto hace una evaluación previa de lo que podríamos denominar efectos secundarios y daños colaterales de la implementación de cualquier revolución. Se da por descontado que la tecnología es neutra (en general) y que su buen o mal uso depende en exclusiva de la actitud individual de cada usuario. Un poco como la vieja historia del cuchillo: no es bueno ni malo en si mismo, sino en función de si lo empuña un carnicero o un asesino. Lo cual es cierto, pero con matices de mucha relevancia.

El problema no resuelto de los avances tecnosociales es que su difusión es cada vez más rápida y masiva, una cuestión que no es irrelevante, porque significa que mucha más gente tiene mucho más acceso mucho más rápidamente a esas tecnologías que hace cincuenta años. La difusión masiva, que más bien es un ejemplo claro de permeabilidad acelerada en todos los estratos sociales, introduce un factor multiplicador en los buenos y malos efectos de cada innovación. Un factor multiplicador que puede convertir cualquier acontecimiento en explosivo a efectos sociales, por tratarse de una sociedad cada vez más interconectada.

No existe un acuerdo generalizado sobre si la bondad predomina sobre la maldad en este mundo moderno, pero no hace falta ser muy astuto para percatarse de que hay muchas variables en alza que favorecen el ascenso de la maldad.  Porque a fin de cuentas, una sociedad es tan buena o mala como lo son sus dirigentes, y en muchos de ellos se advierten rasgos psicopáticos alarmantes (según diversos estudios de alcance mundial), sin contar con que prácticamente en todos los políticos lo que se advierte es una grave escoliosis vertebral debido a las profundas reverencias y genuflexiones con las que se pasan la vida ante el capital, puesto que según ellos, el capital es fundamental para el bienestar de los pueblos y más bla, bla, bla. Y de todos es  sabido que el capital ni tiene patria ni tiene corazón. Ni por supuesto, la intención de poner el menor coto a su codicia desenfrenada. Por tanto, es conclusión bastante razonable que la maldad va ganado por resultado abultado a la bondad, al menos en lo que concierne a las élites dominantes. Unas élites que no quieren oir hablar de restricciones, limitaciones o cualquier tipo de freno a la expansión absoluta de su riqueza a lomos de la expansión irresponsable (por irreflexiva) de tecnologías que se difunden sin ningún control.

No hay que ser muy ducho en matemáticas para percibir que entre dos variables enfrentadas (como bondad/maldad), una ligera ventaja de una de ellas sobre la otra puede tener efectos desastrosos si hay factores multiplicadores de sus efectos, sobre todo si esos factores se dan entre agentes capaces de incrementar una u otra de forma exponencial, que es lo que sucede con las redes sociales. Hemos sido testigos en los últimos años de como mentiras vergonzosas, historias inverosímiles y noticias absolutamente falsas se expandían de forma arborescente y explosiva que nos recordaba a un brote epidémico, sin que nadie haya nada, no por refutarlas, sino por impedir su repetición inadmisible.

La viralidad, ese nuevo concepto tan moderno y tan peligroso, es un elemento esencial de todas las nuevas sociotecnologías, y es esa misma viralidad, esa capacidad de contagio, lo que las hace tan peligrosas si no se adopta una regulación estricta, y lamento decirlo, punitiva. Porque en una situación de brote vírico, cualquier agente maligno que sobrepase las defensas del sistema se expandirá con mucha más fuerza y velocidad que cualquier vacuna “bondadosa” que se quiera inocular en el ya de por sí enfermo cuerpo de la sociedad occidental.

Se ha sabido recientemente que los casos de acoso en las redes se han disparado de forma vertiginosa, y se estima que uno de cada cuatro usuarios de redes sociales es víctima de chanzas, difamaciones, amenazas y todo ese vistoso conjunto de barbaridades que hemos dado en llamar bullying. Eso sin contar con los insultos xenófobos, racistas y apologetas de cualquier tipo de exterminio del vecino, que no es que proliferen, es que inundan las redes.

El problema de esta presunta democracia en red es que cualquier descerebrado puede publicar sus malévolas e infundadas opiniones sin ningún código deontológico y mucho menos sancionador de carácter internacional que impida que internet se esté convirtiendo en una jungla realmente peligrosa. No es que yo proponga el restablecimiento de la censura, ni una internet para élites, pero sí creo necesario un sistema regulador que expulse de la red a quien no sepa morderse la lengua (o mejor aún, pinzarse sus neuronas descarriadas) antes de publicar según qué contenidos.

Si no llegamos a un consenso mundial sobre los límites de la libertad, al final tendremos uno de dos escenarios: unas redes intransitables por el cúmulo de salvajadas y despropósitos  de sus contenidos (que, consecuentmente, llevarán a la creación de redes paralelas mucho más selectivas y elitistas), o bien el restablecimiento de la censura en toda su magnitud, a fin de evitar que internet se convierta en el exhuberante jardín de toda la malevolencia universal.  

Y sería muy fácil comenzar por todos aquellos sistemas que, como whatsapp, exigen la conexión de un teléfono móvil para su uso. Es más, podría extenderse  a todas las aplicaciones la vinculación obligatoria a un número de móvil registrado en alguna compañía. El siguiente paso sería constituir una autoridad administrativa con potestad de dar de baja dicho número de teléfono y prohibir a su titular la adquisición de cualquier nuevo número durante un período de tiempo determinado, como forma de medida punitiva. De este modo se cortaría en seco la barbarie adolescente en las redes, pues no creo que muchos padres o madres, que son los titulares reales de las líneas telefónicas, estuvieran precisamente encantados al verse privados de telefonía móvil durante seis meses o un año.

Teniendo en cuenta los sofisticados sistemas de rastreo de comunicaciones de que disponen actualmente los gobiernos, de los que hacen uso con profusión de medios, esta propuesta no es en absoluto descabellada, si se dejan a un lado las consideraciones de tipo económico para las grandes compañías implicadas (que a medio plazo serían poco relevantes). Castigar de forma directa impidiendo el acceso a la red a los culpables sería una buena manera de ir limitando a quienes, carentes del menor sentido cívico, se dedican a amargarle al vida a quienes simplemente desean usar la red como instrumento de comunicación e información.

Esta propuesta, nada novedosa, es la que hace ya algunos años se aplica de forma similar en muchos campos de fútbol europeos, mediante un registro internacional de "fichados"que impide el acceso de seguidores ultras peligrosos, por lo que sería aún mucho más fácil de llevar a cabo con las redes sociales, al ser obligatorio en toda Europa tener registrado al titular de cada línea telefónica, una medida que se adoptó a instancias de los Estados Unidos para controlar las comunicaciones de grupos de delincuencia organizada o terroristas. Pues delincuencia y terrorismo, pero de carácter social, es lo que practican muchos de quienes navegan por las redes sociales con total impunidad. Y es que ya resulta urgente ahora mismo atajar esto antes de que sea demasiado tarde.

jueves, 15 de septiembre de 2016

La rentrée


Lo mejor de las vacaciones –me refiero a unas vacaciones bien diseñadas- es el aislamiento mediático. Dejar de oir durante unas pocas semanas tantas estupideces, perogrulladas, opiniones sesgadas, innumerables falsedades y chorradas sin cuento, entre otras lindezas, que los profesionales de los medios nos endilgan sin vergüenza ni contención alguna, es causa de un gozo teresiano que ya hubiera querido para sí la devota santa, sobre todo si al aislamiento mediático se une la complicidad de un entorno bucólico, solitario y lo más alejado posible de las masas turísticas que chancleta en ristre y calzón por la entrepierna se pasean, más bien confusos y aturdidos, por las calles de nuestras ciudades, bajo una solana demencial y con el único fin de cubrir la etapa asignada cada día por el turoperador de turno.
 
Fiel a esa actitud higiénica de aislamiento, y pese a que soy un celoso amante  del mar, este verano no he pisado playa alguna (salvo una que otra muy secreta y de difícil acceso cuya misteriosa ubicación me niego a revelar) por no tener que enfrentarme al dilema de pisotear toallas dispuestas cual bazar oriental o repartir cachiporrazos para hacerme un sitio entre las walkirias que, varadas como morsas en pleno mediterráneo, yacían semiincosncientes, rodeadas de aromas a coco artificial y a refritura de calamares en esas playas tan cachondas que serían motivo de un programa especial de humor amarillo, por el embotellamiento de miles de cuerpos sudorosos camino de unas orillas en las que hay que poner una instancia para disponer de un miserable metro cuadrado donde enfriar las posaderas.
 
En conclusión, el verano es una horterez inconmensurable salvo para aquellos que huyen, literalmente, del mundanal ruido, y se encuentran – a veces por sorpresa- consigo mismos y con una sensación de paz interior que la histérica sociedad occidental nos arrebata en cuanto pisamos cemento. Y es a la vuelta de ese éxtasis que representa cualquier viaje introspectivo cuando uno (re)descubre la frivolidad, banalidad y estulticia suprema de quienes tienen la batuta en este occidente (de oriente no puedo juzgar, pero me temo que  vendrá a ser por el estilo).
 
Así que tres semanas después, regreso a mi hogar barcelonés y me encuentro con más de lo mismo de lo de antes, de lo de siempre. Lo cual me lleva a dos conclusiones, tal vez precipitadas pero inevitables. Primera, que el mundo sigue rodando impertérrito pese al empeño que ponen muchos mandamases en que sólo se obedezcan sus órdenes y pese a sus apocalípticas admoniciones sobre lo importantes que son (todos ellos) para la buena marcha del universo en general. Segunda, que los medios han convertido en un circo repetitivo, redundante y mareantemente circular todo lo que se refiere a la política, sin que la reiteración de titulares anodinos, declaraciones superfluas, posicionamientos gratuitos y más de lo mismo en general parezca causarles el más mínimo bochorno. Y es que habría para enviarlos al gulag sólo por lo aburridos que resultan.
 
Es en vacaciones (las de verdad, no ese sucedáneo con que la gente se autoinflige penalidades sin cuento con tal de salir de casa) cuando se  puede saborear que lo esencial de la vida, lo realmente importante, es de una sencillez aplastante. Embelesarse mirando las evoluciones de una libélula con la mente totalmente en blanco es una experiencia que debería ser obligatoria para todo adulto con un coeficiente intelectual superior al de una babosa. Pasmarse ante la explosión de vida animal y vegetal que nos regala el verano sería una forma apropiada de aproximarnos a tantas preguntas sobre la vida. Y pasar noches en blanco mirando un cielo tachonado de estrellas convierte a cualquier humano en un filósofo sorprendiéndose a sí mismo (no sin razón) sobre la pequeñez e insignificancia de nuestra existencia en un cosmos enorme.
 
Durante esos momentos de clímax, uno percibe claramente que Mariano, la Merkel, Trump, sus simétricos presuntamente izquierdistas y todos los mandatarios del G20 son seres perfectamente prescindibles. No los necesitamos para nada, salvo para vivir angustiados, oprimidos, y con un miedo cerval a perder las cuatro porquerías que la modernez nos ha traído, y que son malos sustitutos de una presunta calidad de vida que nada tiene que ver ni con la Vida ni con la calidad. También aprende uno a apreciar la socarronería con la que los pueblerinos nos tratan displicentemente, mucho más fundada que nuestro equivalente desprecio por esas personas tan poco sofisticadas (pero con una sabiduría infinitamente superior a la que nos puede facilitar nuestro modernísimo iPad de bolsillo). Pues a fin de cuentas, nosotros tenemos toda la información del mundo, pero ellos disponen de la sabiduría que da una vida vivida a sorbos.
 
Y es que cada verano, a la vuelta de vacaciones, me reafirmo más y más el lema de este blog: “todo es mentira”. Al menos todo lo que nos hacen engullir a toda prisa, como en una especie de fast food mediático en el que todo se uniformiza para todos y en el que todo sabe igual, día tras día, año tras año, absolutamente espectacular pero indescriptiblemente insípido. Un sistema perfectamente engrasado para tenernos entre acojonados y adormecidos, pero nunca lúcidos. Del mismo modo que una luz demasiado intensa deslumbra y desconcierta (y por eso es un arma psicológica genial en los interrogatorios), la saturación informativa centrada siempre en los mismos personajes y en los mismos decorados nos paraliza y bloquea nuestra mente contra toda tentación de distanciamiento crítico.
 
La conclusión lógica es que todo el montaje está dispuesto para convertirnos en zombis, en no-vivos convenientemente adiestrados para tragar con todos los despojos informativos con que nos rocían veinticuatro horas al día. Por eso resulta gozoso estar unos días sin televisión, ni radio siquiera, y descubrir alborozados que hemos disfrutado de nuestras vidas sin impedimentos, sin mochilas, sin angustias y sin miedos irracionales. Y que no ha pasado nada. Es más, llegamos a la conclusión de que si pasara algo, mejor sería encontrarlo por el camino y trampearlo como viniera, en vez de estar todo el rato recibiendo admoniciones sobre lo tremendo que puede ser el futuro  si no seguimos diligentemente a nuestros líderes hacia el cercado en el que nos pretenden (y casi siempre consiguen) tenernos recogidos y mansos como ovejas, no sea que les causemos problemas imprevistos.
 
Y es que, sin duda, la sociedad occidental moderna, a la que denomino sin asomo de ironía sociedad imperativa, se basa en un sinsentido de obligaciones impuestas desde una jerarquía más vertical que los monolíticos sindicatos franquistas de antaño: usted ha de estar enganchado mediáticamente, usted ha de posicionarse obligatoriamente, usted ha de creer lo que machaconamente le repiten, usted ha de consumir lo que le proponen, usted ha de viajar (“turistizar”, más bien) a donde vaya todo el mundo,  usted ha de encajar perfectamente en el engranaje socioeconómico predefinido. En caso contrario, usted es un ser disfuncional e inadaptado, un outsider suicida cuya actitud no puede proliferar ni prosperar, porque entonces usted será un enemigo del sistema al que habrá que castigar y excluir de la manada.
 
He aquí que, de vuelta de vacaciones, no sólo todo sigue igual de estúpidamente atroz, sino que además se sigue el corolario de que todo es atrozmente obligatorio. Eso sí, desde el supremo respeto a la libertad (ja) y a los derechos individuales (jaja), oficialmente consagrados en la legalidad vigente. En realidad nuestras élites consideran que somos demasiados como para dejarnos a nuestro aire: hay que guiarnos como reses en el salvaje oeste. Y ellos, los cowboys que nos rejonean a gusto si nos salimos de la cañada, nos están esperando a la vuelta de vacaciones para seguir machacando nuestras mentes y torturando nuestras almas con los mantras y las mentiras de siempre.
 
No es el regreso a casa lo deprimente de las vacaciones. Es la sensación de que podríamos vivir perfectamente sin yugos ni orejeras, pero la inercia (y una considerable dosis de conformismo) nos lleva a volver a ponérnoslos justo cruzar el umbral de casa. Somos incapaces de romper esa dinámica, y a los diez minutos de finalizadas nuestras vacaciones ya estamos de nuevo totalmente inmersos en la vorágine de engaño y tergiversación mediática que ha seguido funcionado a plena marcha en nuestra ausencia. Y, claro, así es imposible no estar de un humor de perros el resto del año.

Así que si usted quiere unas vacaciones de verdad, la próxima vez desconecte del todo. Y a la vuelta no caiga en la maldita rueda mediática aplastadora de conciencias críticas. Turn off and enjoy, que tampoco  podrá hacer gran cosa si se desencadena el apocalipsis.