miércoles, 26 de abril de 2017

Exceso de confianza

Si se analiza a fondo el asunto, resulta bastante preocupante lo sucedido con la dimisión de Esperanza Aguirre. Y no por los hechos en sí mismos, sino por la risueña y despreocupada actitud de sus muchos enemigos, como si eso no fuera con ellos. Es verdad – y yo me cuento en las filas de quienes la han criticado duramente- que su estilo neoliberal-castizo-prepotente le ha granjeado un sinfín de adversarios con el colmillo a punto para hincarle el diente a la menor posibilidad, pero esta forma de hacer leña del árbol caído resulta bastante superficial  e incluso canallesca aunque provenga de las filas de “los nuestros”.

Porque si de lo que se trata es de depurar responsabilidades políticas, la señora Aguirre ha dado un paso al frente y ha presentado la dimisión como sería de esperar en cualquier país normal, y como se viene echando de menos en España respecto de cualquiera de las formaciones políticas implicadas en escándalos de corrupción, es decir, casi todas. Comprendo artículos como los de “Eldiario.es” que de forma extraordinariamente cáustica titulaban “Espejo de té” y que chorreaba bilis y sangre por todos sus márgenes, pero no comparto que se combata la prepotencia y la mala leche de unos con más de lo mismo de los otros, sin hacer una reflexión profunda sobre la cuestión de fondo, que no es otra que la confianza que depositamos en nuestros colaboradores.

Una cosa está clara y es que, tras una investigación de meses, el juez no ha encontrado motivos para considerar imputable a Esperanza Aguirre, y por lo tanto, pese a sus numerosos defectos como política, hay que respetar su presunción de inocencia y desconocimiento de lo que se cocía a fuego lento en el interior de su partido. Por eso me pregunto si a la mayoría  nos sucedería lo mismo de estar en su lugar. Quiero decir que ya son muchas las veces en las que se ha destapado que colaboradores por los que sus superiores pondrían la mano en el fuego han resultado no ser de tanta confianza como se presumía de antemano. Y que ese fenómeno enraíza con otro mucho más profundo, que tiene mucho que ver con las relaciones personales dentro del ámbito político en particular, y del personal en general.

Es obvio que en una sociedad tan compleja como la actual, es imposible que los máximos directivos puedan ejercer su papel sin delegar grandes áreas de competencia en colaboradores subordinados. En las grandes empresas, como es el caso de la administración pública, la situación es tal que el máximo responsable sólo puede supervisar a vista de pájaro las líneas generales de actuación, pero el control efectivo está delegado en escalones inferiores o en sistemas de auditoría. Cuanto más compleja es una organización, más niveles de delegación se van superponiendo uno sobre otro, hasta que al final resulta casi imposible determinar en qué parte del organigrama reside el poder real.

Por poder real me refiero a aquél que toma las decisiones “de facto”  y las presenta convenientemente estructuradas como “propuestas de actuación” a unos jefes que en muchas ocasiones están sobrepasados por múltiples tareas y que no pueden entrar a fondo en los detalles jugosos o problemáticos. Ahí surge la cuestión de la confianza en los subordinados, algo a lo que necesariamente han de recurrir los superiores a fin de poder firmar y poner su nombre al pie de los documentos sin necesitar días de más de veinticuatro horas para completar sus tareas. Es decir, la cosa concluye con una ojeada más o menos superficial, algunas preguntas que demuestren que se está encima del asunto, y pasar a la siguiente cuestión de la sobrecargada agenda del día.

En el nivel puramente administrativo, las auditorías que ejercen los interventores propios de la administración suelen ser suficientes para evitar que la cosa se desmadre, pero cuando se sube al nivel superior, al político, donde se toman las decisiones básicas y se trafica con los diversos cabilderos del poder, las cosas se complican mucho. Porque en ese momento estamos en un terreno en el que  no existe un control administrativo sino puramente político, que se fundamenta en la moralidad de los intervinientes. Es en este nivel donde los máximos responsables arriesgan mucho, y por ello suelen nombrar a personas de su máxima confianza para las tareas más relevantes. Pero la confianza es como el amor, no puede darse  por supuesta e indefinida, sino que debe renovarse día a día. Eso significa poner periódicamente en cuestión lazos personales que pueden resentirse por lo que el subordinado considere una muestra de desconfianza. Además, si la trayectoria del segundo de a bordo ha sido siempre intachable, no hay nada que prejuzgue que pueda dejar de serlo en el futuro.

Craso error. Precisamente las mayores traiciones se repiten a lo largo de la historia y a lo ancho del mundo entero por parte de personas que en su momento eran de la máxima confianza. Y en los casos en los que se maneja contratación pública de obras, la tentación de ir por libre aprovechando que el jefe confía en uno es a veces demasiado poderosa, sobre todo si se parte del punto en el que estaba España desde el inicio del siglo XXI: al parecer todos sabían que todos los demás hacían lo mismo, por lo que no había de qué preocuparse. Otro craso error, porque este tipo de situaciones son muy inestables y dependen de que nadie tire de dosier o de la manta, que para el caso es lo mismo. Y finalmente siempre hay alguien lo suficientemente cabreado para iniciar la tormenta perfecta y el castillo de naipes cae inexorablemente.

Así que mucho me temo que casos como el de esperanza Aguirre debe haber muchísimos más a diversos niveles de la administración central, autonómica o local, en los que ministros, presidentes de comunidad y alcaldes se han visto en el lodo por un exceso de confianza respecto al buen hacer de algunos de sus colaboradores directos. Pero la pregunta de fondo, mucho más radical, es si esto no es connatural al ser humano, con independencia de su posición y rango social. La necesidad de confiar de forma prolongada en personas por las que pondríamos la mano en el fuego (amigos íntimos, familiares directos) a quienes ponemos en la situación perfecta para hacer y deshacer a su antojo. Les otorgamos el poder de hecho, aunque la responsabilidad siga siendo nuestra. Infinidad de pleitos hereditarios  se producen por estos mismos motivos, sin que sean motivo de burla o escarnio por parte de nadie, sino más bien de compasión o, en el peor de los casos, de cierta displicente conmiseración por quienes han sido tan ingenuos como para dejarse despojar de sus fortunas, sin caer en la cuenta de que eso nos puede suceder a todos en algún momento de nuestras vidas.

Todos somos vulnerables al exceso de confianza. Quien no lo es suele ser un personaje odioso  y solitario, cuando no un completo paranoico (que también los hay y resultan peligrosísimos, al estilo de los dictadores africanos o de la dinastía reinante en Corea del Norte). La señora Aguirre ha estado pecando de exceso de confianza en personajes que no la merecían, pero no por ello resulta ser una persona estúpida o una incauta, salvo que ampliemos esa categoría despectiva para encuadrarnos casi todos en ella. Al menos la honra (o demuestra astucia política) su rápida dimisión. Dejemos que disfrute de su retiro  (y que no regrese jamás, añadirán sus adversarios).

jueves, 20 de abril de 2017

Corea del Norte


La ventaja que tenía la disuasión nuclear de la época de la guerra fría era que las fuerzas estaban tan igualadas, que el concepto acuñado por Von Neumann de “destrucción mutua asegurada” no sólo era terminología político-militar, sino una realidad palpable: las dos superpotencias tenían demasiado que perder si iniciaban una escalada nuclear. En realidad, tenían que perderlo casi todo en cosa de sesenta minutos, ya que sobre los restos calcinados de los respectivos imperios hubiera quedado una población diezmada, empobrecidísima y sometida a más crueles avatares que los pobres europeos del siglo XIV  cuando la epidemia de la peste negra.

 

La disuasión nuclear se fundamenta en la muy conocida (y compleja) teoría de juegos y las estrategias que se derivan de ella, según sean juegos de suma cero o de suma no nula. Nombres como estrategia minimax (es decir, minimizar la pérdida máxima posibles frente al adversario) o su correlativa maximin (maximizar la ganancia propia frente a la pérdida del contrincante) responden a conocidos algoritmos de procesos que bajo el engañoso nombre genérico de teoría de juegos, forman parte de todas las estrategias de guerra avanzadas, a las que se dedican numerosos matemáticos, estadísticos y mentes privilegiadas de la computación al servicio de los respectivos departamentos de defensa.

 

En estos días de creciente tensión con Corea del Norte, son muchas las especulaciones respecto a cómo acabará el asunto entre dos gallos de pelea como Trump y Kim. Estoy convencido que los departamentos de análisis de situaciones de guerra americanos están echando humo desde hace días, pero el problema que se plantea de buen principio es que la teoría de juegos y todas sus posibles consecuencias sólo se aplican cuando se cumplen dos premisas fundamentales. La primera de ellas es que  todos los contendientes sigan procesos de toma de decisión racionales. La segunda es que ambos contendientes tengan más o menos lo mismo que perder, es decir, que la relación de fuerzas sea más o menos simétrica.

 

Cuando la segunda de las premisas falla, la teoría de juegos se complica extraordinariamente, aunque todavía sería posible, sobre el papel, realizar una modelización de los posibles escenarios de confrontación. Pero cuando falla la primera premisa (por ejemplo, si uno de los contendientes juega al azar, o se deja llevar por la astrología o peor aún, por arrebatos de cólera), no hay teoría matemática que valga y todo resulta absolutamente impredecible.

 

Y eso es lo que está sucediendo en este momento con Corea del Norte. De hecho, hasta el más iluminado de los líderes políticos y militares coreanos sabe que una confrontación a gran escala con Estados Unidos que desembocara en el uso de armamento nuclear significaría la destrucción total de Corea a un costo muy inferior para la superpotencia yanqui. Pero la cuestión no es esa, sino que resulta prácticamente imposible eliminar a Corea del tablero de juego sin sufrir algún tipo de daño directo o indirecto (por ejemplo una represalia coreana contra aliados norteamericanos en la zona, como Corea del Sur o Japón).

 

La única solución para Trump consistiría en un ataque preventivo directo y total contra Corea del Norte que impidiera cualquier tipo de respuesta, para lo cual habría que arrasar directamente toda su capacidad nuclear y convencional. Lo que implicaría, sin ninguna duda al respecto, una matanza sensacional (incluida la población civil), porque no existe ninguna posibilidad de una neutralización rápida mediante una estrategia de guerra convencional. Eso significa que sólo podría eliminarse la supuesta amenaza coreana golpeando primero  mediante un ataque nuclear devastador, lo cual sería un desastre político aún en el supuesto de que fuera un éxito militar, por razones que ni merece la pena explicar de tan obvias que resultan.

 

Además, el uso  de armamento nuclear sentaría un precedente  de extraordinaria importancia (y aún más extraordinario peligro) porque abriría la caja de Pandora de las acciones supuestamente preventivas de potencias regionales dotadas de armamento nuclear. Israel, sin ir más lejos, se sentiría perfectamente justificada para arrasar Irán, Siria o lo que se le pusiera por delante. Lo mismo sucedería con Pakistán y la India, aunque en este último caso, al estar las fuerzas muy equilibradas, el concepto de destrucción mutua asegurada sería bastante más eficaz como medida disuasoria. Aun así, abrir la puerta a la liquidación del enemigo más o menos terrorista mediante armamento nuclear pondría en riesgo todo el complicado sistema de controles que hasta ahora han impedido una proliferación nuclear en masa, a la que podrían acceder unas cuantas decenas de países, so pretexto de tener que defenderse preventivamente de ataques de terceras potencias.

 

Dicho de otro modo, si hasta ahora algo ha frenado la proliferación nuclear, más que las buenas palabras ha sido el hecho de que desde el fin de la segunda guerra mundial nunca se ha usado armamento nuclear más que para mostrar músculo. Pero está meridianamente claro que el día que algún contendiente lo utilice de veras, se abrirá de par en par la puerta para la confrontación atómica en cualquier zona caliente del globo y a cualquier nivel, local o regional, sin que las grandes superpotencias puedan hacer nada para impedirlo. Ese es el pequeño problema de las cajas de Pandora, que una vez abiertas, ya no se pueden cerrar por las buenas.

 

Eso en lo que concierne a una posible acción norteamericana para frenar en seco a al dinastía “reinante” en Corea del Norte. La otra cuestión es la de la actitud del dictador y sus seguidores ante lo que interpretan como una provocación norteamericana. Antes he aludido a que en la teoría de juegos se espera de los contendientes un comportamiento racional. Pero este no es el caso.  Kim Jong-un no se comporta de modo racional, o mejor dicho, su pensamiento dista mucho de estar siquiera cerca de las coordenadas de lo que en occidente entendemos por racionalidad. Tenemos precedentes históricos de líderes que en la tesitura de rendirse o ser destruidos junto con todo su pueblo han optado por la segunda vía, y todos responden a esa figura que encarnó Hitler de forma emblemática llevando a su país hasta la devastación total.

 

Kim Jong-un cumple a rajatabla con los requisitos para convertirse en un dictador mártir al precio que sea. Su iluminación y megalomanía son tales que no cederá un ápice ante amenazas de guerra y destrucción. Si a ello unimos ese carácter oriental tan próximo al empecinamiento orgulloso que ya se vio en la segunda guerra mundial, y que sólo permitió doblegar a los japoneses cuando la evidencia de que las armas atómicas podían hacerlos papilla se hizo pública mediante la volatilización de Hiroshima y Nagasaki, tenemos un cóctel político extraordinariamente peligroso (sobre todo si se agita con excesiva vehemencia).

 

Me pregunto qué hubiera sucedido si los japoneses, en aquél lúgubre agosto de 1945, hubieran dispuesto de armas atómicas para atacar objetivos aliados. Es una pregunta retórica, porque la respuesta la sabemos todos: la carnicería hubiera sido espantosa, dilatando el final de la guerra y sobre todo incrementando de forma exponencial la muerte de civiles y la destrucción de infraestructuras, sin contar con los efectos a largo plazo de las lluvias radiactivas sobre toda el área del Pacífico.

 

Ahora resulta evidente que Corea del Norte dispone de armas atómicas. Pocas y rudimentarias tal vez, e incapaces de alcanzar a su demoníaco rival americano, pero suficientes para causar una devastación más que importante a nivel regional.  Con todos esos ingredientes en la coctelera, un ataque contra el régimen de Kim Jong-un que no supusiera cortar instantánea y simultáneamente todas las cabezas de la hidra de la cadena de mando coreana significaría, acto seguido, que Corea del Sur y tal vez Japón recibirían una andanada nuclear en menos tiempo de lo que se tarda en escribir este artículo.

 

La divisa de los dictadores alucinados como Kim es la de morir matando. Y cuantos más cadáveres le acompañen en su tránsito, tanto mejor. Por tanto, cualquier estrategia norteamericana en la zona ha de tener en cuenta eso. A un régimen como el norcoreano no le atemorizan los números ni las estadísticas. Sus cimientos y sus acciones son absolutamente irracionales, por lo que no dudaría en sacrificar a su pueblo con tal de infligir un serio dolor a sus enemigos. Aquí la teoría de juegos se desmorona y no hay cálculo estadístico que valga que no tenga un margen de error enorme.

 

Donald Trump tiene un serio problema en esa zona estratégica. Ha de proteger a sus aliados, contener a Corea del Norte, impedir que su diseño de vectores de transporte le permita convertirse en potencia nuclear intercontinental y ante todo, no ser el primer mandatario mundial desde Harry Truman en tener que ordenar un ataque nuclear contra un país enemigo, a sabiendas de que las consecuencias en todo el mundo serían gravísimas, sobre todo si a Corea del Norte le quedase una mínima capacidad de respuesta que le permitiera revolverse como un tigre herido y acorralado. En esta tesitura, a Trump no le valen ni su habitual chulería, ni su desparpajo, ni su contundente impetuosidad, porque al que tiene de adversario en este asunto esas cosas le dejan frío. No le arriendo la ganancia al presidente de los Estados Unidos.

miércoles, 12 de abril de 2017

Chaconear


La tradición exige que cuando alguien muere, no se glosen precisamente sus defectos, sino que se adorne su epitafio con los hechos más agradables de su vida. Esta convención –pues no es nada más que eso- se encuentra muy arraigada en todas las sociedades occidentales, lo que suele ser motivo de no pocas risas escasamente disimuladas y de comentarios susurrados en los corrillos del velatorio cuando el finado era un notorio personaje de cuidado, elevado repentinamente a la categoría de beato por el mero hecho de haber traspasado los lindes de la vida, aunque la mayoría de los asistentes estén brindando metafísicamente por tan gozoso (para ellos) suceso, mientras ruegan que Lucifer acoja en su seno a un nuevo y merecido discípulo por toda la eternidad.

 

Yo nací y crecí en el punto exactamente equidistante entre la calle Nicaragua y la Colonia Castells de Barcelona, lo que para los entendidos en la historia del PSC será revelador de que por un azar biográfico he mamado mucho del socialismo catalán, y en concreto, bastante del chaconismo que se llevó por delante muchas de las esencias de aquellos primeros socialistas de la transición finalmente devorados por la maquinaria del PSOE articulada en torno al eje del Baix Llobregat. En resumen:  el PSC, la familia Chacón  y  yo hemos sido vecinos durante media vida y justo ahora, en la muerte de la eterna aspirante a lideresa del PSOE, me siento obligado a poner una pica en no sé exactamente dónde, aún a riesgo de ser acribillado por la hipocresía socio-política reinante.

 

Sucede que estos días estamos asistiendo a un espectáculo francamente vergonzoso de panegíricos subidos de tono, ditirambos hiperbólicos, alabanzas sin cuento, loas encomiásticas y elogios y alabanzas sin freno hacia la figura de Carme Chacón por parte de todos aquellos que son o han sido algo en la política de este país. Ahora resulta que Chacón era un dechado de virtudes inmaculada y sin tacha, incluso para aquellos que no dudaron en ponerla de vuelta y media (merecidamente) durante sus años dorados.

 

Quien haya seguido una serie televisiva con tanta mala baba como House of Cards y haya analizado la trayectoria de esa personalidad política contemporánea y real estará de acuerdo en que ella parecía inspirada en uno cualquiera de esos personajes de la serie cuya ambición es tan desgarradora que roza lo maligno. Y a quien, desde luego, no disuaden consideraciones éticas para conseguir los fines que se ha propuesto en la vida. House of Cards (como también Homeland, otra excelente serie de corte político) retrata sin contemplaciones al político cuya vocación de servicio es ante todo autoreferencial, es decir, vocación sí, pero de servirse a sí mismo ante todo, también. Y ahora que todos hablan de la enorme vocación de servicio de la señora Chacón no estaría de más añadir que siempre estuvo presidida por su ego como faro que marcaba el rumbo a seguir.

 

Los medios y las redes sociales se han apresurado a machacar convenientemente y con su hipocresía habitual al señor Lagarder Danciu, que fue el primero que señaló, horas después de la noticia del óbito de Chacón, que ella fue la ministra de los desahucios exprés justo al comienzo del reventón inmobiliario de la crisis que todavía arrastramos. Una medida en extremo socialista, al parecer, pero de socialismo de reloj Hublot en la muñeca, que era lo que a ella le gustaba (y no ocultaba) y que era digno heredero de aquella beautiful people de la era Boyer, mucho más cercana a los encorbatados miembros de la célebre Trilateral que a los descamisados puño en alto gracias a quienes fraguaron su hegemonía durante cuatro legislaturas consecutivas.

 

Ya en febrero de 2011, el digital La República de las Ideas, cuyos referentes son Pablo Sebastián y José Oneto, firmaba una opinión que apodaba a Rubalcaba como “el Pigmalión de Carme Chacón”. En esencia, Chacón creció y se hizo adulta políticamente a la sombra de Rubalcaba, hasta que apareció en escena el que a la postre sería su marido, un personaje rasputiniano (el calificativo no es mío), extraordinariamente ambicioso y no carente de poder en la sombra. Lo que se tradujo en una traición inefable de la discípula hacia su Pigmalión, con los agrios rencores que ello dejó de por vida no sólo entre sus protagonistas, sino también entre sectores enteros de un PSOE que ya empezaba a ver negros nubarrones en el  horizonte.

 

Para aquel entonces, Chacón ya había sido ministra de Defensa, un cargo en el que los jefes militares la suspendieron notoria pero siempre disciplinadamente y en voz baja, como recogía El Confidencial Digital también en el año 2011. Los altos mandos militares siempre han destacado la mala relación con la ministra por tres cuestiones fundamentales: su obsesión por la foto y el titular (es decir, por la notoriedad), su camarilla ministerial dejando de lado a consagrados profesionales de la defensa con quienes se comunicaba escasamente y que tenían serias dificultades de acceso a la ministra (o sea, creación de un núcleo cerrado y opaco) y un incremento de la conflictividad laboral: los pleitos en el área de defensa pasaron de 600 en 2007 a más de 11.000 en 2011, según la fuente citada (no he podido contrastar el dato; no obstante, diversos medios confirmaron en su momento que el mal ambiente laboral fue más que patente durante su etapa como ministra de defensa).

 

Con este bagaje tan poco favorecedor como responsable en dos gobiernos socialistas, parece que los rimbombantes elogios hacia la señora Chacón deberían haber sido más comedidos. Mucho más comedidos. Pero es que además, en lo que se refiere a la política interna del PSOE, Chacón tampoco es que fuera venerada como un santo ejemplo a seguir. En realidad fueron sus compañeros de comité federal quienes acuñaron el neoverbo “chaconear” para referirse a un estilo intrigante y conspiratorio de hacer política interna. Una trayectoria zigzagueante, en el que la recientemente fallecida no tenía reparo en ir cambiando de bando según su agenda personal y su desmedida ambición (Borja Ventura en El Economista, 10 de abril de 2017).

 

Al final Carme Chacón perdió todas las guerras en las que participó, pero la compasión hacia el vencido no puede vestirse de una forma tan pusilánime e hipócrita como lo que estamos viendo estos días. No tiene que ver con la ideología, sino con el hecho- no por contumaz menos reprobable- de que la clase política tiende a cerrar filas en torno a los suyos hasta el punto de caer en un extravagante ridículo, como el de solicitar que la capilla ardiente de la exministra se celebrase en el mismísimo Congreso de los Diputados, lo cual habría creado un precedente absurdo y un agravio póstumo a las decenas de políticos, diputados, senadores y exministros fallecidos desde la transición de 1978.

 

En conclusión, una cosa relativamente admisible es realzar las luces y atenuar las sombras de los fallecidos, dejando para la posteridad un análisis crítico y desapasionado de su trayectoria; y otra cosa muy distinta es pretender glosar la figura de un personaje público como si fuera el epítome de la pureza y poseedora de una luminosa virginidad moral. Carme Chacón no irradiaba la luz que pretenden colarnos ahora, aprovechando el shock de su temprana e inoportuna muerte. Descanse en paz, pero que no nos la pongan en un altar inmerecido.

jueves, 6 de abril de 2017

Lifestyles


Muchos de los progenitores de mi edad tienen hijos entre los veinte y los treinta años, lo cual pone de manifiesto que la vejez nos comienza a acechar y que, en consecuencia, nos vamos desubicando de lo que se viene en llamar la modernidad, con el consiguiente y no menos evidente choque generacional en multitud de materias. También resulta palpable que, como antes sucedió a nuestros padres, y antes de ellos, a los padres de nuestros padres, nuestra progresiva inadaptación a los cambios que se producen en la sociedad nos conducen por el camino de la crítica sistemática, cuando no a la oposición frontal al lifestyle de nuestros hijos, sin percatarnos de que nosotros mismos se las hicimos pasar canutas a nuestros sufridos progenitores hará cosa de treinta o cuarenta años. En ese sentido, el discurrir de la vida, más que circular y repetitivo, es una espiral que pasa siempre cerca de las mismas coordenadas, pero siempre alejándose del punto inicial. Cada generación reprocha a la siguiente multitud de defectos, casi siempre sin reflexionar sobre el hecho de que cuando los viejos críticos eran apuestos mozalbetes, repudiaban las ácidas pullas de sus padres, diciendo (como siguen haciendo hoy en día) que los tiempos estaban cambiando y que el problema no era de la juventud, sino de la falta de adaptación de los mayores.

 

En gran medida, la problemática del choque generacional se puede atribuir a la eterna discusión sobre el cambio de valores y de prioridades entre generaciones sucesivas. Resulta sorprendente ver cómo muchos padres y madres, para atrincherarse en la presunta verdad absoluta de sus proposiciones, niegan que exista un cambio de valores y de prioridades entre la mayoría de los jóvenes, sino sólo un incremento de los “defectos” propios de la juventud, y una mayor tolerancia hacia sus “incomprensibles”  e “inaceptables” formas de pensar, sentir, vestir y de vivir, en definitiva. En una reciente discusión en la que pude participar con otros  familiares y amigos de mi generación resultó sorprendente la virulencia con la que alguno de los presentes negaba la argumentación del cambio de paradigma juvenil afirmando que eso sólo se da en determinados entornos y clases sociales, pero que no afecta a la mayoría de los jóvenes. Lo cual constituye una forma como cualquier otra de aferrase a unos valores y prioridades que siempre hemos considerado fundamentales y fundacionales de nuestra sociedad occidental. Sin embargo, dudo que muchos se hayan pensado a deliberar profundamente si los que para nosotros son valores fundacionales lo han sido siempre antes de nosotros, y sobre todo, si son valores imborrables que configuran de forma indeleble nuestro lifestyle (entendido de forma muy amplia y maximalista).

 

Durante esa discusión, mucho me temía que no era así, y me comprometí a buscar datos al respecto para  verificar o refutar la aseveración inicial que abrió el debate: “los jóvenes de hoy prefieren acumular experiencias que posesiones” y que dio pie a alguna acalorada respuesta en contra. Como no se trata de perturbar al personal con cifras y más cifras, sólo indicaré que existen multitud de estudios sobre la juventud, tanto de la Unión Europea como a escala española, mediante el INJUVE. Pero me ha interesado más la opinión de sociólogos de renombre que los meros datos estadísticos. Y allá que me fui en busca de la opinión de uno de los referentes de la sociología contemporánea, Ulrich Beck, cuya fama devino en gran parte por sus estudios de la sociedad del riesgo.

 

Aunque fue discutido por algunos de sus colegas, pero más por cuestiones semánticas que epistemológicas (como la diferenciación entre riesgo y amenaza, que ha llenado páginas y páginas de bizarras y bizantinas discusiones sobre cuestiones interpretativas que no alcanzan al común de los mortales), Beck sigue siendo considerado como uno de los más influyentes sociólogos contemporáneos por la profundidad de sus análisis. En algunos aspectos, sus teorías fueron premonitorias del escenario que tenemos actualmente, ya que su obra La sociedad del riesgo data de un lejano 1986, cuando todavía no se planteaba la brutal transformación social que ahora experimentamos. Más bien al contrario, aún no había caído el bloque soviético y occidente estaba en manos de reaganistas y thatcheristas, que apostaban por la continuidad de un sistema social y político que a la postre se ha declarado en quiebra en casi todos los aspectos.

 

Los Beck (pue su mujer contribuyó notablemente a los postulados a los que me refiero) fueron artífices de la aceptación general de un cambio de trazado en la concepción de los estilos de vida occidentales en esa transición desde una primera modernidad, basada en las estructuras (la familia, el arraigo orgánico o funcional, el trabajo estable para toda la vida), a una segunda modernidad basada en los flujos (el individuo móvil, el nuevo nomadismo, el trabajo temporal). Dicho de otro modo, la transformación de nuestra época es la de una modernidad sólida a una modernidad líquida, donde las estructuras que antes configuraban a nuestra sociedad, y que se basaban en conceptos rígidos de familia próxima, municipio de residencia permanente y trabajo para toda la vida, se han visto progresivamente sustituidas por conceptos muy fluidos y muy móviles, centrados en el individuo, en la mutabilidad residencial y en el trabajo mucho más precario que hace unos años. Asistimos, pues, a una progresiva y considerable fragmentación familiar y social que no podemos ni eludir ni revertir, porque la dinámica que la trasciende es muy intensa, debido a la globalización.

 

Esa transformación de los estilos de vida está muy ligada a un incremento notable del riesgo (en una concepción amplia) y de la incertidumbre personal que ello implica sin posibilidad de escurrir el bulto. La búsqueda de la seguridad y la estabilidad, que ha sido el paradigma de la juventud  durante muchos años (encontrar un empleo aburrido pero seguro, comprar una casa donde vivir hasta la muerte rodeado de nietos, casarse y tener hijos lo antes posible) ha dejado de tener sentido, al menos sin un coste emocional y personal tan alto que no merece la pena. Para muchos, sobre todo si son jóvenes, es mejor dejar de aferrarse al paradigma obsoleto y aceptar uno nuevo, basado en la capacidad individual, en la asunción del riesgo como algo inherente a la vida misma, y confiar en la propia valía personal para acumular experiencias de todo tipo (desde personales hasta laborales y de ocio) que enriquezcan lo que podríamos denominar “patrimonio inmaterial del individuo” y le permitan afrontar un futuro incierto, sobre todo en lo laboral, pero también en lo social y personal.

 

Es en ese sentido que la acumulación de pertenecías patrimoniales comienza a perder su sentido lógico, ya que el patrimonio, en un estilo de vida tan radicalmente fluido y líquido, es más bien un lastre que una baza a favor. Viajar ligero de equipaje se está convirtiendo –y creo que a medida que pasen los años lo será aún mucho más- en el lema de cabecera de gran parte de la juventud actual. Al menos de la que va en vanguardia de los cambios sociales y de estilo de vida (que a fin de cuentas es la que tira del resto, aunque el vagón de cola tarde todavía unos años en arrancar tras la locomotora). Precisamente, la consecuencia de todo eso es que los jóvenes de hoy en día prefieran acumular experiencias a posesiones. Lo cual no quiere decir –como algunos pretenden interpretar de forma sesgada y malintencionada- que desdeñen irresponsablemente el patrimonio y la estabilidad, sino que puestos en la tesitura de afrontar un futuro incierto para todos (jóvenes y mayores)  prefieren optar por la vía de acumular experiencias que la de atarse a unos estilos de vida que se están disolviendo como un iceberg en al mar Rojo. Dicho de otro modo, los jóvenes actuales no están locos ni desprecian la buena vida; solo sucede que son conscientes de que “esa” buena vida a la que nos referimos sus mayores se está extinguiendo, disolviéndose en un mar de riesgo e incertidumbre, y que nada volverá a ser como en el gozoso período de bienestar habido tras la segunda guerra mundial (y que, para ser francos, ha constituido un minúsculo paréntesis en la cruel historia de la humanidad)

 

Ulrich Beck denominaba sin reparos a los viejos conceptos de las estructuras sólidas a las que nos aferramos los adultos como “conceptos zombi” porque aún están ahí dando vueltas, pero están muertos. Tal vez lo recomendable sea aceptar ese cambio de paradigma, para no ser nosotros, los mayores, quienes nos convirtamos en zombis de carne y hueso.