viernes, 26 de junio de 2015

Blackwater y las privatizaciones

La guerra de Irak que inició el presidente Bush hijo y que ha acabado con uno de esos finales abiertos en los que se adivina la derrota del protagonista pese al triunfalismo oficial, nos trajo por otra parte una de las grandes innovaciones de este siglo XXI en la gestión de lo público y que, en su momento, y pese a lo escandaloso del asunto, pasó bastante desapercibido para la mayoría de la gente. Irak fue en campo de experimentación de la privatización masiva del aparato militar. Aunque no hay cifras oficiales (cuidadosamente envueltas en el misterioso velo del secreto de estado), las estimaciones independientes calculan que llegó a haber más de cien mil “guardias de seguridad privados” (un eufemismo por el más apropiado nombre de mercenarios) campando a sus anchas y armados hasta los dientes por el territorio iraquí, en misiones de protección de las empresas civiles encargadas de la reconstrucción y para los altos cargos de la coalición internacional cuya seguridad, empezando por los procónsules norteamericanos, no era competencia de las fuerzas armadas, sino de las grandes empresas de seguridad privada, que  constituyeron verdaderos ejércitos de fornidos exmiembros de las fuerzas de operaciones especiales que gozaron de total inmunidad (un estatuto del que no disponía ni la  US Army) y que literalmente se forraron con el conflicto (ambos, los mercenarios y las empresas contratistas). Se habla de hasta cien mil millones de dólares en facturación, y es que, en muchos momentos, los mercenarios doblaban o triplicaban el número de trabajadores civiles empelados en la mal llamada reconstrucción nacional de Irak (es bien conocido que aquello fue más bien un buitreo muy bien organizado por los Chenney, Rumsfeld, Bremer y compañía).
 Aquellos favores que los altos cargos de la Casa Blanca hicieron a sus amigos del complejo militar-industrial escondían un trasunto realmente estremecedor, como era que incluso muchas operaciones militares fueran llevadas a cabo por ejércitos privados comandados por las grandes corporaciones como DynCorp, Global Risk, Triple Canopy, y un largo etcétera entre las que brillaba con luz propia Blackwater, que fue la mayor concesionaria de protección privada para el Departamento de Estado y la CIA durante los años de la ocupación. Nombres aparte, la privatización de la seguridad en Irak tuvo dos consecuencias clarísimas. La primera de ellas, la de cuestionar el papel pacificador de la US Army y desvirtuar totalmente el concepto de lo militar como parte de la Administración Pública tanto ante la opinión pública como ante sus “compañeros de armas” oficiales, que veían como esos tipos con pinta de duros de película cobraban cantidades astronómicas de dinero por el trabajo que ellos habían hecho hasta entonces por la paga normal de soldado.
 Pero mucho más trascendente era el hecho de que las autoridades norteamericanas habían acometido un proceso –que  años después se ha demostrado imparable- de desmontaje del sector público atendiendo a las peticiones, cada vez más osadas- de la derecha fundamentalista de corte evangélico, que en los dos mandatos de Bush se envalentonó hasta límites insospechados, y aupó a su gente a los más altos niveles de la administración federal. Los grupos de presión ultraconservadores (en lo social) y ultraliberales (en lo económico) siempre han visto al estado como un enemigo a batir. Incluso como un enemigo a un nivel muy similar al de  los antiguos soviéticos, y jamás han disimulado su ansia por desmontar todo control estatal para sus actividades. Su lucha, que rápidamente exportaron a los demás países de la OCDE, consiste en reducir drásticamente todo lo público, etiquetado como “burocracia gubernamental” y entregárselo al sector privado, bajo otra etiqueta, muy aparente pero no menos falsa de “eficaz”.
 Estos fundamentalistas, bien sean evangélicos de corte calvinista, bien católicos preconciliares, no ven con buenos ojos la existencia de un estado que les controle, pero sobre todo, denostan la existencia de amplios sectores del servicio público que prestan servicios a la población y que quedan bajo el paraguas estatal, es decir, regulados de tal manera que es imposible hacer negocio con ellos. De modo que su objetivo es desmontar al sector público de la manera más urgente posible y obtener directamente la gestión privada de todos esos servicios. A nadie se le oculta que lo ideal para ellos es la privatización total, como ha ocurrido con el potente sector industrial y de servicios estatales en todo Occidente: telefonía, banca, seguros, petroleras, y un largo etcétera que hasta los años ochenta y noventa del siglo pasado eran considerados de interés estratégico para el estado. Y que eran una fuente de riqueza colectiva y de estabilidad social y laboral que de un plumazo se entregó a unos cuantos magnates para su enriquecimiento personal y el de los accionistas de sus empresas.
Para el resto de actividades estatales para las que habría resultado tremendamente embarazoso (o directamente inconstitucional) su privatización total, se idearon procedimientos de gestión privada parcial, consistentes en la externalización de partes del conglomerado estatal que eran susceptibles de encomendarse a actividades privadas sin que el revuelo ocasionara tener que dar demasiadas explicaciones. Los servicios de atención telefónica e información, muchos servicios informáticos, las inspecciones estatales –cedidas en forma de concesiones para servicios como la ITV y muchos más-, los conciertos educativos, partes de la asistencia sanitaria, y otros muchos servicios estatales pasaron a depender, directa o indirectamente, de empresas privadas, so pretexto de un mejor servicio a menor coste.
 Sin embargo, la experiencia privatizadora de Irak habría debido alertar a la comunidad sobre  las verdaderas intenciones y sobre las consecuencias de tan furibunda y rápida oleada de privatizaciones. Ya allí, en el capo de batalla, se vió que la factura de los mercenarios era abrumadoramente abultada, y que los servicios que prestaban fueron constantemente criticados por altos mandos militares como desestabilizadores y creadores de odio hacia los Estados Unidos. Hay quien no duda un ápice en atribuir la eternización del conflicto iraquí a la avasalladora manera de actuar de las tropas privadas y su desprecio hacia la población civil, causantes de un odio y una resistencia que jamás pudieron ser vencidos.  Pero es que además, el coste para la administración estadounidense de semejante despliegue militar privado fue enorme. Un coste que al fin y al cabo pagaron todos los contribuyentes, y que nunca se ha justificado suficientemente.
En los últimos años, y mucho más próximo a nosotros, la gestión del sector bancario ha puesto en entredicho –y de manera difícilmente rebatible- la argumentación de que la gestión privada es “buena” por definición. Las locuras en que han incurrido banqueros de todo el mundo no tienen parangón en casi ningún otro sector económico. Y el enriquecimiento brutal de los miembros de los consejos de administración de las entidades financieras a costa de la bancarrota futura de las entidades y del empobrecimiento general de sus clientes es un baldón que habría de avergonzar a la clase política y económica durante generaciones. Sin embargo, los defensores de lo privado siempre argumentan lo mismo: ellos son más eficientes y más eficaces, con un coste menor al de un servicio público y con un servicio más rápido. Sin embargo, la realidad es más tozuda, y en muchos casos, se demuestra que esta armazón ideológica es de una fenomenal endeblez.
 Los datos descarnados no mienten. Por ejemplo, la privatización de los ferrocarriles británicos ha traído, sin ningún género de dudas, un empeoramiento general de la calidad del servicio, tanto en puntualidad, como en fiabilidad. Los trenes ingleses ya no son lo que eran. Lo mismo vemos cuando hemos de tratar con cualquiera de nuestras multinacionales del IBEX 35. Desde su privatización, la atención al cliente se ha degradado de forma alarmante pero predecible, como sabe cualquier usuario que debe pasar por el tormento de intentar efectuar una reclamación a su compañía telefónica, por poner un ejemplo.
 Al parecer, nadie se percató de que el interesado maniqueísmo que dividía a lo privado y lo público entre buenos y malos, respondía a un claro intento de desprestigio para sustraer riqueza a la sociedad y entregársela, casi gratuitamente, a los magnates de turno y sus accionistas, en una política que afectó de forma intensa a sectores estratégicos de las economías nacionales. Al parecer, tampoco nadie quiso entender que lo mejor hubiera sido aunar lo público y lo privado generando sinergias. Porque mantener la titularidad pública de muchas de esas grandes empresas hubiera revertido en riqueza para el estado, es decir, para los ciudadanos. Pero por otra parte, con una gestión privada, especialmente de los recursos humanos, el nivel de eficiencia podría haber sido tan alto como en el sector privado. Es decir, nadie quiso  abandonar el concepto “funcionarial” de los trabajadores del sector público, y sustituirlo por el de trabajadores contratados para proyectos concretos. Renovables o cancelables si no daban los frutos apetecidos. Y utilizar sistemáticamente técnicas presupuestarias muy exigentes, como el Presupuesto en Base Cero (que exactamente se refiere a eso: la base anual de cada presupuesto parte de cero, sin que sirvan los importes del año anterior. Hay que justificar cada programa en base a sus resultados, y si no ha funcionado, se cancela y sus integrantes al desempleo).
Puede parecer un sistema inaudito y cruel para la administración pública, pero más cruel es ver cómo se la está dejando morir en casi todo occidente con argumentos de ineficacia que sólo son ciertos en la medida que los poderes políticos están fomentando, por intereses que nada tienen que ver con el bien común, esa misma ineficacia con la que persiguen el desprestigio de todo lo público. De todo lo que pertenece a la ciudadanía.

jueves, 18 de junio de 2015

Jaleo municipal

 Estos días anda el país muy revolucionado con un debate sobre la constitución de los ayuntamientos que hasta ahora había tenido poca trascendencia porque la primacía de las mayorías absolutas o de las coaliciones consolidadas durante la transición no hacía necesaria la discusión de este asunto, salvo en algunas localidades muy concretas y generalmente de escasa significación demográfica donde se producían alianzas que algunos calificaban de contra natura, pero sin que la sangre llegara al río, salvo en el caso de los tránsfugas, que eso forma parte de otra historia.
Sin embargo, el panorama que han dibujado las elecciones municipales de 2015 es completamente distinto, por la ruptura general del bipartidismo y su sustitución por un multipartidismo bastante variopinto (en lo relativo a los municipios) que ha venido  para instalarse durante bastantes años, según el común parecer. Este fenómeno implica la desaparición de las mayorías absolutas a las que son tan afines nuestros políticos tradicionales, y como consecuencia no deseada para ellos, la necesidad de recurrir a pactos de legislatura para poder gobernar.  Pactos que pueden ser generales, lo cual suele implicar la formación de consistorios con miembros de varias formaciones políticas, o puntuales, en los que una formación minoritaria gobierna en solitario con el apoyo externo de los concejales de otras formaciones más o menos afines.
 Lo que hasta aquí parece muy sencillo se complica terriblemente cuando el partido más votado se ve excluido de la alcaldía por la unión de otros partidos que suman una mayoría suficiente para echarlo del poder. Dejemos a un lado los berridos de los voceros a sueldo y las incitaciones al electorado para manifestar su disconformidad por parte del partido ganador pero perdedor a la postre, y que no podemos tener en consideración porque son simétricas a todo lo largo y ancho del espectro político; jaleos éstos  que consisten en incendiar los ánimos  a través de los soportes mediáticos que lanzan soflamas en contra de tan “antidemocrática” (¿?) decisión, sin cuestionarse lo más mínimo porqué esos pactos son antidemocráticos. Pues resulta que aquí todo el mundo sabe de democracia pero pocos se aprestan a pensar un poco en los términos y significados de la verborrea con la que nos disparan a bocajarro.
 Es bastante significativo que el debate se iniciara bastante antes de las elecciones, con aquella pretensión del PP de modificar la legislación electoral para que el el líder de la lista más votada fuera, por narices, alcalde de un municipio. Cuestión que se resolvió fácilmente porque los expertos (y los que no lo eran pero tenían un cierto grado de pensamiento crítico) vieron en dicha iniciativa un interés descaradamente sectario del partido en el poder, que veía venir la hecatombe electoral de mayo y quiso poner la venda antes del tajo. Y porque dicha iniciativa consagraría la  endeblez consistorial para siempre, pues un alcalde en minoría se podría ver de inmediato  expulsado del cargo por cualquier moción de censura (lo que teniendo en cuenta el carácter resentido del político español medio y su querencia por el poder más que por el servicio a la ciudadanía, iba a tener lugar más bien pronto que tarde). Sin tener en cuenta que obligar a un consistorio a tener  un alcalde en minoría por real decreto es equivalente a arrojarlo a los leones de la ingobernabilidad, puesto que excluye la posibilidad de pactos de gobierno, siquiera puntuales.
 Como apunte necesario y bastante concluyente, si el alcalde tuviera que ser el de la lista más votada pero sin tener apoyos para ello, conviene reflexionar sobre  cómo se las apañaría para gobernar una entidad si la mayoría de las fuerzas políticas están en contra y suman sus votos consistoriales para tumbar cualquier iniciativa de la alcaldía. Véase el via crucis de Obama en esta última legislatura estadounidense, y eso que a él no le pueden poner una moción de censura por las bravas.
Definir lo que resulta injusto en el libre ejercicio de la democracia resulta de lo más espinoso. Cada sistema tiene sus ventajas e inconvenientes, pero lo único seguro que podemos afirmar desde la ecuanimidad es que el sistema electoral perfecto no existe, ni ahora ni nunca. Baste recordar que los sistemas mayoritarios por circunscripción (al estilo británico), poseen la ventaja de que  prima mucho la relación directa del concejal o diputado con la ciudadanía de su circunscripción más que su fidelidad al partido; pero a cambio de que se pueden  formar mayorías absolutas con muy pocos votos de diferencia. Si tomamos la hipótesis de un país con quinientas circunscripciones y en todas ellas el partido ganador lo es por un solo voto de diferencia, tendremos una legislatura monocolor con un solo partido en la cámara por sólo quinientos votos de diferencia, aunque los votantes sean quinientos millones. A los ojos de muchos ciudadanos, eso puede parecer una terrible injusticia, pero es la esencia del sistema mayoritario, donde el ganador se lo lleva todo.
 Así que en lugar de cuestionar según los intereses del momento el mecanismo con el que se dota cada nación para su sistema electoral (porque eso no conduce a nada), lo que corresponde es meditar objetivamente qué significa la democracia participativa y cómo hemos de adaptarnos al juego. Del mismo modo que el futbol tiene reglas que pueden parecer absurdas, pero que todo el mundo acata hasta que se modifican consensuadamente, en el ámbito político tenemos las leyes electorales, que también se han de modificar de forma consensuada y razonable. Y esas reglas no impiden en ningún caso la formación de mayorías ajenas al partido más votado, por mucho que rabie el número uno de la lista.
 En definitiva, se trata de una cuestión que no tiene nada que ver con la legalidad (por descontado) ni con la ética, lo cual requiere una aclaración. Acusar de falta de ética a los partidos que se unen  para superar al más votado es una soberana estupidez, porque en ausencia de mayorías claras, se hacen necesarios los pactos para gobernar. A pactar es algo que se tiene que aprender, porque es un juego de negociaciones y concesiones cuyo ejemplo es la vida misma, salvo la de los tiranos autócratas. Si una formación es incapaz de asumir esta cuestión práctica, es que no merece gobernar. A modo de ejemplo, es como el matón de barrio que a la hora de jugar a fútbol se niega a participar si él no es el capitán que elige a todos los jugadores que desea para su equipo. Nuestros queridos infantes  resolvieron este problema hace muchos años, permitiendo a cada capitán escoger alternativamente entre los jugadores disponibles (lo cual me lleva a pensar si no resultará que los niños tienen más sentido práctico que sus progenitores presuntamente adultos).
 Además de la falta de pragmatismo que significa esa incapacidad de pactar, lo cierto es que resulta imposible convertir un consistorio fragmentado en un jardín privado (ni que sea de infancia), salvo que –como sucede habitualmente en Hispania- nos pueda el ramalazo autoritario que siempre acecha agazapado detrás de cada voto. Porque de hecho, las pataletas (generalmente, pero no exclusivamente de los candidatos del PP) que hemos visto estos últimos días ponen de manifiesto dos cuestiones que se ocultan bajo el lenguaje corporativista de sus reprimendas. En primer lugar evidencian que con su anterior estilo de gobierno, son muchos los políticos con mando en plaza que han actuado con tal prepotencia y descaro que no es extraño que cuando llegan las vacas flacas todos quieran huir de ellos como de apestados y se nieguen a pactar con ellos. En segundo lugar, porque la incapacidad de pactar con otras formaciones políticas para formar un gobierno estable puede ser más bien una tapadera para ocultar intereses ocultos, muchos de ellos personales y de los otros referidos al pago por servicios prestados.  A fin de cuentas, aunque el principio del buen gobierno exige que todo se haga para el municipio y la ciudadanía, los numerosos casos de corrupción local puestos de manifiesto hasta ahora señalan nítidamente que la alcaldía es una torre de marfil desde la que se premia a los afines y se castiga a los adversarios, generalmente sin más motivo que el puramente económico, ya sea en forma de sobornos o de sustanciosas contratas y comisiones, convenientemente lubricadas con la debida vaselina mediática.
 De ahí que la lista más votada proteste escandalosamente, algo a lo que debemos responder con serenidad y sentido práctico.  Si el poder municipal reside en los vecinos, que  lo otorgan cada cuatro años a un consistorio elegido democráticamente, resulta bastante evidente que la mayoría de los vecinos, pese a no tener las mismas sensibilidades programáticas, pueden ponerse de acuerdo para gobernar el municipio frente a otro colectivo vecinal que aunque sea el mayor de todos, no tiene la fuerza suficiente para imponer su criterio. Esto es algo tan lógico y frecuente que no nos damos cuenta de hasta qué punto hacemos uso de ello sistemáticamente. En una reunión de amigos que planifican un viaje, si tres de ellos quieren ir a Japón, pero cinco son alérgicos a viajar en avión tanta distancia, es probable que esos cinco restantes se pongan de acuerdo para proponer un viaje a Praga, aunque a lo mejor de esos cinco dos preferían Praga, dos Budapest y otro Viena. Lo importante es que es más fuerte lo que une a los cinco (aunque con diversidad de opinión) que lo que desean los tres restantes. Y el viaje se hará finalmente a Praga (o bien se romperá la baraja y se formarán dos grupos de viaje distintos).
 En resumen, en cualquier colectivo, sea político, social o familiar, a falta de una norma expresa, los pactos entre minorías para lograr un objetivo determinado no sólo son habituales, sino que constituyen la norma no escrita. Y por tanto, todos nos hemos acostumbrado a respetar esos pactos de minorías insuficientes por sí solas para formar una mayoría hegemónica. Y si no es así, que alguien me explique cómo resuelven sus problemas las comunidades de propietarios (aparte de por agotamiento y renuncia de la mayoría de vecinos). O sea, que parece como si lo que en la vida diaria de cada uno de nosotros resulta de lo más habitual, se convierte en una “absoluta falta de ética y de respeto a los principios democráticos”  en las complejísimas circunvoluciones cerebrales  de, por ejemplo, el exalcalde de Badalona, (ex)excelentísimo señor García Albiol. Y no será porque la política española resulte un dechado de virtudes y espejo de ciudadanos en el que la ética aflore por doquier.
 En ningún lugar de la prolija e insufriblemente abstrusa normativa española, desde la Constitución hasta  la más humilde de las circulares ministeriales,  está escrito que la lista más votada sea la que debe gobernar. A la derecha, monolítica como siempre, eso le causa mucho pesar, porque la izquierda siempre estará más fragmentada, precisamente porque la izquierda, por definición, es mucho más diversa, amplia, abierta y caleidoscópica que la derecha, siempre cerrada en torno a muy pocos principios inmutables desde la época del despotismo ilustrado, aquel de todo para el pueblo, pero sin el pueblo, que ya sabemos todos cómo acabó.  Así que a la derecha tacticista le conviene caldear el ambiente para crear un estado de ánimo colectivo proclive a la absurda idea de que gobierne el alcalde de la formación más votada, aunque no tenga apoyos ni para ir a tomarse un trago al bar del ayuntamiento. Pero al ciudadano reflexivo –no al idiota que siempre se sulfura con el manido “es que han ganado los míos”-  le toca discurrir porqué va a ser antiético hacer en política lo que es común y aceptado en los demás ámbitos de una sociedad abierta: pactar, incluso contra el más fuerte.

miércoles, 10 de junio de 2015

Vacunas y fundamentalismo

Fundamentalismo: Exigencia intransigente de sometimiento a una doctrina o práctica establecida. Así define la Real Academia Española uno de los males mayores que afectan a las sociedades modernas. Aunque el fundamentalismo parece reservarse a doctrinas puramente reaccionarias o  tradicionalistas en exceso, también está muy presente en cierta izquierda que más que radical, habría que calificar de new age. Y notablemente ingenua, además, en su filosofía y modos de acción.
 Si fuera un fenómeno puramente hispano, nos veríamos en la necesidad de calificar la actitud de un sector presuntamente moderno y progresista de la sociedad como de esperpento valleinclanesco residual, pero esta filosofía (y sus nefastas consecuencias) se está extendiendo tanto en toda la sociedad occidental que está adquiriendo rango de norma más que de excepción, y ya va siendo hora de que de alguna manera las fuerzas progresistas tomen nota de que alentar determinadas actitudes, por muy antisistema que pueda parecer, le hace un flaco favor a la sociedad en general y al progresismo en particular.
Este ecologismo new age, teñido de un misticismo equiparable pero simétricamente inverso al de los fundamentalistas cristianos –esos que abogan por el creacionismo y denostan a Darwin- está causando mucho perjuicio social y dolor gratuito a los incautos que caen en sus redes, hipertrofiadas por la fácil difusión de sus monstruosidades vía internet y redes sociales.  Es paradójico que se inviertan tantos esfuerzos en prevenir la delincuencia cibernética de todo tipo y se haya dejado de lado la posibilidad de establecer unos protocolos internacionales que certifiquen la veracidad de las páginas web, en base a algo tan sencillo como sería un código de semáforos o algo por el estilo que advirtiera al internauta de cuando está navegando por mares tranquilos o, por el contrario, cuando está entrando en páginas cuyo contenido y afirmaciones son dudosas o directamente falsas.
 El gran problema que tiene internet y sus aliadas las redes sociales es que hoy en día tiene igual voz cualquier descerebrado que un premio nobel. O incluso puede tener más relevancia el primero, si ha tejido una buena maraña de relaciones y contactos prestos a difundir sus evangélicas e irrefutables afirmaciones en blogs, twiters, facebooks y demás  artificios de la modernidad cibernética. El problema es mucho más serio de lo que parece, porque muchos estudios  vienen a decirnos que más del 80 por ciento del material que circula en la red o bien es directamente falso, o contiene distorsiones tan aberrantes e interpretaciones tan sui generis que no merece ser tenido en cuenta. Y eso es mucha basura, incluso para los bobos que creen a pies juntillas todo lo que los amigos les cuelgan en el muro de Facebook. Por lo menos los medios de comunicación clásicos tienen unos códigos deontológicos y una serie de mecanismos de control que, aunque no impiden la desfiguración de la realidad, al menos la modulan y la moderan, y siempre permiten un grado de contraste informativo del que internet carece, pese  a los ímprobos esfuerzos de algunas organizaciones  que se dedican a advertir sobre los riesgos de muchos contenidos.
 Está claro que es mucho más fácil ser un cibernauta desvergonzado que honesto, sobre todo si existe la protección de un anonimato descarado sobre las fuentes y ningún  control ético y legal en la red. Por eso, ciertos autores consideran que  no es cierto que el auge de internet  haya democratizado la información, sino que ha permitido que cualquiera se dedique a intoxicar a sus vecinos sin asumir ningún tipo de riesgo. Es decir, y hablando en vulgo, la expansión exponencial de información en la red lo único que consigue es enmascarar la realidad bajo montañas de datos inútiles o falsos. Y de ahí a montar florecientes negocios fraudulentos, sobre todo basados en la alimentación, la salud y la ecología, va sólo un paso. Pequeño pero de consecuencias monstruosas y que miles de personas se han atrevido a dar sin ningún rubor. Personas, por otra parte, sin ninguna formación médica o científica  acreditada. Vaya por delante que en este poderoso sector digámosle “contracultural” (por calificarlo de algún modo), la ciencia es considerada un tabú al servicio exclusivo del capital, y toda evidencia científica no es más que el resultado de oscuras manipulaciones al servicio de intereses maléficos.
 Atacar a la ciencia por estar al servicio del capital es regresar al peor de los períodos oscurantistas del pasado occidental, cuando se quemaba en la hoguera a Servet y se hacía abjurar a Galileo. Fue por aquella época en la que se produjo una más que notable ruptura entre ciencia y religión, que ha seguido hasta nuestros días pese a los esfuerzos de algunos miembros de ambas partes por reconciliar lo que por otra parte es francamente irreconciliable.  Sin embargo, no está de más aplaudir los esfuerzos de la iglesia católica por tratar de aproximar el moderno conocimiento científico con la fe en la  existencia de un Dios omnisciente. Sin embargo, esa aproximación de las jerarquías eclesiásticas ha tenido su contrapartida por la izquierda, en una jugada bastante absurda de aquellos, que desilusionados de las doctrinas oficiales, han creado una especie de cuerpo doctrinal alternativo, basado  en una especie de espiritualidad difusa centrada en conceptos tan vagos como la madre tierra y otros por el estilo de tal ambigüedad que permiten acomodar en su seno creencias de lo más diverso, pero todas ellas no ya heterodoxas, sino más bien irrisorias, tanto por mover a burla como por su insignificancia intelectual.
 Estos postherederos del movimiento hippy, pero con muchas menos luces que aquéllos, no son en absoluto inofensivos y están causando un tremendo daño en nombre de la libertad de expresión, que también incluye, evidentemente, la de inventar teorías pseudocientíficas  por muy aberrantes que sean. El problema es que la capacidad de juicio crítico de muchos internautas y adictos a las redes sociales es más bien limitada, cuando no directamente nula, y eso les impide efectuar una operación tan sencilla como contrastar con otras fuentes de máxima solvencia las informaciones que beben a diario sin siquiera cuestionarse su veracidad. Además, como el mundo de esa contracultura new age es fundamentalmente conspiranoico, se desecha sistemáticamente cualquier evidencia contraria a los principios doctrinales de esta nueva iglesia bajo el pretexto de que está urdida por unos conspiradores capitalistas que se han aliado para enterrar la verdad y desacreditar a los profetas de ese nuevo evangelio medioambientalista de pacotilla.
 Nadie puede negar que los intereses económicos subyacen a muchas decisiones que se toman en el complejo industrial sanitario-farmacéutico, pero eso no permite poner en tela de juicio decenios de investigación que han permitido un avance tan significativo en la esperanza y calidad de vida humanos que no pueden ser cuestionados ni siquiera por los gurús  antiestablishment (básicamente porque de no existir toda esa parafernalia médico-farmacológica que denostan, seguramente habrían fallecido hace ya unos cuantos años). El problema de atacar globalmente a las farmacéuticas por determinadas prácticas es muy delicado si no se delimita bien el alcance de la manipulación efectuada y la responsabilidad real en que incurren los responsables de la industria cuando proclaman las bondades de algún nuevo tratamiento. Y lo que ya resulta gravísimo es meter en el mismo saco a casi toda la medicina moderna como si se tratara de algún enorme fraude, y que encima nadie responda de forma contundente a semejantes majaderías.
 Que es lo que ha ocurrido en los últimos años con el asunto de la vacunación infantil. Desde el desgraciado episodio de la gripe A, en el que se fabricaron y distribuyeron ingentes dosis de vacunas a costa del erario público sin que realmente fueran necesarias, se ha ido extendiendo cada vez la estúpida moda de considerar que todas las vacunas son innecesarias y que su imposición es fruto  de la codicia farmacéutica. Y que no sólo no son necesarias, sino contraproducentes. Hasta que un pobre niño de Olot que no tiene ninguna culpa de que sus padres sean idiotas, casi la palma por una enfermedad terriblemente infecciosa pero que ya estaba erradicada en nuestro país y que durante siglos mató a millones de humanos.
 La idiotez no es condenable, porque es una condición personal muchas veces inadvertida por el que la padece y, además, es de muy difícil solución. Pero para eso están los poderes públicos. Ante el riesgo de epidemias, es mucho mejor la prevención –en forma de vacunas- que el tratamiento de la enfermedad –a base de medicamentos normalmente mucho más caros que la vacuna y de eficacia más limitada. En ese sentido, para los enemigos irreflexivos de las farmacéuticas, es aconsejable reflexionar que para la industria es infinitamente mejor una buena epidemia que diez millones de vacunas, por la sencilla razón de que la medicación rinde mucho más beneficio económico que la vacuna de la difteria, por poner un ejemplo. Y para quienes el problema está en los efectos secundarios de la vacunación, hay que señalar que si dichos efectos son mucho menores en número y gravedad que las consecuencias de una epidemia, bienvenidos sean: es una mera cuestión de costes y beneficios en la salud pública.
 También hay que recordar que lo cierto es que la vida  misma tiene muchos efectos secundarios, generalmente nocivos y que indefectiblemente acaban con la muerte del individuo. Si ese comentario les parece sarcástico, debo responder que a mi lo que me parece un sarcasmo es que unos padres puedan elegir no vacunar a su hijo aún a riesgo de hacer enfermar en cadena a otros muchos. Y de ahí volvemos a los poderes públicos: si nuestras acciones como individuos pueden causar un daño terrible a nuestro entorno inmediato, e incluso llegar a ser causa de una epidemia que podría haberse evitado, es la obligación del estado imponer los medios para evitar semejante despropósito. Por la sencilla razón de que el bien colectivo debe estar siempre por encima de las opciones individuales si éstas son potencialmente peligrosas. Y que las conclusiones razonadas han de estar por encima del pensamiento mágico que ilumina a casi todo ese colectivo.
 Ejemplos, muchos. La posesión de armas de fuego, para empezar. Dejando de lado la distopia en la que se han convertido los Estados Unidos ene sta cuestión, lo cierto es que el control de las armas de fuego es una constante en todos los países avanzados, por la simplísima razón de que el beneficio de respetar la libertad individual para permitir el acceso libre a las armas no compensa el coste social de los terribles efectos de  su utilización indiscriminada e indebida. Si el ejemplo les parece extremo a  algunos lectores, les replicaré sin ningún género de dudas que permitir a un niño deambular sin vacunación es casi equivalente a darle un revólver cargado para que vaya con él por la calle. Con la diferencia de que al revólver se le acaban las balas enseguida, mientras  el potencial infeccioso del chaval no vacunado es mucho más amplio y poderoso. Lo mismo sucede con algo aparentemente mucho menos letal como la conducción de vehículos, que en cualquier país civilizado exige la posesión de la correspondiente licencia administrativa.
 El problema de fondo es el pánico que al parecer tienen muchos estados por parecer autoritarios por obligar a los progenitores a hacer cosas por el bien no sólo de sus hijos, sino de toda la comunidad en la que viven, como si el paradigma de la libertad fuera que cada uno hiciera la que le viniera en gana (un pánico que se manifiesta de nuevo en los poderes públicos estadounidenses al permitir que en muchas escuelas se enseñe el creacionismo al mismo nivel -si no superior- que el darwinismo). Una paradoja absurda, ya que el estado bien se cuida de obligarnos a muchísimas cosas en las que se nos restringen derechos en aras de una convivencia que en las sociedades masificadas como la nuestra es asunto muy delicado y prioritario. 
Entre otras cosas, ser progresista significa estar por encima de muchos prejuicios, y requiere de una formación diversa y sólida, para lo que se requiere buscar en fuentes de información variadas y contrastables. Si uno no es capaz de obligarse a ello y de entrenar el pensamiento crítico, es mejor que se dedique a algo mucho más asequible a su intelecto, como el chamanismo. Pero a sus hijos, y a los nuestros, que no los enferme con sus simplezas de mentecato fundamentalista.

jueves, 4 de junio de 2015

De himnos y pitadas

A estas alturas de la historia, en una era de presunto triunfo de la racionalidad y de construcción de una sociedad supuestamente tolerante y avanzada, la discusión sobre los ultrajes a los símbolos patrios y  las pitadas al himno nacional  se convierte en la palpable demostración de que a la mayoría de nuestros dirigentes la evolución les pilló solamente en lo superficial, es decir, en el traje de Armani y la corbata de Hermès, pero a nivel mental todavía andan por donde solía estar el Homo Afarensis. Una verdadera pena, que merece una  réplica que deje constancia a generaciones futuras de que no todos los pobladores del siglo XXI eran unos bárbaros sectarios.
 Si no ando muy errado, lo de la bandera –en general- puede ser considerado una tomadura de pelo de calibre grueso, porque la verdad es que las personas no nacen con banderas u otros símbolos diferenciadores estampados en la piel a modo de tatuaje indeleble. Eso sólo les pasaba a los judíos y si no recuerdo mal no era de nacimiento, sino en los campos de concentración (nazis, por  más señas). Sarcasmos aparte, la realidad es que el concepto de la bandera como símbolo identificativo de una nación es bastante tardío en la historia de la humanidad, y  tiene su precedente en los estandartes con los que las fuerzas militares se distinguían en el campo de batalla.  Así pues, el estandarte, blasón o como quiera llamársele del que deriva la bandera tiene un origen y usos plenamente bélicos. De hecho, tomar el estandarte o la bandera del enemigo siempre ha significado infligir la derrota más humillante en el campo de batalla. Lo más deshonroso que podía sucederle a un jefe militar es que le tomasen la bandera. En cambio, ahora y a cuentas de lo mismo, nos toman el pelo, que eso si es ultrajante.
 Las resonancias marciales de las banderas siempre han tenido una preeminencia categórica en su constitución como símbolo para un conjunto de humanoides capaces, los muy burros, de morir por defender un trapo, como bien dijo el expresidente de Uruguay, José Mújica. Un trapo que significa fidelidad absoluta no a una causa, sino  a un señor y a una supuesta identidad que históricamente se ha basado en lengua, religión y territorio. Así pues, tenemos que en su origen y conceptuación, la bandera es un trapo de colorines lleno de sangre, embarrada de mierda y, metafóricamente, ahíta de un cúmulo de barbarie solo justificada por un misticismo épico y por el sabor, bastante absurdo, de pertenecer a un grupo de simios que sabe autoidentificarse a cualquier precio, precio que consiste sistemáticamente en exterminar a cualquiera que no se hinque de rodillas ante la sagrada enseña y abjure de toda otra creencia o afinidad.
 Los herederos de semejante majadería conceptual son los que ahora manifiestan una clara incapacidad para entender que los símbolos sólo pueden ser acatados por quienes realmente consideran que el símbolo les representa. Lo demás es una imposición militarista y muy poco rigurosa desde el punto de vista sociológico. Que vuestra bandera ondee por encima de nuestras cabezas puede significar muchas cosas, pero la primordial es la de sometimiento (voluntario o forzoso, tanto da) a un concepto  de comunidad que puede resultar muy útil para tener a las ovejas en el cercado, pero que dice muy poco sobre la libertad de pensamiento, sentimiento u opinión de los que prefieren ser negras a simples ovejas.
 Lo mismo ocurre con el himno nacional. La mayoría de los himnos son arengas musicales que han surgido para vertebrar una comunión de espíritu en una dirección netamente bélica y autoafirmativa. El himno como arenga tiene una larguísima tradición que en tiempos modernos se matiza en el himno como acompañamiento a la reverencia hacia los símbolos del estado o, en su defecto,  a los uniformados mercenarios del campo de fútbol. Ciertamente,  queda muy poco estético escénicamente izar una bandera en el más absoluto silencio, por mucha majestuosidad que se quiera dar al momento. Y menos majestuosa aún es la irrupción del monarca (y con esa expresión me refiero tanto a los hereditarios como a los electos, aunque en ese caso se les denomine presidentes) sin que suenen cornetines, timbales y alguna vibrante melodía que sublime las almas de los presentes y les haga sentir partícipes del tributo y vasallaje a un concepto por lo demás detestable en una sociedad moderna, es decir, libre e igualitaria.
 Detestable y además obsoleto, porque en verdad tiene su enjundia reverenciar un himno y una bandera que los mercados (que son quienes de verdad mandan en el corral y quienes nos dan de comer o nos sumen en la miseria) se pasan por el forro. Porque en el hoy ultraeconomicista en el que estamos sumidos, las consideraciones de tipo emocional y de amor patrio seguro que hacen mucha gracia en los centros financieros de Londres y Nueva York y desde luego sirven para tener a la gente distraída de asuntos de mayor calado. Pues nada hay más eficaz que una buena bandera, un himno y unas pocas lágrimas de emoción para distraer al personal mientras el prestidigitador bursátil les echa mano a la cartera sin que se den cuenta (y en los casos más graves de estulticia patriotera, aunque  se den cuenta: les da lo mismo que les roben mientras les enseñen un trapo  de colorines que les enaltezca el espíritu).
 Es obvio que para cualquiera de los débiles mentales a los que me refiero, todo esto que escribo les resultará una jerigonza cuando menos irresponsable, si no la conciben directamente como una ofensa condenable  con el paredón, pero me conformaré con dirigir mi reflexión a gentes más flexibles de pensamiento y de espíritu. Ciertamente, el ultraje a los símbolos nacionales, en la medida que no tienen un carácter universal (y no lo tienen, por más que algunos se empeñen en ello), puede ser constitutivo solamente de una falta de respeto, pero jamás de un delito, salvo que estemos en trance de regresar a la Edad Media, cosa que viendo las apariciones públicas del ministro del interior me empiezo a temer. Y no está de más señalar que cuanto más autoritario y regresivo es un régimen político, mayores son los castigos por ultraje a los símbolos nacionales, delitos sancionados incluso con la pena de muerte. Lo que creo que no es un dato precisamente trivial.
 Las faltas de respeto son condenables cívicamente, y yo soy el primero en hacerlo, porque tensan las relaciones sociales y personales de forma muchas veces innecesarias (en otras ocasiones no es así, y la falta de respeto se traduce en un toque de atención a quien no quiere o no puede ver claramente una situación en la que un colectivo se siente oprimido, frustrado o agredido). De hecho, la falta de respeto institucionalizada existió hasta bien entrado el siglo XIX en la figura de arrojar el guante (preferentemente a la cara) para retar en duelo a un adversario incómodo o especialmente antipático. Es decir, la falta de respeto es una falta de urbanidad pero también un síntoma y un trámite a veces necesario (e incluso obligado) para poner de manifiesto algo que la contraparte tiene mucho interés en ocultar bajo el faldón de la bandera común.
 Por eso, si me cisco en la bandera y pito estridentemente el himno nacional, me podrán tildar de maleducado y de carente de todo respeto hacia los símbolos de otras personas, pero decidir que esa conducta es sancionable significa un salto atrás hacia los tiempos  feudales y claramente inquisitoriales en los que se inspiran nostálgicamente algunos de nuestros próceres, de aquellas épocas en las que el vasallaje indubitado podía significar la diferencia entre la vida y la muerte. Así lo han entendido quienes son demócratas de verdad, esos yanquis tan odiados por aquí, cuya bandera hemos visto pisotear y su himno pitar abruptamente por españolistas de profunda convicción en diversas ocasiones, entre las que cabe destacar las de política internacional (guerra de Irak) y deportivas (algo que también les ha sucedido a nuestros queridísimos vecinos franceses, a quienes al parecer todo español de bien debe odiar congénitamente).  Pues bien, esos yanquis tan amantes de su bandera y de su himno, que tienen incluso un procedimiento reglamentado para mostrar su respeto a la enseña (tanto para civiles como para militares), tienen consagrado constitucionalmente el aún mayor respeto hacia la libertad de expresión, y uno puede plantarse frente al Capitolio de Washington y quemar la bandera de las barras y estrellas sin que le pase absolutamente nada desde el punto de vista penal,  a lo sumo una sanción por ensuciar la vía pública.
 Y es que el estado de derecho auténtico, nunca me cansaré de repetirlo, consiste en la defensa a ultranza de una serie de derechos fundamentales que no pueden ser limitados de forma discrecional, al gusto de quien gobierne. Entre ellos, el derecho a la libertad de expresión, siempre que no implique la comisión de algún delito contra las personas. Cualquier otro concepto restrictivo respecto a la sumisión a los símbolos del estado puede ser tangencialmente democrático, pero nunca tendrá cabida en  un estado de derecho, y eso lo comprendieron notoriamente los padres de la patria norteamericana hace cosa de doscientos cincuenta años.
 Por cierto, que el ejemplo de los eventos deportivos viene al caso de la demostración fáctica de que los himnos y banderas tienen connotaciones claramente bélicas, aunque (por suerte) ritualizadas por el momento; y que en general, el respeto que los españoles piden por su himno y su bandera, no suelen manifestarlo en el plano deportivo por el himno y la bandera de los demás, sean catalanes, franceses, yanquis o cualquiera de los enemigos de turno del extinto imperio patrio. Del mismo modo que todos se consideran autorizados para ridiculizar y vejar a Mahoma y los símbolos religiosos islámicos, sin caer en la cuenta de que se trata de exactamente del mismo problema de falta de respeto. Y no vale el argumento de que unas cosas merecen ser respetadas y otras no, ante todo porque el islam es mucho más antiguo que cualquier nación occidental, y porque ha aportado a la cultura y la ciencia occidentales lo que no tengo tiempo de explicar aquí, pero que indudablemente es de dimensión cósmica, por mucho que los sectores más fundamentalistas se estén cargando la impresionante herencia histórica del mundo musulmán. Lamentablemente, en estos asuntos se toma siempre la parte por el todo y se ridiculizan símbolos comunes del islam, o se prohiben directamente (como el espinoso asunto del velo), pero sin embargo se considera inadmisible la chanza respecto a los nuestros propios.
 La asimetría en la definición de lo que debe ser el respeto hacia los demás y qué cosas ajenas deben ser respetadas es una constante en la evolución histórica de la humanidad. Y eso es así porque en temas que en el fondo son sentimentales (cuando no directamente viscerales), ser juez y parte es del todo contraindicado. Por eso, legislar contra las faltas de respeto es un experimento tremendamente peligroso y muy lejos de ser inocuo, porque está cargado de subjetividad y casi siempre descaradamente sesgado de forma irracional en favor de las convicciones personales o grupales (que suelen estar muy alejadas de la objetividad exigible a seres racionales). Así que dejemos que todo el que quiera pite el himno, pisotee la bandera y le de la espalda al monarca si se tercia (algo que, por cierto, hicieron los policías de Nueva York a su alcalde hace pocos meses sin que recayera ninguna sanción), y reprobemos su actitud, y llamémosles maleducados e irrespetuosos, pero no pretendamos aplicarles el código penal, porque aparte de hacer el ridículo –de eso ya se encargan los portavoces del PP ellos solitos- y de no estar en sintonía con la mayoría de la doctrina judicial respecto a la constitucionalidad de este tipo de sanciones, las iniciativas para castigar estos incidentes son peligrosamente autoritarias y dañan mucho al estado de derecho y a la democracia. Y sobre todo rebajan al humano que las propone al nivel de bruto dogmático y fundamentalista. O sea, al nivel de un talibán.