miércoles, 30 de abril de 2014

Islam, la guerra perdida

Volvemos a Egipto, a una nueva condena a muerte masiva de militantes islamistas en un acto más de represión que de justicia. Una sentencia vengativa y vergonzosa que no aporta nada a la causa digámosle pro-occidental, sino que genera enemigos a millares y futuros soldados de Alá que seguirán segando vidas y predicando el fundamentalismo religioso como vía de purificación y regeneración social y nacional.

Y razón no les faltará. Porque está visto, desde hace demasiado tiempo, que las potencias occidentales no saben gestionar la complejidad de las sociedades musulmanas. No saben porque no comprenden, pese a la multitud de analistas que las agencias de seguridad dedican a la incierta misión de controlar la expansión del islamismo radical y beligerante. Y porque conocer es algo que es muy diferente a comprender las raíces profundas de un mal que sólo nosotros percibimos como tal, porque desde Kabul, Teherán o Bagdad las cosas se ven desde una óptica muy distinta.

Está harto demostrado que los países de raíz musulmana se han plegado a una cierta occidentalización sólo bajo el dominio de castas educadas en el gusto europeo y que han adoptado históricamente la forma de regímenes autoritarios (como el de Sha en Irán); o bien por la intervención de jóvenes oficiales del ejército con convicciones más nacionalistas que religiosas (como fue el caso de Nasser en Egipto) o políticos aupados al poder a la sombra del ejército que ejercen dictaduras seculares mediante un férreo control de los movimientos de raíz religiosa, como Sadam Husein en Irak o Al Assad en Siria.

Algo semejante ocurría en Egipto hasta hace bien poco. Mubarak era un miembro destacado más de la poderosa casta militar egipcia, que ha controlado de facto la vida política de aquel país durante decenios, del mismo modo que lo sigue haciendo la otra potencia no declaradamente antioccidental de la zona, Pakistán. Sin embargo el ansia democratizadora pero mal meditada y aún peor ejecutada propugnada por una élite intelectual local y fomentada por los países del bloque atlántico promovió la llamada “Primavera Árabe”, que no es más que una denominación eufemística para lo que no es otra cosa que la vieja acción de pegarse un tiro en el pie.

En dos pies, para ser exactos: el de las sociedades musulmanas que la han padecido y que han quedado convulsas, desorientadas y más inestables que nunca tras la euforia inicial; y el del hemisferio occidental, que ha visto como la democracia no puede imponerse sin más en países con una tradición tan específica como la derivada del Corán, y donde la teocracia sólo puede ser sustituida por regímenes laicos a condición de que sean tremendamente autoritarios y represivos.

La otra opción, que es la denominada vía pakistaní, no es más que la sustitución de la democracia real por una democracia formal tutelada militarmente y coronada por una corrupción generalizada en la que el dinero a espuertas impide el triunfo de movimientos regeneracionistas de carácter islámico a costa de que toda la casta dirigente se enriquezca descaradamente a costa del pueblo, con la venia del gendarme mundial, que ve con malos ojos los chanchullos de los políticos al mando, pero que considera que puestos a tener a un hijoputa al mando en estos países, mejor que sea nuestro hijoputa que no el de los otros. Sobre todo en el caso de Pakistán, potencia regional militar y con arsenal nuclear. Miedo da de sólo pensar qué sucedería si ese país cayera en manos de los islámicos radicales.

Sin embargo, la contención basada en regímenes fuertes pero corruptos no es sostenible a largo plazo. El islamismo radical ha demostrado con creces su capacidad de convicción entre los sectores más desfavorecidos de las sociedades musulmanas. Su mensaje regeneracionista cala con mucha más eficacia a largo plazo que los montones de dólares con los que Occidente apuntala a los dirigentes de Islamabad o Kabul, que cada vez aparecen como más distantes de su propio pueblo, y que además, deben doblegarse al poder de las mafias regionales o tribales dedicadas a diversos tráficos ilegales con los que los radicales financian, de forma muy efectiva, sus actividades antioccidentales.

Resulta evidente que la política actual de Estados Unidos y sus aliados sale carísima, tanto para mantener en el poder a políticos afines a los intereses occidentales como en crear cortafuegos eficaces alrededor de Al Qaeda y demás movimientos afines. La sangría para Occidente es doble: al coste desmesurado de mantener las estructuras políticas actuales hay que añadir el creciente coste en seguridad interna. Sin olvidar el gasto que las hedonistas sociedades europeas dedican al consumo de las drogas con que se trafica en todos estos países, y que en gran medida financian las estructuras paramilitares de muchos grupos islamistas.

A todo lo cual hay que añadir que la justificada paranoia que desencadenaron los atentados del 11 de septiembre y que condujeron a la creación del DHS (Department of Homeland Security) representan un sobrecoste brutal incluso para un país tan poderoso como USA, que para mantener el paraguas de protección antiterrorista presupuestó la asombrosa cantidad de 60 mil millones de dólares en el año 2013 y tiene algo así como doscientos cuarenta mil funcionarios en nómina, un verdadero ejército.

Así que, de momento, el triunfo es el de los fundamentalistas islámicos, que nos obligan a consumir recursos de una manera brutal detrayéndolos de programas sociales; es decir, a costa de un progresivo empobrecimiento y de peores prestaciones para las clases medias y bajas de Occidente. En términos de ganancias y pérdidas, el coste del terrorismo islámico es nimio comparado con el gasto económico y humano que representa para Occidente. Nos tienen cogidos por las pelotas económicas y ni siquiera tienen necesidad de atentar contra nosotros. Sólo la amenaza plausible (a coste prácticamente cero) ya es suficiente para obligarnos a estar en guardia permanente. Por el contrario, nuestro sistema de protección es carísimo, y está altamente condicionado por los límites que un país democrático ha de poner al gasto en defensa sin llegar a poner en peligro los mismos cimientos de la sociedad.

Como bien saben los islamistas, el reforzamiento progresivo de las medidas de seguridad conduce en último término a un estado policial de facto, como padecen los habitantes de casi todo el Oriente Medio, contra el cual es más fácil combatir, según la estrategia que han adoptado de forma sumamente efectiva tanto en Afganistán como en Irak. La retirada de las tropas estadounidenses en ambos países, tras asumir que una ocupación permanente sería contraria a los intereses aliados, tanto desde el punto de vista económico como desde la perspectiva neocolonialista con la que las fuerzas rebeldes podrían argumentar su lucha y reclutar cada vez más combatientes, es la demostración palpable de que en el mundo musulmán la democracia es tan frágil como inviable, y que eso es un caldo de cultivo permanente para la gestación de los futuros soldados de Alá. Las nuevas generaciones que seguirán inmolándose en nuestras calles.

El Vietnam del siglo XXI se llama Islamismo radical. La salida norteamericana por la puerta de atrás de Irak, donde en el primer cuatrimestre del año han fallecido cuatro mil personas de forma violenta, es la demostración de la ciénaga creada por la invasión y derrocamiento de Sadam. El nuevo Vietnam islámico es mucho más difuso y extenso, ideológicamente más potente y perdurable y cuesta mucho más dinero en términos reales que aquella guerra que concluyó en 1975 con una derrota estrepitosa. Y de seguir así las cosas, Occidente va a perder esta otra guerra de nuevo, porque los adversarios tienen mucha más convicción y disponen de todo el tiempo del mundo para concluir su misión. Y bastante menos que perder.

jueves, 24 de abril de 2014

Aguirre, la cólera taurina

Esperanza Aguirre sigue empeñada en ser nuestra particular enfant terrible neoliberal, para lo cual no duda en meter con calzador determinadas ideas muy traídas por los pelos. Recientemente ha atribuido a los toros el carácter de “fiesta española por antonomasia”, y no ha dudado un ápice en calificar a los antitaurinos como antiespañoles en su gran mayoría. Malandrines, los califica, tal vez después de haberse tomado unos finos de más y tener la lengua especialmente desatada. Para matizar afirma que hay personas de buena voluntad que son antitaurinas, pero que carecen de la talla intelectual de reconocidos opositores a “la fiesta nacional” del siglo pasado. Imposible un mayor cúmulo de barbaridades en menor espacio de tiempo. Claro que se trataba del pregón taurino de la feria de Abril y había que cargar las tintas en la acérrima defensa de una actividad que mayormente ignoran olímpicamente todos los nacidos en democracia y muchos de los que padecieron lo de antes de ella.

En definitiva, que los toros están de capa caída pese a los repetidos intentos de salvaguardar la fiesta, que se han quedado en una descafeinada protección que se limita a lo meramente ideológico pero sin contenido práctico ninguno. Y con la más que probable decisión de la UNESCO de no mojarse en este asunto declarando los toros como patrimonio inmaterial de la Humanidad, lo cual encendería los ánimos de medio globo terráqueo y abriría las puertas a la consideración de patrimonio de unas cuantas aberraciones “culturales” que se practican con animales vivos allende nuestras fronteras.

Ahora bien, de lo que se trata es de refutar a figura tan relevante de la política española metiendo el dedo en el ojo de la imprecisión de sus comentarios fuera de tono. En primer lugar, señora Aguirre, la talla intelectual no tiene nada que ver con la defensa de la tauromaquia, precisamente porque muchos de sus más encendidos forofos son unos ignorantes de tomo y lomo, y se aferran a conceptos que de tan trasnochados resultan ferozmente patéticos. Los toros –y eso se ha dicho ya desde múltiple púlpitos- pueden ser un espectáculo estéticamente apasionante, pero también lo debían ser las luchas de gladiadores y no por eso se las elevaría a la categoría de patrimonio inmaterial de la humanidad, ni siquiera a fiesta nacional de la península Itálica, si aún se siguieran practicando, por razones que todo el mundo comprende. Así que no es precisa mucha talla intelectual para ser un razonable detractor de la “fiesta”. Y me gustaría remarcar que el hecho de que a Hemingway le encantaran los toros no significa que ese señor fuera un pedazo de humanísima desgracia en muchos otros aspectos, por mucha envergadura intelectual que tuviera como escritor.

La sensibilidad respecto de los animales ha ido variando mucho a lo largo de estos últimos decenios. Puede estarse de acuerdo o no, pero lo cierto es que la mayoría de las legislaciones sancionan duramente el maltrato a los animales, sobre todo si implica derramamiento de sangre. Resulta un tanto mortificante aplaudir la vía punitiva para aquel que le da de correazos a su perro, o cose a perdigonazos al gato del barrio, o al que organiza peleas de gallos y, sin embargo, esperar protección para los toreros porque previamente a la liquidación del bicho –convenientemente banderilleado a modo de hemoglobínico aperitivo- lo han mareado con unas cuantas verónicas y pases de pecho estéticamente impecables sólo algunas veces. En fin, todo es opinable, pero me parece que el sentir mayoritario de las generaciones que nos sustituirán en el futuro es que es una vergüenza que a un toro se lo lleven a rastras de la plaza entre mares de sangre y mierda. Y me parece que si se quiere preservar la tauromaquia en los años venideros, habrá de ser a costa de eliminar el derramamiento de sangre de principio a fin.

Ahora bien, afirmar que ese espectáculo sangriento define “la esencia misma del ser español” ya es para arremangarse los puños y liarse a bofetadas, aunque sea con la señora Aguirre de por medio. Si de la violencia hecha arte hay que extraer alguna conclusión, no creo que sea muy buena idea proclamar a los cuatro vientos que la danza alrededor de un toro seguida de su peculiar escabechina sea una muestra fehaciente de lo que los españoles sienten como su manera de ser hoy en día y como su aspiración a definirse colectivamente. Dejemos eso para los bestias que se degollaron por última vez hace tres cuartos de siglo a lo largo de la geografía hispana.

Además, la señora Aguirre debería constatar que congraciarse con unos cuantos criadores terratenientes de reses bravas, y con ese especial círculo que vive del chollo taurino, no ajeno a cierto culto machista muy desfasado (tan desfasado como ir a misa con peineta, por un decir) resulta absolutamente impropio de un líder político europeo. Y tan propio del mismo estilo de mujer, españolísima por más señas, que el país debería desterrar si de verdad lo que pretenden nuestras autodenominadas huestes liberales es congraciarse con el resto del mundo civilizado y sentarse a su misma mesa en calidad de iguales.

Pero lo que resulta fascinante de la noticia es la desenvuelta equiparación de antitaurinismo y antiespañolidad que efectúa la insigne dama. En primer lugar porque la señora Aguirre consigue demostrar lo que todo el mundo sospecha de la mayoría de los políticos: que si pasaron de octavo de educación básica fue por puro accidente. El conjunto de los antitaurinos es bastante extenso y comprende gentes de toda procedencia e ideología. Dudo yo que ser militante del PP conlleve tener un abono en Las Ventas o la Maestranza, y eso que se presume que todos los peperos son españolísimos y olé. Hay mucha gente con un encedido sentimiento de españolidad que sin embargo también se declara antitaurina, sobre todo si tiene inclinaciones izquierdosas o ecologistas. Por cierto, la mayoría del colectivo femenino se declara antitaurino en la misma medida que defensor de los derechos de los animales, con independencia de su afinidad política.

Se equivoca la señora Aguirre con el señalamiento de los antiespañoles. Muchos antitaurinos están en contra de un concepto muy rancio de una España profunda e inamovible, y sólo en ese sentido son antiespañoles. Son aquellos que desde la época de Jovellanos luchan por un país ilustrado, avanzado y laico, algo que lamentablemente la fiesta de los toros no representa. Al contrario, la tauromaquia, su escenografía, su entorno y sus figurantes son fieles retratos de esa España triste, sucia y brutal de la que queremos irnos apartando la mayoría.

Pretender reducir la españolidad a la silueta del toro de Osborne, con los cojones bien silueteados y presto a furiosa embestida, aparte de ser un topicazo ridículo, es una imagen exasperante por marginal, grotesca, anacrónica y aberrante. Si esa es la España que quiere la señora Aguirre para sus hijos, puede quedársela, que muchos no la necesitamos. Y nos declaramos totalmente antiespañoles, si es que de eso se trata.

jueves, 17 de abril de 2014

La infelicidad al descubierto

Curioso artículo de Javier Callejo en el Huffington Post del pasado 9 de abril. Se titula “Una felicidad que intriga” y versa sobre la felicidad en España, en uno de esos estudios del CIS llamados eufemísticamente “barómetros de opinión” que se publican mensualmente y que en el pasado mes de marzo incluía una encuesta sobre el grado de felicidad vital que dicen sentir los españoles.

El articulista encuentra misteriosos algunos resultados de la encuesta y deja al parecer del lector la interpretación de los datos que ofrece, que sugieren que los jóvenes son más felices que los viejos, que los incultos y sin estudios son más felices que los cultos y con grado universitario, y que los extremistas socio-políticos lo son más que los moderados y centristas. A mí me sorprende que Callejo se sorprenda y lo encuentre misterioso.

Para cualquier biólogo evolucionista, la condición humana no es ni por asomo el símbolo de una perfección biológica, ni mucho menos la cúspide de la evolución de la vida en la Tierra. Es sólo una rama lateral de las muchas que han compuesto la vida a lo largo de miles de millones de años, y está por ver que su adaptabilidad sea tan buena como la de, por ejemplo, los tiburones, que llevan más de doscientos millones de años pululando por los mares sin prácticamente haber variado ni un ápice desde la época de los dinosaurios.

En ese sentido, la inteligencia que nos ha otorgado nuestro desarrollo cerebral y nuestro potentísimo neocórtex no tiene porqué suponer una ventaja evolutiva de carácter definitivo. Más bien al contrario, puede suponer una limitación muy grave, pues la aparición de la conciencia trae consigo inmediatamente la de la infelicidad. Para una persona tremendamente lúcida aceptar la vida tal como se puede resultar terriblemente insoportable. La lucidez es bastante más tóxica de lo que muchos están dispuestos a aceptar, si no se dispone de un antídoto eficaz contra sus efectos secundarios. Como decía Michi Panero, uno de los grandes poetas malditos de esta tierra : “lo que es un error es vivir, recién nacido deberías suicidarte…” frase que no necesariamente suscribo pero que nos pone en el punto de lo que explica ese barómetro del CIS que tanto intriga a Callejo.

La encuesta concluye que los jóvenes son más felices que los adultos y ancianos. Pues evidentemente sí, pese a todas esas poses existencialistas, de asqueo y de desapego mundano que exhiben durante su postadolescencia. La realidad es que ser joven implica carecer de experiencia vital, no ser consciente de las hostias que te va a dar la vida, no ver con excesiva preocupación el futuro; y en definitiva, tener la peligrosa convicción de que se es más fuerte que la vida. Sólo mucho más tarde la mayoría descubre que la vida es un juego en el que acabas perdiendo casi siempre, lo cual dificulta bastante el trayecto a la felicidad.

Por otra parte la cultura y el nivel de estudios también influyen en la percepción de la felicidad. A mayor cultura y nivel de formación, menor es la sensación de felicidad, lo que también parece resultarle sorprendente al autor del artículo. Otra consecuencia lógica de nuestra evolución cerebral y del desarrollo de nuestra conciencia. Ser inteligente es complicado; ser muy inteligente suele ser devastador por las implicaciones que tiene en cuanto a la agudeza en la percepción de los problemas sociales y personales que nos afectan. La inteligencia es una herramienta muy potente para iluminar los recovecos de la vida, y eso conduce indefectiblemente a analizar cuanto sucede alrededor con mayor perspicacia y profundidad. Si a una mayor inteligencia sumamos una educación superior, tenemos la conjunción perfecta para la infelicidad, derivada de una insatisfacción interna entre lo que “es” la vida y lo que debería ser.

Por eso ya decía Mastroianni que para ser feliz es mejor ser un poco tonto. Yo añadiría que cuanto más tonto, mejor lo tiene uno para ser feliz. Cuanto menor sea la capacidad de pensamiento crítico, cuanto más pobre sea nuestra captación del mundo que nos rodea y cuantas menos herramientas tengamos para efectuar análisis acertados de la realidad, más profundamente viviremos enterrados en un entorno de discapacidad cognitiva: el mundo real se nos aparecerá como tras un velo. No veremos todo el esplendor de su belleza, pero también nos ahorraremos el horror de su crueldad. Y eso nos permitirá ser más felices.

La gente más feliz que conozco es la más idiota. También es la más fácilmente manipulable, porque no sólo no quieren, sino que no pueden salir del engaño permanente en el que suelen vivir. Son cortos de vista mentales y eso los hace presa fácil de los políticos sin escrúpulos, que no tienen interés alguno en personas lúcidas y con ideas bien formadas. Algo que saben bien los ideólogos de la ultraderecha neoliberal, dicho sea de paso.

Pese a quien pese, las clases bajas son conjuntamente consideradas más felices que las acomodadas por los motivos que ya he expuesto y por algunos otros. La ventaja de no tener nada es que cuando se consigue algo se genera un subidón psicológico difícilmente superable. Cuando se es muy rico, conseguir cosas llega a no tener ni gracia ni mérito. Se vive en un gran confort, pero sin la sensación de conseguir algo realmente, sin sentirse recompensado. Cuando se vive abajo en la escala social, cada logro es una inyección de endorfinas, por pequeño que sea. Y eso provoca una felicidad física que luego se traduce en otra de carácter emocional con mucha más facilidad que la que se puede procurar una persona rica. A los pobres se les satisface enormemente con las migajas, lo cual es otra cosa que los políticos de baja estofa conocen perfectamente, esos que nos quitan diez un año y nos devuelven dos al siguiente año de elecciones y encima nos sentimos satisfechos de recuperar una ínfima parte de lo que nos han usurpado.

Tal vez la única sorpresa en ese barómetro de la felicidad sea la de que los extremistas son más felices que los moderados. Pero se trata de una sorpresa engañosa. Quienes se posicionan en un extremo del espectro –político, social, emocional, deportivo- suelen ser fervorosos seguidores de algo que constituye el centro de sus vidas. Son forofos -no necesariamente deportivos- de alguna creencia o idea, a la que siguen con devoción total y sumisión casi absoluta. Sus vidas tienen un eje, que consiste en engrandecer y glorificar la “Idea” a cuyo servicio se han puesto. Eso da sentido a su existencia, y posiblemente persiguen una gratificación futura que sienten como muy real y que les hace ser más felices que las personas moderadas, cuyas aspiraciones son más realistas y de corto alcance pero también más limitadas.

Es por eso que siempre se ha afirmado que los creyentes en cualquier religión son mucho más felices que los ateos. Es muy duro ser ateo en esta vida y vivir con la moderada convicción de que no hay nada más allá de lo que marca nuestro reloj corporal, que no hay recompensas futuras, y mucho menos presentes, por hacer lo que la doctrina nos exija. Un cristiano jodido puede ser un hombre feliz pensando que su reino no es de este mundo, y que se le devolverá felicidad con creces en una vida más allá de la muerte. Que todos los sufrimientos de ahora no son más que el preámbulo de la gozosa contemplación de dios en la vida eterna. Ese ha sido siempre el opio del pueblo, y como bien sabemos, los narcóticos inducen una gran placidez, resignación y felicidad. Pero casi ninguna lucidez.

En resumen Javier Callejo se sorprende de que lo que llamamos felicidad no sea más que el reflejo –en general- de esa falta de lucidez sobre la existencia a la que me refiero en estas líneas; de lo cruel e inhumano que suele ser el mero hecho de vivir para una inmensa mayoría, y sobre todo, de lo que significa llevar la carga de tener una inteligencia que permita vislumbrar tanto las sombras como las luces de la condición humana.

Porque una persona lúcida constatará en seguida que la sustancia de la vida está más hecha de oscuridad que de luz. Y hallar la felicidad en la penumbra es una hazaña reservada a pocos.

miércoles, 9 de abril de 2014

Rosa Díez, de nuevo.

La escenificación de la farsa, patraña o como quiera denominársela del 8 de abril en el Congreso sobre el derecho a decidir de Cataluña, cuyo resultado era más que evidente desde muchas semanas antes de su celebración, nos ha dejado, no obstante, unas cuantas imágenes para el recuerdo y para la consideración sobre la condición de determinadas formaciones políticas. Sobre todo de algunas que buscan desesperadamente su lugar al sol, como UPyD.

Resulta palmario que ese partido político ocupa un nicho muy específico, que le puede dar buenos resultados a corto plazo, pero que le constriñe a una situación general residual en un perspectiva de futuro. Eso ha conducido a su lideresa, Rosa Díez, a un discurso tremebundo, esperpéntico y desde luego totalmente falso. Como ya es habitual en su proceder de otras ocasiones, el patetismo con el que relató en la tribuna del Congreso la "opresión" que viven los españoles en Cataluña sería motivo de hilaridad sino fuera por la mala baba que encierra contra todo un pueblo, el catalán, que hasta la fecha se ha caracterizado por su tranquila aceptación de todos sus ciudadanos con independencia de su origen, a excepción de los aberrantes pero simétricos a UPyD, de Plataforma per Catalunya. Una formación tan minoritaria que no tiene representación más que a nivel local en algunos ayuntamientos de la Cataluña profunda, que también existe, para qué negarlo.

Rosa Díez ha hecho del papanatismo antinacionalista su bandera y arrastra tras ella a un conglomerado de gentes un tanto heterogéneo, por decirlo de forma suave. La clave está en su manifiesto fundacional y en dos personajes esenciales que han modelado su ideario político (Fernando Savater), y su teatral puesta en escena (Albert Boadella). Conste que me parece comprensible la actitud de ambos, sobre todo la del primero, testigo como ha sido de que la deriva ultranacionalista genera una violencia dramática e innecesaria. Del segundo sólo me cabe decir que su trayectoria se ha guiado exclusivamente por un revanchismo político muy bien trajinado y amparado por su indudable talento histriónico.

Sin embargo, UPyD, y Rosa Díez al frente, omiten sistemáticamente que su antinacionalismo catalán no es más que el fiel reflejo de un ultranacionalismo español que no se palpa en su manifiesto fundacional, pero sí en su militancia, en su discurso y en sus actitudes. Como siempre, al nacionalismo no  le oponen su opuesto natural, que sería el internacionalismo, sino otro nacionalismo de igual cuño y signo negativo, como es el nacionalismo español. Rabiosamente centralista por más señas.

Rosa Díez habla de Cataluña sin conocimiento de causa ninguno, lo que me lleva a pensar que únicamente se guía por la opinión de Boadella y no por su propia experiencia Lo cual es muy significativo, a la par que triste, porque Boadella puede ser muchas cosas, pero desde luego jamás será tildado de persona ecuánime y objetiva. El transfiere su experiencia personal de gran demiurgo enfrentado en su momento al rey Ubú y a determinada cúpula de CiU a la totalidad de la ciudadanía catalana, a la que paternalmente trata de imbécil. Y tal vez lo somos, los pobres ciudadanos de a pie, pero no hasta el extremo de vivir en una dictadura catalanocanallesca sin habernos dado cuenta siquiera de lo mal que lo pasa la gente por aquí, por lo visto. Boadella está más cerca de la divinidad que yo, por descontado, pero sólo en sus dalinianos delirios.

Aquí no hay hostias, ni tiros en la nuca, ni secuestros, ni impuestos revolucioanrios, ni se apalea a los castellanos, ni se les excluye de los foros participativos, ni se silencia su voz, ni nada por el estilo. Esto no es Euskadi en los años ochenta (va por el señor Savater), ni escenificamos a diario la noche de los cristales rotos del Reich alemán en 1938 (va por el señor Boadella). Aquí no hablamos de imperio, ni de cercenar libertades costosamente adquiridas de nadie. Aquí hablamos de preservar lo nuestro, y de si tal vez -sólo tal vez- cabría preguntarnos si tenemos derecho a decidir si preservar lo específicamente nuestro requiere separarnos de España. Hay que vivir la vida en vivo y en directo, y luego opinar con conocimiento de causa habiendo tomado testimonio de cientos, miles de personas de toda condición, señora Díez. No tiene usted ni idea de lo que habla.

De lo que si sabe nuestra Rosita 10 es de estratagemas políticas. Un partido que se define como progresista pero totalmente centralista y furibundamente antinacionalista ocupa un nicho electoral muy específico, encajonado entre el PP y el PSOE, y nunca podrá aspirar a gobernar como partido mayoritario, sobre todo  si no tiene una base electoral fuerte en la segunda comunidad autónoma del país, es decir en Cataluña. Por supuesto que la estrategia de UPyD no es la de gobernar, pues ellos saben que con un discurso tan radical jamás ganarán unas elecciones, sino que asprian a convertirse a lo sumo en el eje de una bisagra. En árbitro de determinados resultados electorales, que pasan por imponer parte de su criterio al partido que deba encabezar gobierno.

La ecuación es muy sencilla: bajo la bandera de un presunto progresismo, UPyD encabeza la reacción antinacionalista española, para lo cual sólo debe tener más peso específico en el Congreso de los Diputados que el conjunto de las fuerzas nacionalistas vascas, catalanas y gallegas. El PP y el PSOE están atados de manos en ese sentido, porque exhibir el furor anticatalán que manifiesta UPyD en cada proclama es demasiado arriesgado, ya que hay buena parte de su votantes por estos lares que podrían llegar a sentirse ofendidos si adoptaran esta línea de actuación, como bien sabe el señor Vidal Quadras, cuyo excesiva fogosidad anticatalanista le costó el exilio -dorado- de entre las huestes populares.

Para UPyD es fácil: su presencia en Cataluña es testimonial, y así puede atizarnos de lo lindo sin menoscabar lo más mínimo su base electoral. Aquí UPyD tiene un problema llamado Ciutadans. Un partido que es lo que es por la brillantez de su líder indiscutible, Albert Rivera, pero que en ausencia de éste pierde muchos enteros y casi toda su credibilidad. Un partido que aspira en Cataluña a jugar el papel que juega UPyD en el resto de España, y que por eso se ha convertido en el principal obstáculo para el discurso de Rosa Díez por estos pagos. Ambos partidos desconfían el uno del otro y por eso no comparten plataforma electoral conjunta. Y ambos partidos saben que Rosa y Albert no caben juntos en el mismo escenario.

Sin embargo, Ciutadans, dentro de un mismo discurso antinacionalista, tiene una visión mucho menos sesgada de la realidad catalana. Hasta el neofacha Cañas sabe positivamente que puede pasear por Barcelona tranquilamente renegando por cada rótulo que vea en catalán y que nadie le hará un reproche si no pronuncia ni una sola palabra en nuestro idioma materno desde el Tibidabo hasta el Port Vell. Y eso se nota en la medida templanza del discurso de "todos juntos es mejor" que posiciona a Ciutadans como una alternativa mucho menos histérica y paranoide que UPyD.

En resumen, no digo nada que cualquiera medianamente observador y con cierto espíritu crítico no haya visto ya en nuestro nuevo portento de la política española. Siguiendo la tradición de un perfecto lerrouxismo puesto al día, Rosa Díez consigue exaltar los ánimos de sus votantes, pero también los de que quienes, como yo, nos indignamos por el trato que dispensa a Cataluña y a los catalanes, bajo el infame pretexto de que los políticos de aquí son una banda de engañabobos "dueños cuasi-feudales de cada región que hacen y deshacen en su territorio halagando el narcisismo localista" (intuyo aquí la mano de Fernando Savater) como dice el manifiesto fundacional de UPyD, rebajando a los ciudadanos al papel de perfectos idiotas que no saben lo que son ni lo que quieren.

UPyD es un cáncer pequeño pero muy agresivo que aspira a crecer a costa de su tejido político circundante (el conglomerado central PPSOE) y luego metastatizar en toda la península. Espero que los oncólogos hagan su trabajo porque en caso contrario, iremos a peor. Sin duda alguna.



miércoles, 2 de abril de 2014

Urbanismo de salón

Si alguna cosa caracteriza la democracia a nivel local, es la participación y el debate ciudadano sobre los proyectos urbanísticos que afectan a la ciudad. Sin embargo, las aspiraciones vecinales suelen ser tildadas de amateurs por los expertos, tanto de los despachos que participan en los concursos para la adjudicación de los proyectos como por los responsables políticos, que suelen mirar más hacia el provecho de su modelo de ciudad que a las necesidades reales de la población afectada.

Unos por lo que yo llamo esnobismo profesional -guiados por modas y por el cuerpo dogmático vigente en arquitectura- y otros por la necesidad de perpetuarse en el futuro - contribuyendo a eso tan incómodo de padecer que es la ciudad decorativa- suelen desautorizar de forma subrepticia las pretensiones populares sobre los espacios públicos. Cierto es que algunas veces determinadas aspiraciones ciudadanas son inviables, pero lo más frecuente es que sean directamente falseadas por cierta grandilocuencia arquitectónica, hoy día teñida de un evidentemente discurso ambientalista que resulta muy "fashion" pero del todo inoperante a la postre.

En Barcelona, tenemos el enésimo ejemplo con el proyecto ganador del concurso para urbanizar ese espacio incierto que constituye el entorno de la plaza de las Glòries. Son muchos los que perciben tras la decisión municipal un nuevo desastre urbanístico que sumar a algunos de los ya existentes en esta ciudad. Del mismo modo que la plaza dels Països Catalans constituye una especie de aberración vacía, un espacio agorafóbico intransitable en verano y en invierno, y que sólo da cabida a una amplia panorámica de la principal estación ferroviaria de la ciudad, o que la plaza del Fòrum no es tal, sino una inmensa explanada desierta salvo cuando se celebran macroconciertos,  nos encontramos ahora con otro problema similar al tratar de la urbanización de la plaza de les Glòries y que va a concluir con otro patinazo urbanístico.

La estructura urbana de los grandes espacios abiertos se ve afectada en gran medida por sus dimensiones y por su vertebración en la ciudad. La mayoría de las grandes plazas se caracterizan por su escasa o nula vertebración ciudadana: son plazas monumentales por su enormidad, como sería Tiananmen, o por citar una del tamaño de Glòries, Moskovskaya en San Petersburgo. Son espacios vacíos que únicamente sirven para encuadrar la majestuosidad de los edificios que las rodean. Y así los han dejado como símbolos de las ciudades a las que en cierto modo representan. 

Otras plazas lo son debido a que históricamente se corresponden con nudos de comunicaciones, que es lo que sucede con una de mucho menor tamaño pero igual de  mal resuelta, como es la plaza Lesseps, que se caracteriza por ser un horror con un enorme agujero en medio -convenientemente vallado-  que ocupa casi un tercio del espacio útil y que nos conduce, imagino yo, al  averno de urbanistas pecadores. La plaza Lesseps es un ejemplo de lo incapaces que son nuestros arquitectos y políticos de rediseñar un espacio que sea realmente útil para la ciudadanía por más que lo intenten, obcecados en su visión estrecha de los problemas urbanos. Aunque, a veces, una plaza tiene que ser esencialmente inútil, salvo que aceptemos el hecho de que a veces es mejor trocearla y redimensionarla. 

Visto de una perspectiva amplia, una plaza ha de ser, bien un espacio ceremonial que impresione por su grandeza y donde el visitante se encuentre empequeñecido por las dimensiones de lo que pisa; bien un espacio de participación ciudadana esencialmente útil, aunque su utilidad sea también la de servir de nudo viario. Viene esto a cuento del interesante debate que se ha sucedido en diversos foros de urbanismo sobre la adjudicación del concurso de Glòries, que se antoja un nuevo desastre futuro que resultará mucho más caro que los 29 millones de euros proyectados y que concluirá sus obres, indefectiblemente, bastante más allá del horizonte de 2018 fijado por el consistorio. Si es que se acaban alguna vez después de la excesiva provisionalidad impuesta por el diseño del proyecto.

Como acertadamente señalan bastantes críticos del proyecto, ahora que ya ha empezado la demolición del anillo viario que recorre la plaza se aprecian dos cosas claramente. La primera es que la plaza de les Glòries es una enormidad de más de doce hectáreas, una especie de círculo de más de cuatrocientos metros de diámetro. La segunda es que pese a su enormidad, es demasiado pequeña para convertirla en un Central Park medioambiental - el nuevo pulmón de Barcelona, dicen- lo cual resulta risible, teniendo en cuenta que el célebre parque neoyorquino se mide en kilómetros cuadrados y no en humildes hectáreas.

Uno de los comentaristas al proyecto lo califica como el síndrome del piso sin amueblar. Cito textualmente el blog sobre arquitectura y urbanismo Hic et Nunc y a uno de sus participantes, Marc: "Glòries es...la imagen desoladora y agorafóbica para muchos arquitectos que tienen los pisos sin amueblar. Un espacio más pequeño de lo que parecía cuando había muebles y que, contradictoriamente, se nos hace infinito en la tarea de ocuparlo". La pregunta que se hacen muchos es si realmente era necesario invertir tanto para simplemente barrer el problema bajo la alfombra. La alfombra verde en la que pretenden convertir Glòries, pero que no tendrá ningún uso definido, salvo ocultar los coches que pasarán por debajo. Como viene sucediendo desde hace años, el tráfico rodado, que es el usuario principal de Glòries desde lo noche de los tiempos, será barrido bajo la alfombra y quedará una plaza del tamaño de veinte campos de fútbol para solaz ciudadano y de los pajaritos que aniden en su verde fronda.

Esas cosas tan bonitas de escuchar pero imposibles de llevar dignamente a la práctica, si de lo que hablamos es de una plaza de dimensiones humanas, una plaza no para contemplarla sino para vivirla. Porque resulta que de la propuesta inicial - la conexión de las dos partes del barrio- no quedará nada. Es más, proyectada como está, es una plaza jardín que tendrá que cerrar por las noches o tener una dotación permanente de policías vigilándola. Hay que tener presente que todos los jardines barceloneses cierran por la noche. El Turó Park, con sólo tres hectáreas y en una zona residencial bien establecida, cierra al anochecer, que es mucho más barato que tener agentes del orden patrullando hasta la madrugada. 

Si Glòries se convierte en un jardín abierto, la degradación será inminente e implacable a poco de su inauguración. Lo acabarán vallando, como estaba hasta ahora (qué ironía), y la función inicial de ser lugar de paso y vertebración del barrio habrá quedado finiquitada: los vecinos a rodear la plaza como siempre han hecho.Como dice otro de los participantes en el debate, parece que nadie se atreve a diseñar una plaza y todo asemeja más bien un parque. Parece que hay miedo a ocupar el espacio vacío de Glòries salvo con alfombras verdes.

Opino que ha faltado valor para acometer una auténtica reforma de esas doce malditas hectáreas, troceándolas, reduciendo su escala hasta una escala vecinal real, aunque fuera a costa de que la plaza desapareciera como tal, y fuera sustituida por un entramado de edificios y pequeños parques públicos, retomando el espíritu del plan Cerdà original. Esa hubiera sido la apuesta atrevida: urbanizar de verdad, vertebrar ese enorme ombligo y permitir de una vez que los ciudadanos puedan cruzar los cuatrocientos metros sin morir de aburrimiento en el intento. Y utilizarlos no sólo para sentarse en un banco a oir los pajaritos durante las horas de apertura del parque.

Y todo ese revuelo, que ha sido bastante, para presumiblemente nada. La previsión de finalización de las obras -condicionada a la construcción del túnel bajo la alfombra- es el 2018, y podemos apostar a que como mínimo será 2019 o más. Casi cinco años de provisionalidad que acentuarán la degradación y los usos alternativos no previstos inicialmente, y desde luego bastante mal vistos por el ayuntamiento. Eso si el proyecto no acaba embarrancando de nuevo por cuestiones presupuestarias (los 29 millones no incluyen el túnel de la Gran Via) y se acabe con que lo provisional se convierta en perdurable.

En fin, que para lo que van a hacer, yo prefiero algo mucho más barato, infinitamente más seguro y mucho más rápido de llevar a cabo. Me quedo con el cemento monumental de Moskovskaya.