miércoles, 27 de septiembre de 2017

Legalidad, legitimidad y soberanía popular


Hace unos días leí una columna de Irene Lozano en la que la periodista y política opinaba que Rajoy y Puigdemont se equivocaban por igual en esta confrontación entre la Generalitat y el gobierno central. Acusaba a Rajoy de no ver nada más allá de la legalidad vigente, y a Puigdemont de ampararse exclusivamente en la soberanía popular para sacar adelante el proceso del referéndum. Lozano venía a decir que ni lo uno ni lo otro, y que habría que buscar un punto de confluencia entre ambas posturas aparentemente irreconciliables. Con lo que Lozano sembró en mí cierta inquietud respecto a la cuestión –que a mí se me antoja evidente, pero por lo visto a muchos analistas no- de si legalidad y soberanía popular son equivalentes (y análogas) en un estado de derecho.

 

Para ello, tal vez deberíamos comenzar por investigar si una cosa como la soberanía popular existe realmente, o es tan solo una falacia inventada por políticos y mandatarios de todo pelaje para justificar y legitimar la existencia de la legalidad que conforma el estado de derecho. Para decirlo claro, a mi modo de ver el concepto de soberanía popular podría ser  una argucia de filosofía política para justificar el derecho al voto en una sociedad democrática, pero siempre que ese voto sea previamente aprobado por las fuerzas que ostentan el poder real (y ese “pero” resultará ser fundamental, a la postre).  O sea, que si la soberanía popular fuese sólo eso, sería un mero artilugio para legitimar un cierto tipo de legalidad autodenominada democrática. Sería algo intangible, más allá de la legalidad vigente, que cual paloma del espíritu santo, sobrevolaría los llamados estados de derecho muy por encima de la comprensión de los comunes mortales. Y por supuesto, sería absolutamente inejercible por los ciudadanos sin la previa aprobación de los poderes fácticos.

 

El demócrata de verdad, esa especie tan exótica y en claras vías de extinción, no le teme a la soberanía popular pese a los disgustos que pueda darle su libre ejercicio. Los demócratas de verdad no les temen a los referéndums, aunque los resultados puedan ser inconvenientes para determinadas esferas, mayormente económicas y financieras. Pocos países han entendido esto hasta sus últimas consecuencias, y entre ellos cabe destacar a Suiza, sin necesidad de hacer mayores comentarios. En realidad, el libre ejercicio de la soberanía popular no domesticada puede resultar muy pernicioso para el establishment político-económico, y por ello los representantes del Sistema se esfuerzan considerablemente en denostarla y debilitarla. Como ha sucedido con el Brexit, en el que sólo ha faltado decir que el pueblo británico es irremediablemente idiota. Claro que eso lo afirman los mismos que cuando manipulan al electorado a su conveniencia siempre acaban alabando la madurez, seriedad y compromiso de la ciudadanía.

 

Cuanto menos se respeta la soberanía popular, más pavor se siente ante su libre ejercicio. Por eso, en el fondo, tenemos una democracia vigilada, cuando no prisionera, de los designios de nuestros mandatarios. Es un poco como los paterfamilias que siguen tratando  a sus hijos ya mayorcitos en tono condescendiente, paternalista y rotundo, como en la conversación que sigue.

 

- Papá, papá, que quiero ser médico.

- Hijo, ya sabes que en esta comunidad de propietarios somos todos ingenieros

- Sí, papá, pero es que la ingeniería me trae sin cuidado.

- Ya, pero si no eres ingeniero no puedes vivir en esta comunidad, lo dicen los estatutos

- Bueno, pues me iré a vivir a otro sitio, ya soy mayor.

- Mmmm, eso no es posible, porque dependes de mí y tendrás que vivir aquí mientras yo lo diga.

- Papá, eso es irracional, porque creo que tengo derecho a mi libertad personal para escoger.

- Tienes derecho a tu libertad siempre dentro de  lo que establecen las normas de la comunidad. Puedes ser médico si así lo deseas, pero antes tendrás que ser ingeniero y ejercer como tal.

- Pero papá, es que la ingeniería no me atrae en absoluto, voy a ser muy desgraciado

- Pues entonces tendrás que cambiar los estatutos de la comunidad

-Y cómo voy a cambiar los estatutos si todos los demás sois ingenieros?

- Eso no es nuestro problema, sino el tuyo, así funcionan las mayorías en esta comunidad. Y además, lo dicen los estatutos…

 

Y así, esta conversación podría seguir en una trama circular indefinidamente, porque es  la oposición entre la libertad individual (y su epónimo plural, la soberanía popular) y la legalidad con la que los individuos agrupados en sociedades se han dotado como forma jurídica más o menos aceptable. Y es de radical importancia entender que la base de toda actividad política debería ser la libertad individual como bien más sagrado a proteger, y que la soberanía popular emana naturalmente de la suma de las libertades individuales dirigidas hacia un objetivo común. Así que tenemos la soberanía popular como expresión colectiva de la libertad individual, lo cual ya nos tendría que alertar sobre el hecho de que la libertad no es un bloque sólido e inmutable de acciones posibles, sino que es flexible y fluida – y por tanto variable a lo largo del tiempo- en sus formas de expresión, como cualquiera con dos dedos de cerebro puede apreciar en la evolución de las sociedades modernas.

 

Pero he aquí que esa fluidez y variabilidad de la expresión de la libertad individual al parecer no es aplicable a su agregada la soberanía popular, que se nos presenta como rígida e indeformable debido a que se encuentra encorsetada por su manifestación jurídica, es decir, la legalidad. Y que, por tanto, en una pirueta acrobática sensacional, resulta que se invierten los papeles y la hegemonía de la legalidad es incuestionable frente a la soberanía popular haciendo a ésta dependiente de aquélla o, como decían nuestros abuelos con no poca sorna, poniendo el carro delante del caballo.

 

No lo entendieron así los antiguos norteamericanos, para quienes la legalidad, en forma de un impuesto sobre el té que entendían abusivo, no tenía nada que ver con la legitimidad, lo que motivó una revuelta popular en el ejercicio de lo que entendían su legítima soberanía para decidir por ellos mismos, dando el pistoletazo de salida a la Revolución Americana. Ni tampoco la revolución francesa de unos pocos años después atendió al principio de la legalidad vigente (en forma de absolutismo hasta entonces plenamente aceptado incluso por ilustres pensadores) y sus líderes e impulsores argumentaron con notable éxito que la legalidad –cualquier legalidad- había de estar sometida a la legitimidad, y que la legitimidad sólo procedía de los deseos de la ciudadanía en el ejercicio de la soberanía popular. En resumen, que es la legalidad la que se somete a la legitimidad, y ésta procede de la libre expresión de la soberanía popular.  Y no a la inversa, como entiende el señor Rajoy. Como tampoco veo que legalidad y soberanía popular hayan de estar  en un extraño equilibrio como sugería en su columna Irene Lozano (y como sostienen muchos intelectuales más).

 

Hablando claro: la legalidad ha de estar siempre supeditada a la soberanía popular en cualquier estado de derecho que se precie de serlo. Y la expresión de la soberanía popular o bien ha de ser parlamentaria, o bien ha de ser por la vía del referéndum entre los interesados directos. Pero no se puede ahogar cualquier marea ciudadana sin contemplaciones alegando la imposibilidad “legal” de atender a las peticiones populares, aunque sean masivas. Y es que, en el fondo, los mismos que mueven los hilos de la política son los que tienen pavor y alergia a la expresión transformadora  y no meramente escénica de la libertad ciudadana. Por eso se sienten tan cómodos en estructuras tan fanáticamente jerarquizadas como los partidos políticos, donde las libertades, la legitimidad  y la soberanía van calzadas con anteojeras y frenadas con bocados, como si de caballos de tiro se tratara. Porque lo primero, para todos esos demócratas con denominación de origen pero totalmente insustanciales, y para todos los siervos  de conveniencia del statu quo vigente, es ese fariseísmo pseudodemocrático con tintes fundamentalistas que no se apoya en principios razonados, sino en dogmas irreflexivos.

miércoles, 20 de septiembre de 2017

Fractura social y agenda oculta

Las fracturas sociales, tan comentadas hoy en día a cuenta del referéndum de independencia de Cataluña, no son como las fracturas óseas, donde un concienzudo  examen traumatológico desvela de forma clara si existe o no esa anomalía orgánica. Las fracturas sociales dependen mucho de la perspectiva de cada interesado, y sobre todo dependen de la intención de los involucrados en esos presuntos procesos  traumáticos.

A fuerza de leer  a autores como Steve Devitt o Dan Ariely, estupendos especialistas en analizar de forma heterodoxa los incentivos de la gente al actuar de determinada manera (y de mentir descaradamente en sus actividades públicas), uno se esfuerza en analizar desde perspectivas no convencionales  muchas de las acciones irresponsables de los políticos, que son con diferencia, los individuos que más claman por la responsabilidad -de los demás- y menos ejercen la propia. A este respecto, resulta cautivador el desprecio que manifiestan la inmensa mayoría de los científicos sociales por los políticos, como individuos corroídos por su ambición personal, corrompidos  en cuanto miembros de un grupo profesional que sirve a agendas ocultas y desvergonzados en el uso de la mentira, el engaño y el abuso de posición dominante.

Entrando en materia, hace tiempo que se habla de fractura social en Cataluña. Una fractura totalmente inexistente en la calle hasta hoy, como ya he informado en más de una ocasión en este mismo blog (por suerte, en el antiguo “oasis catalán” uno todavía puede ser independentista y tener conversaciones sensatas y nada beligerantes con amigos y conocidos unionistas sin que la cosa concluya necesariamente con fracturas de otro tipo, fisiológico en concreto), pero que sí existe a nivel político, y sobre todo promovido entre las bases de quienes se sienten pretendidamente agredidos por las intenciones nacionalistas de llevar a cabo el referéndum.

Tiene su gracia que un antiguo  -y descalificado- miembro de Ciudadanos como Jordi Cañas, de quien la mayoría recuerda su necesario cese cuando se publicaron sus fotos brazo en alto y algún turbio asunto con Hacienda, proclame en una reunión de Sociedad Civil Catalana la analogía de los proreferéndum con las campañas hitlerianas de los años treinta para hacerse con el poder en Alemania. Y es que hay una diferencia entre ser una víctima en un papel no deseado, y ser víctima voluntariamente aceptada a fin de obtener un beneficio –el que sea- de dicha situación. Me refiero a que no es lo mismo el señor que resulta atropellado por un autobús (víctima genuina) que el individuo que se arroja bajo las ruedas de un taxi intencionadamente para cobrar del seguro (víctima de conveniencia).

No negaré que en el sector independentista hay bárbaros -como en todas partes- encantados de dar caña al unionista, pero no es ése el talante generalizado, salvo para quienes les conviene manifestarlo de esta manera ante el resto de España y provocar el horror y la repulsa de sus demás conciudadanos. Lo digo y lo afirmo desde mi posición privilegiada entre amigos, conocidos y colegas profesionales tanto independentistas como unionistas, donde no veo por ningún lado el presunto acoso y derribo al que afirman estar sometidos los políticos que claman por ser víctimas de los furibundos nacionalistas. Señalados sí que están, por supuesto, pero es que resulta de lo más grotesco que un político, figura pública donde las haya, se queje cuando se le señala como adversario por parte de parte del electorado. Se ve que sólo les encanta salir en los carteles de propaganda electoral con esas sonrisas bobaliconas tan tópicas de las campañas, pero no cuando les retratan, literalmente, como adversarios a batir en la arena política.  

Sobre todo, porque el tema de la fractura social lo pusieron ellos mismos de moda, a sabiendas de la vieja sabiduría convencional que insiste en que una mentira repetida mil veces se convierte en verdad a ojos del escasamente documentado, un espécimen humano que suele ser la carne de cañón de las ideologías políticas viscerales y extremas. Porque la cuestión que nadie ha debatido hasta el momento no es que exista o no una fractura social, sino a quién beneficiaría realmente la existencia de dicha fractura, si se llegara a producir. Y qué ventajas obtendría la parte que pudiera forzar una verdadera fractura social en Cataluña.

Porque es muy fácil decir que existe una fractura social y luego presentarse como víctima de ella, cuando la lógica indica claramente que en  las fracturas sociales todas los ciudadanos son víctimas por igual, por más que algunos políticos pretendan sacar provecho de ella más que otros. Piénsese en lo acaecido en los Balcanes a finales del siglo XX, o en Ucrania durante este convulso inicio del siglo XXI: hay que tener mucha desfachatez para pretender que la fractura ha beneficiado a la población rusa o a la ucraniana, pues en todo caso ambas poblaciones ha padecido en sus carnes los efectos de los intereses de unos políticos que los han usado como carne de cañón para afianzar sus respectivas poltronas a uno y otro lado de la frontera.

La fractura social, convenientemente utilizada, es una poderosa herramienta que legitima públicamente a la presunta víctima, y debilita notablemente al verdugo. Por eso en cuanto se presentan disensiones políticas con repercusión social, los más avispados corren a atribuirse el papel de víctimas -aunque es innegable que en algunas ocasiones lo son de veras- para dejar al adversario en el lugar del malvado verdugo. Sin embargo, la fractura social es algo difícil de gestionar eficaz e inteligentemente, pues no es infrecuente que pequeños vaivenes del escenario sociopolítico permitan la inversión de los papeles inicialmente asignados, donde repentinamente la víctima deja de serlo, en un cambio de caracterización tan dramático como las más de las veces sesgado, tal y como hemos visto hasta la saciedad en la  política internacional de los últimos decenios.

Queda claro, pues, que la fractura social es algo que se provoca desde arriba para conseguir un efecto en cascada psicológico demoledor entre la población, y conseguir una alineación y radicalización en uno u otro sentido. Ahora bien, y de vuelta al postulado inicial: ¿a quién beneficiaría una fractura social en Cataluña?  A mi modo de ver, es fácil responder por reducción al absurdo: las fracturas sociales siempre benefician a la parte con más efectivos, más fuerte política o militarmente o que tiene más aliados con poder para dominar la situación. Por tanto, es indudable que la fractura social beneficia al gobierno central y sus aliados, y refuerza su postura en el caso de tener que recurrir a medidas extremas, como la suspensión de la autonomía de Cataluña, la intervención masiva de las fuerzas de seguridad del estado, o la persecución penal de cientos o miles de cargos políticos en Cataluña.

De ahí que todos los impulsores del referéndum insistan a voz en grito en que hay que mantener la calma y no caer en provocaciones, porque es generalmente admitido que nada facilitaría más su propósito a los adversarios del referéndum que poder alegar una situación de inestabilidad social y de violencia en Cataluña para poder intervenirla manu militari.  Por supuesto, ésa es una de las claves que demuestra que a los impulsores del referéndum no les conviene en absoluto que se produzca la tan temida fractura social, porque el independentismo se quedaría sin cartas con que jugar esta mano de póquer político. Y si algo demuestra que a los unionistas les conviene que se produzca de hecho la fractura social en Cataluña, resulta ejemplarizante la actitud del líder de Ciudadanos, Albert Rivera,  durante la votación en el congreso del martes 19 de junio, en la que airadamente mostró su enfado con los representantes socialistas que no aprobaron el texto de su resolución y dejaron en minoría al PP y a Ciudadanos, debido a que el señor Rivera se opuso rotundamente a incluir una moción de llamada al diálogo entre  la Generalitat y el Gobierno Central. De lo que deduzco que el señor Rivera ha considerado llegada la hora de provocar realmente la fractura en Cataluña. Aunque todos sabemos que la enmienda propuesta por el PSOE no tendría ninguna efectividad real, sí resulta sintomática de dos actitudes netamente diferentes: la cada vez más beligerante y al mismo tiempo victimista de los unionistas del PP y Ciudadanos, frente a aquella que llama a mantener la calma y no cerrar puertas al diálogo pese a su frontal rechazo al referéndum, propugnada por los socialistas.

Rivera y compañía saben bien que su crédito depende en gran medida de que la emoción españolista obnubile la razón práctica de su electorado, aun cuando para ello media Cataluña deje de hablarse con la otra mitad. Y si llegamos a las manos, mejor que mejor para sus intereses, pero no para nuestra convivencia. Hay muchos a quienes agradaría  convertir Cataluña en Bosnia y pasar la apisonadora por encima como modo –sin duda eficaz- de aplastar temporalmente esta “rebelión inconstitucional y antidemocrática” (ya estamos de nuevo con la gramática parda). Sin embargo, todos sabemos que ésa no es la solución a largo plazo. Incluso lo saben los políticos, pese a que son quienes tienen la visión más miope de todo el espectro social español.

Sin fractura social, no hay justificación para la adopción de medidas drásticas contra el independentismo catalán. Sin fractura social, muchas de las medidas que se están propugnando para frenar el referéndum tendrían amplia repercusión y rechazo internacional. Sin fractura social no funciona el lema de cabecera de los políticos oportunistas de “mejor cuanto peor”, que resume de forma contundente el cinismo de una clase dirigente que sabe que determinados problemas se resuelven mucho mejor cuanto más daño se ha hecho antes a la ciudadanía. En general.

Si dejara de hablarme con mi vecino porque es de uno u otro signo, y ese gesto se multiplicase millones de veces, aunque se consiguiera la independencia de Cataluña sería una catástrofe social inimaginable, porque tardaríamos generaciones en devolver al país el espíritu abierto y negociador que siempre lo había caracterizado. Rivera lo sabe, y por eso, a él y a sus partidario les  conviene, y mucho, que haya una fractura social real en Cataluña, y poder invocar así  el carácter de minoría oprimida y violentada que tan buen resultado suele dar cuando quien está de tu lado es el primo grandote de Zumosol. Así que la fractura, en realidad, va de que a muchos dirigentes políticos no les importamos en absoluto. Ésa es su agenda oculta.

lunes, 11 de septiembre de 2017

11 de septiembre

Si Umberto Eco levantara la cabeza, se estremecería ante el uso que se está dando a determinadas palabras en el debate –más bien combate sin reglas- del que somos espectadores estos últimos días a cuenta del referéndum de independencia de Catalunya. Y su asombro no provendría tanto de los contenidos, sino de la conversión de la semántica en semiótica de conveniencia. O lo que es lo mismo, de la distorsión del significado de términos habituales en política, como “democracia”, “estado de derecho” o “totalitarismo” en meros signos carentes de cualquier coincidencia con su interpretación real, reconvertidos en símbolos de una ideología que quiere apropiarse de ellos y despojar así de legitimidad al adversario, en este caso, el independentismo catalán.

Y no es que Eco hubiera simpatizado con el proceso de independencia, ni mucho menos (baste recordar su apasionada oposición a los postulados de la Liga Norte de su país), sino que su ácida ironía se habría volcado sobre esa apropiación indebida de la democracia por parte del gobierno español y de los unionistas catalanes, que pretenden, de este modo, desacreditar el movimiento independentista como si de un grupo de subversivos facciosos se tratara.

Ciertamente, la ironía hace que gente de talante notablemente  autoritario (no creo que sea necesario recurrir a las hemerotecas para constatar, a propósito de cualquier otro asunto político, como se expresan habitualmente los García Albiol, Carrizosa, Sáenz de Santamaría y demás voceros de la derecha hispana) se apropie de forma excluyente del concepto de democracia, como si ellos fueran virtuosos paladines de los derechos de los ciudadanos, mientras que los independentistas quedan relegados a un papel similar al de insurgentes khmeres rojos, capaces de cometer un genocidio con tal de conseguir la independencia catalana.

No está de más recordar que todo este jaleo se inició hace ya muchos años, cuando el anticatalanismo puro y duro se propuso segar de cuajo el nuevo Estatuto de Autonomía de 2006, un hecho que incluso algunos  españolistas de pro reconocen como un error estratégico de la derecha y que lo único que consiguió fue encabronar a millones de catalanes y predisponerlos a una actitud secesionista que ha desembocado en este doloroso proceso. Por mucho que lo nieguen (y con independencia de muchos factores relevantes que ahora no vienen al caso), lo cierto es que el PP impulsó la fiebre anticatalanista hace ya diez años, y que la cosa se les fue de las manos, pues jamás imaginaron que el efecto rebote sería de las proporciones que ha alcanzado.

La explicación se me antoja evidente. Ante la falta de arraigo de las tesis del PP en Cataluña, los dirigentes de Génova dejaron de intentar conquistar un mayor espacio electoral catalán y optaron por una estrategia de rentabilidad del voto en el resto de la península, mediante el simple método de poner en el foco de sus ataques a Cataluña y su presunto “egoísmo” e “insolidaridad” financieras. Algo que caló hondo en la población española, pese a que incluso Hacienda reconoce la existencia de un sensacional agravio comparativo y un déficit fiscal mayúsculos con Cataluña. Pero tanto en esta como en otras cosas desde los tiempos de Goebbels (por poner un ejemplo moderno), la táctica ha consistido en repetir tantas veces una mentira como sea necesario hasta convertirla en una verdad dogmática e irrebatible ante los ojos del espectador poco dado al análisis crítico.

La estrategia de convertir a las víctimas en los malos de la película suele ser muy efectiva, y si no que les pregunten a los judíos en relación con los innumerables pogromos que padecieron en Europa desde la Edad Media hasta el casi definitivo Holocausto nazi, justificado en términos muy parecidos a los que están empleando estos días los unionistas españoles. Atribuirse en exclusiva la patente de la democracia, y escupir en el rostro del independentismo el insulto del totalitarismo (cosa que reiteradamente hemos visto cuando el poder establecido trata de sofocar cualquier conato de rebeldía social, por justificado que esté), es muy grave, porque en las filas del secesionismo catalán militan muchísimas personas cuyo talante democrático supera infinitamente al de los portavoces del gobierno central.

Pongamos las cosas en su justo sitio: en España, pocos movimientos han hecho tanto por traer la democracia a España, desarrollarla y apuntalarla como el nacionalismo catalán, que durante décadas fue el dique contra las tentaciones autoritarias en un país demasiado acostumbrado al ejercicio dictatorial del poder (en otras ocasiones he aludido al hecho  de que en España casi nadie es demócrata de vocación, sino por necesidad u obligación). La cultura política catalana siempre había sido la de la tolerancia, el consenso y el debate sensato sobre las cuestiones cruciales, algo que de forma bastante despectiva en Madrid denominaban “el oasis catalán” hasta que se lo cargaron, tal vez porque les daba miedo un ejercicio de la acción política basado en la argumentación antes que en la disputa a degüello, tan características de la política española tradicional.

Resulta obvio que para cualquier analista guiado por criterios de racionalidad y objetividad, el debate sobre el referéndum de Cataluña ha derivado en un ejercicio de visceralidad y animosidad anticatalanas desprovisto de cualquier elemento fáctico real, lo que periódicamente conduce a sucesivos  efectos boomerang en el que los catalanes encabronados (y son muchos) responden enrocándose aún más en posiciones radicales que en principio no hubieran deseado mantener.

Jode mucho que unos señores y señoras que ostentan un cierto  poder y capacidad de conducción de la ciudadanía les digan a unos millones de catalanes que son antidemócratas, totalitarios y fanáticos sediciosos en lugar de tratar de convencerlos de sus razones mediante argumentaciones sensatas y racionales, basadas en hechos y no en especulaciones traídas por los pelos debido a la necesidad de ajustar las cuentas con una parte significativa de la población al más puro estilo de la propaganda goebbeliana.

Yo no soy un fascista antidemocrático, ni un fanático terrorista encubierto, ni un totalitario que pretende imponer una visión específica de mi país al conjunto de la sociedad, ni un talibán del independentismo catalán. Y como yo, hay cientos de miles de ciudadanos que lo único que desean es expresar su opción para Cataluña en forma de voto en un referéndum. Lo antidemocrático, por mucho que pretendan aleccionarnos en sentido contrario diversas instituciones nacionales y europeas, es pretender que las sociedades son inamovibles e imperecederas en su estado actual, como si hubiéramos llegado al fin de la historia. Lo totalitario es pretender, de forma incoherente con el devenir histórico, que las fronteras nacionales se han fijado ya para siempre de forma indisoluble, porque eso también es negar el futuro de una Europa unida y sin fronteras internas (algo de lo que muchos hablan, pero en lo que nadie cree). Lo terrorista (y fanático de un cierto concepto de la sociedad) es imponer un modelo único de sensibilidad social y cultural que a muchos agradaría ver extendido uniformemente desde Finisterre al cabo de Creus, al más puro estilo jacobino francés.  Y lo fundamentalista es no admitir la disensión interna en  una sociedad presuntamente avanzada. O peor aún, admitirla pero dejarla atada de pies y manos aludiendo a una presunta inviolabilidad de la Constitución, como si fuera la ley la que modela la sociedad y no a la inversa.

El voto, pese a todos sus defectos e inconvenientes, es el instrumento más importante de la democracia. Si se impide el voto aludiendo a cuestiones puramente formales (es decir, a que el recipiente constitucional no lo permite), se está socavando la esencia misma de la democracia, en la que lo que realmente importa es el contenido. De un modo surrealista, es como pretender que tenemos que seguir usando ánforas griegas en lugar de botellas de cristal para conservar el  vino. Uso esta metáfora a conciencia, porque el estado de derecho jamás puede ser un sólido mazacote inamovible, sino que tiene ser fluido y adaptable a su entorno como los líquidos. Y su recipiente también debe poder ser modificado en función de la evolución de cada sociedad a lo largo de los años.


Dicho esto, por mí pueden quedarse con las ánforas, que yo prefiero el porrón.