Hace unos días leí una columna de
Irene Lozano en la que la periodista y política opinaba que Rajoy y Puigdemont
se equivocaban por igual en esta confrontación entre la Generalitat y el
gobierno central. Acusaba a Rajoy de no ver nada más allá de la legalidad
vigente, y a Puigdemont de ampararse exclusivamente en la soberanía popular
para sacar adelante el proceso del referéndum. Lozano venía a decir que ni lo
uno ni lo otro, y que habría que buscar un punto de confluencia entre ambas
posturas aparentemente irreconciliables. Con lo que Lozano sembró en mí cierta inquietud
respecto a la cuestión –que a mí se me antoja evidente, pero por lo visto a
muchos analistas no- de si legalidad y soberanía popular son equivalentes (y
análogas) en un estado de derecho.
Para ello, tal vez deberíamos
comenzar por investigar si una cosa como la soberanía popular existe realmente,
o es tan solo una falacia inventada por políticos y mandatarios de todo pelaje para
justificar y legitimar la existencia de la legalidad que conforma el estado de
derecho. Para decirlo claro, a mi modo de ver el concepto de soberanía popular podría
ser una argucia de filosofía política
para justificar el derecho al voto en una sociedad democrática, pero siempre
que ese voto sea previamente aprobado por las fuerzas que ostentan el poder
real (y ese “pero” resultará ser fundamental, a la postre). O sea, que si la soberanía popular fuese sólo
eso, sería un mero artilugio para legitimar un cierto tipo de legalidad
autodenominada democrática. Sería algo intangible, más allá de la legalidad
vigente, que cual paloma del espíritu santo, sobrevolaría los llamados estados
de derecho muy por encima de la comprensión de los comunes mortales. Y por
supuesto, sería absolutamente inejercible por los ciudadanos sin la previa
aprobación de los poderes fácticos.
El demócrata de verdad, esa
especie tan exótica y en claras vías de extinción, no le teme a la soberanía
popular pese a los disgustos que pueda darle su libre ejercicio. Los demócratas
de verdad no les temen a los referéndums, aunque los resultados puedan ser
inconvenientes para determinadas esferas, mayormente económicas y financieras.
Pocos países han entendido esto hasta sus últimas consecuencias, y entre ellos
cabe destacar a Suiza, sin necesidad de hacer mayores comentarios. En realidad,
el libre ejercicio de la soberanía popular no domesticada puede resultar muy
pernicioso para el establishment político-económico,
y por ello los representantes del Sistema se esfuerzan considerablemente en
denostarla y debilitarla. Como ha sucedido con el Brexit, en el que sólo ha
faltado decir que el pueblo británico es irremediablemente idiota. Claro que
eso lo afirman los mismos que cuando manipulan al electorado a su conveniencia
siempre acaban alabando la madurez, seriedad y compromiso de la ciudadanía.
Cuanto menos se respeta la
soberanía popular, más pavor se siente ante su libre ejercicio. Por eso, en el
fondo, tenemos una democracia vigilada, cuando no prisionera, de los designios
de nuestros mandatarios. Es un poco como los paterfamilias que siguen tratando
a sus hijos ya mayorcitos en tono condescendiente, paternalista y
rotundo, como en la conversación que sigue.
- Papá, papá, que quiero ser
médico.
- Hijo, ya sabes que en esta
comunidad de propietarios somos todos ingenieros
- Sí, papá, pero es que la
ingeniería me trae sin cuidado.
- Ya, pero si no eres ingeniero
no puedes vivir en esta comunidad, lo dicen los estatutos
- Bueno, pues me iré a vivir a
otro sitio, ya soy mayor.
- Mmmm, eso no es posible, porque
dependes de mí y tendrás que vivir aquí mientras yo lo diga.
- Papá, eso es irracional, porque
creo que tengo derecho a mi libertad personal para escoger.
- Tienes derecho a tu libertad
siempre dentro de lo que establecen las
normas de la comunidad. Puedes ser médico si así lo deseas, pero antes tendrás
que ser ingeniero y ejercer como tal.
- Pero papá, es que la ingeniería
no me atrae en absoluto, voy a ser muy desgraciado
- Pues entonces tendrás que
cambiar los estatutos de la comunidad
-Y cómo voy a cambiar los
estatutos si todos los demás sois ingenieros?
- Eso no es nuestro problema,
sino el tuyo, así funcionan las mayorías en esta comunidad. Y además, lo dicen
los estatutos…
Y así, esta conversación podría
seguir en una trama circular indefinidamente, porque es la oposición entre la libertad individual (y
su epónimo plural, la soberanía popular) y la legalidad con la que los individuos agrupados
en sociedades se han dotado como forma jurídica más o menos aceptable. Y es de
radical importancia entender que la base de toda actividad política debería ser
la libertad individual como bien más sagrado a proteger, y que la soberanía
popular emana naturalmente de la suma de las libertades individuales dirigidas
hacia un objetivo común. Así que tenemos la soberanía popular como expresión
colectiva de la libertad individual, lo cual ya nos tendría que alertar sobre
el hecho de que la libertad no es un bloque sólido e inmutable de acciones
posibles, sino que es flexible y fluida – y por tanto variable a lo largo del
tiempo- en sus formas de expresión, como cualquiera con dos dedos de cerebro
puede apreciar en la evolución de las sociedades modernas.
Pero he aquí que esa fluidez y
variabilidad de la expresión de la libertad individual al parecer no es
aplicable a su agregada la soberanía popular, que se nos presenta como rígida e
indeformable debido a que se encuentra encorsetada por su manifestación
jurídica, es decir, la legalidad. Y que, por tanto, en una pirueta acrobática
sensacional, resulta que se invierten los papeles y la hegemonía de la
legalidad es incuestionable frente a la soberanía popular haciendo a ésta
dependiente de aquélla o, como decían nuestros abuelos con no poca sorna,
poniendo el carro delante del caballo.
No lo entendieron así los
antiguos norteamericanos, para quienes la legalidad, en forma de un impuesto
sobre el té que entendían abusivo, no tenía nada que ver con la legitimidad, lo
que motivó una revuelta popular en el ejercicio de lo que entendían su legítima
soberanía para decidir por ellos mismos, dando el pistoletazo de salida a la
Revolución Americana. Ni tampoco la revolución francesa de unos pocos años
después atendió al principio de la legalidad vigente (en forma de absolutismo
hasta entonces plenamente aceptado incluso por ilustres pensadores) y sus
líderes e impulsores argumentaron con notable éxito que la legalidad –cualquier
legalidad- había de estar sometida a la legitimidad, y que la legitimidad sólo
procedía de los deseos de la ciudadanía en el ejercicio de la soberanía
popular. En resumen, que es la legalidad la que se somete a la legitimidad, y
ésta procede de la libre expresión de la soberanía popular. Y no a la inversa, como entiende el señor
Rajoy. Como tampoco veo que legalidad y soberanía popular hayan de estar en un extraño equilibrio como sugería en su
columna Irene Lozano (y como sostienen muchos intelectuales más).
Hablando claro: la legalidad ha
de estar siempre supeditada a la soberanía popular en cualquier estado de
derecho que se precie de serlo. Y la expresión de la soberanía popular o bien
ha de ser parlamentaria, o bien ha de ser por la vía del referéndum entre los interesados
directos. Pero no se puede ahogar cualquier marea ciudadana sin contemplaciones
alegando la imposibilidad “legal” de atender a las peticiones populares, aunque sean masivas. Y es que, en el fondo, los mismos que mueven los hilos de
la política son los que tienen pavor y alergia a la expresión
transformadora y no meramente escénica
de la libertad ciudadana. Por eso se sienten tan cómodos en estructuras tan
fanáticamente jerarquizadas como los partidos políticos, donde las libertades,
la legitimidad y la soberanía
van calzadas con anteojeras y frenadas con bocados, como si de caballos de tiro
se tratara. Porque lo primero, para todos esos demócratas con denominación de origen pero totalmente insustanciales, y para
todos los siervos de conveniencia del statu quo vigente, es ese fariseísmo pseudodemocrático
con tintes fundamentalistas que no se apoya en principios razonados, sino en dogmas irreflexivos.