miércoles, 29 de marzo de 2017

La educación sentimental

No, con este título no me refiero a una de las más célebres obras de Gustave Flaubert, sino a otra cuestión que últimamente ha afectado a mi entorno más cercano con una contundencia brutal, como siempre sucede con las desgracias que acaecen a alguna persona joven, aparentemente sana y brillante, y que repentinamente comete alguna estupidez letal de forma inesperada y abrumadora para todos quienes la conocen. Y es entonces cuando alguien espeta aquello tan manido de que “es que X estaba muy mal desde que le pasó Y”, donde Y es un suceso o conjunto de sucesos que al parecer le superaron emocionalmente hasta el punto de perder la perspectiva, la cordura, y en demasiadas ocasiones, la vida.

Así que me refiero a la educación sentimental como materia formativa para niños y adolescentes. Una de las primeras reflexiones que hice junto a mi mujer cuando supimos la triste noticia es que parece increíble, a estas alturas del siglo XXI, que entre el cúmulo brutal de materias obligatorias y optativas que se imparten en el sistema educativo español (y europeo), existan la religión, la educación sexual, la formación ética, la educación política e incluso la tan antigua urbanidad –ahora rebautizada como educación cívica-, pero que jamás se haya implementado una asignatura de educación sentimental o emocional.

Rebuscando en antiguas lecturas y en la parte luminosa de internet me encuentro con propuestas al respecto tan antiguas como la de Julián Marías, que en el lejano 1992 ya dedicaba una obra al asunto con el mismo título. U otra de Mercedes Oliveira, de 1998, que abordaba extensamente el problema de la educación sentimental en los adolescentes. Más exactamente, abordaba su total inexistencia en el panorama educativo, y cómo podía paliarse esa carencia. Transcurridos decenios desde entonces, el sistema educativo sigue con el mismo agujero negro allá donde debería brillar una materia fundamental como pocas para desenvolvernos adecuadamente en la vida.

Voy a remitirme al prólogo de la obra de Mercedes Oliveira, redactado por Miguel Ángel Santos y titulado “La cárcel de los sentimientos”. Y ese título, visto desde mis casi sesenta años, no deja de ser un puñetazo en la conciencia de cualquier adulto que realice cualquier aproximación a la educación emocional en nuestras aulas, desde la primaria hasta finalizar el bachillerato. En ése prólogo, Santos menciona que el título responde a un artículo que escribió en 1980, en el que decía que la escuela prima el cultivo del intelecto y sacrifica el de las emociones. Que en la escuela se pregunta “¿qué piensas?”, pero que casi nunca se plantea otra cuestión igualmente importante: “¿qué sientes?” Que la escuela era –y sigue siendo- en definitiva, una cárcel de los sentimientos.

Resulta horrible descubrir, con el paso de los años, que muchos de los errores que cometemos en nuestras vidas se deben a un inadecuado enfoque emocional de las situaciones por las que hemos de pasar forzosamente en nuestra relación con los demás, sean familiares, amigos, compañeros de trabajo o de ocio, o perfectos desconocidos que confluyen en nuestro trayecto vital de forma inesperada. Muchos de nosotros llegamos a la vejez sin saber gestionar adecuadamente las emociones y sentimientos, y así nos va, pagando nuestra cuota de ineptitud emocional en forma de largos y costosos tratamientos médicos o psicológicos, o llenando los bolsillos de los autores de bestsellers de autoayuda.

Al parecer, son bastantes los pedagogos que consideran que el sistema educativo está diseñado para aprender a pensar, pero no para aprender a sentir. El mundo sentimental ha sido desterrado de la escuela;  es el gran olvidado, el agujero negro de la educación. Lo cual no deja de resultar irónico cuando se habla de la escuela y del sistema educativo como algo diseñado para la formación integral de la persona y para alcanzar la madurez y la excelencia, obviando que difícilmente puede alcanzarse ni una cosa ni la otra si desdeñamos la mitad de todo lo que nos hace humanos, o sea, el componente emocional y sentimental. Se entiende así como los célebres informes PISA ponen por las nubes a los alumnos finlandeses, que son un prodigio de excelencia intelectual, pero que acaban viviendo en el país con la mayor tasa de alcoholismo, malos tratos y suicidios de toda Europa. Algo similar a lo que les sucede en la tan alabada Corea del Sur con sus sumamente avanzados -y al mismo tiempo estresados- escolares, que se suicidan por sacar malas notas.

Sigo citando a Santos en su prólogo. Ya en 1945, se publicó en inglés un libro del pedagogo escocés  Alexander S. Neil cuyo título era muy significativo: “Corazones, no sólo cabezas en la escuela”, y en ese librito, Neil decía algo que de tan obvio, tendría que avergonzar a varias generaciones de políticos educativos y de profesores y maestros: “La educación es algo mucho más amplio que las cuestiones meramente escolares. Nuestros planes deben fundarse en el hecho de que la emotividad tiene mucha más importancia que el intelecto”.

Pero lo cierto es que, como dice Santos, la cultura escolar ha mantenido siempre un cierto recelo ante lo sentimental.  Yo iría un paso más allá, porque no es recelo, sino un olímpico desprecio por todas las manifestaciones de las emociones y los sentimientos en las aulas. La cultura escolar es una cultura de formación puramente intelectual, donde se omite toda referencia a nuestro componente emocional. Cosa rara, teniendo en cuenta que, por razones meramente evolutivas, somos antes animales emocionales que intelectuales, y a consecuencia del poderosos influjo de las emociones en nuestro córtex cerebral, surgió toda esa serie de características esenciales y casi exclusivas de la humanidad que conocemos como sentimientos.

Y así no es de extrañar que de los grandes centros de excelencia educativa hayan surgido mentes enormes que hayan hecho avanzar  intelectual y tecnológicamente a la humanidad, pero que en su calidad de personas dejaban mucho que desear, cuando no eran franca y llanamente unos hideputas de mucho cuidado en lo que se refería a su familia o a sus colegas. Ahora que se ha vuelto a poner tan de moda la biografía de personajes célebres de este siglo de la tecnología punta, no nos extraña comprobar hasta qué punto individuos como Steve Jobs o Mark Zuckerberg no han sido dechados de sentimientos bien canalizados hacia el prójimo. Tampoco lo fue Einstein, que los precedió en varias décadas y puteó de lo lindo a sus esposas Mileva y Elsa, e ignoró a sus dos hijos (uno de ellos esquizofrénico) de un modo escandaloso. Einstein, en muchos aspectos, nos recuerda al hilarante pero totalmente desconectado emocionalmente doctor Sheldon Cooper de la serie The Big Bang Theory, con la diferencia de que Einstein era tristemente real, aunque lo más triste es que todos sus biógrafos y panegiristas le perdonan todo, consagrando el principio de que lo intelectual está por encima de lo sentimental y emocional.

Y es que el sistema educativo produce robots intelectualmente poderosos, pero poco hace por construir personas entendidas según un concepto integral. Y todos hemos padecido ese lastre desde nuestra más tierna infancia, como si la educación emocional fuera algo de lo que se debieran encargar los padres. Los cuales, por razones más que obvias, tampoco estaban equipados para formar sus hijos en ese terreno, pues todos habían ido aprendiendo sobre la marcha, a base de batacazos, neurosis, ansiedad y considerables dosis de tensión emocional familiar, laboral y social, casi nunca bien resueltas.

De este modo se creó el caldo de cultivo ideal para la proliferación de psico-profesionales que, a cambio de una considerable minuta, nos pretendían enseñar de adultos lo que debimos aprender de niños. Sin embargo, y como bien saben los pedagogos, esto es como pretender enseñar idiomas a un cincuentón: dificilísimo. Las ventanas de aprendizaje son relativamente estrechas; existe una edad óptima para casi cualquier aprendizaje intelectual; y lo mismo puede afirmarse del emocional. Por eso hoy en día hay millones  de adultos encadenados a un psico-profesional casi de por vida, en algo que remeda más una muleta para andar por la vida que un adiestramiento para enfrentarse uno mismo a sus emociones y gestionar adecuadamente sus sentimientos. Y es que la gran mayoría se revela incapaz de educarse sentimentalmente a partir de una cierta edad, simplemente necesitan apoyos permanentes, psicológicos o farmacológicos, para enfrentarse más mal que bien a sus emociones y sentimientos.

Y hoy en día es revelador a la par que angustioso comprobar como ese Amazonas de emociones mal canalizadas y sentimientos no digeridos en que se ha convertido nuestra sociedad se expresa a borbotones a través de las redes sociales, donde el problema de nuestra discapacidad emocional se hace patente de una manera que debe poner los pelos de punta a los sociólogos, pedagogos y psicólogos sociales del mundo entero. No es que estemos enfermos, es que somos inválidos emocionales, con toda una parte esencial de lo que nos convierte en humanos atrofiada por falta de uso, o monstruosamente deforme por un uso inadecuado durante décadas. Y para descubrir que, en la mayor parte de las personas, la única formación (que no educación) emocional recibida ha sido meramente represiva, de contención u ocultación, pero no de canalización hacia algo positivo, que nos hiciera crecer, madurar, ser más equilibrados.

La consecuencia de esta tremenda carencia del sistema, de esa amputación de la educación de nuestros jóvenes, es que casi absolutamente todo en nuestro entorno se maneja desde una perspectiva totalmente plana y superficial, pues lo que le da profundidad a nuestra condición humana es la dimensión emocional y sentimental. Por eso no debemos sorprendernos cuando nuestra juventud se suicida por obtener malas calificaciones, o por sufrir desengaños amorosos, o no tener la figura de una modelo de alta costura. Y por eso debemos  exigir a nuestras políticas educativas que incluyan una materia tan esencial como la educación sentimental desde las aulas de primaria, en lugar de algunas de las pamplinas con las que actualmente adoctrinan inútilmente a nuestros jóvenes.

miércoles, 22 de marzo de 2017

Sufridores

Para qué negarlo, formo parte de ese nutrido colectivo de padres denominados “sufridores”, a quienes preocupan extraordinariamente los batacazos que la vida puede propinar a nuestros vástagos. En gran medida ello se debe a que hemos aprendido (en carne propia o ajena, tanto da) que la vida es el deporte más peligroso de todos cuantos puedan practicarse, y a que siempre estamos en disposición de sufrir por anticipado todos los males que acechan a cualquier ser humano joven, que por definición es inexperto e ingenuo a nuestro modo de ver, exageradamente autocomplaciente.

Sin embargo, y precisamente por nuestra condición de perros viejos, en la mayoría de las ocasiones no somos conscientes de que la juventud es (y ha de ser) osada, lo que se traduce en que los jóvenes son capaces de asumir riesgos que sus padres contemplan horrorizados, pero ello no significa necesariamente que por ser viejos evaluemos correctamente el grado de peligro que amenaza realmente a nuestros hijos. Al envejecer, incrementamos la percepción de las amenazas de forma intuitiva, pero muy poco lógica desde una perspectiva científica, o más exactamente, matemática. Esto se debe a que a lo largo de nuestra vida hemos acumulado una reserva de desgracias vividas por nosotros mismos o nuestro entorno inmediato, y magnificadas por el  tremendismo mediático, siempre atento a vender portadas a cualquier precio. Y que además, hoy en día tiene un efecto multiplicador enorme a través de las redes sociales, de modo que somos una sociedad neurotizada en estado de permanente miedo por casi todo.

Como ya se ha dicho en muchas ocasiones, el exceso de información resulta tóxico y tiende a bloquearnos, sobre todo cuando el bombardeo se centra en noticias espeluznantes y desgracias sin cuento. Esa saturación de malas noticias, sedimentada a lo largo de muchos años de vida, crea un sesgo tremendamente negativo en nuestra percepción del riesgo de las actividades que realizan nuestros jóvenes, y por ello muchos de nosotros, progenitores amantísimos, les advertimos continuamente de todo lo malo que puede sucederles, sin que al parecer esas admoniciones hagan demasiada mella en su (im)pertinente obstinación en hacer las cosas a su modo, por mucho que pretendamos aconsejarles.  Y es que, evidentemente, ellos no ven las cosas como nosotros, en parte por inexperiencia, pero en parte también porque tienen sus razones para considerar que nuestro alarmismo es excesivo.

Y es que ciertamente, los padres tendemos a sobrerreaccionar ante cualquier circunstancia negativa, sin detenernos a pensar que nosotros también éramos osados (e incluso temerarios) cuando teníamos la edad de nuestros hijos. No nos paramos a reflexionar sobre el hecho de que las noticias negativas tienen siempre más impacto que las positivas y se graban más profundamente en nuestra memoria. Este sesgo de negatividad es prácticamente inevitable y resulta absolutamente simétrico al sesgo de “positividad” que emplean nuestros hijos ante cualquier actividad que se planteen. Pero ni unos ni otros son ciertos desde un punto de vista científico. Y así como el exceso de optimismo puede ser peligroso, aunque en el fondo se trata de un peligro atenuado por la natural energía, decisión y capacidad de absorción de malas experiencias de la juventud; también el sistemático pesimismo paterno es criticable, porque presenta el mundo de una forma en exceso negativa, que una persona joven no debería ver jamás, porque de ser así, le provocaría una parálisis en sus iniciativas a una edad en la que precisamente es más necesario que acometa las cosas con ímpetu y tenacidad, confiando en poder resolver los problemas que surjan sobre la marcha, y aprendiendo a encajar los fracasos y los golpes que, sin duda alguna, le propinará la vida en un momento u otro.

Pero, después de todas estas reflexiones, he querido averiguar cuantitativamente  el nivel de riesgo que asume nuestra juventud, para poder confirmar  o refutar la bondad del negativismo parental respecto a esta cuestión, que siempre se suele zanjar con un “es que los hijos no escuchan nunca, ni quieren oir nuestros consejos” o el más alegórico  refrán “más sabe el diablo por viejo que por diablo”. Y para ello, nada mejor que acudir a la estadística, y en concreto, a la más cercana y confiable que tenemos, la del Instituto Nacional de Estadística, que tiene una de sus tablas dedicada a la mortalidad accidental en España. La mortalidad por accidente, es decir, esa que podemos definir como aquella en la que uno se levanta tan fresco por la mañana y por la noche está inesperadamente en una caja de pino con un montón de familiares sollozando a su alrededor, es un indicativo muy relevante de la distribución de riesgos por tipologías y por grupos de edad. Además, se mantiene francamente constante en relación con el total de la población española, sumando entre catorce y dieciséis mil fallecidos por año, con una media que podemos definir, sin excesivo margen de error, de quince mil fallecimientos al año. O sea, que de entrada y sopetón, uno de cada tres mil españoles muere anualmente de forma accidental, lo cual no es ni mucho ni poco dependiendo de cómo se mire. En todo caso, hay que reconocer que existe una probabilidad mucho mayor de morir accidentalmente que de ganar el primer premio de la lotería, lo cual parecería un primer punto a favor de los padres pesimistas.

Sin embargo, hay que matizar el dato. De entrada, son muchos más los fallecidos varones (9300 en el año 2015) que las hembras (5700). Eso nos lleva a felicitar a todos los progenitores de chicas, porque está claro que o bien son más listas o bien asumen menos riesgos que los chicos. La primera sorpresa surge cuando se analizan los óbitos accidentales por grupos de edad. Resulta que entre 15 y 19 años, tenemos unos 175 fallecimientos, que se elevan a  300 entre 20 y 24 años de edad; a casi 400 entre los 25 y los 29 y por último 460 entre los 30 y los 34. La intuición nos dice que de los 35 años en adelante, los fallecimientos accidentales habrían de reducirse, pero para nuestra incómoda sorpresa no es así: 627 hasta los 39 años; 799 de 40 a 44; 899 de 45 a 49 años…..

De los 50 a los 54 años, que debe ser la edad adulta más sesuda, se produce un ligero descenso: 837. Sigue descendiendo entre los 55 y los 59 y ente los 60 y los 64. Pero entonces repunta de forma brutal: casi 850 entre 70 y 74 años; 1147 de 75 a 79; 1785 de 80 a 84 años, 2038 de 85 a 89 años. Suponiendo una distribución igualitaria de la pirámide de población (lo cual es sumamente inexacto, porque en los tramos superiores de edad hay menos gente porcentualmente que en los inferiores), resulta que el mayor grado de accidentalidad mortal se da precisamente en quienes tanta prudencia aconsejan a los jóvenes. De nuevo da que pensar al respecto.

Se dirá, y con razón, que habría que estudiar la mortalidad no sólo por grupos de edad, sino también por tipos de accidente, porque de ahí obtendríamos respuestas a esta circunstancia en principio chocante. Y, efectivamente, se observa que en los grupos de mayor edad, las causas fundamentales de muerte son las caídas accidentales y los ahogamientos, sumersiones y sofocaciones. Esperanzados (es un decir) en conseguir una validación a nuestro negativismo parental nos desplazamos por las columnas de la tabla para entonces computar las muertes por psicofármacos y drogas de abuso, confiando en que ahí los jóvenes se llevarán la palma, pero nada de eso: de los 15 a los 39 años murieron en 2015 unos 150 españoles por abuso de psicofármacos, mientras que de los 40 a los 64 fallecieron nada menos que 255. Y de los 75 a los 94,  la escalofriante cifra de 236, seguramente por una mala administración o abuso de medicamentos prescritos. Abuelos imprudentes….

Ya con cierto grado de estupefacción, me dispuse a analizar los fallecimientos en accidente de tráfico, convencido de que las aseguradoras, que saben mucho de siniestros, tengan su razón en desconfiar de los menores de 25 años. Y encuentro que 575 fueron los muertos en 2015 en la franja de edad entre los 15 y los 39 años. Ampliamente superados por los 662 fallecidos entre los 40 y 64 años. Y también por los 610 que cayeron víctimas del tráfico con más de 65 años de edad. Habría que acotar aquí que esto no casa muy bien con los leoninos contratos de seguros de vehículos a motor que se aplican a los menores de 25 años, no sé yo si de forma realmente acorde al grado real de siniestralidad (aquí sólo estamos contemplando la mortalidad) o bien porque el de los conductores noveles resulta un segmento de negocio que no hay que dejar de exprimir a cualquier precio. En cualquier caso, la intuición nos dice una cosa y los datos otra muy distinta: se mata mucha más gente de edad que jovencitos a consecuencia del tráfico.

Francamente desesperado por encontrar algún indicio de que mis miedos tienen cierta justificación matemático-estadística, me dirijo al capítulo de suicidios. Se quitaron la vida 723 jóvenes entre 15 y 39 años de edad. Lo mismo hicieron 1697 personas de los 40 a los 64 años. Y 1174 fueron los españoles que se borraron de los vivos en el segmento de mayores de 65 años. Ni siquiera los homicidios me dan la razón: 102 menores de 39 años asesinados, por 111 entre 40 y 64; y 52 de más de 65 años. Podría seguir enumerando cuantitativamente casos y más casos, pero no tiene sentido. Es mejor darse por vencido y admitir la derrota: en cuanto a mortalidad accidental no es la juventud la que se lleva la palma, sino la gente madura y los ancianos.

Así que la matemática desafía, como casi siempre, a nuestra intuición sesgada y que nos conduce a apreciaciones subjetivas, muy enraizadas emocionalmente, y por la misma razón casi imposibles de desterrar de nuestra mente. Pero los sufridores estamos equivocados: lo dicen los números, en España y en casi todas partes de nuestro civilizado y paranoicamente seguro occidente. Y es que, pese al bombadeo de noticias morbosas sobre accidentes, homicidios, terrorismo y muerte y desgracias por doquier,  son muchos los estudiosos que afirman que nunca el mundo occidental ha sido tan seguro. De paso nos informan cosas que ya sabemos, como que, por ejemplo, se gasta mucho más dinero en seguridad de asuntos que tienen una amplia relevancia mediática, pero que no son tan importantes desde el punto de vista estadístico (o actuarial, como se denomina en la jerga economicista). Sólo un ejemplo: se gasta mucho más dinero en seguridad aérea que en la del tráfico rodado, pese a que está más que demostrado que la siniestralidad y la mortalidad aéreas son muy inferiores a las del tráfico por carretera. Para no quedarme corto, otro ejemplo: muere mucha más gente por sobredosis de medicamentos prescritos que por uso de drogas recreativas. Sin embargo, se gastan cantidades astronómicas de dinero en la represión del tráfico y consumo de las drogas recreativas y casi nada en la prevención del abuso de medicamentos prescritos. Y casi todo el mundo aplaudiendo como descerebrados.

Necesitamos sentirnos seguros frente a las cosas que nos infunden miedo, que no son necesariamente las más peligrosas. Los sesgos subjetivos, los intereses políticos y económicos y las cuentas de resultados de los grandes grupos mediáticos nos empujan en la dirección de la paranoia permanente y de la necesidad de proteger a nuestros jóvenes de peligros que luego resulta que nos matan más a nosotros, los viejos. Tal vez va siendo hora de recapacitar sobre todo ello. Y de recordar que nosotros también fuimos jóvenes, y aquí estamos, con todo nuestro equipaje de errores y el cuerpo y el alma llenos de cicatrices. Pero vivos y coleando, todavía. Así que, queridos sufridores, dejemos que nuestros hijos aprendan de la vida por sí mismos, que seguramente les irá tan bien o mejor que a nosotros, si les dejamos hacer. Sobre todo si conseguimos que se desprendan de esa costra de miedo que recubre a toda la sociedad occidental y que la fosiliza poco a poco.

jueves, 16 de marzo de 2017

La misa de marras

Nueva polémica, estéril como casi todas las de este país, pero muy significativa respecto al nivel intelectual de muchos de los contrincantes (unos genuinos impostores), a cuento de la libertad religiosa en España. El detonante en esta ocasión han sido unas consideraciones –que a mí me han parecido sensatas y comedidas- sobre el papel de la televisión pública en la retransmisión de actos religiosos, que el líder de Podemos ponía en cuestión de forma que nadie (salvo  esos histéricos ultras que pueblan las shitTV que pululan por España con su vómito permanente en busca de una audiencia más propia de los programas de zapeo que de una información ponderada) podría decir que su opinión haya sido un ataque feroz y sangriento hacia los creyentes católicos.
 
El problema de algunos creyentes católicos, por cierto, es que viven tan dentro de su fe y tan alejados del mundo real que siguen convencidos de que en España el catolicismo, el gobierno y el estado siguen siendo uno y trino, y que por tanto, este país viene a ser como una manifestación terrenal de la alianza indisoluble entre su Dios y nuestro pueblo, de modo que nadie puede cuestionar la interferencia de la jerarquía eclesiástica y sus adláteres en la cosa pública, so pena de ser vilipendiado, insultado y agredido sin mayor justificación, lo cual a estos energúmenos del catolicismo rampante debe resultarles penoso por insuficiente, ahora que ya no hay una Inquisición como dios manda para poner en vereda a los ateos, agnósticos y miembros de otras confesiones religiosas que no comulgan con las mismas hostias que ellos, legionarios de cristo, opusdeistas de pro y demás compañeros de viaje, que ésos sí son los tontos útiles de los que hablaba el caudillo en otros tiempos.
 
Y son tontos porque, sencillamente, no piensan. No deja de ser curioso que existan notables coincidencias entre esos que defienden a ultranza una interpretación de la Constitución como si fuera la Torah, y proclamando anatemas contra cualquiera que se salga de la ultraortodoxia que impide cualquier desviación de lo escrito para según qué temas (léase el referéndum de Cataluña, por poner sólo un ejemplo), y en cambio resultan muy laxos -en la más notable tradición farisaica- en la interpretación de que España es un país aconfesional, que fue la forma bonita y sin estridencias de decir, allá por 1978, cuando los obispos todavía desfilaban bajo palio, que el moderno estado español sería laico.
 
Así pues, si no existe ninguna confesión preeminente en la articulación del estado (más bien la preeminencia recae en la gran masa de bautizados no practicantes porque en el fondo no tragan, aunque conviene seguir presentándose como católicos), la retransmisión de la santa misa por un canal público sólo tendría justificación en caso de ser de interés general, lo cual tal vez no sea de gran ayuda desde el punto de vista cualitativo, pero sí cuantitativo: los datos más recientes indican que sólo un diez por ciento de la población española es católica practicante. El idiota irredento de turno me dirá que hay muchos católicos no practicantes, pero es muy fácil responderle: si no son practicantes, no necesitan la retransmisión de la santa misa para absolutamente nada. Y, como muy bien ironizaban hace poco en Eldiario.es, eso de los católicos no practicantes es una chufla para engrasar estadísticas, pues nadie habla de vegetarianos no practicantes a aquellos vegetarianos que comen carne.
 
Así pues, un medio público como TVE está retransmitiendo la santa misa semanalmente a cuenta del presupuesto del estado, es decir, a mi cargo y al del noventa por ciento de españolitos a quienes les trae al pairo la iglesia católica y sus rituales y liturgias. O sea, que estamos sustentando algo que no solo no es de interés general, sino que lo sustentamos por ser la confesión que detenta la primacía entre todas las religiones que se practican en España. Me pregunto qué haría TVE si en unos pocos años el protestantismo evangélico pasar a ser la confesión mayoritaria en España. ¿Suprimirían la Santa Misa y la sustituirían por la retransmisión de las histriónicas proclamas de un pastor alabando al Señor y precediendo a un bonito coro de góspel con sus colorísticos atuendos y rítmicas canciones?  Me temo que no, porque en definitiva, de lo que se trata es de defender la parcela que se ganaron los ultras católicos desde la Contrarreforma.
 
O sea, que el problema no es cualitativo ni cuantitativo, sino de trasposición del poder real de la iglesia católica en España, que todavía es muy superior al de cualquier formación política y que condiciona a todos los gobiernos, y no digamos a este del PP, con su caterva de militantes católicos. Lo cual me lleva a cuestionar públicamente, en estos tiempos  de equiparación entre hombre y mujeres a toda costa, a qué están los poderes públicos esperando para  proponer una iniciativa de discriminación positiva similar al del cupo de mujeres en puestos políticos y que exija una equiparación en los altos cargos entre no creyentes y católicos. Porque si algo es mucho más escandaloso que la prevalencia masculina en puestos de responsabilidad, es la absoluta dominación de los católicos practicantes frente a los no creyentes o practicantes de otras confesiones en esos mismos puestos. Y eso, en esta sociedad de la que sólo representan al diez por ciento, es indicativo de muy mala salud democrática y del dominio absoluto de la política por una nomenclatura anclada al poder desde tiempos inmemoriales.
 
Además, y como guinda de este pastel que han montado a cuentas de la misa de La2, resulta que la iglesia católica es una de las mayores poseedoras de medios de comunicación de España. Dejando de lado su innegable influencia en el ámbito de la prensa escrita y de la radiodifusión, lo cierto es que los obispos son dueños o semidueños de 13TV, una cadena digital terrestre de ámbito nacional, y de PopularTV, una serie de cadenas locales vinculadas entre sí y con 13TV, con las que llegan a todos los rincones de la geografía nacional. Así que la cuestión de peso se centra –incluso para un católico practicante- en para qué narices hay que mantener la misa de la segunda cadena pública si la iglesia católica tiene medios propios más que suficientes para llegar a sus feligreses. Y ahí es donde los obispos de la Conferencia Episcopal, con Blázquez a la cabeza, patinan de mala manera, y como siempre, pretenden hacernos comulgar con ruedas de molino. Lo cual, a quienes ya dejamos de comulgar hostias de pan hace ya muchos años, no nos apetece en absoluto.
 

jueves, 9 de marzo de 2017

A propósito de envejecer, o los portentos de la incultura

Hace unos meses publiqué una entrada que titulé Envejecer, en la que hacía hincapié en los aspectos puramente psicológicos de cómo afrontamos mentalmente la mayor precepción de vulnerabilidad que supone el envejecimiento. Hoy quiero echar una mirada desde otra perspectiva, más centrada en los aspectos biomédicos, y terciar así en la reciente polémica entre la efervescente (e indocumentada, por más que periodista) Mercedes Milà y el  bioquímico José Miguel Mulet en un programa basura de la televisión basura por excelencia, o sea Tele5.


Lo que sucede cuando envejecemos es que nos estropeamos. Así de sencillo. Todas las cosas en el universo tienen un plazo de caducidad, y los entes biológicos aún son más caducables porque responden a un equilibrio bioquímico delicadísimo que está siendo sometido continuamente a agresiones diversas desde el mismo momento en el que nacemos. De ahí que los avances en medicina hayan conseguido que vivamos más años, pero no que los vivamos mucho mejor que quienes llegaban a ancianos hace algunos siglos. Dicho de otra manera, hemos avanzado mucho en longevidad cuantitativamente –somos muchos más los que llegamos a viejos- pero los resultados son mucho más insatisfactorios desde la perspectiva cualitativa. De ahí que toda la investigación en geriatría esté centrada en mejorar la calidad de vida delos ancianos, más que en alargar aún más la vida.
 
Sin embargo, muchos apóstoles de la inmortalidad han encontrado el filón pseudocientífico en montones de basura new age teñida de espiritualidad y en una detestable mezcolanza de conceptos filosóficos y metafísicos procedentes de los más diversos ámbitos, con una clara predominancia de espiritualidad oriental aderezada con terminología supuestamente científica que sólo sirve para confundir al lector poco avezado y para llenar los bolsillos de los desaprensivos que publican estupideces variadas, como la muy reciente –por la polémica televisiva que generó- enzima prodigiosa que más que un batiburrillo sin sentido, es un disparate sensacional desde el punto de vista bioquímico. Lo peor es que se han apuntado al carro de los milagros personas con una notable influencia mediática, capaces de arrastrar con su verborrea muchísima más gente que los concienzudos comentarios de algún premio Nobel. Es decir, si la estupidez por sí misma se difunde siempre con más rapidez que la inteligencia, la cosa ya se eleva a un nivel apocalíptico cuando las memeces pseudomédicas son respaldadas contundentemente y con alevosía por personajes famosos, especialmente si pertenecen a la categoría (normalmente infame) de los que salen habitualmente en la televisión.
 
Dejando a un lado los peligros de muchísimas terapias y dietas alternativas, me parece importante señalar que nuestro empeño por no envejecer es absurdo y totalmente inútil. No es que sea partidario de desilusionar a nadie, pero cuando algún aguerrido autor nos insufla la esperanza de vivir indefinidamente, parece no tener en cuenta que el universo entero se rige por leyes que van mucho más allá de la mera fisiología y la medicina. El universo es puramente termodinámico, lo cual quiere decir que todo aquello que esté constituido por partículas físicas está sometido a un proceso de degradación imparable, y a una muerte termodinámica que podrá demorarse a ciertos niveles, pero no impedirse, porque eso violaría las leyes fundamentales del universo en el que habitamos.
 
Así puestos, tal vez va siendo hora de que asumamos que nuestra lucha es por envejecer mejor, no por envejecer más. Y por descontado que si conseguimos navegar por la vida mejor (en todos los sentidos: nutricional, psicológico, ambiental y físico) es probable que también consigamos vivir algunos años más en plenitud, pero no nos engañemos: el desgaste continuará en todos nuestros órganos hasta que finalmente moriremos. Sanísimos, eso sí.
 
Un organismo vivo es una cosa mucho más delicada que cualquier artefacto creado por el hombre. Los artefactos, por muy cuidados que estén, también acaban inutilizándose, por mucho empeño que pongamos en su cuidado. A lo más que podemos llegar es a no usarlos para alargar su duración, como esos viejos coches de época primorosamente cuidados por sus dueños, pero que solo salen a al calle una vez al año para participar en algún rally de coches históricos. Eso es equivalente a un estado de animación suspendida, tan frecuentemente utilizado en la ciencia ficción para explicar largos viajes por el espacio. Pero la animación suspendida no es vida en el sentido humano de la palabra, porque se detiene toda actividad, incluso la mental.
 
La otra solución podría ser la ingeniería biomédica. Su equivalente automovilístico es el de reemplazar las piezas averiadas por otras de recambio, nuevas a ser posible. En este sentido la biomedicina puede ofrecer muchos avances en el futuro, por supuesto, desde artilugios de tipo biomecánico que sustituyan miembros y órganos, hasta el desarrollo de vísceras clonadas de nuestras células madre, una posibilidad nada utópica a la que, sin embargo,  aún le faltan algunos decenios. Sin embargo, el cerebro es irreemplazable, porque a fin de cuentas es donde reside nuestra conciencia y nuestro yo. Y así como podrían clonar nuestro corazón y cambiarlo por otro a estrenar exactamente igual, también podrían hacerlo con nuestro cerebro, pero no con nuestro yo, con nuestra conciencia, con nuestra personalidad y con nuestro carácter, porque todas esas cosas son características emergentes a lo largo de muchos años. Y además, son extraordinariamente caóticas, de modo que aunque sustituyeran mi viejo cerebro por otro exactamente igual pero nuevo, lo único que tendríamos sería un hardware idéntico, pero jamás alcanzaríamos el prodigio de reproducir el software (y conste que eso es una simplificación brutal) que permite que yo sea yo, y no otra persona completamente distinta.
 
Así que podríamos llegar a tener cuerpos prácticamente inmortales (o más bien, regenerables), pero nuestro cerebro no lo sería por más que nos esforzáramos. Y sin un cerebro plenamente operativo, nuestra humanidad pierde todo el sentido. Esto es algo muy evidente para todos los psicólogos clínicos, quienes mucho antes de empezar a detectar signos de decadencia física en nuestro cuerpo, ya nos advierten de cambios sutiles y continuos en nuestro cerebro. Por ejemplo, la creatividad depende mucho de la plasticidad cerebral, y por eso los genios lo suelen ser jóvenes casi sin excepción. Luego esa creatividad desaparece porque las conexiones neuronales se van fijando, y se sustituye la parte creativa por la sabiduría y las habilidades adquiridas a lo largo de la vida. Además, todos los procesos neurológicos se ralentizan, y de ahí que las personas mayores sean más reflexivas, más lentas en la toma de decisiones, y sobre todo, tengan una percepción del transcurso del tiempo muy diferente que una persona joven. Ante todo, los ancianos son lentos en todos sus mecanismos cognitivos, y ese frenado neurológico es un proceso continuo desde la primera juventud. Un claro ejemplo de que no somos inmunes a las leyes de la termodinámica del universo.
 
Cierto es que muchos de esos procesos se podrán retrasar o paliar en el futuro, pero aún desconocemos a qué coste psicológico (y médico) para quienes se sometan a esas prometidas terapias antienvejecimiento. La  decadencia celular es un hecho incuestionable, y las consecuencias de las prórrogas forzosas pueden resultar fatalmente inesperadas. Como dicen la mayoría de los científicos sensatos, una de las demostraciones de lo que acabo de afirmar es la prevalencia actual de las demencias seniles, con el Alzheimer a la cabeza. El mayor envejecimiento de la población ha conducido a la aparición casi epidémica de males que hace un par de siglos eran desconocidos. Lo más probable, por mera cuestión probabilística, es que si alargamos nuestras vidas cuarenta o cincuenta años más, nos invadan patologías completamente desconocidas en la actualidad. Y posiblemente de tratamiento mucho más costoso. Y ello sin contar con el coste emocional de tener un cuerpo de un mozalbete con una mente en ralentí perpetuo. Total, para acabar descubriendo que al final del camino no hay más camino.

jueves, 2 de marzo de 2017

De Trump a Podemos


Semana de  sonadas incongruencias en el panorama nacional e internacional. Lo cual no sería especialmente digno de mención si no fuera porque enlaza directamente con acciones políticas que nos afectan directamente. Y no para bien.

 

Aquí, en España, el “buenismo” político se impone por encima de la racionalidad, como casi siempre acaba sucediendo con los gobiernos  de izquierdas excesivamente lastrados por ese discurso contemporizador con las minorías aunque no venga a cuento, tan cargado de pusilanimidad como de entusiasta desparpajo. Y me temo que escasamente constitucional. Es ese discurso de quienes se echan las manos a la cabeza y casi llaman a las barricadas cuando un rapero es juzgado por pedir la muerte de algún representante institucional en alguna de sus composiciones, pero al mismo tiempo socava los cimientos de la democracia que tanto dicen defender atacando a quienes hacen publicidad contraria a su ideario político, aunque no pidan la muerte de nadie.

 

Los ayuntamientos de Madrid y Barcelona se acaban de lucir muy lucidos iniciando acciones de todo tipo, desde sanciones administrativas a pedir a la fiscalía que abra un proceso penal contra el autobús del grupo de la campaña “Hazte Oir”, que  por muy ultramontano que sea, tiene todo el derecho del mundo a proclamar sus ideas respecto a la transexualidad. Les acusan de incitar al odio, lo cual no sólo es mentira, sino que resulta clamorosamente estúpido a la vista de los lemas que adornan la carrocería del dichoso bus. Y es que estar en contra de la transexualidad no significa incitar al odio de nadie, como tampoco es ni siquiera atisbo de delito ser antimadridista (o antibarcelonista) y proclamarlo a los cuatro vientos, cosa que por cierto se hace desde todas las plataformas públicas y privadas sin que nadie se rasgue las vestiduras.

 

Pretender sancionar con “todos los mecanismos posibles” y hacerlo “con la máxima dureza” a las gentes de Hazte Oir forma parte de ese discurso postestalinista que resulta abrumador en formaciones que se presentan a sí mismas como democráticas pero que tienen en su seno a tantos energúmenos leninistas a los que contentar que se les escapa por el esfínter trasero ese residuo profundamente autoritario y dictatorial que confunde a todo el que no es de su cuerda como ”enemigo del pueblo”, y por ende, antidemócrata a reeducar, o mejor aún, a enviar a un gulag. Y no es así, señores de nuestra nueva  izquierda (presuntamente) regeneradora, como se manifiestan los valores democráticos de ninguna sociedad. Los de Hazte Oir que proclamen lo que quieran y donde quieran siempre que se haga dentro de los límites que marca el estado de derecho, no la señora Carmena o la señora Colau y sus subordinados. Y los límites están en el sentido común, no en la apreciación personal de cada cual, y mucho menos en los sesgos típicos de esa ultraizquierda que se cree única depositaria de la verdad absoluta. Y conste que, personalmente, detesto las ideas de Hazte Oir, pero como dice el viejo lema de la tolerancia democrática, daría lo que fuera porque mis adversarios puedan expresar libremente sus opiniones, aunque me desagraden profundamente.

 

Porque lo que parecen pretender (como ya sucedió hace algunos años con cierto feminismo rampante) no es la igualdad del colectivo LGBT, sino que se establezca (más bien imponga) una discriminación jurídica positiva hacia los miembros de ese colectivo, que pasen a ser prácticamente intocables y dispongan de un paraguas sancionador más amplio que el del resto de la ciudadanía. Y eso, aparte de estar muy feo, es rotundamente anticonstitucional, me temo (cosa que la señora Carmena sabe perfectamente, después de tantos años de ejercicio de la magistratura, y supongo que precisamente por eso ha dejado que sean segundas espadas las que empiecen a repartir mandobles amenazadores).

 

Harían bien en hacérselo mirar las formaciones gobernantes en Madrid y Barcelona, porque estas son las cosas que hacen que muchos simpatizantes y votantes no tan decantados al extremo del espectro político entren en una espiral de desánimo y alejamiento de un movimiento que en su momento resultó ilusionante para una posible mayoría de izquierdas, y que ahora parece ir quedando a merced de los elementos más radicales, y por tanto, menos representativos de la voluntad general de cambio que se estaba apreciando en la sociedad española.

 

En otro orden de cosas, el panorama internacional resulta igual de desalentador, también por incongruencia más que manifiesta. Y es que al anuncio del señor Trump de incrementar el presupuesto militar norteamericano en nada menos que 54 mil millones de dólares se han opuesto, precisa y sorpresivamente, un centenar de generales retirados del ejército yanqui, alegando que no puede hacerse eso en detrimento del dinero destinado al Departamento de Estado y las relaciones internacionales. Vaya por dónde, los militares (todos ellos generales de tres y cuatro estrellas, es decir, del más alto rango) consideran que el ejército ya está bien como está y que carece de sentido privar a otros departamentos del gobierno de fondos muy necesarios para el desempeño de sus tareas con normalidad.

 

Y es que el señor Trump padece el mismo mal que nuestros radicales de aquí. Quiere contentar tanto a sus votantes más extremistas que no tiene en consideración que otros de talante más moderado también le votaron a  él, pero seguramente le retirarán su apoyo si su deriva paranoico-derechista sigue imparable. Porque las últimas ocurrencias de Trump son muy propias de un delirio paranoico, justificativo de recuperar para Washington una supremacía militar que nadie le ha arrebatado nunca, ni siquiera en los peores tiempos de la guerra fría. Y lo que es peor, sin tener presente que Estados Unidos jamás se enfrentará en una guerra convencional a un enemigo que requiera un ejército mayor del que ya dispone. Porque en fin, con Rusia y China resulta bastante evidente que no llegarán jamás a un enfrentamiento armado, salvo que a la paranoia de sus respectivos líderes se sume un considerable grado de psicosis (tampoco descartable), con lo que tal vez el señor Trump lograse la catarsis de hundir definitivamente al mundo, tanto en su vertiente occidental como oriental, y pasar así a la posteridad como un Nerón contemporáneo  en versión 2.0 (otra cosa tampoco descartable).

 

Tampoco es de menospreciar que, como muy bien señala Michael Moore en su documental  “Qué Invadimos Ahora”, pese a su tremendo arsenal los Estados unidos no han ganado claramente una confrontación militar desde la Segunda Guerra Mundial. Y eso ha sido así no por falta de presupuesto, sino por un escaso entendimiento de que las guerras actuales no dependen tanto de una fuerza aplastante, sino de comprender que el enemigo juega sus bazas desde la insurgencia y el terrorismo, y para esas cosas no hay portaaviones que valga. Una cosa, que en los albores de la edad contemporánea tampoco entendió muy bien Napoleón en la guerra de independencia española, y así le fue. Así que no es cuestión de potencia, sino de inteligencia. Y también de conseguir el pleno apoyo de la ciudadanía, una de las cosas que Nixon sí fue capaz de ver que no tenía, y por eso puso fin a la aventura de Vietnam en los años setenta. Porque de nada sirve tener millones de soldados y un armamento propio de la guerra de las galaxias si el pueblo no está por la labor y manifiesta su desaprobación masivamente. Y después de los desastres de Afganistán y de Iraq, me temo que muchas familias norteamericanas están radicalmente en contra de enviar a morir a sus hijos a cambio de  no se sabe qué.

 

Y es que el problema de muchos políticos –de izquierdas o de derechas – es que se distancian de la realidad a un velocidad proporcional al grado de demagogia con que han conquistado el poder. Sabedores de la imposibilidad de cumplir todas las hiperbólicas barbaridades que prometieron en campaña electoral, pero incapaces de aceptar con humildad que hay cosas que tal vez pueden pero no deben hacerse jamás, se alejan de la cordura a velocidad hiperlumínica en dirección al paraíso que prometieron y en el que sólo creen sus votantes más exaltados, que a la postre suelen ser divisibles en dos categorías: garrulos irredentos o nacionalistas rabiosos. Y es que para ser un antisistema productivo y eficiente (de derechas o de izquierdas, tanto da) hay que tener el cerebro bien amueblado, y hasta ahí ese sector ultra que conforma el ala dura de los votantes pro Trump no llega. Tal vez les consuele saber que en Podemos ocurre ciertamente lo mismo.