martes, 28 de junio de 2016

La conjura

Demasiadas veces la realidad es mucho más hilarante que los disparatados sketches de Monty Python en su momento de mayor esplendor. Esta semana hemos tenido unas cuantas escenas memorables que habrá que guardar en la despensa mental para retomarlas dentro de un par de años y poder decirles a sus protagonistas que se deberían haber dedicado a la comedia más que a la política. Y no me refiero a los resultados de las elecciones españolas, sino a las reacciones ante el triunfo del Brexit.

Y es que todos los que nos ayudan a entontecernos la vida y a amortajarnos las neuronas a poco que les dejemos, es decir,  periodistas, políticos y economistas, se han esforzado para alcanzar el máximo lucimiento del descojone y el esperpento europeo, que no por ello es menor al que ya estamos acostumbrados la mitad de los españolitos que tenemos cerebro y conciencia a partes iguales. Sobre todo porque, según ellos, las decisiones soberanas son estupideces, y no se puede dejar al pueblo tomar decisiones que corresponden a los políticos (sic). Lo cual corrobora dos sensaciones que los españolitos a los que antes he mencionado ya nos barruntábamos de un tiempo a esta parte. A saber, a) que los políticos no se consideran parte del pueblo, y b) por el mismo motivo, ellos son una élite que sí sabe lo que hace, mientras que el pueblo es idiota irremediable. Que, a fin de cuentas, es lo que en realidad piensan todo el tiempo menos cuando hay elecciones. Entonces no, entonces somos una ciudadanía profundamente madura y espléndidamente responsable, sobre todo si en vez de darles un zapatazo en los morros, les damos nuestro voto.

Todo lo cual me suena a que a todos esos personajes los conceptos de democracia, soberanía popular y estado de derecho se les enredaron en alguna neurona atrófica en su más tierna adolescencia y no han podido procesarlos adecuadamente. Lo cual enlaza, indiscutiblemente, con el hecho fundamental de que la UE es un enorme aparato burocrático, al que el del tercer Reich ni siquiera llegaba a la suela de las sandalias y que justifica plenamente aquel célebre lema del despotismo ilustrado: “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. Con la circunstancia enojosa de que los déspotas que nos gobiernan han sustituido el primer sustantivo “pueblo” por otro mucho más punzante como “lobby”, que queda como más neoliberal y moderno.

Quien estas líneas escribe, que se considera español a la manera en que los esquimales groenlandeses son considerados daneses; y europeo en la misma medida en que lo es un francófono nativo de la Isla Reunión (es decir, por accidente o por obligación), eso de que nos gobierne una caterva de burócratas lobistas antidemocráticos (y en esos tres adjetivos soy absolutamente literal, así me  cuelguen de la horca) me parece una vergüenza descomunal, sobre todo porque quien osa manifestar el más tímido euroescépticismo resulta ser tildado de facha antediluviano que cuestiona diversos postulados (a estas alturas convertidos en dogma) sobre las bondades de una Gran Europa unida bajo el manto protector del Sacro Imperio Germánico. Cosa que muchos ingleses siempre han visto con enorme suspicacia, porque a fin de cuentas y ciñéndonos a los datos históricos, de Europa les han llovido más desgracias que otra cosa, por más que se empeñen en decirles lo contrario montones de sesudos analistas.

Pero a lo que íbamos. El primer respingo lo di cuando el inefable Toni Cruanyes(1) afirmó, en el clímax de la ufanía, que  “El Reino Unido estaba conmocionado por el triunfo del Brexit”, y se pasó el resto de su indescriptiblemente apocalíptica crónica reiterando lo fatal que se sentían los británicos por haber salido de la UE. Y digo yo que  a) o bien el tipo es imbécil redomado por  mucho que dirija un noticiario por lo demás tan prestigioso como sectario y localista o b) repentinamente  se le fundió un hemisferio cerebral al completo, justo ese que le permitiría contemplar al 52 por ciento de británicos que ganaron el referéndum. Pues me parece que no todos los británicos andan conmocionados dándose topetazos por las esquinas.

A continuación, las autoridades europeas, en una aparición digna de culebrón sudamericano, escenificaron de forma hiperrealista, con Jean-Claude  Juncker en plan estelar, el papel de mujer despechada tras el abandono del novio. Semejantes declaraciones, más propias de una  histérica maruja -cuyo marido la abandona por la peluquera del barrio en vivo y en directo en un reality show- que del presidente (no electo) europeo, demuestran hasta qué punto nuestros mandatarios son vulnerables a las más bajas pasiones humanas. En particular, me encandiló aquel equivalente al “ya que te vas, coge tus trastos y vete enseguida, que no te soporto” que muestran, de manera indudable, el altísimo nivel de estadista del señor Juncker y su cohorte de rebuznadores pseudoeuropeístas, que ven perder parte sustancial del momio del que se sustentan.

Para rematar la faena, los analistas económicos predijeron una debacle sin precedentes de la economía inglesa, que casi me hizo saltar las lágrimas al imaginar a unos famélicos ciudadanos británicos hechos unos zorros zarrapastrosos como en tiempos de Robin Hood, pobres, sólo por el hecho de que los mercados reaccionaron mal los primeros días. Me pregunto cómo podían reaccionar de otra manera aquellos que ven perder un chollo sensacional porque la maldita democracia se lo ha arrebatado de las garras. Les aseguro que he tomado muy buena nota de la cantidad de ominosas barbaridades que han proferido estos días conocidos personajes de la farándula económica (más circense que otra cosa), para dentro de un par de años retomar el hilo de su estupidez, que habrán ido desenrollando como el de Ariadna, y restregarles por sus jetas las imbecilidades que han llegado a aventurar estos días, llevados a) por el natural despecho del abandono pero también b) por el increíblemente profundo y bien provisto bolsillo de quienes pagan su nómina y tienen mucho que perder con el Brexit, que no son precisamente sólo los ciudadanos ingleses. En definitiva, no he encontrado ni uno de esos presuntos expertos al que no se le viera el dobladillo de su interés personal en las especulaciones que han tenido el valor de poner en negro sobre blanco (me temo que para su vergüenza futura). Pues la diferencia entre análisis y especulación es que el primero se fundamenta sobre datos fiables (datos que nadie –nadie- tiene en este momento), mientras que la especulación normalmente se basa en lo que deseamos que suceda.

Y ya puestos, yo también aventuro a decir a que a la Gran Bretaña le irá muy bien, rematadamente bien, porque en primer lugar tienen intacto su sistema financiero y monetario. En segundo lugar porque salir de esta UE les deja un margen de maniobra enorme  político y social. En tercer lugar porque el ticket británico (es decir, su aportación al presupuesto de la UE), pese a ser especialmente favorable a sus intereses, implicaba una aportación neta más que significativa a la UE, y ahora se lo podrán ahorrar. En cuarto lugar, porque otros países no-UE, como Noruega y Suiza, no es que vayan precisamente jodidos y lamentándose por su no pertenencia al club. En quinto lugar, porque como ya se vio con España en 1986 y los que después vinieron, sólo quieren pertenecer a la UE  a) los que pueden chupar del bote, es decir, los pobres y en vías de desarrollo y b) los que pueden manejar el cotarro a sus anchas, es decir, los extremadamente ricos y en posición hegemónica (lo cual resulta de lo más natural, por supuesto).  Curiosamente resulta que Gran Bretaña no se puede encuadrar ni el grupo a) ni en el b), mira por dónde. En sexto lugar, porque van a imponer un control férreo sobre su fronteras y así Bruselas no les podrá decir hasta dónde han de ser solidarios con los inmigrantes (hemos de ser conscientes de que la solidaridad británica nunca ha destacado por ser uno de los puntos fuertes de su cuerpo de virtudes, salvo que implique algún tipo de soberbio negocio colonial). En séptimo lugar, porque los británicos estarán fuera del TTIP, ese tratado transatlántico que pondrá a Europa de rodillas en muchos aspectos frente al grupo de países del NAFTA (USA, Canadá, México). Como que por otra parte el Reino Unido es miembro importantísimo de la Organización Mundial del Comercio (que tambien tiene sus tratados vinculantes) y, además, formará parte de la EFTA (Asociación Europea de Libre Comercio), la conclusión lógica es que estarán integrados en el EEE (Espacio Económico Europeo), al igual que sucede con Islandia y Noruega. Todo lo cual nos lleva, tras el embarazoso sopicaldo de siglas que acabo de plantificar, a que Gran Bretaña disfrutará de todas las ventajas de un Mercado Común europeo y muy pocas de sus desventajas.  Y porque, en octavo y último lugar, lo más fundamental de todo, aparte de viejos anacronismos sobre patrias y banderas y sus simétricos equivalentes en versión moderna sobre la importancia  y fortaleza de una Europa Unida (a la medida de las élites dirigentes), lo fundamental, digo, es que Gran Bretaña va a tener las manos libres para hacer la política económica que le dé la gana, sin que unos señores con acento extraño les digan lo que han de hacer con su presupuesto (2)

Y, ciertamente, también  pronostico (ya puestos, creo tener el mismo derecho que todos los descerebrados que me han precedido) que Londres no va a dejar de ser la capital financiera internacional que es hoy en día. No por fastidiar a sus exsocios europeos, sino porque pese a las apuestas de los despechados a favor de Frankfort como nuevo centro financiero mundial (sic!), resulta que los dineros que mueve Londres (rusos, asiáticos y árabes mayormente)  van a seguir confiando en lo mismo que han confiado siempre. Si tenemos en cuenta que Europa, aunque saque pecho, tiene que pagar el petróleo en dólares, y las importaciones asiáticas  también (y si no lo creen pregúntenle a cualquier empresario importador), la conclusión lógica es que ni  Europa ni el euro pintan tanto ni tan claro como nos quieren hacer creer los bruselinos, que son lo más parecido a un invasor extraterrestre que podamos ver en vivo y en directo. Y es que Europa, en efecto, es un gran mercado, pero nada más. Y eso lo saben en Moscú, Riad y Beijing, y en Londres también, por descontado. Y si no vemos claro el escaso peso político de la UE, recordemos los países balcánicos, primero, y a Ucrania, después.

Así que a lo que hemos asistido estos días es a una especie de conjuro mágico por parte de las fuerzas vivas paneuropeas. O sea, mucha palabrería y unos cuantos fuegos de artificio, como los de esos magos ineptos que describía magistralmente Terry Pratchett en sus humorísticas y corrosivas novelas. La diferencia radica en que esta novela se llama realidad. Y ciertamente hay una conjura. La de los necios.



(1)    Este individuo es un espécimen que habría que conservar en formol para la posteridad por su indudable pericia para presentar los noticiarios allí donde se cueza cualquier cosa, y de paso darse un fin de semana a costa del erario público, como si no se hubiera enterado de que a) allá donde va hay corresponsales de TV3 que pueden cumplir perfectamente su función y b) que hoy en día, con las videoconferencias y todo eso, resulta de lo más pintoresco que un presentador de noticiario se pase el día en el Airbus para endilgarnos su verborrea a los pies del Big Ben o de la torre Eiffel.
(2)    El déficit público británico es de los menores de toda Europa y sus presupuestos, de los más equilibrados. Si quieren saber porqué, los hay que opinan que es debido a que no forman parte de la moneda única ni están sujetos a los imperativos del BCE. Of course.

miércoles, 22 de junio de 2016

Miedo al Brexit

Llega un momento en la vida en que a uno, si es persona dada a la reflexión sensata y procura observar los acontecimientos a través del prisma de la ecuanimidad,  le hace tanta mella el hastío que ni siquiera apetece refutar la sarta de imbecilidades que llegan a pronunciar públicamente políticos de aquí y (por suerte, por aquello del mal de muchos) también de allá. Luchar contra la estupidez humana es como achicar agua de un bote con una pala de playa: un trabajo cuyo único fin es retrasar el hundimiento inevitable si no acude alguien al rescate.

Terry Pratchett, una de las mentes más humorísticamente agudas que dio el siglo XX y a quien supongo descansando en la gloria de su Mundodisco, siempre dijo que lo realmente admirable de la especie humana era el tesón con el que había conseguido hacer de la estupidez una especie de enseña universal y memorable. Vamos, que lo habíamos hecho rematadamente bien, esto de ser estúpidos y encima, regocijarnos por ello. Desde luego, a la cabeza de tanta imbecilidad se posicionan, apelotonados a codazos, los políticos de todo pelaje ansiosos de pasar a la posteridad al precio que sea.

En España tenemos notorios ejemplos, dignos del máximo reconocimiento en esa área, pero en el extranjero no les van a la zaga. Ahora, por fin, se han puesto todos de acuerdo en una especie de pelotón internacional salvapatrias para defender la integridad de la Unión Europea. Alguno incluso debe ciscarse en tanta democracia que permita que un territorio decida, por su cuenta y riesgo, que no le conviene seguir asociado a una pandilla de burócratas explotadores de su peculiar momio, a la par que aduladores de la camarilla que gobierna la cancillería del Reich, y seguramente opinará que sería mucho mejor si los estatutos de la UE (porque llamar Constitución a ese bodrio que pergeñaron en lo que imagino varias noches de desorden etílico sería un grave insulto a la inteligencia) prohibiesen la escisión de ningún asociado so pena de enviarle los tanques para mantener la soberanía nacional y la integridad territorial de la gran Europa. Vamos, que para la legión PPSOE y demás satélites, los de Bruselas deben ser considerados como unos pipiolos que se olvidaron de coser las costuras del odre una vez lleno.

En esto los ingleses, que por su historia de corsarios son más astutos que la mayoría de los continentales, ya se las apañaron para tener hasta hoy una asociación con Europa sui generis, que en realidad les ha permitido durante un montón de años estar pero sin estar. Es decir, básicamente estar para amorrarse al pilón, y no estar para arrimar el hombro como los demás. A mi esta actitud, que se me antoja de lo más clarividente y sensata, siempre me ha parecido de un cínico pragmatismo muy propio de las islas Británicas, por otra parte sumamante admirable, teniendo en cuenta cómo las gastan nuestros padrinos teutones y sus amas de llaves gabachas. Porque en realidad tienen toda la razón del mundo quienes, con exquisita educación británica, claman para que les dejen de mangonear unos señores  de Bruselas con terno y maletín, que lo único que hacen es favorecer a sus propias entidades financieras mientras pretenden estrangular toda disidencia económica bajo el paraguas de una ortodoxia que nadie sabe del todo para que sirve, salvo para haber prolongado la crisis unos cuantos años más de lo necesario (los justos para sanear las cuentas de los amigos banqueros y demás copropietarios de los llamados mercados).

En resumen, que la campaña del Brexit se ha puesto en plan apocalíptico, tratando de evitar por todos los medios que los políticos británicos tengan que hacer lo que su pueblo desea en el fondo: que Europa les deje en paz por la vía de plantar ellos a Europa. Y, por supuesto, la mejor manera de no hacer lo que el pueblo desea es  poner en práctica la misma retahíla de estupideces Marianas que llevamos oyendo en España durante estos seis meses de campaña electoral permanente. Es decir, acusar al contrario de radical revolucionario, peligroso populista, extremista irracional y motherfucker empedernido. En resumen, lo que siempre ha hecho la derecha para acojonar al personal; meter el miedo en campaña en modo diluvio artillero sobre los estupefactos británicos de a pie.

Esto recuerda mucho al cisco de Cataluña con España, que al parecer supondría un grave quebranto sólo para los catalanes, pasando de puntillas sobre la catástrofe que representaría para España, que es de lo que en el fondo se trata. Y en Europa igual. Pese a las concesiones hechas al reino Unido durante toda la existencia de la CEE primero, y de la UE después, el Brexit sería una catástrofe de magnitud incomparable para los bruselinos en mucha mayor medida que para los británicos, sobre todo porque aquellos siguen teniendo las llaves maestras de dos cosas que ningún estado con dos dedos de cerebro debería ceder jamás: su moneda y un sistema financiero independiente.

Porque no nos llamemos a engaño: Europa se ha construido rematadamente mal.  No se puede ir a una moneda y banco central únicos si no existe previamente un acuerdo para una unión política y fiscal efectiva. Pasamos de un mercado común (cosa que estaba muy bien) a una unión en la que la cesión de soberanía por los países miembros se ha traducido en una disciplina sadomasoquista que es cuestionada por muchísimos de los expertos internacionales en la materia (en la medida que pueda llamarse experto a un señor que la pifia dos de cada tres veces que pronostica algo). Y si algo es cierto es que es rematadamente estúpido hacer unos Estados Unidos de Europa sólo para algunas cosas, precisamente las que más libertad de acción económica restan a los estados miembros, mientras que todo lo demás está en el aire. Cualquier mente algo más sagaz que la de un insecto se percatará de  que esa unión monetaria favorece exclusivamente al sistema financiero, pero deja mucho que desear en cuanto a las políticas sociales de los estados miembros, obligados a pasar por el tubo de una ortodoxia económica que, de nuevo, sólo beneficia a unas élites muy concretas.

Al final, la campaña del Brexit se ha desaguado por la cloaca del miedo cerval, y los escenarios que nos están dibujando estos últimos días vienen a ser como los de Europa justo tras el final dela segunda guerra mundial, sumada a una invasión de monstruos extraterrestres. Realmente espectacular resulta el nivel de especulación gratuito y malsano sobre las consecuencias del Brexit, cuando en realidad es prácticamente imposible siquiera esbozar cual sería el resultado a medio plazo de esa secesión para británicos y continentales.  No tienen ni puñetera idea, porque es imposible efectuar una simulación meramente indicativa de los procesos que tendrían lugar. Y como son conscientes de ello, los políticos juegan la carta del pánico a lo invisible e indemostrable. Un pánico que puede ser muy contagioso y efectivo, como ya demostró Orson Welles en su célebre alocución radiofónica sobre la invasión marciana de los años cuarenta.

La ventaja de especular sobre lo que es totalmente insondable (por mucho vestido pseudocientífico que quiera ponérsele) es que nadie puede demostrar lo contrario, por lo que cualquier escenario es válido a priori. En ese sentido, las campañas del miedo suelen ser muy efectivas, porque ante lo desconocido, los humanos solemos ser muy cobardicas, y si eso desconocido se dibuja como una monstruosidad capaz de engullirnos sin dejar rastro, suelen reaccionar poniendo gallardamente los pies en polvorosa después de haberse cagado convenientemente en los calzones. Y eso está en el manual básico de estilo de todo aspirante a político: cuando no puedas convencerlos por la vía racional, haz que tiemblen de espanto hasta los difuntos en sus cementerios.

Sólo por eso, merecen todos mis respetos los partidarios del Brexit. Por hacer frente a una campaña maliciosa, perversa y saturada de inexactitudes, falsedades e invenciones especulativas. Al menos son valientes frente a la incertidumbre, y son certeros en un cosa: esta Europa no es buena y nos manipula en interés de unos pocos. Muchos de nosotros, sin ser británicos, tampoco la queremos así.

jueves, 16 de junio de 2016

La seguridad europea


Para debates estériles, el de la seguridad en la Euro 2016, pues hablar de seguridad total en la Eurocopa resulta de lo más pueril, porque la seguridad interna –incluso en el Tercer Reich o en la Rusia soviética- jamás puede ser absoluta.  A lo más que puede aspirarse es a tender a ella como límite teórico, pero de forma análoga a lo que ocurre con la temperatura, cuyo cero absoluto existe pero resulta inalcanzable. Para los fans del conocimiento científico, a lo más frío que hemos llegado es a -273,144 grados centígrados, como quien dice a un pasito del cero absoluto, aun así totalmente inalcanzable por razones termodinámicas. En lo que hay que incidir es en el coste de alcanzar semejante friolera, que es astronómico en términos energéticos, y además no sostenible por largos períodos de tiempo.

La analogía de la seguridad con la consecución del cero absoluto no es una frivolidad, pues tiene muchísimas semejanzas. La primera es que la seguridad absoluta existe sólo como concepto teórico. La segunda es que el coste de alcanzar algo parecido a la seguridad total es enorme, tanto en términos económicos como en el de restricción de derechos fundamentales. Actualmente, una buena dotación policial se considera alrededor de un policía por cada trescientos o cuatrocientos ciudadanos, según los estados (con un máximo de uno cada doscientos y pico en los estados del sur -como España-, hasta uno cada quinientos en los estados escandinavos. Que cada uno saque sus propias conclusiones sobre la idiosincrasia de cada país). Obviamente, los estados policiales tienen mucha mayor dotación de cuerpos de seguridad interna, a los que hay que sumar los miles de confidentes y delatores civiles. Pero en un estado democrático, los límites de los costes y beneficios de dotarse de cuerpos de seguridad muy nutridos no permiten incrementar las dotaciones policiales de forma sustancial sin causar un grave desequilibrio presupuestario y un coste inasumible en relación con el PIB nacional.

Por ejemplo, Francia, con un policía por cada doscientos cincuenta habitantes, está cerca del límite máximo sostenible de cuerpos de seguridad por habitante. La seguridad total, con los tiempos que corren, requeriría aumentar esa dotación a como mínimo un policía por cada cien habitantes, lo que resultaría tan inasumible como que, en realidad, se necesitarían más de seiscientos mil miembros de las fuerzas de seguridad internas, más todo el aparato logístico para mantenerlos operativos. Una barbaridad, se mire como se mire.

Hay quien arguye que las tecnologías modernas permiten la sustitución de policías humanos por máquinas de vigilancia y seguimiento. Pero eso es un craso error, porque esas máquinas necesitan quien las maneje y (sobre todo) quien analice los resultados, y eso nos lleva a organizaciones como la NSA norteamericana, que en todos los sentidos es un monstruo, y desde luego en el de personal lo es de forma significativa, con sus más de cuarenta mil empleados y sus diez mil millones de euros de presupuesto estimado. Aparte de esa consideración, la presencia policial clásica en la calle es fundamental, por mucha tecnología que quiera utilizarse, pues muchos olvidan que las tecnologías benefician por igual a los chicos  buenos y a los malos de la película. Y en muchas ocasiones más a estos últimos que a los primeros, de modo que además de estar, hay que conseguir que te vean uniformado y ataviado como un terminator para poder tener un cierto efecto disuasorio.

Pero es que, además, hay otro factor que juega en contra de la baza tecnológica policial,  ya que, como cada vez demuestran más las acciones del yihadismo, se están usando a muchos individuos dormidos, que actúan por su cuenta y riesgo, con poca o ninguna estructura jerárquica y aún menor comunicación y coordinación entre grupos. Y por encima de todo, se vuelve al uso de sistemas pretecnológicos que no pueden ser fácilmente rastreados. Sólo a modo de ejemplo, si los servicios de inteligencia utilizan medios de escucha y seguimiento sofisticadísimos, pero el presunto sospechoso emplea palomas mensajeras para sus comunicaciones, mal servicio podrá hacer tanta tecnología para interceptar sus comunicaciones. Si además, el terrorista de turno tiene libertad total de actuación, y actúa como una célula individual (como en los últimos atentados en Francia), su localización y seguimiento pueden ser complicadísimos.

Los líderes del yihadismo son tan sanguinarios como inteligentes. Utilizan una astuta combinación de tecnologías modernas de captación (redes sociales, medios de comunicación sofisticados) con métodos milenarios de acción (sujetos durmientes, agentes encubiertos, agentes libres con autonomía para actuar, restricción de uso de la telefonía móvil en las comunicaciones) que les permiten causar mucho daño con escasas pérdidas y a bajo coste. Y sobre todo, con una facilidad extraordinaria de reestructuración de sus células operativas. Aparte de un hecho que no se escapa a nadie que haya trabajado mínimamente en este tipo de operaciones: es muy fácil saturar las defensas enemigas mediante un sistema masivo de señuelos, para tener entretenida a la policía en múltiples frentes sin que se sepa cuáles de ellos son callejones sin salida, o a lo sumo premios menores, mientras la célula fundamental se prepara tranquilamente para dar el gran golpe en el corazón de Europa.

Hace ya mucho tiempo que vengo afirmando –y los hechos me dan la razón- que la guerra del yihadismo contra occidente es una guerra esencialmente económica y de derechos humanos. La yihad no pretende conquistar Europa de la manera tradicional, sino conseguir que nuestro sistema se pervierta hasta convertirlo en un Gran Hermano opresivo, asfixiante y carísimo, que conduzca, por un lado, a la práctica eliminación de los derechos fundamentales constitucionales en toda la Unión Europea; y por otra parte, a una asfixia económica parecida a la que pretendió Ronald Reagan con su iniciativa de defensa estratégica frente a la URSS (con notable éxito, por cierto). Obligar al contrario a invertir más de lo conveniente en defenderse es una manera como cualquier otra de derrotarle; si además se consigue derribar el edificio constitucional sobre el que se asienta la sociedad atacada, pues miel sobre hojuelas.

Así que los que braman contra el gobierno francés por los fallos de seguridad en la Eurocopa, le están haciendo el caldo gordo al yihadismo internacional, porque la única solución sería poner dos o trescientos mil policías en la calle, o sea, a más que el total de los cuerpos de seguridad franceses en este momento. Es decir, habría que sacar también al ejército a la calle, con sus tanques y todo. Y no creo que la patria de la democracia europea moderna no se fuera a resentir hasta los cimientos por ello. Porque cuando se saca al ejército a patrullar, es el reconocimiento absoluto de que se está en guerra. Y de que no se está ganando, precisamente : lo siguiente es el estado de excepción y el toque de queda.

Yo no sé qué opinarán los lectores, pero personalmente me parece que prefiero el riesgo de un grado de inseguridad aceptable a tener que recluirme en casa a las nueve de la noche, o a pasear por los Campos Elíseos bajo la atenta y torva mirada de un tanquista encaramado en su torreta. Lo cual puede dar mucha imagen de haber convertido el país en una fortaleza (o más bien, en un batallón disciplinario), aunque siempre seguirán existiendo vulnerabilidades. Es una cuestión de mera entropía, algo que sin tener ni la menor idea de física, los guerrilleros españoles de las guerras napoleónicas descubrieron y aplicaron con tanto ahínco como éxito hace más de dos siglos contra las tropas del emperador francés.

Los fanáticos al estilo Trump no entienden que, en una trasposición sociológica del concepto, todo sistema tiende a aumentar su entropía hacia el máximo. Y que podemos definir la entropía sociológica como la relación entre el número de formas que puede adoptar un sistema cuando se desordena respecto a los modos que tiene de ser ordenado. Un vaso de cristal sólo tiene una forma de mantenerse íntegro, pero hay millones de formas en las que se puede romper. Por eso, es muy fácil romper un vaso, y en cambio es totalmente imposible reconstruirlo a partir de sus pedazos. Del mismo modo, una sociedad puede ser atacada de muchas más maneras que defendida. Por mucho que avance la tecnología y por mucho empeño que se ponga, siempre habrá más formas de agredir a una sociedad que de defenderla (sin destruir su esencia). Es una cuestión de límites como el del cero absoluto: cuanto más acercamos, más nos cuesta y mayor es el precio que pagamos en términos económicos y de libertades.

Es decir, y en eso es lo único en lo que tienen razón los fundamentalistas de la defensa absoluta, la única opción de aproximarnos a la seguridad total consiste en convertir a Europa en un estado policial. Semejante catenaccio interior nos llevaría finalmente a una dictadura similar que las que gobernaron Europa a mediados del siglo XX, algo a lo que ya se acercaron peligrosamente en estados Unidos con su Patriot Act y la iniciativa de la Homeland Security, con sus casi doscientos cincuenta mil empleados, fuertemente criticadas por la intelectualidad liberal por su deriva autoritaria y de supresión de garantías civiles. Y tampoco les ha servido para blindar el país contra quienes están dispuestos a atentar.

La protección total es una ingenuidad infantil, pues la libertad implica riesgos. Aunque a lo mejor  muchos preferirían vivir en un paraíso de tranquilidad interior. Como Corea del Norte.

jueves, 9 de junio de 2016

Venezuela, la excusa

Parece mentira lo poco que conocemos Venezuela. Y lo poquísimo que nos ha importado históricamente. Especialmente, a los líderes políticos españoles, que parecen no haber estudiado más historia venezolana que la que se refiere a la revolución bolivariana y el chavismo que surgió con ella a partir de 1999. Lo cual demuestra un grave analfabetismo político, una desfachatez suma, o más probablemente, la suma de ambas cosas.

Sucede que el discurrir histórico de Venezuela desde el final de la segunda guerra mundial no es que haya sido precisamente un paseo triunfal sobre un camino orlado de rosas. Ni mucho menos: desde los tiempos de Marcos Pérez, los gobiernos autoritarios y corruptos se han sucedido casi sin interrupción. De 1974 a 1999, los presidentes Carlos Andrés Pérez, Luis Herrera, Jaime Lusinchi y Rafael Caldera han sido un claro ejemplo de ineptitud en lo económico y de desvergüenza en la corrupción. Esos veinticinco años crearon el ambiente propicio para la revolución bolivariana, pues siendo Venezuela un país rico en materias primas, era uno de los que tenía mayores índices de desigualdad entre sus ciudadanos.

El problema de la historia contada por políticos no es que aparezca sesgada, sino que se ofrece en porciones independientes para consumo de idiotas, con lo cual es más fácil disfrazar las adulteraciones. Venezuela era caldo de cultivo revolucionario desde hacía muchos años, y lo mismo hubiera sucedido en España si durante dos décadas no se hubiera hecho el menor gesto para acabar con la corrupción y la desigualdad rampantes que vivía el país caribeño. Así que, visto desde una perspectiva amplia y no sesgada ideológicamente (¿verdad, señores Rajoy, Rivera y cohortes?) lo extraño es que los autodenominados demócratas venezolanos de hoy sean los herederos directos de aquellas élites que se enriquecieron pasmosamente durante los años de plomo para el pueblo venezolano, mientras el petróleo hinchaba las arcas del estado y los bolsillos de las oligarquías cuyos hijos y nietos ahora se presentan como adalides de la democracia.

Esto es lo que suele pasar cuando un país (como sucedió con la transición Española) no hace una ruptura drástica y definitiva con su pasado político. Hay que entender que la derecha latinoamericana autoproclamada democrática suele tener unos tintes mucho más reaccionarios que sus equivalentes europeas, sobre todo porque está alentada y sostenida por el amigo americano, para quien cualquiera que se sitúe ligeramente más a la izquierda del neoliberalismo más extremo es un peligroso radical comunistoide que no hay que contener, sino exterminar. Por cierto, eso es lo que los EEUU estuvieron haciendo en el cono Sur hasta los años noventa sin el menor rubor. Y sin ninguna protesta de estos demócratas venezolanos de nuevo cuño que ahora braman por las calles de Madrid.

Por otra parte, aludir al "fracaso" de la revolución venezolana es tener mucha mala idea y menor conciencia. En realidad es un agravio a cualquier inteligencia mediana, porque si no se hubieran conjurado los ataques indisimulados de Estados Unidos y sus socios con la crisis (provocada) del precio del petróleo es más que factible que la propuesta social chavista hubiera salido adelante sin demasiados problemas. Como ya vimos en el caso de Cuba, es muy fácil acorralar a un país durante decenios, estrangularlo económicamente y luego aducir que todos los males son provocados por esos rojos de mierda que lo gobiernan, cuando en realidad, si se les hubiera permitido desarrollar dignamente sus  programas, es más que posible que hoy en día estuviéramos hablando de otro modo, tanto de Cuba como de Venezuela. Cuando le haces la vida imposible a alguien y tienes la sartén mundial por el mango, no te extrañe que a) se torne en un perro rabioso y b) que tus predicciones sobre su fracaso se cumplan. Nos ha jodido, el profeta Perogrullo.

No debemos olvidar que la mejor manera de radicalizar a cualquier ser viviente (y los humanos no somos una excepción) es acorralarlo hasta la asfixia económica y social, mientras el aparato mediático se dedica a machacar continuamente sobre las maldades intrínsecas del régimen. En fin, todo depende del color con que se miran las cosas, pero son muchos a quienes conozco  los que opinan que USA es un estado más policial que Venezuela, y que trata a los disidentes de formas  no muy distintas. Más sofisticadas, sí; pero diferentes, en absoluto. También tiene su gracia que el adalid de la democracia mundial tenga un sistema penitenciario tan obtusamente opaco que permita atrocidades como el penal de Guantánamo y luego hable de los presos políticos de Venezuela, que por cierto, son bastantes menos que los encerrados a cal y canto en la célebre prisión estadounidense.

Como también sorprende que un régimen tan autoritario y feroz como el de China sea llevado entre algodones por los mismos que critican al incompetente y paranoico de Maduro (que ciertamente lo es, lo cual no invalida el argumento principal de esta entrada). Por ahí asoma el viso de la maldad bajo la falda de la democracia americana (y española), al utilizar descaradamente raseros opuestos en función de las conveniencias geoestratégicas. O sea, que en el fondo importan mucho menos unos cuantos millones de chinos que unos miles de venezolanos bien venidos a mal, porque hacen cola en los supermercados desabastecidos (de acuerdo, exagero, pero es para poner el justo contrapeso a las imbecilidades de nuestro centro(?)derecha nacional).

Pero si nos centramos en nuestro hispano terruño, lo que más vergüenza produce es la utilización descaradamente electoral de los males que aquejan al pueblo venezolano por parte del PP y Ciudadanos. Que yo sepa, jamás han armado tanto alboroto por lo que sucede en un socio europeo como Ucrania (que es un paraíso de fachas y corruptos), o el eterno aspirante a ingresar en la UE, Turquía (un paraíso de machistas islamistas disfrazados de Burberrys), puesto que lo de Venezuela es una comedia ligera comparado con lo que allí sucede.  En definitiva, es una vergüenza nacional que la única forma que se les ocurre de atacar a Podemos sea por sus vínculos con Venezuela, un país que, salvando sus históricos lazos con las Canarias, nunca ha contado para la España política y sociológica más que Guinea Ecuatorial, por un decir. Y eso que Guinea fue provincia española hasta los años setenta.

Y puestos a recordar, y ya que he mencionado a Guinea, ni Rajoy ni Rivera parecen reprobar que siendo más española que Venezuela, nunca haya conocido régimen democrático desde su independencia. Vamos, que los dictadores Macías y Obiang no eran tan malvados como Chaves y Maduro, al parecer de estos señores tan moderados que nos piden su voto para mantenernos en la senda de la estabilidad y la recuperación económica. Y eso que casi todos los españoles que allí residían tuvieron que poner los pies en polvorosa a las primeras de cambio. Y que cuarenta años después  Guinea Ecuatorial sigue siendo uno de los regímenes más sangrientamente antidemocráticos del mundo.

Y  es que, no nos engañemos, en realidad Venezuela importa un comino, salvo para intentar machacar a Podemos y quitarle la alfombra y el suelo electoral que hay bajo ella. Pero de lo que deberíamos tomar nota, con independencia de nuestro voto, es de cuan zafios y ruines son quienes se presentan como defensores de las libertades venezolanas mientras aquí no han movido un dedo para acortar las desigualdades económicas y la destrucción del estado del bienestar, que es de lo que se trata de solventar en las próximas elecciones. Alto y claro, lo que en el fondo dicen los líderes del PP y Ciudadanos cuando atacan a Pablo Iglesias por ser “bolivariano” es que lo que pretende Podemos es quitar dinero a los de siempre y repartirlo de otro modo.  Y a mi me parece que muchos millones de españoles tienen muy presente que, más que seguir creciendo y recuperando la economía (para que al final acabe recayendo de nuevo y causando otro holocausto económico para las víctimas de siempre) lo que toca es repartir mejor el PIB del país.

Claro que para el PP y Ciudadanos, pretender repartir mejor la riqueza nacional es equivalente a populismo, demagogia y chavismo extremista, no sea que se les enfaden los señores de la gran banca y de las todopoderosas escuelas de negocios patrias. A lo que se ve, según los adalides de nuestro centro(?)derecha, lo único que no es demagógico es usar la cuestión venezolana para "salvar" a España del peligro rojo. Y es que los hay que los tienen como el caballo de Espartero. 

miércoles, 1 de junio de 2016

Los Refugiados

La crisis de los refugiados en Europa se está gestionando de forma desastrosa. Los poderes públicos están atenazados entre una ola de xenofobia al estilo “Santiago y cierra España”–comprensible, teniendo en cuenta que las oleadas migratorias que tienen lugar en tiempos de crisis sistémica de una sociedad nunca van a ser bien recibidas por gran parte de la población- y otra ola de buenismo neoprogre redentorista -pero desenfocado, porque incluso en situaciones de bonanza no es posible acoger por las buenas a todo el que se presente en nuestras fronteras- que pretende una apertura de puertas ilimitada. Consideraciones de orden electoral llevan a la mayoría de gobiernos a adoptar una actitud que pretende ser prudente, pero que sólo es pusilánime, y que, a fin de cuentas, resulta insostenible, porque no se puede estar en la procesión y andar repicando al mismo tiempo. Las instituciones europeas también van a la deriva en este asunto, amordazadas por los sobresaltos nacionales de los diversos estados de la Unión Europea.

Y es que, objetivamente, la crisis de los refugiados va a tener un coste electoral para todos y cada uno de los gobiernos europeos, con la notable excepción de España, que  ha quedado momentáneamente al margen del tsunami migratorio generalizado que llega a Europa desde Turquía y Libia, principalmente. Un coste ineludible, porque la ciudadanía oscila entre el temor más que justificado a la posibilidad de que los inmigrantes vengan a significar más recortes salariales y de protección social a un estado de bienestar ya bastante maltrecho hoy por hoy (y que, cómo no, acabarán pagando las agotadísimas clases medias europeas), y otro temor, puesto de manifiesto por los activistas de izquierdas y pro derechos humanos, de que el cierre de fronteras implicará un recorte brutal de los derechos humanos en la vieja Europa. Así pues, entre el miedo a la pérdida de bienestar y el miedo a la pérdida de derechos, la otrora rica y acogedora Europa se retuerce como una serpiente que se muerde a si misma continuamente de una forma que no podemos permitirnos el lujo de prolongar indefinidamente, porque eso sí que nos traerá una quiebra social de magnitud insondable.

Y es que unos y otros, xenófobos ultras y progres buenistas, se equivocan de cabo a rabo, y con sus posturas maximalistas arrastran y nublan el juicio de nuestros líderes políticos, que ya no saben cómo deshacer el ovillo de contradicciones en el que llevan ya unos cuantos años enredados. Porque la cuestión radica en que, como es bien conocido, el tráfico de personas es un negocio sensacional, inmenso y con un margen de beneficios incomparable, sostenido con un riesgo mínimo. Actualmente, el tráfico ilegal de personas  representa mayor volumen económico que el de drogas o el de armas a nivel mundial, y todo en él es dinero negro, de una opacidad extrema, y del que una parte considerable se está reinvirtiendo en compra de armas y en actividades relacionadas con la yihad.

La cuestión es que hace solo unos pocos años, el tráfico de personas, aún siendo un gran negocio, no había adquirido ese liderazgo de la vergüenza humana que ostenta hoy en día. Y si ha ocurrido es por falta de previsión o, peor aún, por una ceguera política voluntaria que da la razón al gran Saramago cuando en su Ensayo sobre la Ceguera dice: «Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven». Y es que hay que ser muy corto de vista para no apreciar que el reguero de muertes y sufrimiento que traen consigo los refugiados no acabará nunca si no se toman medidas drásticas contra quienes se están enriqueciendo de una forma indecente y brutal a costa de la vida de muchos inocentes y de la estabilidad de las sociedades democráticas europeas.

Tampoco son ajenos a esta debacle los regímenes musulmanes del mundo entero. A fin de cuentas, el éxodo interminable de personas hacia Europa está compuesto en el cien por cien de los casos de musulmanes, sin que hasta el momento hayamos visto nacer una política de acogimiento en Arabia Saudí o Qatar, por poner un par de ejemplos notables de países con poderosos recursos económicos y, por descontado, mucha mayor afinidad cultural y social por sus “hermanos” sirios que las naciones europeas. Lo cual, ya con la mosca zumbando persistentemente detrás de la oreja, le lleva a uno a preguntarse cómo es posible que no haya surgido una sola voz en el escenario internacional reclamando mayor implicación de las naciones musulmanas en la resolución de la crisis humana desatada en Siria, Iraq y Afganistán. Parece como si todo estuviera organizado de modo que el peso de este desastre la asuman Merkel y compañía, en cuyo caso a muchos europeos nos gustaría saber por qué.

Como también nos gustaría saber por qué no se actúa “manu militari” contra las mafias que trafican con vidas humanas, ahora que ya hemos visto los extremos de crueldad a los que pueden llegar (como cortar las amarras de un pesquero sin motor  anegado de agua con cientos de mujeres y niños a bordo para dejarlos morir en el mar). Y es que me tienta pensar -hasta un total convencimiento- que a los poderes económicos mundiales les cuadran mejor las cuentas cuando los que sufren son los refugiados y los ciudadanos de los países que los acogen forzosamente, que no enviar a sus ejércitos -que para eso están o deberían estar- para ajustarles las cuentas a las grandes mafias de traficantes, que a su vez están directamente conectadas con el yihadismo y otras actividades más o menos violentas de desestabilización internacional.

O tal vez es que los mismos que con una mano atizan el fuego de la xenofobia son los que se benefician, directa o indirectamente, del enorme flujo de dinero procedente del tráfico de personas, en cuyo caso alguien haría bien en procurar desenmascararlos, en vez de tratar de vender a la ciudadanía europea la infumable solución de que aquí hay sitio para todos, deleznable eufemismo para significar que lo que hay para todos, a este paso, es un reparto equitativo de la miseria y un incremento de las desigualdades sociales y económicas. Eso sin contar que tanta inmigración masiva favorece, como ya sucedió en USA con los “espaldas mojadas”, nuevas formas de esclavitud laboral y social, y un empeoramiento de las condiciones generales de trabajo y de vida del conjunto de la población. O sea, un “fucking disaster”, que diría el bueno de Trump, cuyo lenguaje soez y populachero no desacredita un malestar de fondo de gran parte de la sociedad norteamericana a la que le dicen –como a la europea- que hay que ser más solidarios y receptivos, mientras las grandes fortunas se siguen encaramando hacia el olimpo de unos dioses que jamás habrían soñado con tanta riqueza (y concentrada en tan pocas manos).

Porque a fin de cuentas, lo que joroba a la gente normal y corriente no es hacer sacrificios para hacer un poco de sitio a los cientos de miles de inmigrantes recién llegados, sino que eso sea a costa exclusivamente de las clases populares, cada vez más encorsetadas y oprimidas entre unas paredes asfixiantes, levantadas por nuestros políticos con tan escaso acierto como inteligencia.Y es que parece que la lucha por los derechos humanos de unos deba ser a costa de los tan duramente conseguidos en decenios de lucha política y sindical de otros. 

O sea, la vieja historia del engaño y la mixtificación que ahora ya revientan las costuras del disfraz. Y luego nuestros líderes se quejan de la deriva radical de izquierdas y derechas que está experimentando el continente. Populismo, le llaman, sin asumir ni por un instante que todo se debe a su desidia e incompetencia.