miércoles, 28 de mayo de 2014

Esta Europa no



Decenas, cientos de análisis, casi todos ellos interesados, sobre el significado del resultado de las elecciones europeas del 25 de mayo. Dejando aparte las habituales estupideces  de los sospechosos también habituales, que son de vergüenza y lágrima por lo que tienen de maniqueas, ridículas y sonrojantes viniendo de presuntos profesionales de la cosa política ( o precisamente por eso), unas pocas han puesto el dedo en la llaga del significado real de lo que está aconteciendo en el continente.

El problema general es que las formaciones tradicionales se resisten a entender que el mensaje lanzado al parlamento europeo no es una cuestión de minorías exaltadas, sino de un divorcio generalizado entre la clase política y la ciudadanía. En esencia, por mucho que el Partido Popular europeo y su homólogo español traten de menospreciar el resultado de muchas formaciones y la elevada fragmentación del espectro político, la cuestión es que la diversificación de la estructura parlamentaria en Europa viene a ser algo así como la manifestación de muchas grietas estructurales en el edificio político de la UE. No se trata de simples desperfectos en la fachada, sino de la constatación de la disgregación de los dos bloques tradicionales que dominan, y aún dominarán durante bastante tiempo, la eurocámara.

Sin embargo, hay conclusiones bastante evidentes y fáciles de obtener. En primer lugar, el auge del euroescepticismo y de los partidos “extremos” son dos caras de una misma moneda: la negativa de Europa a convertirse en un “Merkelreich”. La gente se ha hartado, no ya de la locomotora alemana, sino de su ansia de control político-económico sobre Europa. Muchas veces se ha insistido –y no puede obviarse- que el monopolio alemán ha acabado conduciendo a Europa al desastre en demasiadas ocasiones como para pasar por alto semejante lección histórica. 

La alianza entre conservadores y soialdemócratas en Alemania – que se puede traducir en una nueva alianza en el parlamento europeo-  es una traición a los electores de izquierdas, que ven cómo se quiere dibujar en Europa un constructo político muy similar al norteamericano, donde las diferencias entre demócratas y republicanos son más de matiz que de orientación general. Aquí estas componendas resultan inaceptables para el común de los mortales: una democracia neoliberal en la que da casi lo mismo que ganen unos u otros es un trágala que la mayoría de europeos no está dispuesta a aceptar.

El proceso es lento y doloroso, pero una vez iniciado, es muy dudoso que ahí se quede, como una mera anécdota de la historia continental. Ni se va a tolerar que Alemania sea la que dicte nuevamente el paso de Europa, por mucho que el  liderazgo lleve bragas y no luzca bigotito, ni se va a perdonar que quiera construirse un “Congreso” europeo que sea el calco del norteamericano. Aquí hay mucha más contestación social, que se manifiesta mediante la huida del electorado valiente hacia opciones más exigentes. En ese sentido, y sólo en ese, se puede hablar de radicalización. Yo más bien diría que a los dos partidos tradicionales sólo les seguirá votando la tercera edad europea, que no es moco de pavo, pero que en el fondo es una rémora para cualquier avance social y político. Ni los jubilados (miedosos por naturaleza y por necesidad) ni los mandarines de Bruselas escriben la historia a largo plazo. A los partidos tradicionales  les está quedando el voto del miedo –que de ahora en adelante van a utilizar profusamente, como ya hacen las huestes del PP en Cataluña- y el de los que siempre han medrado a la sombra del poder establecido, que deben ser muchos, pues sólo así se explica que el PP español no se haya pegado un batacazo aún más sonado.

El miedo, que es con lo que ha estado jugando el establishment político durante estos años, se transforma con extraordinaria facilidad en rabia. Y esa rabia se traduce en huida de votos hacia los partidos que, muy desacertadamente, los políticos clásicos llaman populistas. Como si hubiera una sola política posible (la de la gran coalición conservadora-socialdemócrata que se ha estado imponiendo en toda Europa hasta hoy), idea que coincide con la del pensamiento único que desde la época Reagan-Thatcher se trata de imponer a las masas, analfabetas o no.

No deja de ser curioso que los portavoces del neoliberalismo feroz, el del mordisco al ciudadano y el recorte al servicio público, tengan el valor de acusar a los partidos que recogen el descontento ciudadano de demagogia y populismo, cuando precisamente, el pueblo llano lo que necesita son medidas sociales reales, una vez salvados  y reflotados los bancos y el sistema financiero con nuestra sangre, sudor y lágrimas. 

También merece un toque de atención el centro izquierda europeo. Los socialdemócratas, (cada vez son menos una cosa y la otra), se han plegado a los dictados del FMI, y pastan tranquilamente del presupuesto de sus  respectivas cámaras legislativas, que diría el bueno de Pérez Galdós hace cosa de cien años. El caso del PSOE en España es paradigmático de la ineptitud para reconocer la realidad ante sus propios ojos. Una ceguera que proviene de la incapacidad de aceptar que hay cambiar la estructura del socialismo en profundidad. Volver a ser de izquierdas de verdad, no una sucursal endulzada del conservadurismo dominante.  El grado de estupidez socialista es tan alto que conduce a situaciones tan esperpénticas como la de España, donde tras la bofetada electoral, lo único que saben hacer es cargarse el proceso de primarias que iban a iniciar para elegir a su secretario general. Freno y marcha atrás para volver al sistema de nomenclatura interna, donde se impondrá el criterio de una aparatchik como Susana Díaz, lo que llevará al hundimiento definitivo del socialismo español y su disgregación entre formaciones menos funcionariales y celosas de mantener sus prebendas. O sea, ante la crisis interna, menos democracia y más liderazgo impuesto y ajeno a las bases. Genial.

La segunda lectura del resultado de las elecciones europeas es más sutil pero no menos evidente. Tanto desde la derecha como desde la izquierda se percibe un toque de atención contra la Europa del mercadeo y de los mercaderes, la Europa vendida a la globalización. Se advierte una regresión hacia lo propio, lo local, lo cercano. Y también se advierte el deseo de construir muros, no tanto para contener a los emigrantes –que no son más que un recurso anecdótico para tirarse los trastos a la cabeza desde ambos lados del espectro político-  sino para limitar la sangría de capital europeo que va a enriquecer a sátrapas orientales a costa de las conquistas sociales y de la estabilidad laboral europeas, sin que nada revierta a cambio ni de los ciudadanos de aquí ni de los de allí, que siguen viviendo en regímenes de los que lo más amable que se puede decir es que son superpotencias de la opresión laboral cuyos réditos engordan las cuentas corrientes de unos señores de perfil difuso pero que en todo caso lo máximo que traen de vuelta a  Europa es una cuenta corriente a Suiza y un yate a Mónaco.

La gente innominada, la masa, el ciudadano anónimo, empieza a convencerse de que el gran engaño del siglo XXI es el de las bondades de la globalización. La globalización es nefasta para todos los que somos víctimas de ella, porque no reparte la riqueza de forma equitativa, sino que la concentra cada vez en menos manos. Ni siquiera queda el consuelo de pensar que la globalización exporta derechos humanos, porque no es así.  Sólo hay que ver cómo funcionan las dos potencias emergentes de más peso en esta centuria, China y la India, que suman un tercio de la población mundial, para percibir claramente que la globalización es sólo un mecanismo económico para producir más beneficios empresariales a costa de producir más barato, mover capitales sin control alguno  y recortar los beneficios sociales de la clase trabajadora occidental, mientras  su homóloga oriental sigue viviendo literalmente en la inmundicia, con jornadas de trabajo impensables incluso en la Inglaterra victoriana y sin derechos laborales de ningún tipo. En resumen, y citando a Chomsky, la globalización es la herramienta mediante la cual una minoría privilegiada extiende su control sobre una mayoría subordinada.

La globalización es la gran mentira del neoliberalismo occidental, y el mantra globalizador ya empieza a derivar en hartazgo popular. Cierre de fronteras, expulsión de extranjeros, fijación de aranceles, sanciones a los países que no respetan los derechos humanos en general y laborales en particular. Cualquier partido que asuma estos principios como parte fundamental de su programa irá ganando adeptos día a día, a no ser que la situación de crisis generalizada revierta. Que no revertirá, porque se parece en demasía a lo que le sucedió a Japón a principios de los noventa del pasado siglo, y que todavía lo tiene renqueante, más de veinte años después. 
 
El euroescepticismo es, en resumen, esto: no a Alemania, no a la globalización. Su auge es mayor en los países con menor deuda germanófila, como el Reino Unido, Francia, y algunos países fronterizos y satélites de la “Gran Alemania” cuyos ciudadanos ven cómo peligra, de nuevo, su independencia, ante el riesgo de ser devorados económicamente por el coloso germano. En este sentido, la idea de Europa parece tocada de muerte, salvo por el anhelo de los antiguos países del bloque soviético, cuya  ansia es equivalente a la del emigrante de la patera: llegar a una tierra prometida que a estas horas ya se está desmenuzando bajo sus pies.

Tomen nota, porque en todo caso, muchos  socios ya han empezado a  decir que esta Europa, no.

jueves, 22 de mayo de 2014

Coca Cola y justicia universal

O de cómo los intereses estratégicos de las grandes multinacionales y de los gobiernos pasan por encima de cualquier consideración ética, e incluso de la más elemental lógica. Dos situaciones, en principio totalmente divergentes, pero que nos llevan a una misma conclusión. Totalmente pesimista y, aún peor, ni siquiera considerada por la mayoría de los medios de comunicación, salvo para dar carnaza insustancial a la audiencia.

Hace escasos días, Coca Cola ha retirado un spot publicitario ante las quejas de una asociación. Hasta aquí normal, si no fuera porque Dignidad y Justicia es una asociación de víctimas del terrorismo, que muy poco tiene que ver con la Coca Cola en particular y con la publicidad en general. Sin embargo, dicha asociación parece estar con el ojo avizor en todo, incluso en temas en los que no debería meter el hocico, puesto que su injerencia es claramente inconstitucional. Todo a cuenta de que han denunciado ante Coca Cola su último anuncio, en el cual uno de los actores que aparece ha apoyado a presos etarras en el proceso para que se los reagrupe en el País Vasco. El interfecto no tiene antecedentes de ningún tipo, y solamente se ha significado políticamente por ese motivo.

Este país -de mierda, todo hay que decir y perdonen el exabrupto pero es que se  me sube la sangre al ático- se ha vuelto toscamente policial e inquisitorial con las opciones privadas de cada cual, hasta el punto de convertir en asfixiante el mero hecho de tener gustos que disientan de los que los autoatribuidos comisarios de la mente y del espíritu definen como correctos. Porque, francamente, en ningún lugar civilizado se exigen credenciales políticas para ser actor, salvo en los Estados Unidos del senador McCarthy y de eso hace ya más de sesenta años, y es episodio que aún sigue avergonzando a la mayoría de norteamericanos pese al tiempo transcurrido.

Y el caso es que a los actores, sean cinematográficos, teatrales o publicitarios, no se les exige ninguna acreditación de pureza ideológica para participar en los proyectos para los que son contratados. Pero aquí, en España, por lo visto sí. Como ha señalado la productora del anuncio, McCann,  indagar sobre cuestiones de afinidad política "podría" ser inconstitucional. Yo les aseguro que no sólo podría, sino que directamente es inconstitucional: los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social, según reza taxativamente el artículo 14.

Así que Indignidad e Injusticia se ha regido en juez, parte, árbitro y verdugo de una cuestión en la que no podría ni debería siquiera entrar, por mucho que les disguste ver en la tele la jeta de un señor que ha pedido públicamente que se reagrupe a los presos vascos, lo cual no es ni ha sido nunca un delito, aunque al paso que vamos, pronto lo será. Como lo será cualquier opinión que disienta del credo neofascista que impregna a mucha de la derecha hispana.

La bajada de pantalones de la multinacional Coca Cola es de las que daría risa, si no fuera auténtica y genuinamente penosa. El emblema de la libertad yanqui cede a las presiones de un grupo de personas que tienen todo el derecho del mundo a reclamar protección en cuanto víctimas del terrorismo, pero que carecen de ninguna legitimidad para hacer de carceleros de las opiniones privadas de las personas. Y mucho menos para imponer sus criterios de selección de los trabajadores a una compañía ajena a todo el demencial ajetreo del País Vasco. Se nota que los intereses geopolíticos de Coca Cola han prevalecido sobre la decencia y la dignidad empresarial, y se han plegado al chantaje de un colectivo que no anda muy lejos de actuar según prácticas no ya discriminatorias, sino directamente mafiosas.

También sería de risa el asunto en el que nuestro gobierno del PP se ha enfrascado con la prohibición de la justicia universal, si no fuera porque esconde también un interés geoestratégico fundamental, acompañado de la pertinente bajada de pantalones y mirando a Cuenca sin pudor alguno. Pública y notoria, como la de la compañia Coca Cola, aunque los voceros de la prensa progubernamental han procurado escurrir el bulto de forma tan descarada como vergonzosa.

La cuestión es que, por fin, una figura pública como el juez Andreu ha dicho lo que todo el mundo decente esperaba: que cargarse la justicia universal por intereses geopolíticos es una auténtica vergüenza. El asunto huele a podrido a kilómetros de distancia. El juez Moreno quería imputar al expresidente chino Hu Jintao por el genocidio del Tíbet, y la reacción de Rajoy y compañía ha sido inmediata. Por vía de urgencia se han cargado la posibilidad de que ese hombre sea juzgado en tierra hispana. Los intereses de China en España, económicos, of course; así como las inversiones de empresas españolas en China, estaban en serio peligro si se llevaba a cabo la imputación y eso no podía consentirse, faltaría más.

Da lo mismo si con esa medida hay que liberar, a diez, cien o mil narcotraficantes, responsables de miles de muertes en este y otros muchos países, o si delincuentes internacionales pueden campar a sus anchas por España sin siquiera ser molestados. Como ha señalado el juez Garzón, hasta el líder de Boko Haram podría venir a veranear por aquí y la justicia española no podría hacer nada por impedirlo. A fin de cuentas poco importan unos miles de muertos si con ello se benefician las arcas públicas o las privadas de las grandes corporaciones patrias.Y que no nos vengan ahora con el sonsonete de crear empleo y puestos de trabajo: los intereses de los que se trata son puramente macroeconómicos. Del dinero chino en España no veremos nunca un duro los ciudadanos de a pie. Tampoco los beneficios de las inversiones españolas en china revertirán en la mayoritariamente sufrida población hispana, sino en las cuentas corrientes de los accionistas de las empresas del Ibex 35.

Este país, triste, sucio, rastrero y fratricida se somete al dictado de los intereses de unos pocos, muy pocos, que revestidos de piel de cordero son auténticos lobos para sus conciudadanos. Y que además pretenden darnos lecciones de moral y de dignidad. Los mismos siniestros personajes que hace tiempo vendieron su patrimonio ético por un plato de lentejas. O por unas Coca Colas, que la ronda la pagamos entre todos.

miércoles, 14 de mayo de 2014

Sobre la violencia

Parafraseando la tópica y clásica expresión de las sensacionalistas páginas del viejo "El Caso", el luctuoso suceso acontecido en León esta semana nos da pie para una reflexión que pudiera parecer a un mismo tiempo escandalosa y banal acerca de la violencia.

Con independencia de cualquier consideración personal sobre las causas del asesinato de la presidenta de la Diputación de León, lo cierto es que el discurso general sobre su muerte está tan cargado de tópicos y panegíricos que causa vergüenza propia y ajena leer semejante repertorio de lugares comunes. Sin ánimo de ponerme pejiguero, definir el homicidio de la señora Carrasco como un acto "cruel, inútil y absurdo"  -como ha hecho nuestro presidente de gobierno- es sólo una muestra de cómo la retórica institucional resulta totalmente vacía y consistente en el encadenamiento de términos deplorativos pero sin contenido veraz. 

Porque el asesinato de un ser humano puede ser cruel, pero éste no ha sido el caso; absurdo, que tampoco es plausible que lo sea, ya que la homicida parece que tenía sus motivos mejor o pero fundamentados para cometerlo, e "inútil" seguramente sea el menos acertado de los calificativos empleados por Rajoy, porque la eliminación física de una persona siempre tiene una utilidad clara para quien la lleva a cabo, salvo en los casos de enajenación mental, que son los menos. Y en muchas ocasiones, esa utilidad se amplía a un colectivo mucho más extenso.

Participo plenamente de la reprobación de la violencia como forma genérica de resolver asuntos entre humanos, pero sólo me refiero a la violencia en abstracto. Porque si descendemos al terreno de lo concreto, hay que hilar más fino. Los grandes maestros de la violencia literaria moderna, como Chandler o Hammet, sabían muy bien que el asesinato es una vía de escape, y que como tal, siempre tiene una causa preformada en la mente del asesino, que encuentra de ese modo la solución más drástica a los problemas que le acucian, sean reales o figurados. Desde esa perspectiva, no me sorprende en absoluto lo que ha sucedido en León. Si  acaso me sorprende que no haya sucedido hasta ahora y en muchas más ocasiones, porque seguro que agraviados con sed de revancha los debe haber a miles en este triste país.

El poder siempre procura institucionalizar y monopolizar la violencia, apoderarse de ella y ser su único administrador, no sólo por el bien de los ciudadanos sino también desde una planificación sumamente egoísta del ejercicio de la autoridad misma. La violencia popular puede ser muy contraproducente para las clases dominantes, que lo saben bien desde la época, que ahora muchos añoran, de cuando las guillotinas trabajaban a destajo en las calles de París para dar alas a una revolución que dio al traste con las expectativas de perduración de la aristocracia francesa, y de paso fue preparando la transición hacia el estado moderno.

Así pues, al poder no le conviene la violencia de los sometidos, y trata de reprimirla por todos los medios so pretexto de proteger a los ciudadanos de ellos mismos, que también; pero sobre todo para garantizar la impunidad de la acción de gobierno de las masas. De ahí que tanto hace un siglo como hoy en día, se denomine terroristas a quienes se oponen de forma violenta a un poder ilegítimo (véase Ucrania), o a quienes pretenden conseguir lo  mismo que Israel en su momento y utilizando los mismos medios que alguno de sus héroes nacionales (como el Menahem Begin que voló por los aires el hotel Rey David con toda la clientela dentro). Por eso me resulta irritante el discurso generalizado de gobernantes y medios ante hechos como el sucedido esta semana, porque parecen ir dirigidos más bien a un entumecimiento del músculo ciudadano; a un apaciguamiento de la ira popular por el mal gobierno, a una contención de la mala leche social, no sea que se desborde y tengamos una noche de los cuchillos largos, con nuestra clase política de plato principal.

En relación con el patético discurso que oímos estos días, que suena tan corporativista y mendaz (como si el asesinato de la señora Carrasco tuviera una categoría especial frente al asesinato de cualquier otro ciudadano), conviene recordar la gramática parda que usan sistemáticamente  los políticos de todo pelaje. Curiosamente en clave política  "terrorista" o "asesino"  sólo son adjetivos que aplica el poder establecido a quienes se oponen a él por medio de las armas. Cuando las sublevaciones triunfan, los terroristas pasan a ser soldados de la causa; y los asesinos, héroes. He aquí el tremendo relativismo con el se juzga la violencia según el lado de la cancha que se ocupe. Y así ha sido desde hace milenios, por lo que expreso mi más sincera duda de que esa característica no esté imbuida de tal modo en el genoma cultural humano que sea imposible eliminarla por los siglos de los siglos.

Porque, seamos sensatos, la violencia política tienen siempre unas causas y unos fines muy claros. Y como bien sabía Chandler, que tanto escribió sobre la connivencia entre poder, política y violencia, el asesinato de un político nunca es un asunto estrictamente personal. A los políticos se les puede  matar a título personal pero el trasfondo siempre tiene que ver con asuntos derivados casi siempre de su quehacer político. En ese sentido, el asesinato de la presidenta de la Diputación es distinto de los demás y no puede resolverse con la tibia argumentación de que la homicida le tenía inquina personal. Porque no dudo que la tuviera, pero ciertamente era por su condición de política y por algo que había hecho o dejado de hacer por razón de su trayectoria como política en activo. Vamos, que no se la cargaron precisamente porque se colase en la caja del supermercado.

Tampoco voy a ser yo quien, a consecuencia del "luctuoso suceso", condene todo tipo de violencia política, como parece ahora sugerir unánimemente toda la clase dirigente, que ha visto las barbas del vecino pelar y teme poner las suyas a remojar. En el asfixiante ambiente de corrupción y nepotismo en el que se ha sumido España desde hace ya demasiados años, si yo fuera político temería que este acto hubiera sido el pistoletazo de salida para más ajustes de cuentas de los que muchos no escaparían. Si se abriera la veda, pocos dormirían tranquilos. El comentario de sacar a pasear las guillotinas de nuevo se lo oído decir a más de un sesudo caballero, por lo demás objetivo y centrado en su vida de profesional relacionado con la administración pública, así que no vamos a rasgarnos las vestiduras por lo que la gente del común dice en voz más o menos alta, a contracorriente de la doctrina y propaganda oficial.

La violencia política  tiene una larga tradición, especialmente en las riberas mediterráneas, donde los súbditos romanos ya sabían que pese al imperio de la ley que cimentó las estructuras legales de los estados modernos, la vía rápida de resolución de los problemas de estado siempre fue el asesinato más o menos sofisticado de opositores y rivales, por mucho "senatus et populusque romanus"  que cincelasen en las piedras de la gloriosa Roma. Desde entonces ha llovido mucho y los métodos se han refinado, pero en última instancia, el recurso a la violencia sigue siendo de la misma eficacia que hace dos milenios.

Hay quien opina que si la violencia política se ha reducido mucho por estos lares en los últimos decenios no es por un mayor grado de civilización, sino por el creciente aborregamiento doctrinario de las masas, a fin de que sean incapaces de sublevarse contra las atrocidades del poder. Recurso éste que parece ser que funciona, porque con la que ha estado cayendo en España, Roma hubiera ardido hasta los cimientos, por un decir. Por cierto, la doctrina de la no violencia, nacida en el subcontinente indio después de la segunda guerra mundial, ha acabado demostrando su futilidad en su propia patria original, donde los magnicidios y escabechinas variadas se han sucedido de forma imperturbable desde que Gandhi pretendiera encomiablemente circular por el mundo con la flor en la mano.

Será lamentable (o no), pero la violencia ha sido, es y seguirá siendo tremendamente efectiva para la resolución de muchos problemas políticos, mal que les pese a nuestros dirigentes. Por poner ejemplos contemporáneos, que no quede. Si el pueblo de Vietnam no se hubiera alzado violentamente contra la ocupación francesa primero, y contra la yanqui después, aún estarían sometidos a las potencias coloniales. Si los palestinos no hubieran acometido intifada tras intifada, Gaza y Cisjordania seguirían sin ningún resquicio de autonomía política. Si el viejo IRA no hubiera existido, Irlanda seguiría siendo una provincia más del Reino Unido. Más recientemente, si en el hervidero balcánico no hubiera existido una rebelión contra las ansias de poder centralizador de Milosevic  hoy en día Yugoslavia seguiría existiendo, pero sería más "yugo" que nunca, serbio para más señas. Por poner un ejemplo final, en la Nicaragua convulsa de los años setenta y ochenta, si no hubiera sido por la violencia sandinista, los bárbaros dictadores al estilo  Somoza seguirían campando a sus anchas.

Todos esos, y muchos otros más, son casos de violencia política que la historia ha acabado bendiciendo como "legítima", por más que hubieran por medio decenas de miles de asesinatos que no fueran consecuencia directa de enfrentamientos entre tropas regulares. Los gobiernos actuales tienen especial cuidado en promover la imagen de que toda violencia ciudadana es ilegítima por el mero hecho de no estar amparada constitucionalmente. Pero la violencia política surge precisamente por eso, para rebasar las estructuras legales y de poder anquilosadas y que se convierten en una rémora para cualquier cambio. O peor aún, en una losa para los derechos ciudadanos. En resumen, la violencia política surge para legitimar lo que el poder vigente se niega a legalizar.

En ese sentido, los políticos en activo tratan de adormecer la inquietud social al precio que sea. A fin de cuentas, cuanto más corrupto es un sistema, más le interesa reprimir cualquier conato de protesta que vaya más allá de los meros comentarios particulares. Un claro ejemplo es la actual demonización de las expresiones airadas de  disgusto que se dan en la calle y en las redes sociales, a las que se pretende tipificar penalmente con delitos "inventados", como el enaltecimiento del terrorismo o la apología de la violencia. Hay que andarse con mucho cuidado, porque ya llevamos mucho tiempo con la persecución penal de la opinión política manifestada de forma contundente. Opinión que en muchos casos merece ser repudiada socialmente pero nunca perseguida penalmente, porque pone en riesgo un derecho fundamental como es la libertad de expresión, y así lo han señalado numerosos juristas. En ese sentido hay que recordar que existe al menos un país (que algunos paradójicamente consideran especialmente represivo o coercitivo) que carece de regulación penal alguna sobre los delitos de opinión que en España se persiguen tan duramente.Me refiero a los Estados Unidos de América, que en esta categoría deja a nuestra clase política a la altura del betún antidemocrático. Y que pone de manifiesto como en España hasta la violencia verbal quiere ser monopolizada por la clase política dominante, no sea que se le suelten las riendas al asno popular. 

Los demás, a la cárcel si rechistan. Porque la violencia del ciudadano común es intolerable para el poder establecido y pone en cuestión su perpetuación. Da lo mismo que se usen lenguas o pistolas. Ese es el subliminal mensaje que subyace en las declaraciones que estamos leyendo estos días.






miércoles, 7 de mayo de 2014

El Barça, la liga y la ética

Lo que va a suceder las dos próximas semanas en la liga de fútbol española da para muchas cábalas, pero especialmente para una reflexión dedicada a todos aquellos que muchas veces son incapaces de entender las razones de estado. Unas razones que, al parecer, son perfectamente asumibles cuando se trata de fútbol. O de cualquier otra cosa por la que nos sintamos directamente afectados, por banal que resulte.

Estamos asistiendo estos días a una tormenta de opiniones entre quienes apelan a la ética deportiva y los que, por el contrario, argumentan que la razón “política” está por encima de cualquier otra consideración. Lo que causa cierta perplejidad es que muchos de quienes defienden la llamémosla “razón de estado fubolística” son aquéllos que para todo lo demás, especialmente en lo que se refiere a política internacional, acusan gravemente a los aparatos de poder estatales –y muy especialmente a los Estados Unidos y a sus servicios de inteligencia- de operar bajo el escasamente ético principio de que todos los medios son válidos en lo que a la seguridad nacional se refiere.

Viene esto al caso de que a falta de dos partidos, y salvo que se repita algún evento como el del último fin de semana, que puso de manifiesto que los futbolistas no han oído siquiera hablar del célebre “cisne negro”  de Nassim Taleb (que no es otra cosa que hablar del poder inconmensurable de los sucesos altamente improbables), el Futbol Club Barcelona se va a erigir en árbitro del campeonato de liga 2013 – 2014. Y tendrá que elegir entre la ética -luchar hasta el fin para ganar, aunque sea a costa de darle la liga al Real Madrid- o actuar conforme a la lógica política, que dicta que el Barça jamás debe regalarle una liga al eterno rival, y más si eso implica que haría doblete este año.

Habrá que blindarse bien los oídos porque estas semanas vamos a escuchar imbecilidades sin cuento ni límite, donde por supuesto, los seguidores madridistas apelarán (sin mucho convencimiento pero con mucha vehemencia) a la ética barcelonista para no dejarse ganar el partido y los del Barça apelarán a la “realpolitik” para aducir todo lo contrario. Y no les faltará razón a ninguno de los bandos. Por un lado, las argumentaciones éticas no sirven de nada si, con la mano en el corazón, los seguidores madridistas no son capaces de jurar que en situación inversa  exigirían la misma actitud a su equipo. Pero no es el caso; la inmensa mayoría del madridismo preferiría morir antes que entregarle una liga al Barcelona, valga la hipérbole.

Tampoco es de recibo la contemporización de algunos barcelonistas que dicen  guiar habitualmente su pensamiento según una ética estricta, pero que son conscientes de que el Real Madrid, llegado el caso, se dejaría ganar para torpedear un campeonato azulgrana, y que justamente por ese motivo dejan la ética bien aparcada a un lado y van a asegurar el tiro según una anticipada ley del Talión. Pocos son  los que desean con toda su alma que el Barcelona pierda el último partido pero que lo pierda con sentido épico y estético. Que sea un canto del cisne que entrega su vida por el fair play aún a riesgo de  salvar al eterno enemigo.

La cuestión de fondo no es tanto el fútbol, que es pasatiempo cercano a la futilidad, sino cómo enfocamos las cosas cuando nos afectan  emocionalmente. Es decir, en aquél terreno donde la moral  y la virtud dejan de tener importancia porque lo que nos jugamos es algo de mucho más  valor práctico y tangible. Y sobre todo porque dejamos de ser jueces de los demás para convertirnos en parte activa de un dilema en el que las connotaciones van mucho más allá de lo meramente opinable.

Como bien ha retratado la admirable serie Homeland, la seguridad nacional y los servicios de inteligencia muchas veces deben moverse en un juego de luces y sombras en el que pocos pueden llegar a ver el panorama de fondo con detalle. En ese sentido, es muy sencillo criticar sistemáticamente a los operativos de seguridad bajo el pretexto de que su actuación es carente de ética respecto al adversario. Y ciertamente, en muchas ocasiones lo es, pero debe ser analizada a la luz del mal mayor que podría causar seguir unas convenciones éticas y morales que el adversario no está dispuesto a  respetar.

Desde esa perspectiva, habría que darle peso a ese argumento inverso de que la política es la continuación de la guerra por otros medios. Y como toda guerra, las acciones en clave política deben responder a unos objetivos: causar el máximo daño al adversario minimizando el propio. Y aquí las consideraciones éticas deben imponer determinadas restricciones, pero con un  límite obvio: no perder las batallas decisivas.

Como me dijo una vez una persona cercana a operaciones de inteligencia, resulta  muy fácil criticar las cosas que se hacen en las cloacas del estado mientras que los ciudadanos están tan ricamente tumbados en las playas tomando el sol o  mientras van de compras por los bulevares, totalmente inconscientes de la fragilidad de sus vidas, que están casi siempre en manos de un puñado de soldados, vistan uniforme o no.

Uno, que es pragmático por naturaleza y las ha visto ya de variada gama de colores, es escéptico respecto a las arengas a la ética  formuladas en clave generalista y a  distancia más que razonable de los hechos que las motivan. En ese sentido, hasta el tradicional quijotismo español se resquebraja y desmorona, porque aquello de la honra sin barcos años ha que se fue al garete, junto con toda una legión de románticos que hoy vemos como trasnochados. Y que en todo caso resultan los tontos útiles de un patriotismo carente de toda ética, pardójicamente.

Por este motivo está claro que, del mismo modo que la afición barcelonista jamás perdonará a sus jugadores que le entreguen la liga al Real Madrid (porque sólo hay una cosa peor que perder la liga, y es perderla para que la gane el RM), hay que ser realistas y contemplar la política exterior bajo el mismo prisma. Dejar de criticar a los aparatos estatales por sus actuaciones en el exterior sin conocer las razones de fondo sería un buen paso. A fin de cuentas, las sostiene la misma argumentación que impide a un ferviente barcelonista pedirle a su equipo que gane el último partido de liga. El hecho de que en un caso haya vidas en juego y en el otro no es irrelevante. No hay un ética de primera clase y una que viaje en tercera.

Tal vez ante nuestra incapacidad de ser perfectamente racionales y lógicos todo el tiempo, y sobre todo ante nuestra impotencia para seguir los dictados éticos fundamentales durante toda nuestra vida, sería razonable empezar a aceptar que las cosas son siempre mucho más imperfectas de lo que nos gustaría; que vivimos constantemente ante dilemas que nos obligan a escoger entre lo ético y el beneficio práctico; y sobre todo, que es muy fácil ser juez distante de las acciones de los demás, pero totalmente imposible mantener la objetividad cuando somos parte afectada. Porque cuando las cosas nos tocan de cerca, siempre solemos optar por el beneficio práctico más allá de cualquier otra consideración. Si hay algo peor que el relativismo social es el relativismo moral, ese en el que caemos demasiado frecuentemente y que consiste en usar distitntas varas de medir según los hechos nos beneficien o perjudiquen.

Por eso harían bien muchos de esos pretendidos progresistas de salón que claman derechos a diestro y siniestro para cualquier colectivo habido y por haber, que tengan presente que la acción política es más el arte de lo socialmente posible que una lucha a brazo partido por imponer una rigidez ética que es traje que sienta muy bien a los demás, pero que nos revienta  las costuras cuando lo vestimos nosotros.  

Por eso es mejor dejarnos de zarandajas y admitir que el colectivo azulgrana desea ante todo que el Barça pierda el último partido de la liga, si con ello impide que los merengues la paseen por la Cibeles. Y que se entere bien pronto el cuerpo técnico y la directiva, no sea que con ello consigan divorciarse aún más de una masa social que se distancia de sus dirigentes con extraordinaria facilidad cuando se siente frustrada. En los tiempos que corren, la ética es un arma para agredir al contrario con ella, no una herramienta para la perfección de nuestro espíritu. Lástima de realidad..