Decenas, cientos de análisis,
casi todos ellos interesados, sobre el significado del resultado de las elecciones
europeas del 25 de mayo. Dejando aparte las habituales estupideces de los sospechosos también habituales, que
son de vergüenza y lágrima por lo que tienen de maniqueas, ridículas y
sonrojantes viniendo de presuntos profesionales de la cosa política ( o
precisamente por eso), unas pocas han puesto el dedo en la llaga del
significado real de lo que está aconteciendo en el continente.
El problema general es que las
formaciones tradicionales se resisten a entender que el mensaje lanzado al
parlamento europeo no es una cuestión de minorías exaltadas, sino de un
divorcio generalizado entre la clase política y la ciudadanía. En esencia, por
mucho que el Partido Popular europeo y su homólogo español traten de
menospreciar el resultado de muchas formaciones y la elevada fragmentación del
espectro político, la cuestión es que la diversificación de la estructura
parlamentaria en Europa viene a ser algo así como la manifestación de muchas
grietas estructurales en el edificio político de la UE. No se trata de simples
desperfectos en la fachada, sino de la constatación de la disgregación de los
dos bloques tradicionales que dominan, y aún dominarán durante bastante tiempo,
la eurocámara.
Sin embargo, hay conclusiones bastante
evidentes y fáciles de obtener. En primer lugar, el auge del euroescepticismo y
de los partidos “extremos” son dos caras de una misma moneda: la negativa de
Europa a convertirse en un “Merkelreich”.
La gente se ha hartado, no ya de la locomotora alemana, sino de su ansia de
control político-económico sobre Europa. Muchas veces se ha insistido –y no
puede obviarse- que el monopolio alemán ha acabado conduciendo a Europa al
desastre en demasiadas ocasiones como para pasar por alto semejante lección
histórica.
La alianza entre conservadores y
soialdemócratas en Alemania – que se puede traducir en una nueva alianza en el
parlamento europeo- es una traición a
los electores de izquierdas, que ven cómo se quiere dibujar en Europa un constructo
político muy similar al norteamericano, donde las diferencias entre demócratas
y republicanos son más de matiz que de orientación general. Aquí estas componendas
resultan inaceptables para el común de los mortales: una democracia neoliberal
en la que da casi lo mismo que ganen unos u otros es un trágala que la mayoría
de europeos no está dispuesta a aceptar.
El proceso es lento y doloroso,
pero una vez iniciado, es muy dudoso que ahí se quede, como una mera anécdota
de la historia continental. Ni se va a tolerar que Alemania sea la que dicte
nuevamente el paso de Europa, por mucho que el
liderazgo lleve bragas y no luzca bigotito, ni se va a perdonar que
quiera construirse un “Congreso” europeo que sea el calco del norteamericano.
Aquí hay mucha más contestación social, que se manifiesta mediante la huida del
electorado valiente hacia opciones más exigentes. En ese sentido, y sólo en
ese, se puede hablar de radicalización. Yo más bien diría que a los dos
partidos tradicionales sólo les seguirá votando la tercera edad europea, que no
es moco de pavo, pero que en el fondo es una rémora para cualquier avance
social y político. Ni los jubilados (miedosos por naturaleza y por necesidad)
ni los mandarines de Bruselas escriben la historia a largo plazo. A los
partidos tradicionales les está quedando
el voto del miedo –que de ahora en adelante van a utilizar profusamente, como
ya hacen las huestes del PP en Cataluña- y el de los que siempre han medrado a
la sombra del poder establecido, que deben ser muchos, pues sólo así se explica
que el PP español no se haya pegado un batacazo aún más sonado.
El miedo, que es con lo que ha
estado jugando el establishment político durante estos años, se transforma con
extraordinaria facilidad en rabia. Y esa rabia se traduce en huida de votos
hacia los partidos que, muy desacertadamente, los políticos clásicos llaman
populistas. Como si hubiera una sola política posible (la de la gran coalición
conservadora-socialdemócrata que se ha estado imponiendo en toda Europa hasta
hoy), idea que coincide con la del pensamiento único que desde la época
Reagan-Thatcher se trata de imponer a las masas, analfabetas o no.
No deja de ser curioso que los
portavoces del neoliberalismo feroz, el del mordisco al ciudadano y el recorte
al servicio público, tengan el valor de acusar a los partidos que recogen el
descontento ciudadano de demagogia y populismo, cuando precisamente, el pueblo
llano lo que necesita son medidas sociales reales, una vez salvados y reflotados los bancos y el sistema
financiero con nuestra sangre, sudor y lágrimas.
También merece un toque de atención
el centro izquierda europeo. Los socialdemócratas, (cada vez son menos una cosa
y la otra), se han plegado a los dictados del FMI, y pastan tranquilamente del
presupuesto de sus respectivas cámaras
legislativas, que diría el bueno de Pérez Galdós hace cosa de cien años. El
caso del PSOE en España es paradigmático de la ineptitud para reconocer la
realidad ante sus propios ojos. Una ceguera que proviene de la incapacidad de
aceptar que hay cambiar la estructura del socialismo en profundidad. Volver a
ser de izquierdas de verdad, no una sucursal endulzada del conservadurismo
dominante. El grado de estupidez
socialista es tan alto que conduce a situaciones tan esperpénticas como la de
España, donde tras la bofetada electoral, lo único que saben hacer es cargarse
el proceso de primarias que iban a iniciar para elegir a su secretario general.
Freno y marcha atrás para volver al sistema de nomenclatura interna, donde se
impondrá el criterio de una aparatchik
como Susana Díaz, lo que llevará al hundimiento definitivo del socialismo
español y su disgregación entre formaciones menos funcionariales y celosas de
mantener sus prebendas. O sea, ante la crisis interna, menos democracia y más
liderazgo impuesto y ajeno a las bases. Genial.
La segunda lectura del resultado
de las elecciones europeas es más sutil pero no menos evidente. Tanto desde la
derecha como desde la izquierda se percibe un toque de atención contra la
Europa del mercadeo y de los mercaderes, la Europa vendida a la globalización.
Se advierte una regresión hacia lo propio, lo local, lo cercano. Y también se
advierte el deseo de construir muros, no tanto para contener a los emigrantes
–que no son más que un recurso anecdótico para tirarse los trastos a la cabeza
desde ambos lados del espectro político- sino para limitar la sangría de capital
europeo que va a enriquecer a sátrapas orientales a costa de las conquistas
sociales y de la estabilidad laboral europeas, sin que nada revierta a cambio
ni de los ciudadanos de aquí ni de los de allí, que siguen viviendo en
regímenes de los que lo más amable que se puede decir es que son superpotencias
de la opresión laboral cuyos réditos engordan las cuentas corrientes de unos
señores de perfil difuso pero que en todo caso lo máximo que traen de vuelta a Europa es una cuenta corriente a Suiza y un
yate a Mónaco.
La gente innominada, la masa, el
ciudadano anónimo, empieza a convencerse de que el gran engaño del siglo XXI es
el de las bondades de la globalización. La globalización es nefasta para todos
los que somos víctimas de ella, porque no reparte la riqueza de forma equitativa,
sino que la concentra cada vez en menos manos. Ni siquiera queda el consuelo de
pensar que la globalización exporta derechos humanos, porque no es así. Sólo hay que ver cómo funcionan las dos
potencias emergentes de más peso en esta centuria, China y la India, que suman
un tercio de la población mundial, para percibir claramente que la
globalización es sólo un mecanismo económico para producir más beneficios
empresariales a costa de producir más barato, mover capitales sin control
alguno y recortar los beneficios
sociales de la clase trabajadora occidental, mientras su homóloga oriental sigue viviendo
literalmente en la inmundicia, con jornadas de trabajo impensables incluso en
la Inglaterra victoriana y sin derechos laborales de ningún tipo. En resumen, y
citando a Chomsky, la globalización es la herramienta mediante la cual una
minoría privilegiada extiende su control sobre una mayoría subordinada.
La globalización es la gran
mentira del neoliberalismo occidental, y el mantra globalizador ya empieza a
derivar en hartazgo popular. Cierre de fronteras, expulsión de extranjeros,
fijación de aranceles, sanciones a los países que no respetan los derechos
humanos en general y laborales en particular. Cualquier partido que asuma estos
principios como parte fundamental de su programa irá ganando adeptos día a día,
a no ser que la situación de crisis generalizada revierta. Que no revertirá,
porque se parece en demasía a lo que le sucedió a Japón a principios de los
noventa del pasado siglo, y que todavía lo tiene renqueante, más de veinte años
después.
El euroescepticismo es, en
resumen, esto: no a Alemania, no a la globalización. Su auge es mayor en los
países con menor deuda germanófila, como el Reino Unido, Francia, y algunos
países fronterizos y satélites de la “Gran Alemania” cuyos ciudadanos ven cómo
peligra, de nuevo, su independencia, ante el riesgo de ser devorados
económicamente por el coloso germano. En este sentido, la idea de Europa parece
tocada de muerte, salvo por el anhelo de los antiguos países del bloque
soviético, cuya ansia es equivalente a
la del emigrante de la patera: llegar a una tierra prometida que a estas horas
ya se está desmenuzando bajo sus pies.
Tomen nota, porque en todo caso,
muchos socios ya han empezado a decir que esta Europa, no.