martes, 27 de noviembre de 2012

El enemigo interior


Esta semana todo el mundo habla de política, por el resultado de las elecciones catalanas. Se han dicho muchas estupideces al respecto, unas bienintencionadas y más bien fundamentadas en los deseos de cada cual que en la realidad objetiva. Lo que se da en llamar el sesgo del observador. Otras, con considerable mala baba y peor fundamento, pero no por ello menos habituales en la escena política.

Por eso hoy no voy a escribir de política, sino de la irracionalidad que tiñe nuestras decisiones, para poner de manifiesto hasta qué punto el enemigo interior, como lo denomina Stuart Sutherland en su excelente libro homónimo, nos domina continuamente en nuestra toma de decisiones. Somos mucho más irracionales de lo que nos pensamos, sobre todo cuando elegimos de forma intuitiva, emocional o visceral. Que es precisamente lo que nos suele suceder cuando hacemos elecciones políticas.

No es sólo una cuestión de cultura, ni de conocimiento general o específico de las ideologías y programas de los partidos que se presentan a las elecciones. Cualquier graduado en ciencias políticas puede cometer los mismos errores irracionales que el fontanero de la esquina, cuya formación al respecto se limita a las tonterías con las que al respecto le atiborran los medios de comunicación. La irracionalidad –el enemigo interior- no conoce ni de clases sociales ni de niveles culturales, y afecta por igual a todos los seres humanos de todas las condiciones. Es parte consustancial de nosotros, del funcionamiento de nuestra mente y nos acompaña siempre.

El caso de las elecciones catalanas es un buen ejemplo, vista la fragmentación del voto entre diversas formaciones. Me voy a centrar en ellas, porque me permite poner en negro sobre blanco muchas de las opciones irracionales que he podido observar en estos días trepidantes. Existen muchos motivos racionales para votar a tal o cual partido, pero hay algunos claramente irracionales, como los que expongo a  continuación.

En primer lugar, es habitual castigar duramente al partido gobernante en tiempos de crisis. El desencanto por la adopción de medidas impopulares se traduce sistemáticamente en un descenso considerable de votos al partido gobernante. Es la erosión del poder en su grado máximo. Sin embargo, es irracional castigar al partido gobernante cuando cualquier recambio no tendría mayor margen de maniobra. En una situación de falta real de soberanía, como en Cataluña, cualquier partido en el poder se encontraría en la misma tesitura, porque las decisiones trascendentes no se toman aquí, ni en Madrid, sino mucho más lejos. En este momento de crisis nos toca ser europeos por narices: cedimos parte de la soberanía en 1986 y ahora queremos recuperarla, pero no es posible. En este sentido, es normal que ningún partido quiera formar un gobierno de coalición con CiU porque el desgaste está garantizado. Así que castigar a CiU no es más que una forma legítima pero irracional de manifestar rabia y descontento.

En segundo lugar, es irracional votar en unas elecciones regionales (permítaseme el concepto sin ánimo de minusvalorar la autonomía de Cataluña) a partidos centralistas. Uno puede ser muy españolista, e incluso muy anticatalanista, pero es harto demostrable que tanto PP como PSOE siempre han tenido menos ministros de Cataluña que de otras regiones en sus gobiernos, y ya llevan unos cuantos. Y como funcionario público de largo recorrido profesional puedo asegurar que de ministros hacia abajo, el déficit de cargos políticos de origen catalán es escandaloso durante toda la andadura de la democracia. Si alguien duda de ello, puede consultarlo fácilmente, los datos están ahí. Esto se ha traducido durante toda la etapa democrática de España en una menor influencia de Cataluña en la toma de decisiones políticas de lo que le corresponde por su peso específico en el conjunto del estado. Y de ahí, en gran medida, el déficit fiscal, de inversiones y de infraestructuras, comparativamente hablando. Ese déficit afecta a todos los ciudadanos residentes, incluso a los que potencialmente me odien por llamarme Jordi. Sus decisiones son irracionales, porque les restan peso frente al resto de España.

Es legítimo, pero irracional, votar a Ciutadans porque se quiere ser antinacionalista. Por más que Francesc de Carreras –padrino político de Albert Rivera- y otros muchos ilustres intelectuales abominen del mal del nacionalismo, no podemos olvidar que todos los estados modernos son fruto de fuertes corrientes nacionalistas cuyo flujo no ha aminorado con los años. Considerar trasnochado el nacionalismo estaría bien si esa fuera la corriente general del mundo occidental, pero mucho me temo que la cosa va en dirección contraria. Gran Bretaña sigue siendo tan nacionalista y euroescéptica como siempre. Tres cuartos de lo mismo ocurre con Francia. Y no digamos el rebrotar del nacionalismo alemán, claramente teñido de voluntad hegemónica en la UE. Así que deslegitimar el nacionalismo catalán por la vía de considerarlo absurdo y trasnochado resulta cuando menos irracional, a la vista de que Europa sólo ha podido construirse en lo económico, y aún así con considerables tensiones nacionales –véase la enorme trifulca a cuenta de los presupuestos comunitarios del 2013- y sigue siendo una quimera totalmente irrealizable la existencia de unos Estados Unidos de Europa. Lo saben ellos y lo sabemos todos, así que la pretensión de que sólo unos pocos renuncien a su nacionalismo en beneficio de otros que no renuncian al suyo es claramente irracional. La oposición racional al nacionalismo no es el españolismo, sino el internacionalismo. Me pregunto si el mismo entusiasmo de Ciutadans por proclamarse antinacionalistas en Cataluña se mantendría en el supuesto de que España tuviera que renunciar a su propia Constitución en aras de una supraconstitución europea que transformara la Europa de los estados en la Europa de las regiones, con la consiguiente pérdida de poder por parte de los estados centrales. A lo mejor sí, pero en todo caso recomiendo a todos los que creen que el nacionalismo es una estupidez trasnochada que se lean a Samuel Huntington, y especialmente, su Choque de Civilizaciones, que da unas cuantas claves muy vigentes al respecto, por más que se publicó hace ya cosa de tres lustros.

Es irracional votar a CiU por creer que  así se refuerza la opción soberanista. Nada más lejos de la verdad: ni por origen, ni por tradición, ni por sus bases actuales puede decirse que CiU sea una formación auténticamente soberanista. Históricamente, CiU ha ocupado el nicho del catalanismo de centro derecha, es decir, muy nacionalista en conceptos como la cultura y la lengua, pero mucho más tibio en la cuestión económica, que es la que de hecho define la auténtica independencia. Y eso es así porque el sustento económico del catalanismo político se vertebra bajo el imperio de entidades de peso y renombre que no tienen nada de independentistas. Igual que sucede con el PNV. Si alguien me pregunta con perplejidad porqué en estas elecciones CiU ha apostado por la soberanía, muy gustoso se lo explicaré en otro momento.

Por la misma razón es irracional votar a ERC en la convicción de que este modo apoye a CiU a conseguir la hegemonía nacionalista. ERC lleva muchos años de partido bisagra entre sus aspiraciones nacionalistas y su vocación de izquierdas. Hace años cometió un error estratégico, aliándose con un PSC cuyo único dique de contención españolista era Maragall. Desaparecido éste de la arena política, a ERC se le cayó la C por un plato de lentejas. Ahora son muy conscientes de que se les puede caer la E si se alían con CiU. La contradicción de Esquerra es que con sus siglas y significado, un partido de izquierdas y nacionalista sólo puede tener voluntad hegemónica. Muy hegemónica. No puede ser consorte ni comparsa de nadie. El votante de ERC debe ser consciente de que el nacionalismo en Cataluña, como en España, es más patrimonio de la derecha que de la izquierda. El internacionalismo, que deviene de los orígenes fundacionales del socialismo, sigue teniendo mucho peso en las formaciones de izquierdas. Eso socava la estabilidad de cualquier alianza con CiU.

Siguiendo con los independentistas, es irracional votar a CUP pensando que se consolidará en un proyecto político a largo plazo. Por su origen y funcionamiento asambleario no reúne los requisitos para convertirse en un partido político al uso, sino más bien en una especie de plataforma política que movilice socialmente a los sectores más independentistas de izquierdas hacia un partido con vocación hegemónica. La CUP debería ser el vivero del independentismo que luego se habrá de canalizar a través de otro partido mucho más poderoso, salvo que aspire a un erigirse en dueña de un espacio marginal, como  Ciutadans, por mucho que en esta ocasión haya triplicado sus escaños.

Es irracional votar a Iniciativa en la convicción de que representan un verdadero poder en cuanto a una política de una izquierda ecológica, en contraposición a la imagen tradicional de la izquierda industrial y obrera. La virtud y el mayor problema de todos los ecopartidos es que sus tesis se van incorporando paulatinamente a los programas de las demás formaciones políticas, lo cual les va vaciando de contenido propio y les obliga a radicalizar sus posturas hasta convertirlos en extremistas medioambientales y sociales. Son formaciones que actúan como fábricas de ideas políticas que otros harán suyas en el futuro. De ahí su virtud, pero también su debilidad, pues como todos los pioneros, abren caminos que otros trillarán más y mejor.

Pero en definitiva, lo más irracional de todo cuanto está sucediendo se encuentra en la múltiple adscripción que representan izquierda, derecha, Cataluña y España para los partidos y el electorado. La fragmentación del espacio electoral catalán proviene de intentar esa extraña cuadratura del círculo. De esas cuatro opciones básicas en la política catalana sólo pueden salir soluciones fragmentarias y parciales, que en el futuro no tendrán la mayoría suficiente para tirar adelante sus proyectos en solitario. La única opción racional es la transversalidad.

Algo que intentó en su etapa fundacional Ciutadans: alinear un eje españolista pero indiferente a los conceptos tradicionales de izquierda y derecha. La idea era buena, pero se torció hace unos años, cuando el partido se redefinió como de centro-izquierda, para disgusto de un buen número de militantes que se dieron de baja.  Algo que no se ha intentado en el otro eje posible: el del nacionalismo. Un partido transversal nacionalista que no se defina de derechas ni de izquierdas, y cuyo único objetivo sea conseguir la independencia real (no la pantomima de CiU) y después disolverse para dar paso a los tradicionales partidos de izquierdas y derechas ya en un campo de juego exclusivamente catalán. Si se prefiere podemos usar otro símil que aprendimos todos en la escuela: en un sistema de dos ecuaciones con dos variables independientes, se trata de despejar primero una de las incógnitas y solucionar después la otra. Las dos no se pueden resolver simultáneamente.

Porque el tablero de juego catalán es un ajedrez de cuatro esquinas. O sea, un lío en el que todos se debilitan mutuamente y en el que nadie destapa sus cartas con claridad por temor a perder el reducido espacio político que ocupan. Ante la cuestión de ser catalanista o españolista, o ser de derechas y de izquierdas, la opción racional para los soberanistas sería aparcar uno de los dos ejes y centrarse sólo en uno de ellos, aglutinar el máximo de fuerza posible y derrotar de forma clara al contrario. Y el único eje que puede aparcarse es el de la tradicional distinción entre derecha e izquierda. Lo que habría que debatir es si existe en Cataluña la menor posibilidad de que las fuerzas nacionalistas se alíen para construir el frente catalán que podría darles la independencia.

Por supuesto que, siendo la única decisión totalmente racional que podrían adoptar, resulta altamente improbable en el escenario político de Catalunya. Seny sí, pero no tanto.

sábado, 24 de noviembre de 2012

Lo impredecible y los brujos de la tribu

Interesante artículo de Juan Carlos Ortega en El Huffington Post. Habla de economistas, y de cómo nunca se ponen de acuerdo, y de que sus debates siempre son monólogos llenos de datos pero sin ningún punto de acuerdo. Y se sorprende de que esta tremenda, y sobre todo permamente, disparidad de criterios nunca ocurre en la ciencia. La ciencia de verdad, claro.

Ya he insistido anteriormente en que la economía no es una ciencia tal como se reconoce en el sentido estricto, por la sencilla razón de que las hipótesis científicas siempre pueden ser sometidas a ensayos, verificaciones y comprobaciones, y pueden ser refutadas. La cualidad de la posible refutación de una hipótesis (aunque al final resulte cierta) es la base sobre la que se configura el método científico, y para disgusto de quienes pretenden que la economía se puede expresar mediante modelos matemáticos, ninguna teoría económica puede ser puesta a prueba de este modo. 

No hay ensayo posible, ni experimentación ninguna, que permita esclarecer la demostrabilidad de las teorías económicas más allá de algunas vaguedades muy simplificadoras (como la ley de la oferta y la demanda) que se ajustan a ciertas correlaciones experimentales debido a que hay muy pocas variables implicadas y pueden ser tratadas mediante algún modelo matemático sencillo. Pero lo cierto es que en la economía real existen demasiadas variables implicadas, y por otra parte pequeños ajustes en algunas de ellas provocan grandes cambios en los resultados finales. Algo que tiene mucho que ver con la teoría matemática del caos, que echa al traste cualquier intento de aproximación veraz al mundo de la economía real.

El caos matemático es determinista. Es decir, que dados unos valores de entrada se pueden formular unos valores de salida concretos. O dicho de otro modo, conociendo todas las causas que actúan en un sistema en un momento dado, podemos predecir con exactitud todos los efectos que se producirán. Pero por la propia naturaleza del proceso caótico, lo que sabemos es que variaciones muy pequeñas en algunos de los datos de entrada provocarán efectos muy alejados entre sí. Ese es el problema de la meteorología, que es una ciencia determinista pero caótica, por lo cual los ajustes finos que se necesitan en los datos de entrada son muy susceptibles de provocar grandes cambios en el resultado, que cada vez se alejan más de lo esperado a medida que el sistema evoluciona en el tiempo. Por eso es casi imposible efectuar una predicción meteorológica a más de cuatro días vista.

En economía hay tantas variables como en meteorología, si no más; con el problema añadido de que la teorización matemática de los modelos no se somete a ningún consenso universal, sino que es más bien cuestión de la ideología de cada escuela económica. Como es bien sabido, ideología y ciencia casan muy mal, porque en cuanto la ideología se apodera de los modelos matemáticos, lo hace introduciendo parámetros ajustables ad hoc que confirmen los resultados esperados inicialmente. Eso es todo lo contrario del método científico, porque cuando la ciencia pone a prueba una hipótesis, lo hace proclamándola a los cuatro vientos para que otros científicos de todo el mundo puedan reproducir los ensayos, ponerlos a prueba y demostrar si los resultados casan con la realidad o no. El acientifismo es muy peligroso, y como anécdota basta señalar que fue así como Trofim Lysenko se cargó literalmente toda la fecunda escuela de la biología rusa, y especialmente la genética, durante la época del estalinismo, porque sus convicciones ideológicas le hacían estar en contra de la evidencia científica. En definitiva, estaba en contra de la teoría de la evolución porque Lysenko, un iluminado, tenía una particular visión de ella: la llamaba teoría materialista de la evolución y fue una auténtica catástrofe para Rusia durante muchos años, ya que se impuso de forma política, pero no razonada, como el modelo estándar de la biología soviética.

Iluminados ideológicos como Lysenko los tenemos a docenas en el campo de la economía, y no son personajes anónimos, sino famosos profesores eméritos de distinguidas universidades que se prestan a su cháchara especulativa. Eso es tan curioso como si hubiera un departamento de Astrología en Harvard o de Alquimia en el MIT. En economía, lamentablemente, y por mucho que se haya instituido un premio Nobel (más que devaluado) para premiar a los insignes economistas que publican complicadísimos modelos matemáticos, lo que se hace sistemáticamente es introducir parámetros ajustables para hacer concordar el modelo con la realidad. Algo que durante siglos hicieron los astrónomos primitivos hasta que Kepler le dio la vuelta a la tortilla. Por poner un ejemplo, la cosmología ptolemaica, que situaba a la tierra en el centro del universo, adoptó numerosos y muy sofisticados parámetros ajustables para hacer coincidir su modelo con las observaciones reales. Lo mismo que Milton Friedman y sus amiguetesde la Universidad de Chicago, por un decir.

Eso es hacer trampa en ciencia. Hacer coincidir el modelo a posteriori con los resultados observados es exactamente lo que hacen los economistas de todas las escuelas. Por eso son tan buenos prediciendo acontecimientos pasados, pero casi nunca aciertan con el futuro. Tres son las causas fundamentales de su fracaso: en primer lugar, la excesiva ideologización de los modelos que usan; en segundo lugar, cualquier modelo económico debería tener en cuenta centenares de variables que no sólo no son tenidas en cuenta, sino que además han de ser necesariamente eliminadas porque en caso contrario, ni los más potentes ordenadores del futuro serían capaces de tratar todos los datos posibles; y en tercer lugar, el más que previsible escenario de matemática caótica en el que se encontrará cualquier teoría económica que no sea una burda simplificación.

En consecuencia, lo único que hacen muy bien absolutamente todos los economistas es especular en función de sus creencias y expectativas, y así no hay quien se los pueda creer, salvo al parecer los políticos, que son otra casta cuyo visión del mundo coincide con la de aquéllos. Es decir, una visión absolutamente acientífica e ideologizada. Especulativa, en suma.

Pero es que existe otro factor que hay que tener en cuenta y que resulta de lo más revelador. Como muy bien dice Nassim Taleb en sus libros El Cisne Negro y ¿Existe la Suerte?, la vida real está hecha de sucesos impredecibles. Los sucesos altamente improbables están ahí, y nadie es capaz de predecir cuándo ni dónde aparecerán. Esto es especialmente atractivo e intrigante en economía, porque aunque muchas de las tendencias futuras pueden ser más o menos nebulosamente previstas, nunca se puede tener en cuenta el espectacular efecto que puedan tener en el futuro determinados acontecimientos que a primera vista podrían parecer menores. La historia reciente está llena de ellos, pero sólo pondré un ejemplo: en el año 2005 no había ni un sólo estudio que pusiera el énfasis en la tremenda importancia económica que llegarían a tener las redes sociales pocos años después. Más que nada, y por mucho que les duela a toda esa caterva de bien pagados "científicos" económicos, porque nadie fue capaz de imaginar que una sola de ellas, como Facebook, alcanzaría la espectacular cifra de 1.000 millones de usuarios, que actúan de forma viral intercambiando mutuamente datos que inciden mucho en sus decisiones como consumidores.

A esta notable impredictibilidad del comportamiento social, que tiene una trascendencia económica altísima, se enfrentan continuamente los economistas cuando tratan de dar forma a sus teorías. Por supuesto que lo único que consiguen es crear parches que justifican los sucesos ya ocurridos, y que concuerdan a base de martillazos matemáticos. Tremendo, sobre todo teniendo en cuenta los sueldos que les pagan.

La evolución social es la máquina que alimenta todo el sistema económico. Como tal, es extraordinariamente compleja e impredecible. Es un cisne negro en su conjunto, una caja cerrada de la que obtenemos resultados  pero a cuyo interior es imposible acceder para desmenuzarla en sus componentes, analizarlos y luego copiar su funcionamiento para reproducirlo a voluntad. Eso es total y absolutamente imposible, salvo que hagamos una serie de simplificaciones tan brutales que sólo sirvan como ejemplo de como no funcionan las cosas en realidad. La economía no sólo está condicionada en muchas ocasiones por el azar y los sucesos altamente improbables, sino que cuando no es azarosa es caótica y resulta en un ovillo imposible de desenmarañar, salvo que hagamos la ímproba tarea de ir cortando trocitos para después anudarlos en un nuevo cordel que sólo presuntamente es el mismo que teníamos al principio. Trampa, trampa, trampa.

Y esa es la razón por la que los economistas son los nuevos hechiceros de la tribu, poseedores de un oscuro y artificioso conocimiento que ocupa toneladas de literatura, otorga cátedras en prestigiosas universidades y copa los sillones de gobiernos e instituciones económicas. En lo más profundo de su ser, e igual que el hechicero que subyuga a su tribu con trucos que sólo él conoce pero que son totalmente inefectivos, los economistas deben acostarse cada noche con la sensación de ser unos grandes y bien retribuidos estafadores. Un colectivo poderoso pero cuyo "conocimiento" está teñido de irracionalidad y anticiencia, y que aún así mueve el mundo del siglo XXI con el combustible de su irracionalidad. En este sentido, la economía se parece mucho más a la magia y sus invocaciones que a cualquier ciencia que se precie.

No quiero acabar esta entrada sin dar una imagen de la magnitud del problema con el que se enfrenta la economía para que así cualquier lector pueda darse cuenta cabal del punto de fraude que existe en toda la teoría económica matemática. Existe en física clásica un problema conocido como el problema de los tres cuerpos. Consiste en determinar, en cualquier instante, las posiciones y velocidades de tres cuerpos, de cualquier masa, sometidos a su atracción gravitacional mutua y partiendo de unas posiciones y velocidades dadas. Sus condiciones iniciales son sólo 18 valores. Pues bien, este problema es irresoluble por el método general, y además algunas de sus soluciones aproximativas son caóticas. Con este ejemplo quiero poner de manifiesto que el mundo real es de una complejidad extraordinaria incluso en temas aparentemente tan sencillos como tres bolas de billar moviéndose por el espacio, y que lo único que podemos hacer para enfrentarnos a ello son aproximaciones basadas en métodos tangenciales o incluso mediante la fuerza bruta numérica, ahora que tenemos ordenadores muy potentes. Pero que existen muchos problemas físicos, es decir, deterministas, para los que no existe una solución general, en el sentido de una fórmula que permita introducir unos datos y obtener unos resultados ciertos de forma inmediata.

En la economía real tenemos muchas más variables y cientos de valores iniciales de partida que en el problema de los tres cuerpos. La tarea de definir la evolución de una economía es infinitamente más compleja, abstrusa e inabordable que cualquier problema físico conocido y, sin embargo, miles de economistas pertrechados con sus modelos matemáticos pretenden dibujar el futuro de la economía mundial con más anhelo que acierto. No son nada más que agentes de una entelequia que se autosostiene por la ignorancia general de los ciudadanos, por el oscurantismo corporativista de su lenguaje para iniciados, por la reverente credulidad de los medios de comunicación, pero sobre todo por la maquiavélica conveniencia de los políticos, que han hecho de la economía el santo grial del arsenal de manipulación del que disponen para someter a los ciudadanos sin tener que recurrir a la violencia.

Lo dicho, ahí tenemos a los nuevos brujos de la tribu.

martes, 20 de noviembre de 2012

20-N


La de hoy es una fecha doblemente significativa. En cuanto a efeméride reciente, se cumple justamente un año del asalto al poder del Partido Popular.  Un año que da para muchas reflexiones que se pueden objetivar al margen de cualquier sintonía o aversión que produzcan las siglas del partido gobernante.

En el campo de las evidencias hay una que resalta cual letrero luminoso: el PP se halla cómodamente instalado en un ejercicio brutal del poder que le confirieron las urnas, una auténtica apisonadora política que justifican bajo el espinoso –y más que dudoso- lema de que no hay otra alternativa. Eso les permite continuar con sus políticas de ajuste sin el más mínimo remordimiento, reforzados además por la pasividad del otro gran partido estatal, que se balancea entre la culpabilidad de siete años de desmadre y el sentimiento de desintegración de sus bases electorales.

Sin embargo, no se debe olvidar que el cansino sonsonete de que no hay otra alternativa no es más que un repetitivo mantra, asumido como dogma político, pero que nadie ha tratado de justificar, de forma científica, desde el gobierno. Conste que la forma científica de atacar un problema consiste en formular una hipótesis, aportar los argumentos, y tratar de refutarla comparándola objetivamente con otras hipótesis explicativas. Desde esta perspectiva, la refutación se convierte en el arma fundamental con la que se puede acometer cualquier teoría, y es la base del método científico. La falsabilidad, que decía Popper.

Resulta cuando menos curioso que en el ámbito de las humanidades, que es el que nutre al grueso del cuerpo político, se desconozca hasta el extremo que cualquier línea de actuación que pretenda calificarse como seria, ha de abordar el problema de la formulación de hipótesis y de su falsación objetiva para poder ser valorado adecuadamente. Esta supina ignorancia de los políticos, que se limitan a enfatizar en sus perversos dogmas, cuaja como nieve invernal en la inmensa mayoría de la población, que no sólo es tan ignorante como ellos, sino que además se deja seducir por el vacuo discurso, pero bellamente retórico, de la pétrea chusma que nos gobierna, obviando el hecho incuestionable de que una mentira repetida 1000 veces sigue siendo una mentira, por mucha convicción que se ponga en su propagación.

Se me antoja bastante chusco que, al margen de algunas especulaciones no muy bien fundadas y aún peor explicadas,  nadie ha acometido de forma ecuánime, racional y objetiva los posibles escenarios que se darían en función de diversas alternativas económicas con las que afrontar la crisis. Y me refiero a dar explicaciones pormenorizadas y con números en la mano de lo que sucedería si se aplicara uno u otro modelo anticrisis.

A lo más que hemos llegado es a sombríos vaticinios, pero sin un solo cuadro numérico exhaustivo que los justificara; cuya alternativa consiste en tomar la tangente de asumir que esto es lo que exigen nuestros socios comunitarios, como si las exigencias a un pueblo teóricamente soberano fueran suficiente justificación para el desmantelamiento de la base sobre la que se asienta un estado de derecho, que es a lo que en definitiva estamos asistiendo.

Al menos, de entrada no parece que estar al borde del 25 por ciento de desempleo, con el consumo interior paralizado y la destrucción de porciones muy significativas de la economía nacional, que se traducen en una clarísima estanflación propiciada por las medidas gubernamentales, parezcan argumentos sólidos para afianzarse en la hipótesis sobre la que trabaja el PP. Sobre todo si se considera que todas las escuelas económicas, sea cual sea su orientación política, afirman que la conjunción de depresión económica e inflación es la peor de las circunstancias a las que puede verse abocada una nación. Y que justamente eso es lo que tenemos entre las manos un año después de la ascensión de Mariano y su séquito a los cielos políticos.

Sin embargo, no voy entrar en las acaloradas discusiones que tienen nuestros dirigentes sobre la bondad o maldad de las medidas que se adoptan semana sí, semana también, para contener el hundimiento de la nave España. Lo que cuestiono es la falta absoluta de transparencia, y sobre todo, la falta de una metodología eficaz para poner sobre el tapete de la opinión pública, las consecuencias reales de una u otra política económica. La cuestión es tan sencilla como confrontar los modelos de forma numérica, no con elucubraciones porcentuales como las estamos viendo. No me diga usted, señor ministro, que si no se pone en práctica tal o cual mecanismo de contención, la economía caerá un 20 por ciento: muéstremelo, que no soy idiota. A diferencia de usted, tengo una titulación en ciencias, y estoy muy capacitado para entender series de datos, proyecciones, regresiones, desviaciones y varianzas. Y si usted, señor ministro, no quiere o no sabe explicarlo, ya lo haré yo en mi círculo, con palabras y datos que puedan entenderse y que puedan difundirse adecuadamente.

A la opinión pública no se la forma con artilugios tipo deus ex machina, pues eso es pura manipulación oscurantista. Cual nuevos alquimistas, los gobiernos ensayan con su pócimas económicas bajo presupuestos casi mágicos, en el  sentido de que no se han dignado justificar ni un solo dato con los que abruman a los medios de comunicación y a sus destinatarios. Gobernar así es muy fácil, pues se ocultan las causas de las decisiones que se adoptan bajo impenetrables cortinajes, y en última instancia se culpa a la troika comunitaria de tener las manos atadas, vieja argucia consistente en referir los problemas al enemigo exterior, un enemigo nebuloso y omnipotente contra el que nada podemos hacer.

Regresamos así a formas de gobierno de cariz medieval, que surgen de una especie de inspiración divina, insufladas de misterio e irracionalidad, pero dogmáticamente asumidas y sobre todo, incuestionables. Como los médicos del siglo XIII, persisten en sus sangrías al enfermo pese las evidentes muestras de que el enfermo agoniza, cada vez más debilitado por sus recetas.

Aún más, si tratamos de ser sensatos y seguimos con la analogía médica, hemos de convenir –absolutamente todos- que esta enfermedad es la primera vez que se manifiesta en la historia de la humanidad, y además con carácter epidémico. La crisis de 1929 no tiene ningún parangón con esta, ni por sus causas primeras, ni por la estructura socioeconómica del cuerpo enfermo. Así que una de dos, o están aplicando  un tratamiento antiguo a un problema nuevo, usando el método de la analogía, o bien están efectuando un ensayo clínico experimental y revolucionario. En el primero de los casos, el asunto es tan peliagudo como si se hubiera atacado la pandemia del SIDA con el tratamiento para la sífilis, partiendo de la base de sus analogías de transmisión y difusión venéreas. O sea, una absoluta idiotez. En el segundo de los casos, no debe olvidarse que el experimento afecta a países enteros, y que como todo ensayo, tiene riesgos muy altos de resultar   muy peligroso, cuando no letal.

En todo caso, nuestros gobernantes están jugando con fuego. Aprendices de brujo, les llamé una vez. Y vuelvo a hacerlo porque estoy prácticamente convencido de que lo que le están haciendo a España (Grecia, Irlanda, Portugal, Italia y suma y sigue), no es más que un experimento colosal que presentan como una fórmula mágica, igual que los charlatanes del viejo oeste vendían su crecepelo. Y de eficacia igual de dudosa, al menos hasta que no se dediquen a modelizar datos pura y simplemente, dejando de lado las exigencias estrictamente políticas de determinados inversores, llamados eufemísticamente mercados.

Porque la realidad subyacente a todo esto reside  en que al parecer nadie ha reparado en que ser inversor comporta riesgos, y que el principal de ellos es la pérdida de la inversión, que es el escarmiento y recompensa de quienes extreman su codicia más allá de lo razonable. Pero a lo que estamos asistiendo es a una situación en la que el “inversor” nunca pierde nada, o lo que es lo mismo, estamos jugando con cartas marcadas. Marcadas por los gobiernos que afirman que si los inversores pierden, decaerá la confianza en nuestro país y nadie nos prestará dinero.

Pasando por alto el hecho de que en estos momentos ya nadie nos presta dinero, o que si lo hace es a tipos de usura, no hay que olvidar que las quiebras, suspensiones de pagos y otras figuras por el estilo son fenómenos harto frecuentes en la vida económica, y que, pese a lo traumático de la experiencia, no tienen mayor importancia si se aprende la lección. La esencial: no tener una economía apalancada en el crédito y aprender a autofinanciarse. Algo que algunos economistas valientes ya han señalado obstinadamente: a los únicos a quienes interesa que los estados vivan endeudados y recurriendo al crédito externo es a los grandes grupos inversores internacionales. Curiosamente, la mayor parte de los cuadros económicos de los gobiernos occidentales se nutren de miembros de esos grandes grupos. Como muestra un botón: nuestros ministros de economía y de hacienda, respectivamente. De lo que se deduce que los responsables económicos de los gobiernos europeos padecen un auténtico conflicto de intereses que se resuelve sistemáticamente de forma unidireccional: en contra de su país, que a fin de cuentas es una especie de entelequia menor frente al colosal poder de los mercados que les han creado, formado y dado empleo anteriormente, y que les acogerán de nuevo en su seno cuando concluyan su labor política.

En conclusión, me temo que lo que sucede no es un problema económico, sino el resultado de la doble interferencia política y de conflictos de interés en el seno de la economía. Dicho de otro modo: el problema económico se hubiera resuelto de otra manera si no hubiera sido precisamente por los intereses confrontados de los gobernantes respecto a sus ciudadanías. De la lealtad primera de los políticos hacia “los mercados”, sacrificando para ello a “su pueblo” sin pestañear; eso sí, conveniente envueltos en sus relucientes banderas y enseñas nacionales, no fuera que se les vieran las vergüenzas inoportunamente.

Resulta penoso y significativo que el simbólico 20N que trajo el fin de la dictadura a esta triste Hispania, se haya teñido ahora con los colores de una nueva dictadura, más sutil pero no menos brutal: la dictadura de los economistas políticos al servicio de intereses extranjeros. Menudo panorama.

sábado, 17 de noviembre de 2012

Ruido

En la desigual  carrera entre la inteligencia y la estupidez que se desarrolla en el limbo digital en que se ha convertido la world wide web, nos encontramos con un problema de saturación que será el quid de la cuestión respecto a cómo podrá sobrevivir Internet en el futuro sin convertirse en una herramienta absolutamente inútil para el progreso de la razón y el conocimiento. Con cada vez mayor frecuencia nos encontramos con que mensajes claramente irracionales, sobre todo en el ámbito científico y tecnológico, pero también en el social y político, están encontrando una difusión que ya hubieran querido para sí las mentes más oscurantistas y retrógradas de todos los siglos pasados.

Hemos llegado a un punto en el que estudiosos de la web calculan que menos del uno por ciento de los contenidos web son veraces, cuando no francamente tóxicos. El  flujo de desinformación penetra con mucho mayor caudal que las páginas bien informadas, y como el acceso a la red se ha globalizado y democratizado (en el sentido peyorativo de la expresión), nos encontramos que todas las formas de intoxicación mediática florecen de un modo alarmante. Son las flores del mal.

Porque la ausencia de una entidad global que pueda calificar formalmente los contenidos de Internet  en atención a su veracidad y racionalidad favorece descaradamente la proliferación de páginas que contienen graves falsedades, o que dan por verdaderas hipótesis -cuando no meras especulaciones- que no han sido debidamente contrastadas.Y lo peor de todo es que la mayoría de los usuarios las engullen sin siquiera plantearse las contraindicaciones que comporta una actitud tan acrítica.

La situación es especialmente alarmante en los contenidos relativos a salud, medicina, tecnología y medio ambiente, pero se extiende prácticamente a todos los niveles del conocimiento, la cultura y las ciencias sociales. Existen muchas voces de alarma al respecto, porque demasiadas de las innumerables webs perniciosas son leídas por miles de personas que creen a pies juntillas sus aseveraciones y practican sin pudor alguno sus recomendaciones más irracionales.

Estamos volviendo, merced a la red global, a una época a medio camino entre el oscurantismo medieval y el pseudoprogresismo new age, ambos equidistantes en su nivel de estupidez rampante. Baste decir que  un tercio de la población estadounidense se declara abiertamente creacionista y que considera la evolución como una mera teoría no verificada. Realmente impactante.

La cuestión radica en que antes de la era digital, publicar y difundir ideas tenía un coste relativamente elevado. Por ello, las instituciones que se encargaban de la tarea de recopilar y publicar el conocimiento humano se cuidaban muy mucho de difundir ideas estrafalarias o claramente mendaces. El conocimiento procedía de las élites bien instruidas, y los aventureros de lo irracional debían conformarse con explotar la marginalidad de las clases iletradas y  crédulas, ávidas de fantasías inverosímiles. Sin embargo, hoy en día tiene más visitas cualquier página de algún iluminado gurú de la vida sana, por poner un ejemplo, que la de más importante revista seria de divulgación alimentaria.

Actualmente montar un página web tiene un coste ridículamente bajo en comparación a una edición impresa de un libro o una revista, y cualquiera puede comenzar a difundir atrocidades de todo tipo a nivel mundial. Y quedarse tan ancho. Mejor aún, puede incluso enriquecerse extraordinariamente merced al sistema de publicidad imperante en la red, donde la retribución económica procede básicamente de la publicidad. Una publicidad cuyos agentes únicamente tienen en cuenta el número de visitas a la página, pero no la autenticidad de sus contenidos, de modo que a mayor nivel de estupidez sensacionalista, mayores ingresos. Estamos aviados.

Por eso también sobrevive mejor que nunca un tipo de prensa digital basada en la difamación y la mentira escandalosa. Mentiras tan audaces y brutales que sirven de reclamo para atraer más visitantes, de modo que incluso personas instruidas le hacen el flaco favor al conocimiento de visitarlas regularmente, aunque sea con el único fin de regocijarse con las animaladas que en ellas se escriben. Grave error, que sólo se traduce en mayores ingresos para las peores webs, las más sensacionalistas y truculentas.

A medio plazo -aunque me gustaría mucho equivocarme-  Internet acabará por perecer de su propio éxito si no se efectúa una regulación externa del sistema. Se convertirá en un mentidero atosigante, donde será dificilísimo encontrar entradas que realmente merezcan la pena, al margen de las webs académicas. Se argumentará que éstas han existido siempre, y que están libres de los efectos perniciosos que cito, pero de lo que se trata no es de acceder a webs para profesionales de un determinado sector, sino de que una Internet generalista merece que existan unos filtros, oficiales e internacionales, que clasifiquen a las webs según unas calificaciones razonadas y razonables, de modo que cualquier usuario pueda hacerse una idea de su valor real como fuentes de conocimiento antes de acceder a ellas.

En definitiva, me parece del todo punto imprescindible que a nivel global se cree una autoridad imparcial y equidistante, cuya misión sea la evaluación permanente de las webs y  su calificación de acuerdo con unos estándares de calidad que sean universalmente aceptados. De este modo, además, se obligaría a los propietarios de dichas webs a velar por la veracidad de sus contenidos, relegando a los aventureros carentes de escrúpulos al mercado marginal que realmente les corresponde, ya que dudo que los anunciantes invirtieran tan alegremente sus recursos económicos en publicidad  alojada en dichas páginas, so pena de ver considerablemente mermado su prestigio  y las ventas de sus productos.

El problema de Internet es que un medio no selectivo. Peor aún, es selectivo solamente en función del número de visitas a una web determinada, con independencia de su calidad global. El corolario de ello es que en pocos años, la red estará saturada de basura, y sucederá como con los canales de televisión de libre acceso, que han ido degradando sus contenidos gradualmente hasta servirnos una programación que es bazofia en el sentido más literal del término. Una bazofia de la que las personas con aspiraciones huyen como de la peste, y que las condena a contratar una televisión de pago si quieren aspirar a un cierto estándar de calidad. Si la selección darwinista consiste en la selección del más apto, con la dinámica actual resultará que la ciencia y el conocimiento se extinguirán en Internet en unos pocos años. No en el sentido literal, pero sí en el de que estarán sepultadas bajo tantos miles de páginas de pseudoconocimiento inútil, que rastrearlas y localizarlas será cosa de verdaderos especialistas, arqueólogos del conocimiento.

Posiblemente el futuro de Internet pase también por otra alternativa: una red libre y gratuita, llena de inmundicia inservible; y una red de pago, con contenidos filtrados al gusto del usuario,  y con unos niveles de calidad mucho más altos. Pero será una pena, porque de nuevo el acceso al conocimiento, a la racionalidad, y al debate de ideas en un marco razonable, veraz y constructivo, volverá a ser privilegio de muy pocos. Una oportunidad perdida para hacer de este mundo globalizado un lugar mejor para la instrucción de todos sus habitantes.

Como siempre se ha dicho en teoría de la comunicación, la relación entre la señal y el ruido ha de tener una proporción determinada para que el ruido no enmascare la señal y está pueda ser transmitida de forma que la información llegue correctamente al receptor. En Internet, lamentablemente,  tenemos cada vez más ruido, un ruido ensordecedor y absurdo, lleno de falsedades y estupideces, que no hace más que enmascarar la cada vez más débil señal de la inteligencia. El único medio de revertir este estado de cosas, consiste en amplificar la señal inteligente, y dificultar la difusión de ruido estúpido. Y eso sólo puede hacerse con un decidido impulso de los poderes públicos internacionales a favor de la creación de un organismo regulador.

No se trata de censurar ni de impedir la libre circulación de ideas. Se trata solamente de valorarlas por comparación con unos estándares generalmente aceptados, calificarlas, y hacer pública esa calificación de forma obligatoria, en todos los motores de búsqueda y en las páginas de inicio de las webs y de los blogs.

Me gusta pensar que somos muchos los que detestamos el ruido. Ojalá no esté equivocado y el futuro nos depare una world wide web más silenciosa.


miércoles, 14 de noviembre de 2012

El miedo

En este 14 de noviembre de huelga general plantada justo en medio de una campaña electoral catalana muy sesgada por las tensiones  entre soberanistas y españolistas resulta más palpable que nunca que lo que se ha instaurado definitivamente como motor de la política en España es el miedo.  El miedo a la más mínima movilización en un sentido que no sea el deseado por el poder político-económico; el miedo a cualquier alternativa creativa u original que desafíe las convenciones generalmente aceptadas en una Europa también dominada por el miedo, un miedo instigado por Alemania y sus satélites; el miedo a explorar otras formas de construir un país; el miedo reverencial a los poderes a los que una gran parte de la población ve como los protectores y guías que no son; el miedo a la ruptura del statu quo vigente en la Europa occidental desde la caída del muro de Berlín; el miedo prácticamente a todo lo que no sea inmovilismo total y absoluto. Un miedo que ya Baltasar Gracián plasmó como genuinamente español: “En tiempos de tribulación, no hacer mudanza”
Aficionado como soy a las analogías científicas, y en particular a las biológicas, no puedo resistirme a señalar que el miedo, que es un mecanismo saludable de preservación de los individuos y de las especies, tiene componentes extraños y que a veces son claramente contrapuestos. El miedo lo mismo puede paralizar –provocando una inmovilidad absoluta-, lo cual es una estrategia adoptada por diversas presas frente a depredadores que sólo reaccionan ante el movimiento. Pero el miedo también puede preparar para una reacción de huida; o lo que es más relevante para el caso que nos ocupa, puede generar una reacción de ferocidad extrema cuando la teórica presa se encuentra acorralada en un callejón sin salida. Cualquiera  que haya intentado cazar una rata sabe a lo que me refiero, y si no lo sabe, mejor que no trate de experimentarlo.
Así que el miedo provoca conductas paradójicas, según sea la naturaleza de su causa, la intensidad de la señal, la percepción del riesgo y otros factores, pero lo interesante en diversas especies, y muy claramente en la humana, es constatar que el miedo puede devenir en rabia descontrolada, en una explosión de furor que se lleve por delante a todos los estamentos establecidos. Por ello, jugar con el miedo de toda una sociedad es emular al doctor Frankenstein, con el grave riesgo de que la criatura se desmande y resulte imposible contenerla. Y una sociedad a la que ya no paralice el miedo es un ente temible, revolucionario.
El miedo siempre favorece a la derecha, obviamente. Cualquiera que sea la estructura política de un país, el ala derecha siempre representa el inmovilismo, el que nada cambie si no es en beneficio de unas élites minoritarias. Por tanto la derecha utiliza el miedo como herramienta política sistemática. Tanto da que se trate del PP español, como del PC chino: ambos tratan de gobernar con el miedo como ancla de un sistema claramente derechista (por más que en China el partido se proclame “comunista”). Un miedo que en el caso chino se manifiesta en la más que probable utilización de la fuerza y la represión para dominar a los disidentes; y en el caso del PP y sus adláteres mediáticos  mediante la provocación del miedo cerval al cambio en los sectores más vulnerables de la sociedad, a saber, en los jubilados y en la clase media-baja, de escasa formación y que normalmente se encuentra en situación de precariedad laboral.
Y ya que menciono a las compinches mediáticos del miedo, en  algunos casos como el de “tabloides” tipo La Razón o La Gaceta la cosa llega a extremos que serían hilarantes, si no fuera por la terrible constatación de que muchos ignorantes se creen a pies juntillas sus dinamiteras primeras páginas y editoriales (hago un inciso para aclarar que utilizo el término tabloide no por el formato de esos diarios, sino por sus insultantes contenidos, más propios de la prensa sensacionalista británica. En todo caso, asumo que su mejor formato sería el de rollo de papel higiénico: tal vez así resultarían útiles en algún sentido a las personas normales, entendiendo por normalidad la posesión de cierto criterio y juicio crítico).
Ciertamente el PP siempre me ha parecido una formación política detestable y peligrosa, por los muchos tics autoritarios, cuando no netamente fascistoides, que ha exhibido durante sus años de mandato; pero más triste que eso me resulta que sea incapaz de articular un discurso político sobre la ilusión por un proyecto de futuro. Desde que ganó las últimas elecciones generales y, dicho sea de paso, perdió la posibilidad de configurarse como un partido realmente moderno, alejado del franquismo y del neoliberalismo extremo por igual, lo único que motiva a los dirigentes del PP es el miedo. No el suyo, sino el que tratan de infundir a la población en general, en todos los ámbitos, en todos los frentes, de todas las maneras posibles.
Nos tienen pues, así, como conejos inmóviles frente al lobo, esperando a que nos asesten el mordisco definitivo en la cerviz. Y ellos, los lobos del PP, tan ufanos, aullando  su poder a los cuatro vientos, y llenando titulares con sus barbaridades apocalípticas, como si lo que estamos viviendo no fuera ya un apocalipsis del sistema social y económico que surgió de las ruinas de la segunda guerra mundial.
Y además debemos asumir que de las cenizas de esta sociedad no renaceremos cual ave fénix, que es el cuento que pretenden hacernos creer los dirigentes del PP y sus amigos neoliberales, sino que nos espera un futuro mucho más oscuro y complicado del que nos sugieren. Ellos hablan de la senda para relanzar la economía, pero saben perfectamente que esa senda quedará sembrada de cadáveres. Así pues utilizan todo su poder comunicacional para convencer a los ignorantes  -que son mayoría- de que su receta es la correcta, y que cualquier otra es la vía directa al Armagedón definitivo.
El problema es que ni ellos mismos saben cuál será el resultado de su receta. Como los antiguos alquimistas, trabajan a ciegas partiendo de unos supuestos que nadie ha podido confirmar ni reproducir, porque nunca en la historia se ha dado un cuadro semejante al que estamos viviendo hoy. Son solamente aprendices de brujo que pretenden ser dioses, y así lo fingen ante nosotros. Y encima nos conminan a seguir su estela porque al final está la luz, una luz que sólo ellos ven, porque igual que lo fue Zapatero, ellos también son unos iluminados. Iluminados por la escuela de Chicago, menuda iluminación.
Y a medida que se confirma, cada vez más claramente, que de esta no saldremos ilesos siguiéndoles a pies juntillas, y cuando hasta el FMI empieza a discrepar de forma pública y notoria de las políticas que se están aplicando en Europa (nada me regocija más que ver a dos titanes de la derecha mundial enfrentados y exhibiendo plumaje y espolones como gallos de pelea), cada vez añaden unos cuantos litros más de esencia de pánico a su pócima, que no tiene nada de mágica: es un veneno hecho de miedo y mentiras.
Miedo y mentiras. Lo único que sabe administrar el PP a la ciudadanía de este país. Y cuando salgamos de esta, rotos anímicamente, fracturados socialmente y totalmente empobrecidos económicamente, con una sociedad más cercana a la de Mad Max que a la de un ideal de armónico equilibrio, aún nos dirán con sorna: “Lo veis, nosotros os hemos sacado de la crisis, aquí estamos, creciendo de nuevo”. Y no dejarán de tener su parte de razón, porque llegados al final de esta caída libre, solamente queda el suelo, y no hay más remedio que despanzurrase o rebotar. Así que el PP, parafraseando el chascarrillo clásico y de incierta autoría,  nos lleva de derrota en derrota hasta el triunfo final; o de victoria en victoria hasta la derrota final, tanto da. Porque las derrotas serán para la ciudadanía; los triunfos, para los plutócratas, que serán los dueños de las migajas que queden de un estado que un día se llamó del bienestar.
Y conste que no me parece importante ser parte de los ciudadanos derrotados por las indignantes estrategias del miedo del PP y sus tropas de choque mediáticas. Lo que me parece importante es que si nos derrotan con su ponzoñoso miedo, sepamos por qué ha sido, y que si caemos, lo hagamos proclamando a los cuatro vientos las mentiras que sistemáticamente utilizan para tratar de perpetuar a los depredadores de su especie, auténticos Aliens de la política, por los siglos de los siglos.
Aunque lo mejor sería que dejase de atenazarnos el pánico al futuro y nos enfrentáramos a ellos y a sus mentiras como se merecen: con arrojo, con entereza, con rabia y con la voz bien alta. Que nos dejásemos de parálisis conejil y que empezáramos a repartir mandobles, metafóricos y de los otros, si llegara el caso. A  fin de cuentas, nuestra sociedad se me antoja cada vez más parecida a aquellos trenes cargados de judíos que llegaban a Auschwitz o Treblinka: resignados, pasivos, callados, incapaces de rebelarse. Aceptando su destino, el único camino posible, les decían. Lo mismo que a nosotros.
Así les fue. Así nos irá.

sábado, 10 de noviembre de 2012

En campaña

El otoño de 2012 se está caracterizando por una frecuencia extraordinaria de campañas electorales. Nada en contra -dios me guarde- de la difusión de los escarceos electorales, tanto nacionales como foráneos, con la que nos han obsequiado desde todos los medios de intoxicación de masas. Formo parte de ese grupo de los que no necesitan publicidad política para tener definida mi posición en cada convocatoria electoral, pero admito -aunque no la alcanzo a comprender- la posible existencia de ese 25 por ciento que se supone como masa de indecisos a la hora de expresar sus preferencias políticas en las urnas.

Sin embargo, hemos llegado a un punto de paroxismo en el gasto de las campañas políticas que difícilmente puede justificarse de forma racional. Cuando se lee, no sin perplejidad, que en las elecciones norteamericanas los dos candidatos en disputa se han pulido la nada despreciable cantidad de 1.500 millones (y da la mismo que sean millones de dólares que de euros, porque la cifra es astronómica en ambos casos), uno se empieza a cuestionar si no se habrá entrado ya en la era de la irracionalidad política absoluta, caracterizada por una maquinaria mediática hipertrófica cuya razón de ser habría que cuestionar desde la base misma del proceso democrático.

Muchas analogías veo con la ahora denostada carrera armamentística de la guerra fría, un proceso en el cual los arsenales se expandieron geométricamente como simple medida disuasoria para exhibir frente al enemigo hasta que resultó totalmente imposible, además de ridículo, mantener unas dotaciones de armas que bastaban para destruir varias veces el planeta. Una escalada que sirvió única y exclusivamente para enriquecer a los plutócratas del complejo militar industrial a costa de unos déficits públicos astronómicos, que pagaba religiosamente la gente de a pie, so pretexto de un equilibrio a todas luces inestable y que se podía alcanzar de otra amanera mucho más sensata. 

Los biólogos ya han señalado reiteradamente que las carreras armamentísticas evolutivas entre depredadores y presas tienen lugar siempre que la relación de costes y beneficios sea admisible para las especies involucradas, pues se llega a un límite en el que el coste del perfeccionamiento de la dotación ofensiva o defensiva de una especie en particular se hace a costa de otras funciones vitales del organismo, con lo que se pone en peligro la propia supervivencia. Como corolario se tiene que nada es gratuito en la selección natural, de modo que si, por ejemplo, una especie incrementa su velocidad de forma indefinida a lo largo de generaciones, lo será  hasta el límite en que la velocidad ponga en peligro su propia subsistencia, en forma de lesiones graves en las extremidades que le impidan la huida o la persecución. De modo que en estado natural, ninguna carrera evolutiva lo hace por la misma vía de modo indefinido, sino sólo hasta el punto que alcanza el límite del coste admisible. A partir de ahí, hay que buscar otras vías alternativas para cazar o tratar de evitar ser cazado.

Sin embargo, en el mundo de la política no parece haber fin a esa carrera de gasto desmesurado en las campañas publicitarias. Teniendo en cuenta lo que se juegan, que es el poder mangonear a gusto una nación durante más o menos cuatro años, resulta comprensible el encomio y el empeño que ponen en ello, pero si ponemos el acento en el hecho de que la política es más o menos bipartidista en casi todo el mundo desarrollado, y que las dos formaciones principales suelen medir sus fuerzas de forma más o menos equilibrada, nos encontramos con que una escalada publicitaria campaña tras campaña no conduce a nada bueno. Salvo que se considere beneficiosa la hipertrofia de los aparatos políticos publicitarios.

De entrada, todo este show es criticable por la inmoralidad que se trasluce en el fenómeno de que dos candidatos se disputen la presidencia de un país a golpe de talonario. Como si la democracia fuera una cuestión de quien es más rico, que es lo que uno intuye apesadumbrado cuando, como simple espectador, se dedica a analizar la saturación mediática a la que nos someten a medida que avanza la campaña y los sondeos se ponen "al rojo vivo", a mayor gloria y beneficio de los promotores de campañas, agencias de publicidad y empresas de análisis de mercados, que son quines se forran literalmente con este cuento.

Y todo por el voto de una cuarta parte del electorado, que es el porcentaje de indecisos que más o menos se estima que es el destinatario de tan masivo bombardeo. En las elecciones norteamericanas han votado unos 105 millones de ciudadanos, así que pongamos que en números redondos, la campaña efectiva iba dirigida a 25 millones de indecisos. Así que cada voto penosamente arrancado a ese titubeante electorado ha costado unos 60 euros por cabeza, lo cual resulta deprimente se mire como se mire, teniendo en cuenta las muchas personas que en el mundo viven con menos de un euro al día. Pero la pregunta del millón, la cuestión auténticamente incendiaria para cualquiera dotado de una mínima intuición y sensibilidad, radica en saber cuándo y dónde parará esta escalada brutal de los costes de campaña: ¿cuando cada voto efectivo cueste 100 euros?¿500 euros?¿1000?. Dicho de otro modo, ¿cuándo los costes serán prohibitivos y obligarán a un replanteamiento de las estrategias de campaña  que motiven a los líderes políticos a buscar otros métodos más racionales y económicos para difundir su mensaje?

Una cosa está clara: tiene que existir un incentivo para dejar de gastar de forma tan abusiva en los campañas electorales. Un incentivo que sea equivalente para los dos partidos en liza, porque de hecho, todos saben que si existiera una especie de limitación del gasto máximo -digamos 50 millones por partido- el resultado habría sido exactamente el mismo. En estas luchas de titanes, cada vez más parecidos a ese callejón sin salida evolutivo de los elefantes de mar, que han llegado a pesar mas de tres toneladas simplemente para disputar a otro macho de  tres toneladas el privilegio de poseer una hembra de peso diez veces menor, cualquiera medianamente inteligente es capaz de apreciar que llegado un punto de saturación del mensaje, el efecto es mínimo, y que lo único que se hace es incrementar el coste exponencialmente para obtener un aumento infinitesimal del rendimiento (para quienes les guste la velocidad, algo muy parecido ocurre con los coches deportivos: a partir de determinada velocidad punta, el incremento de cada kilómetro adicional  precisa de un aumento exponencial de la potencia, y por tanto del consumo, hasta hacerlo prohibitivo).

Así que  los políticos - si fueran racionales, ay- deberían encontrar un método razonable para reducir los costes de campaña hasta el nivel de máxima eficiencia con el mínimo coste. Lo que se llama optimización, vamos. Pero al parecer no están interesados en ello. Y aquí es donde entra en juego el factor que a mi me parece más perverso de todas las democracias occidentales: el coste no lo asumen los propios partidos políticos, sino que las campañas se subvencionan, directa o indirectamente, por grupos que  facilitan la financiación solicitando el voto para tal o cual candidato. El caso más evidente es el de los Estudos Unidos, donde las donaciones privadas para las campañas son perfectamente legales e incluso se permiten agrupaciones llamadas PAC (Political Action Commitee) que recaudan fondos para un determinado candidato.

De este modo, se configura la lucha partidista como el enfrentamiento entre grupos de presión económicos que subvencionan las respectivas candidaturas y pagan gustosamente el escalofriante coste de elevar a un tipo cualquiera a la categoría de presidente de los Estados Unidos de América. Claro que también sucede  que esos comités de acción política no hacen nada gratis: son auténticos lobbies cuyo apoyo el candidato electo deberá remunerar más pronto o más tarde, en forma de concesiones de carácter político, social o económico. Lógico.

Lógico pero antidemocrático. Porque de este modo se configura la democracia como un sistema de varias velocidades, en los que unos electores -los gratuitos- son perfectamente prescindibles una vez concluidas las votaciones; y otros electores -los de pago- tienen una clarísima ventaja a la hora de ver satisfechas sus reivindicaciones, porque son los que firmaron un abultado cheque que aupó al señor presidente al cargo. Algún cínico dirá que eso es normal porque es lo que pasa con todo hoy en día: el cliente gratuito carece de derechos; para el cliente de pago todo son ventajas, sobre todo si es cliente clase premium, en cuyo caso tiene acceso garantizado a todos los beneficios del servicio prometido, copa de cava incluida. Claro que una cosa es la economía y otra la democracia. O tal vez no.

Porque lo que ya podemos constatar no es que sólo la política esté corrompida por los intereses de determinados grupos económicos, sino que es el propio mecanismo esencial de la democracia -la base sobre la que se asienta- el que ha sido atacado por el mercantilismo más puro, ante la total indiferencia de los candidatos (uno tiende a preguntarse si no es sólo indiferencia, sino ya una marcada complacencia ante el gasto desorbitado de las campañas, porque es de todos sabido que cuando concluya su mandato, ese mismo carrusel mediático-publicitario les permitirá vivir más que razonablemente bien del cuento de las conferencias, los asesoramientos, los sillones de los consejos de las grandes corporaciones y un variado sinfín de prebendas anejas al poder político.

Así que hemos llegado ya al sistema de la democracia entendida como un proceso mercantil más, con su diversas categorías de clientes, y su diversa gama de prestaciones. Vamos, que de hecho ya no somos ciudadanos, sino socios de un club de compras. Unos con la tarjeta básica, otros con la gold, y los menos, con la platinum, todo ello en función del gasto que hayamos hecho en la campaña electoral del triunfador. Así que si regresamos al asunto del incentivo por racionalizar el gasto creciente en publicidad política veremos que es inexistente, que ningún político tiene la menor motivación para reducir esa loca carrera de beneficios para unos pocos y de exclusión de la mayoría. Sinceramente, no puedo evitar la impertinencia de escribir que para eso era mejor la época en que los votos se compraban directamente y sanseacabó. Al menos todos tenían la oportunidad de sacar algo de tajada, y no sólo determinados grupos especialmente privilegiados.

A mi me parece que los políticos deberían volver a conectar con la ciudadanía asumiendo que al menos  tienen la obligación de salvaguardar la esencia de los principios electorales. El mecanismo electoral debería ser sagrado, y esa sacralización debe provenir de su imparcialidad. Cualquier mecanismo que desvirtúe  el principio de igualdad e imparcialidad del voto es una perversión moral y pone las bases del fin de la democracia. Debería actuarse con urgencia en todos los países democráticos para consagrar lo que a mi me parecen dos principios de salvaguarda esenciales de un proceso electoral limpio.

En primer lugar, ha de limitarse el gasto de cada campaña electoral mediante  leyes que limiten el coste de campaña en relación a un estándar fácilmente comprobable. Por ejemplo, un importe máximo por cada ciudadano con capacidad de voto. En segundo lugar, limitando la duración de las campañas. Hoy en día, con la profusión de las redes sociales, el acceso casi universal e internet y la globalización de los medios de comunicación, no es preciso que una campaña electoral dure más de una semana o diez días a lo sumo. Vivimos en un mundo saturado de estímulos publicitarios y de comunicación, por lo que ya no son necesarias aquellas viejas campañas electorales maratonianas con los candidatos desplazándose en caravana por toda la nación durante semanas para pedir el voto, como si fuera el Circo Ringling.

Salvo que realmente nos guste el circo y además pagar entrada por un espectáculo gratuito. En cuyo caso tal vez sigamos siendo ciudadanos, pero con toda seguridad seremos bastante estúpidos.

domingo, 4 de noviembre de 2012

Mi padre

Va acabando ya un año bastante aciago, no tanto por los desgraciados acontecimientos económicos y políticos que convulsionan a nuestra maltrecha sociedad, como por el tremendo número de fallecimientos de personas allegadas que han salpicado el calendario como goterones de lluvia intermitente pero reiterada. Es toda una generación que se va, la de los progenitores de muchos de quienes ahora estamos en la cincuentena, y nos dejan solos, huérfanos, en la primera fila del combate por la vida, sabedores de que los próximos seremos nosotros y de que ya no va quedando nadie tras quien escudarnos de tener que rendir cuentas definitivas de lo que habremos sido durante el tiempo que hayamos gozado de salud, de familia, de amigos y de oportunidades. Un excelente momento para recapitular y reflexionar sobre la figura de nuestros padres.

Siempre he creído firmemente que los homenajes, los tributos y los reconocimientos a las personas deben hacerse en vida. Así que hoy voy a escribir sobre mi padre, que ya octogenario espera, según sus propias palabras y con no poco sentido del humor, en el corredor de la muerte, viendo como ve los pocos personajes que aún resisten de su generación. De ese vacío físico, palpable, que se va creando alrededor de todo eso que damos en llamar "su vida". Un hombre que a medida que pasan los años, gana en mi admiración y respeto, pese a las muchas -incontables- diferencias de temperamento y opinión que siempre hemos tenido. Diferencias que a la postre no han conseguido empañar el amor y la devoción que me merece por su papel, luminoso y esencial, en mi formación como persona.

No voy a ser yo quien omita sus defectos, que eran notorios pero que no vienen al caso, no porque esto sea un homenaje, sino porque no influyeron para nada en mi formación. No soy persona amante de panegíricos, que me parecen muchas veces bochornosos, pero la aportación de mi padre a mi vida sólo se puede leer en positivo, por todo aquello que me ofreció en los primeros años de mi vida, y también en mi madurez. Y pese a que en mi adolescencia y primera juventud nuestras discusiones fueron legendarias, y yo le acusaba de falta de agresividad, determinación y beligerancia, tengo que admitir que su ejemplo me ha enseñado que es mucho mejor vivir en paz que de forma belicosa, aún cuando a uno le tomen por tonto.

Y es que mi padre ha sido tan excelente persona que muchos le deben considerar un tonto, porque jamás ha tenido un no para nadie, y siempre se ha comportado con todos, incluso con quienes le han maltratado, con una humanidad ejemplar. Su dedicación a los demás fue para mi patente cuando, en mi etapa como docente, tuve ocasión de conversar con antiguos alumnos suyos, que siempre le profesaron una admiración casi reverencial. Pero esa dedicación a los demás no era nada comparado con la que era capaz de dar a sus hijos.

Recuerdo de él como, en aquellos años del pluriempleo, se iba prontísimo de casa y como llegaba muy tarde y cansado, y como yo padecía y me enfadaba con él, porque siempre tenía algún momento de más para dedicar a algún alumno al acabar las clases. Y después, pese al agotamiento y al madrugón del día siguiente, nunca dejó de ayudarnos a mi hermana y a mi en nuestros estudios, por muy tarde que se hiciera. Nunca una queja, nunca una excusa, nunca un "ahora no". Siempre la luz encendida hasta altas horas de la noche, siempre a nuestro lado. Y siempre un corto fin de semana que no era suficiente para que mi padre se pudiera recuperar del todo.

Mi padre siempre se sentía orgulloso de sus hijos, lo cual llegaba a avergonzarme, porque no me creía merecedor de tanto orgullo y de tanta pasión. Adoraba a su familia y lo demás le importaba muy poco. De él aprendí -creo que sin que se diera ni cuenta- de que el triunfo profesional y social no son lo que definen la grandeza de una persona, sino su entrega a un ideal que las más de las veces no tiene premio ni remuneración. Un ideal que en su caso era su familia. Y que en ocasiones pudo convertirse en una realidad un tanto amarga.

Porque los hijos, casi todos, pasamos por épocas en las que nos caracteriza la ingratitud y el exabrupto, algo que era desconocido en el modo de ser de mi padre. He dedicado gran parte de mi edad madura a tratar de emularle en ese aspecto y para tratar de corregir esa tendencia que muchos tenemos respecto a nuestros padres, a mirarles con cierta superioridad y conmiseración, hasta que nos damos cuenta de lo heroica que ha sido su vida, su dedicación y su entrega a sus familias, renunciando a muchas cosas, sacrificándose por tantas otras. 

Recuerdo cuando siendo un niño andaba con él por la calle cogido de su mano, que se me antojaba fuerte como pocas, y que me hacía sentir que con un padre como él el mundo era un lugar mucho más  seguro. Y recuerdo como, mientras caminábamos de la mano, siempre  me explicaba cosas que me fascinaban, y como yo le escuchaba, admirado, siempre con ganas de aprender más y más de él. De mi padre aprendí la pasión por el conocimiento, por la ciencia y por el rigor de las cosas bien hechas. De mi padre aprendí que sin conocimiento y sin juicio crítico, no hay sabiduría posible. De mi padre aprendí a sopesar los puntos de vista ajenos y a tratar de respetarlos y refutarlos de forma objetiva. De mi padre aprendí que la irracionalidad es unos de los mayores enemigos de la humanidad. De mi padre también aprendí que la ambición personal por si misma, sin una meta elevada, es tóxica y las más de las veces, destructiva.. 

También debo reconocer todas aquellas otras virtudes de mi padre que no calaron lo suficiente en mí, y con las cuales no sólo yo sino muchos de quienes le han conocido estamos en deuda : su bonhomía, su temperamento alegre y tranquilo, su total ausencia de belicosidad, su calma y capacidad de reflexión, su infinita paciencia, su sentido del humor, su carencia absoluta  de soberbia, su modestia y humildad; así como los principios de su fe cristiana, que yo no he compartido pero que admiro por su convicción y coherencia.

En casa hubo durante mucho tiempo un pequeño marco con una lámina titulada "Lo que los hijos piensan de los padres" . Siempre me fascinó su contenido, que reflejaba sucesivamente los estados de opinión de un hijo respecto a su padre a medida que transcurrían los años. Siempre pensé, también, que yo no quería llegar a ser como el del último párrafo, casi epílogo, en el que a los sesenta años, el hijo exclama "Pobre papá, era un sabio. ¡Lástima que yo lo haya comprendido tan tarde!".

Creo haberlo comprendido a tiempo. Creo en la sencilla grandeza de este hombre, Josep Casas. El hombre con  quien he tenido el privilegio de contar durante gran parte de mi vida. Mi padre. Mi héroe.