Esta semana todo el mundo habla
de política, por el resultado de las elecciones catalanas. Se han dicho muchas
estupideces al respecto, unas bienintencionadas y más bien fundamentadas en los
deseos de cada cual que en la realidad objetiva. Lo que se da en llamar el
sesgo del observador. Otras, con considerable mala baba y peor fundamento, pero
no por ello menos habituales en la escena política.
Por eso hoy no voy a escribir de
política, sino de la irracionalidad que tiñe nuestras decisiones, para poner de
manifiesto hasta qué punto el enemigo
interior, como lo denomina Stuart Sutherland en su excelente libro
homónimo, nos domina continuamente en nuestra toma de decisiones. Somos mucho
más irracionales de lo que nos pensamos, sobre todo cuando elegimos de forma
intuitiva, emocional
o visceral. Que es precisamente lo que nos suele suceder cuando hacemos
elecciones políticas.
No es sólo una cuestión de
cultura, ni de conocimiento general o específico de las ideologías y programas
de los partidos que se presentan a las elecciones. Cualquier graduado en
ciencias políticas puede cometer los mismos errores irracionales que el
fontanero de la esquina, cuya formación al respecto se limita a las tonterías
con las que al respecto le atiborran los medios de comunicación. La
irracionalidad –el enemigo interior- no conoce ni de clases sociales ni de
niveles culturales, y afecta por igual a todos los seres humanos de todas las
condiciones. Es parte consustancial de nosotros, del funcionamiento de nuestra
mente y nos acompaña siempre.
El caso de las elecciones
catalanas es un buen ejemplo, vista la fragmentación del voto entre diversas
formaciones. Me voy a centrar en ellas, porque me permite poner en negro sobre
blanco muchas de las opciones irracionales que he podido observar en estos días
trepidantes. Existen muchos motivos racionales para votar a tal o cual partido,
pero hay algunos claramente irracionales, como los que expongo a continuación.
En primer lugar, es habitual
castigar duramente al partido gobernante en tiempos de crisis. El desencanto
por la adopción de medidas impopulares se traduce sistemáticamente en un
descenso considerable de votos al partido gobernante. Es la erosión del poder
en su grado máximo. Sin embargo, es irracional castigar al partido gobernante
cuando cualquier recambio no tendría mayor margen de maniobra. En una situación
de falta real de soberanía, como en Cataluña, cualquier partido en el poder se
encontraría en la misma tesitura, porque las decisiones trascendentes no se
toman aquí, ni en Madrid, sino mucho más lejos. En este momento de crisis nos
toca ser europeos por narices: cedimos parte de la soberanía en 1986 y ahora
queremos recuperarla, pero no es posible. En este sentido, es normal que ningún
partido quiera formar un gobierno de coalición con CiU porque el desgaste está
garantizado. Así que castigar a CiU no es más que una forma legítima pero irracional
de manifestar rabia y descontento.
En segundo lugar, es irracional
votar en unas elecciones regionales (permítaseme el concepto sin ánimo de
minusvalorar la autonomía de Cataluña) a partidos centralistas. Uno puede ser
muy españolista, e incluso muy anticatalanista, pero es harto demostrable que
tanto PP como PSOE siempre han tenido menos ministros de Cataluña que de otras
regiones en sus gobiernos, y ya llevan unos cuantos. Y como funcionario público
de largo recorrido profesional puedo asegurar que de ministros hacia abajo, el
déficit de cargos políticos de origen catalán es escandaloso durante toda la
andadura de la democracia. Si alguien duda de ello, puede consultarlo
fácilmente, los datos están ahí. Esto se ha traducido durante toda la etapa
democrática de España en una menor influencia de Cataluña en la toma de
decisiones políticas de lo que le corresponde por su peso específico en el
conjunto del estado. Y de ahí, en gran medida, el déficit fiscal, de
inversiones y de infraestructuras, comparativamente hablando. Ese déficit
afecta a todos los ciudadanos residentes, incluso a los que potencialmente me
odien por llamarme Jordi. Sus decisiones son irracionales, porque les restan
peso frente al resto de España.
Es legítimo, pero irracional,
votar a Ciutadans porque se quiere ser antinacionalista.
Por más que Francesc de Carreras –padrino político de Albert Rivera- y otros
muchos ilustres intelectuales abominen del mal del nacionalismo, no podemos
olvidar que todos los estados modernos son fruto de fuertes corrientes
nacionalistas cuyo flujo no ha aminorado con los años. Considerar trasnochado
el nacionalismo estaría bien si esa fuera la corriente general del mundo
occidental, pero mucho me temo que la cosa va en dirección contraria. Gran
Bretaña sigue siendo tan nacionalista y euroescéptica como siempre. Tres
cuartos de lo mismo ocurre con Francia. Y no digamos el rebrotar del
nacionalismo alemán, claramente teñido de voluntad hegemónica en la UE. Así que
deslegitimar el nacionalismo catalán por la vía de considerarlo absurdo y
trasnochado resulta cuando menos irracional, a la vista de que Europa sólo ha
podido construirse en lo económico, y aún así con considerables tensiones
nacionales –véase la enorme trifulca a cuenta de los presupuestos comunitarios
del 2013- y sigue siendo una quimera totalmente irrealizable la existencia de
unos Estados Unidos de Europa. Lo saben ellos y lo sabemos todos, así que la
pretensión de que sólo unos pocos renuncien a su nacionalismo en beneficio de
otros que no renuncian al suyo es claramente irracional. La oposición racional al nacionalismo no es el españolismo,
sino el internacionalismo. Me pregunto si el mismo entusiasmo de Ciutadans por
proclamarse antinacionalistas en Cataluña se mantendría en el supuesto de que
España tuviera que renunciar a su propia Constitución en aras de una
supraconstitución europea que transformara la Europa de los estados en la
Europa de las regiones, con la consiguiente pérdida de poder por parte de los
estados centrales. A lo mejor sí, pero en todo caso recomiendo a todos los que
creen que el nacionalismo es una estupidez trasnochada que se lean a Samuel
Huntington, y especialmente, su Choque de
Civilizaciones, que da unas cuantas claves muy vigentes al respecto, por
más que se publicó hace ya cosa de tres lustros.
Es irracional votar a CiU por
creer que así se refuerza la opción
soberanista. Nada más lejos de la verdad: ni por origen, ni por tradición, ni
por sus bases actuales puede decirse que CiU sea una formación auténticamente
soberanista. Históricamente, CiU ha ocupado el nicho del catalanismo de centro
derecha, es decir, muy nacionalista en conceptos como la cultura y la lengua,
pero mucho más tibio en la cuestión económica, que es la que de hecho define la
auténtica independencia. Y eso es así porque el sustento económico del
catalanismo político se vertebra bajo el imperio de entidades de peso y
renombre que no tienen nada de independentistas. Igual que sucede con el PNV.
Si alguien me pregunta con perplejidad porqué en estas elecciones CiU ha
apostado por la soberanía, muy gustoso se lo explicaré en otro momento.
Por la misma razón es irracional
votar a ERC en la convicción de que este modo apoye a CiU a conseguir la hegemonía
nacionalista. ERC lleva muchos años de partido bisagra entre sus aspiraciones
nacionalistas y su vocación de izquierdas. Hace años cometió un error
estratégico, aliándose con un PSC cuyo único dique de contención españolista
era Maragall. Desaparecido éste de la arena política, a ERC se le cayó la C por
un plato de lentejas. Ahora son muy conscientes de que se les puede caer la E
si se alían con CiU. La contradicción de Esquerra es que con sus siglas y
significado, un partido de izquierdas y nacionalista sólo puede tener voluntad
hegemónica. Muy hegemónica. No puede ser consorte ni comparsa de nadie. El
votante de ERC debe ser consciente de que el nacionalismo en Cataluña, como en
España, es más patrimonio de la derecha que de la izquierda. El
internacionalismo, que deviene de los orígenes fundacionales del socialismo,
sigue teniendo mucho peso en las formaciones de izquierdas. Eso socava la
estabilidad de cualquier alianza con CiU.
Siguiendo con los
independentistas, es irracional votar a CUP pensando que se consolidará en un
proyecto político a largo plazo. Por su origen y funcionamiento asambleario no
reúne los requisitos para convertirse en un partido político al uso, sino más
bien en una especie de plataforma política que movilice socialmente a los
sectores más independentistas de izquierdas hacia un partido con vocación
hegemónica. La CUP debería ser el vivero del independentismo que luego se habrá
de canalizar a través de otro partido mucho más poderoso, salvo que aspire a un
erigirse en dueña de un espacio marginal, como
Ciutadans, por mucho que en esta ocasión haya triplicado sus escaños.
Es irracional votar a Iniciativa
en la convicción de que representan un verdadero poder en cuanto a una política
de una izquierda ecológica, en
contraposición a la imagen tradicional de la izquierda industrial y obrera. La
virtud y el mayor problema de todos los ecopartidos es que sus tesis se van
incorporando paulatinamente a los programas de las demás formaciones políticas,
lo cual les va vaciando de contenido propio y les obliga a radicalizar sus
posturas hasta convertirlos en extremistas medioambientales y sociales. Son
formaciones que actúan como fábricas de ideas políticas que otros harán suyas
en el futuro. De ahí su virtud, pero también su debilidad, pues como todos los
pioneros, abren caminos que otros trillarán más y mejor.
Pero en definitiva, lo más
irracional de todo cuanto está sucediendo se encuentra en la múltiple
adscripción que representan izquierda, derecha, Cataluña y España para los
partidos y el electorado. La fragmentación del espacio electoral catalán
proviene de intentar esa extraña cuadratura del círculo. De esas cuatro
opciones básicas en la política catalana sólo pueden salir soluciones
fragmentarias y parciales, que en el futuro no tendrán la mayoría suficiente
para tirar adelante sus proyectos en solitario. La única opción racional es la
transversalidad.
Algo que intentó en su etapa
fundacional Ciutadans: alinear un eje españolista pero indiferente a los
conceptos tradicionales de izquierda y derecha. La idea era buena, pero se
torció hace unos años, cuando el partido se redefinió como de centro-izquierda,
para disgusto de un buen número de militantes que se dieron de baja. Algo que no se ha intentado en el otro eje
posible: el del nacionalismo. Un partido transversal nacionalista que no se
defina de derechas ni de izquierdas, y cuyo único objetivo sea conseguir la
independencia real (no la pantomima de CiU) y después disolverse para dar paso
a los tradicionales partidos de izquierdas y derechas ya en un campo de juego exclusivamente
catalán. Si se prefiere podemos usar otro símil que aprendimos todos en la
escuela: en un sistema de dos ecuaciones con dos variables independientes, se
trata de despejar primero una de las incógnitas y solucionar después la otra. Las
dos no se pueden resolver simultáneamente.
Porque el tablero de juego
catalán es un ajedrez de cuatro esquinas. O sea, un lío en el que todos se
debilitan mutuamente y en el que nadie destapa sus cartas con claridad por
temor a perder el reducido espacio político que ocupan. Ante la cuestión de ser
catalanista o españolista, o ser de derechas y de izquierdas, la opción
racional para los soberanistas sería aparcar uno de los dos ejes y centrarse
sólo en uno de ellos, aglutinar el máximo de fuerza posible y derrotar de forma
clara al contrario. Y el único eje que puede aparcarse es el de la tradicional
distinción entre derecha e izquierda. Lo que habría que debatir es si existe en
Cataluña la menor posibilidad de que las fuerzas nacionalistas se alíen para
construir el frente catalán que podría darles la independencia.
Por supuesto que, siendo la única
decisión totalmente racional que podrían adoptar, resulta altamente improbable
en el escenario político de Catalunya. Seny
sí, pero no tanto.