jueves, 27 de noviembre de 2014

Mundos distópicos

El conflicto entre los defensores de la legalidad, esos talibanes del orden establecido, y los partidarios de la ética, esos sospechosos habituales de minar el orden establecido, no es exclusivo de este país. Por desgracia para el género humano y regocijo de ese Dios que, de existir, debe divertirse de lo lindo con los delirios de sus criaturas, suelen ganar los primeros por goleada año tras año, era tras era, desde el inicio de los tiempos.

Mucho puede aportarnos nuestro entorno, presuntamente avanzado, de estados que presumen de derecho (ya ni me atrevo a usar el término “democráticos”) y que por la vía del imperativo legal están consiguiendo destrozar el tejido social al que pretenden amparar, so pretexto de que la legalidad que conciben sus dirigentes es tan sagrada e intocable como las tablas de la ley que libró Yavéh a Moisés en un arrebato legislativo digno de mayor encomio.

En fin, que en todas partes cuecen habas, y en todas se les pasa el cocido y les queda un mejunje pastoso que sus cocineros, aún así, nos muestran como una alta creación culinaria y exégesis de todos los beneficios salutíferos para el alma de este vapuleado cuerpo social. Manda cojones para que a estas alturas, y con tanta insistencia en la democracia, la constitución, la madurez democrática, el estado de derecho y unas cuantas zarandangas más, pretendan hacernos un alisado japonés de las circunvoluciones cerebrales a fin y efecto de que nuestro pensamiento sea más acrítico que el de una morsa. O una Soraya, que es la que da la cara en España por las majaderías de su gobierno, y encima se las cree, con esa pinta de alumna aplicada de primera fila de pupitres.

Las cosas como son, y los judíos a la suya. Con un considerable sesgo interpretativo de lo que debe ser un estado de derecho, pretenden constituirse en “estado judío”, con todas las connotaciones que tiene semejante imbecilidad desde el punto de vista histórico, social y ético. Porque ahora nos saldrán con que tal definición es una respuesta al clamor social y etcétera, pero la realidad es que de seguir adelante, tendremos el primer estado “demoteocrático” del mundo, donde la frontera entre la primacía del demos y la del teos va a quedar más diluida que las aguas del Llobregat en el Mare Nostrum. Engendro teocrático-racial, éste, que dará mucho que hablar, pero que será rigurosamente legal y sacrosantamente intocable hasta que alguien en su sano juicio y con el debido apoderamiento, derogue semejante bestialidad. Y así la Soraya hebrea de turno podrá decir, entre cariacontecida y amenazante, que eso no se toca, y que los israelíes que no sean judíos en cambio serán jodíos hasta el juicio final. Amén.

En el otro extremo del globo, pero no menos esquizofrénico por mucho que sea el policía del mundo mundial, tenemos a unos EEUU en los que el empeño en una cierta perspectiva de la legalidad wasp les conduce sistemáticamente a brotes de violencia racial que les dejan las calles y la imagen hechas unos zorros. El caso norteamericano es curioso porque ha sistematizado en la bochornosa figura del jurado el prejuicio racial como base sobre la que sustentar el sistema judicial penal (algo que da grima a cualquier espíritu medianamente crítico e independiente) y por otra parte se acoge a la sagradísima Constitución de nuevo (se ve que es un leit motiv del democratíquisimo poder establecido a este lado de los Urales) para seguir manteniendo, contra viento y marea, que todos los yankis puedan portar armas como si cualquier cosa, aunque por el camino se hayan convertido en la sociedad más gratuitamente
violenta de Occidente si descontamos a las repúblicas bananeras centroamericanas que tan deudas son del sistema norteamericano para resolver las disputas.O sea, a tiros.

En resumen, que la legalidad americana es de tal magnitud que un si un policía acribilla a un niño de doce años porque es negro y lleva una pistola de juguete hay que absolver al policía porque el gatillo fácil lo tiene cualquiera, ya se sabe; y sobre todo con esos negratas urbanos, que cuanto más jóvenes, más peligrosos son. Así que pelillos a la mar y el poli a su casa. Como el inocente y eficiente policía judío que le asestó dos tiros bien dados por la espalda al palestino que huía y luego alegó defensa propia aunque las cámaras lo habían grabado y lo ha visto medio mundo (el otro medio ha preferido no verlo para no tener que reconsiderar según qué apoyos prestan a Israel). Y es que claro, un palestino huyendo es mucho más peligroso que un palestino muerto, válganos Yavéh.

Así que si nuestra Soraya fuera yanqui, me gustaría viéndola justificarse con ese posado suyo tan serio, trascendental y estudiado, y con ese tono de perfil aparentemente sosegado pero retador y aguerrido, afirmando con contundencia que la legalidad es así, y porque unos cuantos cientos de miles de negros de mierda se subleven en las principales ciudades norteamericanas, el gobierno no tiene que reconsiderar su política sobre el uso y tenencia de armas porque la Constitución, ante la que todos nos arrodillamos y persignamos, no permite semejante cosa.

O bien imaginarla como ministra de parafernalia sionista, rezongando en hebreo que la constitución del estado judío es sólo para los judíos, y que el resto es casta de segundo orden al estilo hindú, y que por lo tanto los palestinos pueden ser tratados como untermensch que carecen de la categoría humana suficiente como para no ser tiroteados alevosamente por la espalda, porque así lo impone la inmutable legalidad mosaica.

En definitiva, que el divorcio entre la legalidad democrática, a la que ya hace mucho tiempo se le cayeron las bragas y va por la historia enseñando las vergüenzas, y la decencia ética y el mínimo respeto por la condición humana, es tan palpable; y tan enorme el distanciamiento entre lo que es de justicia y lo que recibimos de las leyes que nos promulgan para hacernos luego comulgar con sus ruedas de molino, que permítanme ustedes que reitere, a gritos si es preciso, que el estado de derecho no es esto, ni se le parece.

Gobernar sin oir el clamor ciudadano, sin responder más quea  intereses partidistas y sectarios, y sin atender a la importancia del respeto a la vida humana ante todo y en todo momento, es un insulto a la condición de seres evolucionados que se nos supone. Si además de eso quienes rigen nuestro destino se empeñan en mantener una farisaica rigidez e inamovilidad legal, practicando la ceguera voluntaria ante los palpables cambios sociales y la constatada evolución de las necesidades ciudadanas, y omitiendo que las minorías también merecen ser escuchadas, atendidas y tratadas con respeto, concluiremos que con esas premisas no podemos permitirnos el lujo de calificarnos de demócratas ni de partícipes de un estado de derecho. En todo caso, será  un estado de los derechos de unos cuantos.

Éste sí que es un mundo distópico, y no el de "Los Juegos del Hambre".

jueves, 20 de noviembre de 2014

Podemos, vaya si podemos

Hugo Chávez no es personaje político de mi gusto, pero debo reconocer que su figura se ha desfigurado en exceso debido a intereses no precisamente democráticos. A los políticos hay que ponerlos en el contexto de su época y de su país, pues no hacerlo así nos llevaría a conclusiones aberrantes sobre el papel que desempeñan en sus respectivas historias nacionales. A los ojos actuales, políticos como los padres de la patria norteamericanos quedarían como unos miserables racistas limitadores de los derechos humanos; los políticos victorianos como unos rancios machistas y opresores de la clase obrera, y ya en clave mucho más actual pero pertenecientes a entornos sociológicos completamente ajenos al neoimperialismo ideológico que practicamos en Occidente, figuras como Ho Chi Minh y Mao en Asia, o  Nyerere, Nkrumah o Kenyatta en África, tampoco saldrían bien parados si los examinamos con una óptica eurocéntrica del siglo XXI.

Muchas de esas figuras centrales de la política del siglo XX brotaron, precisamente, como una reacción a una manera de ejercer el poder político que podía autocalificarse de muy democrática de puertas adentro, pero que no lo era en absoluto allende los confines geográficos, pero sobre todo ideológicos, de lo que entendemos por Occidente. Y a quien no entienda, le remitiré a uno de los ejemplos más explícitos que  podemos citar hoy en día: el asesinato de Salvador Allende y la liquidación del socialismo chileno por parte de los “guardianes de la democracia” estadounidenses.

Así que la figura de Chávez debe ponerse en su contexto geográfico, social e histórico. Y entonces, si queremos rendir tributo a la objetividad, habremos de convenir que su figura se engrandece y que, incluso, se torna absolutamente necesaria en el clima convulso que ha agitado Venezuela durante los últimos años. En realidad Venezuela era un país riquísimo, pero con una de las distribuciones de renta más desiguales del mundo. Lo que está sucediendo a pasos agigantados en España es de risa comparado con lo que padecía la gran masa de población venezolana. En ese estado de cosas, es normal que el conflicto acabase por reventar de un modo u otro. Una de las posibilidades era la de la revolución sangrienta; otra, la de alzarse con el poder por métodos poco convencionales pero democráticos, y refrendados por la mayoría de la población (incluso tras el golpe de estado de 2002 contra el chavismo). Por suerte, en Venezuela se optó por la segunda vía.

Pese al desagrado con el que la gente de este lado del Atlántico contempla el discurso bolivariano, con su grandilocuencia y sus excesos verbales y gestuales, no está de más razonar que, nuevamente en el contexto sociológico de masas deprimidas, aculturizadas y escasamente alfabetizadas, ese lenguaje y esa actitud son del todo comprensibles, pues son esos modos los que aglutinan y movilizan a los pobres para rebelarse contra la desigualdad creciente, y para revelarse como una fuerza capaz de cohesionarse alrededor de una figura que alcance proporciones míticas, como es el caso de Chávez.

Ante las acusaciones de populismo demagógico, el entorno chavista siempre ha sostenido, no sin razón, que la acusación de populismo siempre la hacen los ricos contra los pobres, para perpetuar el statu quo vigente y para perpetrar, de paso, la villanía de descalificar a los opositores con el pretexto de que sus políticas son utópicas e irrealizables. En definitiva, se tacha de populismo a toda acción política que desagrada a los ricos, porque amenaza su estatuto de poder incontrolado y de riqueza desmesurada. Las que denominamos con buen tino como “clases extractivas” son, efectivamente, incapaces de reconocer que la desigualdad económica y social es el caldo seminal del que se nutre el descontento popular y la revolución, que sólo necesita del fuego populista para entrar en ebullición. Y tal vez olvidan que el darwinismo social que propugnan y practican puede volverse en su contra: la masa enfurecida –como las crecidas de los ríos- siempre acaba siendo más fuerte que cualquier muro de contención que pretenda interponerse en su camino.

Sostengo que la figura de Chávez era totalmente necesaria en un país (en el que España debería mirarse como espejo)  atenazado por la corrupción, con una clase dirigente totalmente oligárquica y concentradora de la riqueza, y unas formaciones políticas absolutamente secuestradas por el poder económico y de un servilismo deudor del fenómeno de las puertas giratorias que ahora criticamos en tierra hispana. Es cierto que las clases acomodadas han sufrido un duro golpe desde que en 1998 el chavismo se alzara con el poder y que la consecuencia de ello fue, de inmediato, una enorme campaña de desprestigio y desfiguración del significado profundo de la revolución bolivariana.

Un chavismo que estuvo acosado desde el primer momento por la gran potencia hegemónica norteamericana y por los medios de comunicación que estaban en manos privadas. Con algunas razones válidas, pero también sin ellas y con motivos ocultos claramente espurios, la campaña de desprestigio internacional alcanzó cotas universales y de una magnitud pocas veces vista en los últimos tiempos. Y ahí ha quedado en nuestro subconsciente colectivo de ególatras eurócéntricos la perversa idea de que el chavismo era la maldad política por antonomasia. Estamos mediatizados por las opiniones de grupos de presión contrarios al sistema, lo cual nos impide razonar con objetividad respecto a la trascendencia histórica del chavismo en particular, y del bolivarianismo como fenómeno global en Suramérica.

Y de eso tenemos que aprender aquí, en España, y ahora, las clases trabajadoras (parafraseando a Homer Simpson hoy en día muchos formamos parte de la “alta clase media baja” por más ínfulas que queramos darnos). Porque el fenómeno político de Podemos se va a enfrentar a una creciente campaña de desprestigio previa a las elecciones generales de 2015. He oído a gente joven resaltar con preocupación la proximidad ideológica de Podemos al comunismo, alarmados por el runrún mediático que ya se nos viene encima. Comunistas, demagogos, populistas. Pronto se les tachará de criminales y antidemocráticos, mucho antes de que tengan lugar las elecciones. Sin ninguna prueba, sin ningún referente mejor que algunas vaguedades sobre su supuesta proximidad al chavismo.

Es nuestra obligación, de todos los ciudadanos, la de tratar de ejercer el más importante derecho que tenemos (tanto en democracia como fuera de ella). Un derecho que es inalienable porque forma parte de nuestra esfera más íntima: el derecho al pensamiento crítico, individual y no mediatizado por intereses ajenos a los nuestros. Esto no es un debate futbolístico ni un reality intrascendente con tertulianos a sueldo. Estamos hablando de nuestro futuro y, sobre todo, del de nuestros hijos, y no nos podemos dejar engatusar por quienes quieren perpetuar el statu quo actual.

A nivel nacional sólo Podemos representa una alternativa al esquema de poder político vigente hasta hoy en día. Sólo ellos pueden forzar el cambio constitucional que cierre de una vez por todas las cacareada transición y abra un período nuevo más fértil, y sobre todo, que entierre a muchos de los miembros de la clase política actual, incapaz de regenerarse por si misma, esclava como es de sus propias dependencias, ajenas al libre ejercicio de la democracia.

Y sólo por eso, mientras las Cospedales, los Florianos y demás ralea nos alertan del peligro del populismo de Podemos, es nuestro deber contestarles que ese populismo que denostan es tan necesario en este momento como el aire que respiramos para que las cosas cambien, si es que de verdad queremos que cambie algo en este triste país. Porque todo tiene un precio, y la regeneración democrática nunca será gratis. Sobre todo para las clases trabajadoras: cambiar nos exigirá más sacrificios, más descalificaciones, más presiones del capital.


Por eso Podemos, o cualquier formación análoga, con mentalidad regeneradora, ideas un punto utópicas y cierto aire radical será un ingrediente esencial del cambio político que necesita España. Sin necesidad de que lleguen a gobernar, los herederos del 15M no sólo nos recuerdan que las cosas pueden cambiar, sino que deben cambiar, y que ello exige valentía. Mucha más que la que nos permitió acometer la Transición de 1977, porque ahora el poder económico y financiero está en contra. 

Aunque a lo peor preferimos ser prácticos, es decir, acomodaticios y  cada vez más esclavizados por una parte menor del pastel. 

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Identidad nacional

Demasiadas barbaridades se han dicho en un par de días respecto a la consulta catalana del 9N. Y bastantes de ellas expresadas por sesudos juristas y politicólogos, en general nada proclives a pronunciarse sin una profunda reflexión previa respecto al significado auténtico de los espinosos asuntos que suelen abordar.

Sin embargo, en esta ocasión la visceralidad le ha ganado la partida a la razón, incluso en los ámbitos más tenidos por intelectuales en un sentido amplio. Y esa visceralidad y falta de rigor analítico se ha puesto de manifiesto sobre todo más allá del Ebro, con reacciones que han ido desde la histeria hasta la amenaza. Una amenaza que se ha hecho extensiva a gran parte del pueblo catalán, una cifra de ciudadanos nada desdeñable que se cuenta por millones.

No es momento ahora de ponernos a desgranar el conjunto de imbecilidades que se han llegado a decir, pero sí de poner sobre la mesa algunos hechos históricos que deberían tomarse en consideración y que afectan, sobre todo, a la cuestión identitaria, tan rebatida desde Madrid (y desde una gran parte del resto de España también). Por aquello de que, en teoría, la identidad nacional no cuenta, es retrógrada, irracional, antidemocrática y un largo etcétera de epítetos descalificadores.

Sin embargo, me temo que el debate identitario es, como todo este debate, totalmente reversible. Preguntenle si no a cualquier extranjero que quiera nacionalizarse español, y verán el sin fin de trabas y procedimientos burocráticos precisos para poder lucir un DNI patrio, y la de años que habrá de aguardar pacientemente para poder proclamarse español. O consideremos ahora hasta que punto nos intercambiaríamos pasaportes con nuestros vecinos y casi hermanos portugueses sin arrugar el hocico.

La identidad nacional es una cuestión que está permanentemente presente en nuestras vidas, desde el deporte hasta lo social, pasando por lo estrictamente político, pues esos mismos que tanto reprueban el ansia de tener una identidad plena de muchos catalanes, son incapaces de reconocer la españolidad y dejar de mencionar despectivamente a tantos moritos o moracos, paquis, machupichus, gitanos, rumanos, albanokosovares, chinos, sudacas, negratas, aunque tengan DNI español. Se niega la identidad española, de facto, a muchos colectivos que son tan españoles como cualquiera, aunque sea por adopción.

En esto seguimos la tradición iniciada hace más de cinco siglos, consistente en pasar el rodillo a cualquier diferencia que no cuadre con la mentalidad dominante. No está de más recordar a los pobres mudéjares y moriscos, obligados a abjurar de su condición o ser expulsados después de haber vivido en la península durante cosa de siete siglos. O los judíos sefardíes, definitivamente desterrados por no gozar del adecuado certificado de hispanidad.

Se presume de identidad española por contraposición a cualquier otra que se considere ajena, lo cual es una forma de reafirmación nacionalista, especialmente frente a nuestros vecinos más cercanos, fronterizos. Una reafirmación totalmente identitaria que vuelve a poner de manifiesto hasta que punto los políticos del estado español usan un doble rasero según su conveniente desmemoria. Así que debatir sobre la cuestión identitaria no es un anacronismo ni mucho menos, ni permite descalificar a quienes pretenden ejercer, dentro del estado español, una opción nacional distinta.

Suele decirse, para esquivar esta cuestión, que la identidad catalana no es tal, porque “los catalanes son españoles”. También lo eran los argentinos, los mexicanos, y por cierto, los filipinos, que ni siquiera hablan ya castellano, y eso que fueron los últimos en emanciparse de la madre patria.

Y ya que mentamos el concepto “España”, habría que refrescar conocimientos de la mayoría, puesto que tal término, en singular y aludiendo a una única nación, no aparece hasta las Constituciones del siglo XIX. Antes los monarcas de por aquí se denominaban Reyes de las Españas, en plural,  un claro reconocimiento a que se trataba de la unión de diversas coronas (y no sólo la catalano-aragonesa y las castellana) que en cualquier caso no era monolítica.

En todo caso, la españolidad de Cataluña se define al final de la Guerra de Sucesión, y es un caso clarísimo del ejercicio de un derecho de conquista cuyas consecuencias pueden debatirse, pero no su sustancia primordial. Como tal derecho de conquista podría interpretarse que con él se daba por finalizado el devaneo de Cataluña con su independencia, como dejó bien claro Felipe V al abolir sus fueros. Pero eso era sólo en su vertiente jurídica, porque pretender que los largos años que siguieron al aplastamiento de Cataluña hasta el resurgir catalanista de la Renaixença como una aceptación explícita de su condición de región española es deformar el cliché hasta más allá de lo razonable.

La voluntad, esa sí explícita, consignada en decenas de textos legales y en actos de los nuevos gobernadores de Catalunya nombrados por la dinastía borbónica, fue la de aplastar sin ningún rubor ni pudor todo lo que de identitario tenía la sociedad catalana. Y la de considerarla como zona ocupada militarmente, tal como atestiguaron hasta hace pocos años las construcciones militares que estaban en los aledaños de las ciudades importantes de Cataluña y que no eran precisamente para su protección, sino para la represión de posibles movimientos secesionistas. Y los cientos de edictos conservados en el Archivo de la Corona de Aragón que sin lugar a duda alguna manifiestan la clarísima voiluntad de hacer de Cataluña una yermo en lo que respecta a sus fueros y tradiciones.

A los desmemoriados les convendría situarse históricamente y tener muy presente que la Cataluña de la posguerra de Sucesión y de los años siguientes (que estuvieron aderezados por el cultivo de un sentimiento ferozmente endogámico y antieuropeo- al que no fue ajena la debilitación y continua decadencia del imperio español- , y que tuvo su apogeo en la Guerra del Francés y las posteriores guerras carlistas) se fundó sobre la represión y el destierro masivo de los nativos, y con otra masiva inmigración foránea que lógicamente diluyó el concepto identitario.

Casi se consiguió el objetivo. Es una técnica que no es novedosa, y que ya conocieron los pueblos de la India a raíz de la dominación mogola y, en tiempos mucho más modernos, el Tíbet totalmente sinificado merced a esa combinación de represión y dilución demográfica de la que muy pocos quieren acordarse. Sin embargo, tanto en el Tíbet como en Cataluña han seguido existiendo ciudadanos que no se han resignado a perder su identidad de una forma impuesta. Y no deja de ser curioso que los mismos políticos que atizan el fuego anticatalán bajo el argumento de que sólo somos españoles, se postren ante el Dalai Lama (irónicamente declarado ilegal como representante político del Tíbet por las autoridades chinas) y le llenen de parabienes, al tiempo que reconocen la ineludible necesidad de respetar la independencia del pueblo tibetano, extirpada manu militari en 1950. Será que la diferencia estriba en que el problema catalán se originó hace trescientos años, y el tibetano solamente sesenta y cinco. Como si anular la identidad nacional fuera cosa de tiempo, exclusivamente. Pregunten a los kurdos o a los armenios.

Por otra parte, tampoco está de más recordar lo que insignes historiadores hispanos también omiten. El siglo XVIII fue –con algunas excepciones como la británica- el del apogeo de las monarquías absolutas y de su feroz tabla rasa unificadora de diversos reinos que no cabía configurar todavía como estados en el sentido moderno del término. Los estados actuales surgen ya en pleno siglo XIX, al amparo del tirón de las revoluciones americana y francesa y con el nacimiento del nacionalismo como idea permeada a amplias capas de la población, que antes ni siquiera se planteaban cuestiones identitarias. Surgen así el nacionalismo alemán, el italiano e incluso el escandinavo, que llevará progresivamente a la configuración actual de Europa.

Cataluña no fue ajena a esa toma general de conciencia de una identidad propia, pero tuvo la mala suerte de formar parte de un país atrasado en todos los conceptos y sobre todo, profundamente antidemocrático. La soberanía popular en España ha sido siempre un paréntesis entre sucesivas formas de gobierno autoritario, y aún en las épocas en las que ha florecido ha tenido siempre ese amargo tufo despótico tan característico a este lado de los Pirineos. Así pues, la Renaixença de finales del siglo XIX no fue ese artificio al que todos los políticos españoles se refieren como disparo de salida del nacionalismo catalán, sino que cabe encuadrarlo en un movimiento mucho más amplio, hasta ahora aceptado y no discutido, sobre el que se asentaron las bases de la moderna Europa. Y esa Europa moderna se alzó sobre la idea de la identidad nacional como eje vertebrador, como muy bien saben en Alemania e Italia. Así que menos lobos y menos críticas interesadas y deformantes a ese supuesto “invento decimonónico de cuatro iluminados catalanes”.

En los tiempos que corren, tildar de artificial y anacrónico el nacionalismo catalán es síntoma de una falta de lucidez enorme, además de una total ausencia de coherencia respecto a determinadas analogías que se dan el panorama internacional. Tal vez la única muestra de congruencia ideológica del gobierno español en ese sentido se ha dado en el caso de Kosovo, dándose la casualidad de que España es prácticamente la única nación avanzada del globo (junto con Rusia, que es una aliada histórica de Serbia) que no ha reconocido la independencia de esa región balcánica. Tal vez porque hacerlo les dejaría en paños menores políticos frente a la opinión pública catalana (y española) y porque lo único que le queda a Madrid es aferrarse al legalismo extremo pero sociológicamente vacuo por el que afirman que la única forma de modificar las fronteras de un estado es la de la estricta legalidad, sea ésa cual sea.

Lamentablemente, aferrarse a la legalidad es una forma totalmente ilegítima de impedir la modificación de un statu quo nacional. Ante todo porque siendo realistas, eso quiere decir en palabras llanas que la fuerza de la razón jamás ha vencido a las razones de la fuerza, y la fuerza (la legal, porque la otra no quiero ni imaginar que a Madrid se le ocurra usarla) está en manos del grandote primo de zumosol que quiere impedir a toda costa que Cataluña ejerza libremente su opción de decidir.

Y ya es lástima, porque eso significa desconocer el hecho- tan válido en Cataluña como en Vietnam- de que cuanto más se aprietan las tuercas a comunidades convencidas de lo que quieren, se puede impedir temporalmente que ejerzan su deseos y sus derechos, pero al final se incrementa la base sociológica que empuja en una misma dirección. En quince o veinte años, si no cambia el escenario, serán muchos más los catalanes decididos a exigir su independencia. Y cuanto más músculo tenga la sociedad civil catalana, peor para el resto de España. Lo que se está haciendo actualmente es lo mismo que agitar violentamente una botella de cava (catalán) mientras que con la otra mano se presiona sobre el tapón. Al mínimo desfallecimiento, el contenido saldrá disparado hacia la estratosfera. O peor aún, la botella explotará y les pondrá a todos perdidos de independencia, que mancha mucho. Dicho de otro modo, y como argumentaba un tipo nada sospechoso de connivencia catalanista como el catedrático Fernando Rey en las páginas de El País, los dos millones de votos independentistas de ahora no son el techo, como creen estúpidamente muchos  políticos mesetarios, sino el suelo del electorado nacionalista. 

Al insulto continuo aludiendo a los nacionalistas catalanes como si fueran extremistas fanáticos y fundamentalistas, cabe oponer la realidad que desconocen interesadamente políticos como la señora Camacho, el señor Rivera y la señora Díez. En Cataluña, a diferencia de otros sitios, todavía no se ha utilizado la violencia contra nadie, pese a las continuas provocaciones que el ultranacionalismo español lanza a los cuatro vientos con el propósito, nada disimulado, de descalificar el nacionalismo catalán a base de mentiras, y también de autojustificar sus sesgados juicios con la archisabida táctica de ser ellos la causa primera de una profecía autocumplida. Porque resulta odioso en extremo comprobar como el grado de tolerancia aquí es enorme en comparación con el resto de España. Camacho, Rivera y compañía siempre han podido montar sus fiestas nacionales y demás numeritos españolistas sin que nadie les reprobara lo más mínimo, cediéndoles espacios ciudadanos comunes, y desde luego, sin que nadie les arreara una hostia ni les mentara a la familia de malos modos.

Si el país que dibujan esos políticos anticatalanistas de escasa altura moral fuera realmente como lo describen, pueden estar los lectores seguros de que no hubieran podido celebrar el pasado 12 de octubre en plena plaza de Cataluña de Barcelona sin que se hubieran producido altercados. Por cierto, veo todas las mañanas salir de su casa a la señora Sánchez Camacho y jamás –literalmente- he visto a nadie aguardar en su portal para increparla, y eso que reside en zona bien céntrica de Barcelona. He sido compañero de trabajo de miembros de Ciutadans y nadie les ha negado la palabra ni les ha dirigido nunca epítetos malsonantes, ni pueden afirmar que se hayan sentido marginados laboral o socialmente.

En cambio, he visto en muchas ocasiones a simpatizantes del movimiento españolista en Cataluña atacar e insultar duramente a personas e instituciones que merecen todo el respeto por su actitud prudente y nada agresiva frente a esta cuestión. Y el juego españolista en Cataluña es el de aumentar la tensión a base de subir el tono de la provocación agresiva, en una espiral de despropósitos y falsedades cuya finalidad parece ser conseguir una reacción violenta por parte de algún sector del nacionalismo catalán. Y la consiguiente represión, algo que en Madrid están muy habituados a practicar desde los tiempos de Felipe V.

Eso es lo que pasa en Cataluña. La consigna aquí es la de no caer en ninguna provocación, pero tampoco se puede tensar indefinidamente la cuerda sin que acabe rompiéndose por algún sitio. Por lo pronto, somos millones los catalanes que no vamos a permitir de ningún modo que se criminalice judicialmente a nuestro gobierno, con independencia de su color político. De momento ellos ladran, y nosotros cabalgamos. Y mejor será que no nos obliguen a apearnos del caballo.

viernes, 7 de noviembre de 2014

Juncker

El título de hoy es una admonición que dirijo al inefable Juncker antes de que empiece con su casi segura e infumable perorata justificativa, una vez conocida su afición a favorecer a grandes multinacionales mientras era presidente del agujero fiscal en el negro culo de la UE conocido como Luxemburgo. Un país paridisíaco, sobre todo si eres dueño de un Bentley, una casa en la Toscana y un yate en Niza y necesitas esquivar los tipos impositivos que pagamos los comunes mortales en el resto del Yugo Europeo.

Porque de todos era sabido que Luxemburgo es un condenado paraíso fiscal en el mismo corazón de Europa. Esa Europa completamente prostituida que anuncia recortes sin fin a las clases populares para pagar el déficit, mientras también recorta sin fin los impuestos a las grandes empresas, para que no paguen ese mismo déficit. Lo que no se sabía del todo es que el aclamado presidente de la comisión, es decir, el señor que nos manda a todos –mucho más que Rajoy- era quien manejaba los hilos del asesoramiento a las grandes empresas para que pagaran sólo un uno o un dos por ciento del impuesto de sociedades. Y es que Luxemburgo es más bien una asesoría fiscal que un país, y no va a ser su presidente quien cuestione tan larga y lucrativa tradición.

Este sinvergüenza ha elevado el cinismo y la hipocresía tradicionales de Bruselas a un nuevo nivel, que será difícilmente superado en las décadas futuras. Por si alguien no se había enterado, lo de la corrupción parece ser algo muy relativo. Mientras por aquí nos hacemos cruces y rasgamos las vestiduras por asuntos que en el fondo –por muy numerosos que sean- no son más que el chocolate del loro, en Luxemburgo más de trescientas multinacionales de postín han conseguido evadir (porque se trata de eso, de evadir, por mucho que sea un mecanismo perfectamente legal) los impuestos de sociedades merced a la intercesión e intervención de hijos de la gran ramera como Juncker y asociados, que son muchos. Ya dijimos en otra ocasión que ética y legalidad económica no suelen ir de la mano.

Las mafias del narcotráfico hace ya mucho tiempo que descubrieron que el mejor sistema para prosperar es permitir que les incauten grandes alijos de droga –con el consiguiente alarde de éxito policial y la alharaca de la imprescindible repercusión mediática – mientas que el alijo de verdad, el de toneladas de coca, escurre el bulto por la puerta trasera mientras todos andan distraídos poniendo medallas y reventando de satisfacción. Con la corrupción sucede exactamente lo mismo: nos dan nuestra dosis diaria de denuncias menores (y ante todo que sean corruptelas patrias, para mayor mortificación y escarnio), mientras el gran chollo de la corrupción multinacional se escurre discretamente por las cloacas de Bruselas y sus aledaños.

Bruselas, esa capital de Europa donde pululan cientos de lobistas como espías en la Viena de la posguerra; donde los funcionarios de la UE viven como dioses adormecidos entre tanto lujo y privilegio; y donde las grandes multinacionales hacen su agosto a costa de conseguir favores muy específicos, entre los que no es el menor el de mantener  en la estricta legalidad el coladero fiscal de la vecina Luxemburgo. La desvergüenza es aún más odiosa si se tiene en cuenta que esas mismas instituciones comunitarias están (super)pobladas de altos funcionarios que eran, son y serán ejecutivos o miembros de los consejos de administración de
las mismas multinacionales que persiguen y consiguen ese trato de favor del que está excluida la plebe, es decir, el noventa y nueve por ciento de la población europea.

Y cuidadito con mostrarte crítico ante esas instituciones comunitarias, porque entonces eres un antieuropeo retrógrado y fascistoide. Más allá del colmo del cinismo (a un nivel que le pide al cuerpo el uso de la misma violencia mesiánica que exhibió Jesucristo ante los mercaderes del templo) pretenden decirnos que nuestra solución es la “Gran Europa” para ser grandes, fuertes y competitivos; cuando en realidad los únicos que se hacen más grandes (gracias a nuestra borreguil convicción de que Europa y la globalización son buenas para la clase trabajadora, qué risa), más fuertes (merced a la infiltración de “su” gente en las instituciones comunitarias) y más competitivos (a costa de que los ciudadanos, además de cornudos, pagamos la ronda de impuestos) son los grandes conglomerados transnacionales y sus lacayos al timón europeo, como Juncker y sus acólitos, esos que le nombraron casi por aclamación en Estrasburgo.

Se entiende así como el euroescepticismo anglosajón y nórdico se extiendan como mancha de aceite (aunque por motivos distintos; los nórdicos debido a  una calvinista tradición ética relativa al concepto del servicio público; los anglosajones porque no necesitan competencia desleal, pues a fin de cuentas, Londres es la capital financiera del mundo occidental y tiene sus propios paraísos fiscales, como Jersey, Man o Gibraltar), mientras aquí nos fustigamos por la paja en el ojo propio que no nos deja ver la viga en el de Bruselas. Y no me vengan con monsergas de que corrupción es corrupción, con independencia del monto al que ascienda la factura.

Desde una perspectiva filosófica es totalmente cierto, por supuesto, que el corrupto lo es con independencia del grado de lucro que obtenga. Pero desde una perspectiva histórica como la actual (con una crisis económica, institucional y social que se ha llevado por delante a muchos millones de personas), poner en el mismo saco al señor que cobra la reparación del coche en negro; al concejal que se embolsa unos dineritos por conceder una licencia de obras y al alto funcionario europeo que se forra literalmente con sus “ayudas” a grandes transnacionales, es de un fariseísmo obsceno. Y es que las cosas se han de contextualizar, ahora que está tan de moda usar ese término.

Apelar al sentido de la moral cívica del ciudadano común mientras los más ricos se consideran totalmente ajenos a las obligaciones éticas y a la responsabilidad económica de contribuir proporcionalmente al sostenimiento de la sociedad es un insulto a la inteligencia, una provocación que justifica la desobediencia civil y una vuelta de tuerca a la tolerancia popular respecto de los desmanes de lo que actualmente llamamos élites extractivas. Algo que puede desembocar –y debería hacerlo ya si es que la plebe no ha perdido toda su dignidad- en un estallido social no exento de algunas sonoras y ejemplarizantes bofetadas, parlamentarias o de las otras. Que es lo que parece que se está buscando, desde hace tiempo, la clase política tradicional, ese conglomerado de traidores rendidos y vendidos al poder de las grandes empresas que manejan los hilos de la globalización mundial.

En definitiva, estará muy feo y será totalmente injustificable, pero dios me libre de enjuiciar y censurar a cualquier conciudadano del Yugo Europeo que procure saltarse el IVA de alguna facturilla mientras siga siendo Juncker el director de esta orquesta. Es más, celebraré con regocijo todas aquellos trucos con los que avispados empresarios –generalmente del sur mediterráneo- le saquen las mantecas a Bruselas, como aquel glorioso episodio de las subvenciones al aceite de oliva y que en Italia zanjaron por la vía rápida plantando olivos de cartón piedra por miles a fin de engañar a los burócratas de la UE. Es una puesta al día de la vieja afirmación de que o jugamos todos o rompemos la baraja.

Lo siento, pero no puedo evitar sentir cierto grado de empatía por esos latrocinios menores que practica el ciudadano de a pie cuando los contrasto con los magnos expolios a los que nos someten desde mucho más arriba. Así que cuando el señor Juncker salga presto en defensa de su honorabilidad y la legalidad de sus actuaciones cuando era el mandamás de Luxemburgo, deberíamos considerar sus declaraciones como la enésima justificación inadmisible y perversa de un concepto sumamente desviado de la ética política.

A estas alturas, me parece más digno de respeto Tony Soprano que cualquiera de esos políticos de salón que se han vendido por nuestro plato de lentejas. Así que mejor te callas, Juncker.