miércoles, 25 de mayo de 2016

El cambio de paradigma

El progreso real sólo se da cuando existe un cambio de paradigma. Los avances tecnológicos sin cambio de paradigma se pueden representar históricamente como “progreso”, pero en realidad son meras evoluciones poco trascendentes (desde el punto de vista conceptual) del paradigma preexistente. Esto último, un tanto farragoso, viene a ser un poco como las sucesivas versiones de un mismo modelo de vehículo: esencialmente siguen siendo lo mismo, por muchos gadgets presuntamente novedosos que vayan sumando versión tras versión.

Los cambios de paradigma son, más que evoluciones suaves, grandes saltos debidos a mutaciones afortunadas del orden tecnológico, que influyen de una manera general y permanente en la sociedad. Muchas veces son imprevisibles, aunque la tecnología que los permite ya esté ahí presente, aunque en forma embrionaria. Uno de los casos más evidentes se dio con la informática, cuando el mismísimo Bill Gates afirmó en 1981 que 640Kb de memoria deberían ser suficientes para todo el mundo. Una afirmación remachada once años después por su propia compañía durante el lanzamiento de Windows NT. Por aquel entonces estaban convencidos que 2 Gb de RAM era más de lo que cualquier aplicación podría requerir jamás. Retomaré esta cuestión más adelante para explicar el meollo de este post.

El problema del progreso tecnológico es que mucho de lo que nos presentan como tal no lo es, sino una mera puesta al día de tecnologías vetustas. Por ejemplo, la rueda de un Ferrari F40 no difiere conceptualmente de una rueda neolítica de madera. Eso no es progreso, sino evolución tecnológica. Progreso sería la invención y utilización masiva de un medio radicalmente distinto para sustentar vehículos por las carreteras, como por ejemplo, un sistema de colchón de aire que resultara barato, eficiente y seguro. Ahí tendríamos un cambio de paradigma más que evidente, al menos para los vehículos automóviles que se desplazan a ras de tierra. Sin embargo, existen otros paradigmas de nivel superior que dejarían al anterior fuera de combate, como por ejemplo, el diseño de un sistema de transporte privado que pudiera ser tan masivo como el coche de turismo, pero que fuera volador, con lo que las carreteras –tal como las conocemos hoy en día- quedarían un poco como  los caminos de carro actuales: de uso por excursionistas y nostálgicos de los viejos medios de locomoción.

Lo que está bastante claro dentro de este conjunto de paradigmas sucesivos y a veces anidados como muñecas rusas, en el que cada uno de ellos dinamita la utilidad práctica del anterior, es que su extensión planetaria tiene una influencia enorme y permanente en la conducta y hábitos sociales. Por el contrario, todo aquello que, por muy ultratecnológico que aparente ser, no borre del mapa la tecnología de la que procede, es que no constituye una forma de progreso real, sino que en la mayoría de las ocasiones constituye una mera estrategia empresarial destinada a equilibrar balances y estimular el consumo, sin aportar ningún cambio significativo en el modo de vida de sus usuarios. Resulta obvio que no es muy distinto -desde el punto de vista social- viajar en un turismo de hace cincuenta años y uno actual, si dejamos de lado las limitaciones mecánicas y de repuestos.

Evolución automovilística e informática son dos claros contraejemplos mutuos de lo que es y no es un cambio de paradigma. Como dijo con no poca ironía Robert Cringely, si la industria automovilística hubiera seguido el mismo desarrollo que los ordenadores, un Rolls-Royce costaría hoy 100 dólares, circularía un millón de millas con 3,7 litros y explotaría una vez al año, eliminando a todo el que estuviera dentro en ese momento. Lo cual sí habría resultado en un cambio de paradigma monstruosamente nefasto (aunque el Rolls no explotara una vez al año; dejo al lector que saque sus conclusiones al respecto). De modo que todo este preámbulo tiene mucho que ver con dejar sentado que muchas de las noticias que en las revistas divulgativas y los medios pseudocientíficos presentan como “progreso” están sumamente alejadas de lo que entiendo como Progreso (insisto en el adjetivo “tecnológico”). Concluyo: el genuino progreso significa siempre un salto, más que una tendencia. Un salto que se manifiesta en una modificación revolucionaria de los hábitos sociales.

Retomando las muy erróneas predicciones de los gurús de la informática de los primeros años ochenta, resulta que el siguiente cambio de paradigma en la informática vendrá de la mano de tecnologías hoy en día inexistentes, salvo a nivel experimental. Sucederá a lo largo de las próximas décadas, seguramente en los próximos cincuenta años, pero será tan radical que dejará toda nuestra tecnología de proceso de datos totalmente obsoleta. Se llama computación cuántica y para ello recurre no a los bits, sino a los qubits, y se fundamenta en los estados superpuestos de la materia que rigen el infinitesimal mundo de la mecánica cuántica. Sin entrar en detalles, lo que la computación cuántica permitirá a un solo ordenador equivaldrá a la potencia de miles de ordenadores conectados en paralelo simultáneamente. Es decir, la velocidad y capacidad de cómputo será en pocas décadas varios órdenes de magnitud superior a la que tenemos actualmente.

Las implicaciones de este cambio son enormes. No es como pasar del seiscientos al Ferrari F40. Vendrá a ser como pasar de la bicicleta al Airbus en muy poco tiempo. Y eso tendrá unas repercusiones sociales de tal magnitud que no podemos sino empezar a imaginarlas, porque darán un vuelco radical a nuestra forma de vivir (eso si antes no hemos dado nosotros el vuelco definitivo y nos hemos borrado como especie dominante del planeta, que eso sí sería un cambio de paradigma notable).  Voy a centrarme sólo en una de ellas, que puede tener unas consecuencias tremendamente negativas para la economía de muchos países. Y, bien mirado, España sería uno de ellos.

Hoy en día, la realidad virtual ha dejado de ser una hipótesis de ciencia ficción, y se está colando a gran velocidad en nuestros hogares, sobre todo en el ámbito de los videojuegos, pero también en muchas otras aplicaciones  de carácter profesional, como los simuladores. La computación cuántica hará posible que la realidad virtual se convierta en un estándar en muchos campos. La enorme potencia de cálculo de los ordenadores cuánticos permitirá simular con absoluto realismo casi cualquier entorno complejo, hasta el punto de que para el observador podría llegar a ser prácticamente indistinguible la copia del original, al menos en los aspectos visuales y geoespaciales. Así que nos encontraremos en el escenario que más o menos proponía el tan  genial como inestable Philip K. Dick en 1966, en cuyo relato “Podemos Recordarlo Todo para Usted” (y que posteriormente fue adaptado como la célebre película “Desafío Total”de Paul Verhoeven), se sugería una forma de turismo francamente curiosa, basada en la inyección de falsos recuerdos en la mente de los clientes. Dando un paso al lado, la realidad virtual generada por computación cuántica permitirá tener experiencias turísticas de viajes sumamente realistas a los clientes que, pagando un módico precio, quieran visitar el Taj Mahal sin moverse de la ciudad en la que residan. Con muchas ventajas añadidas para ese colectivo, más bien ovino, que englobamos en el difuso concepto de “turismo de masas”, y que se desplaza a toda velocidad por las principales urbes del planeta disparando fotos a diestro y siniestro y sin permanecer más de doce horas seguidas en el mismo lugar.

Obviamente, el viajero –que no turista- abdicará de semejante herejía, dispuesto a sentir en realidad el trajín del gusto por el viaje. Pero no nos engañemos, una realidad virtual lo suficientemente poderosa cautivará a muchísima clientela de las agencias de viajes, y podemos apostar a que los ordenadores cuánticos serán tan potentes que dejarán a la mayoría con la sensación de no saber si han estado o no realmente en Bombay, por un decir (para hacernos una idea somera de la potencia de cálculo de la computación cuántica, baste decir que los expertos en criptografía prevén que habrá que modificar todos los conceptos sobre seguridad informática, porque los sistema de cifrado más sofisticados de la actualidad serán absolutamente vulnerables a cualquier operación de ruptura de contraseñas y códigos).

La consecuencia a medio plazo es que toda la industria turística se verá muy seriamente afectada por la aparición masiva de la computación cuántica. Teniendo en cuenta los millones de puestos de trabajo directos (más otros tantos indirectos) que maneja el turismo a nivel mundial, los países con una gran dependencia del turismo en el PIB van a tener serios problemas para cuadrar su balanza de pagos. En España, el sector turístico representa más del 11 por ciento del PIB y del empleo total. Una caída de dichos porcentajes sólo a la mitad sería una catástrofe sin precedentes, que vendría a representar una pérdida de más de sesenta mil millones de euros de ingresos anuales y unas tasas de desempleo sólo vistas en los momentos más agudos de la crisis mundial de 2008-2015. Y ese escenario  está a la vuelta de la esquina en términos históricos.

Y sin embargo, no existe ningún programa político que se base en esas proyecciones para intentar contener lo que es evidente que va a suceder en pocos años. El siguiente cambio de paradigma informático va a significar tal revolución en el mercado laboral que no va a haber manera de mantener empleada a la gran mayoría de la población activa en el sector servicios. Tampoco la industria tradicional se va a ver beneficiada por este salto de gigante de las TIC, pues la capacidad de cómputo incrementada en cientos o miles de veces implicará que la robótica sufrirá un salto cualitativo y cuantitativo brutal, con la consiguiente pérdida masiva de puestos de trabajo no reemplazables. Hay muchos científicos serios que opinan que la computación cuántica abrirá definitivamente las puertas de la Inteligencia Artificial, y que eso va a suponer el mayor cambio tecnológico y social en la historia de la humanidad desde que apareció el Homo Sapiens sobre la faz de la tierra.

Si la evolución de las TIC se adentra por la senda cuántica, la sociedad del ocio será una realidad absoluta, y no un eufemismo interesado tal  como actualmente se define. Será un ocio forzoso para cientos de millones de trabajadores a los que la tecnología habrá dejado fuera de juego, por mucho que traten de reciclarse y recomponer su orientación profesional. La cuestión es saber qué nos propondrán los políticos cuando esto suceda. Y, sobre todo, a quien pretenderán culpabilizar de las consecuencias de su inacción actual. Una cosa está muy clara, y resulta terrorífica. En un mundo cuántico, el desempleo será la norma y no la excepción. Sobrará la mayoría de la población hoy considerada necesaria para el sostenimiento de la economía mundial. Peor que sobrar, será directamente un estorbo innecesario y prescindible, según los cánones del capitalismo más salvaje.

La revolución cuántica nos obligará, en definitiva, a reconsiderar los fundamentos socio-económicos de las sociedades avanzadas y a reconstruirlas desde sus mismos cimientos. Los paradigmas actuales ya no serán válidos, y lo mejor sería que alguien empezara a cuestionarlos desde el propio sistema. Hoy mismo, mejor que mañana.


miércoles, 18 de mayo de 2016

La Paradoja de Jevons

La inmensa mayoría de la gente desconoce quién era William Stanley Jevons, cuya relevancia en este artículo expondré más adelante, pero de quien de momento basta con saber que fue un hombre con una gran visión de lo que podía significar en realidad el progreso tecnológico hace exactamente 150 años. La cuestión vino a mi mente cuando hace pocos días mi mujer estaba ordenando su armario, una monstruosidad –como la de todos los miembros de mi hogar- cuya traducción directa e indiscutible es que resultaría del todo imposible que cualquiera de nosotros repitiera indumentaria en cosa un mes, vista la acumulación ingente de ropa que ocupa nuestro domicilio (y el de casi todos nuestros conciudadanos, incluidas las llamadas clases bajas).

Sobre todo si nos comparamos con nuestros abuelos o bisabuelos de principios del siglo XX, cuyo fondo de armario consistía en eso, un fondo del que solía verse el contrachapado, porque albergaba únicamente cuatro o cinco piezas de ropa entre las de diario y las de las fiestas de guardar. Por descontado, a mi abuelo, hombre contenido como pocos, le habría pasmado ver que su adorado nieto podía tranquilamente mudar y mudar de ropa cuantas veces quisiera y sin repetirse a lo largo de un número indeterminado, pero elevadísimo, de días. Es más, le habría resultado incomprensible que  un vestuario novísimo guarde retén indefinido en el armario por ser considerado aburrido, pasado de moda o inconveniente, pese a no tener más de un par de años de existencia y un uso limitado a unos pocos lavados. Sin contar con que hay ropa que todavía luce etiqueta en el perchero, casi suplicando ser estrenada.

Tal vez lo peor y más significativo de la paradoja que expondré  no sea eso, sino la profusión de artilugios con los que nos hemos ido esclavizando en el hogar. En casa, para tres personas disponemos de tres coches, tres televisiones, seis ordenadores, tres teléfonos de sobremesa, tres equipos de música y más teléfonos móviles de los que podríamos usar con ambas manos simultáneamente. Una foto bastante convencional de un hogar occidental. Y eso que somos una familia de clase media de las de verdad, o sea tirando a la mediana estadística nacional (es decir, al grupo más representado socioeconómicamente).

Para las generaciones que hemos vivido la expansión de la economía basada en el consumo todo esto resulta de lo más natural hasta que nos damos cuenta –si es que llegamos a ello tras un arduo proceso de reflexión- de que vamos montados en una bicicleta (la economía) en la que lo único que hacemos es pedalear como locos (consumir) porque a) nos han inducido a ello de todas las formas posibles, incluida la subliminal, y b) si paramos de pedalear, nos caemos de la bici y el tortazo es de los que no olvidaremos nunca. Por tanto, toca consumir, de forma desenfrenada y aberrante, y a eso nos hemos dedicado durante los últimos cincuenta o sesenta años de esta historia que, mucho me temo, acabará más que mal, porque pedaleamos y pedaleamos a) sin saber adónde vamos, y b) sin la más remota idea de porqué lo hacemos. Es decir, consumimos porque está en el orden del día, y ay de quien ose desmarcarse, porque entonces es un radical de izquierdas que pretende destruir la civilización occidental y volver a los soviets, etcétera.

Y es que, finalmente, los poderes casi maléficos que nos gobiernan han conseguido que confundamos el confort con la acumulación de gadgets y símbolos de estatus, sin que caigamos en la cuenta de que a) cuando una inmensa mayoría tiene esos símbolos de estatus, es que ya no son representativos de estatus alguno, y b) tanto acopio nos crea un montón de esclavitudes nuevas, que digo yo estarán pensadas para ocupar el inmenso y aburridísimo tiempo libre que tenemos en general para comernos el tarro, los unos; y para sufrir diversas manifestaciones de neurosis y otras pandemias psiquiátricas, los otros. Con lo fácil que era todo cuando nos limitábamos a luchar para sobrevivir un día más.

En fin, sarcasmos (más que merecidos) aparte, la cuestión subyacente consiste en que lo que los economistas adocenados llaman eufemísticamente “desarrollo” no es más que consumismo vendido por charlatanes de feria. Que el desarrollo de las sociedades necesita tecnología es cierto, pero no esta invasión abusiva de tecnología orientada exclusivamente al consumo. Llamar desarrollo al consumismo feroz es totalmente equivalente a denominar nutrición al hecho de atiborrarse de hamburguesas, por poner un ejemplo al alcance de los más lerdos. Si uno quiere ponerse hasta las jambas de BigMacs está en todo su derecho, pero eso no es equivalente a una nutrición equilibrada. Y dudo mucho que sea finalmente una actividad gozosa, como tampoco lo es la compra compulsiva, por mucho que nuestras anoréxicas blogueras de moda insistan en que se trata de una opción sumamente terapeútica (sin comentarios, salvo uno: internet también ha representado, por enésima vez en la historia de la humanidad, el contundente triunfo de la idiocia sobre la inteligencia).

Siempre me he considerado un admirador decidido del progreso tecnológico, pero no de éste tipo de pseudoprogreso que nos venden como si fuera una pócima milagrosa. Y aquí viene la justificación inicial de la mención al señor Jevons, el cual alcanzó la celebridad en los círculos entendidos por su “paradoja de Jevons”, mediante la que afirmaba ya a mediados del siglo XIX que, a medida que la tecnología aumenta la eficiencia con que se usa un recurso, se observa más un aumento del uso de dicho recurso que una disminución. Es decir, y poniendo la cuestión al día, resulta que la mejor eficiencia tecnológica se traduce en una disminución del impacto ambiental y energético por unidad fabricada, pero que dicha disminución se ve sistemáticamente anulada por la multiplicación exponencial del número de unidades consumidas. O sea, que la eficiencia tecnológica no sirve en absoluto para mejorar la preocupante condición ambiental y energética del planeta, sino todo lo contrario, debido  a que el consumo de los recursos planetarios se dispara de forma hiperbólica. Un argumento que, por cierto, es patrimonio de los militantes del cada vez más numeroso movimiento por el decrecimiento, que no son una pandilla de iluminados como algunos neoliberales sugieren, sino gente de gran trayectoria y calado ideológico. En clave didáctica y para profundizar en el tema, es recomendable leer a Serge Latouche antes de criticar frívolamente a  los partidarios del decrecimiento (que, por otra parte, también están en contra del llamado "desarrollo sostenible", por entender que ese postulado es una contradicción en sus propios términos).

Como ejemplo valga  el botón de la tecnología de comunicaciones móviles: el incremento de la eficiencia tecnológica introducida por Apple, Samsung y otros muchos fabricantes se ha traducido en un abaratamiento de los costes de producción y venta de terminales, pero en términos de balance medioambiental y de recursos, eso está resultando un desastre para la Tierra si la entendemos como un ecosistema global. Compramos móviles cada vez más sofisticados y cada vez más baratos (como antes sucedió con los ordenadores personales), pero el impacto de esas mejoras sobre el mundo deja mucho que desear en términos de sostenibilidad, pues cada vez hay miles de millones de teléfonos móviles que requieren ingentes cantidades de materiales no precisamente abundantes y que después, vista su escasa duración, están generando una enorme montaña de basura tecnológica. Valga la reflexión sobre aquel viejo teléfono de baquelita que duraba toda la vida de nuetros abuelos e incluso de nuestros padres, mientras que la vida media de un terminal móvil actual es de alrededor de un año. Nos hacen la vida más cómoda, pero al precio de que las generaciones futuras las pasarán muy moradas por nuestros devaneos consumistas sin demasiado sentido. Estamos dejando que la marea del consumismo crezca y crezca, y acabará arrasando nuestras playas del supuesto confort y el falso desarrollo.

Pues a fin de cuentas, la pregunta que debemos hacernos todos, de ahora en adelante, es la de aquellos que se plantean si producir más es crecer (el dogma neoliberal por antonomasia), o eso es una falacia inventada para mantener pedaleando la bicicleta con la que tiramos del carro de los megamillonarios mientras nos uncimos más y más al yugo de la esclavitud consumista. Si estamos convencidos de esa falacia, nuestra apuesta es la de aprender a vivir mejor con menos (otro de los lemas del decrecimiento). O como decía Gandhi: “vivir simplemente para que otros puedan simplemente vivir”.

jueves, 12 de mayo de 2016

El móvil y la vulnerabilidad

Cuando hace 65 millones de años un meteorito gigantesco se empotró en el Yucatán, causó una hecatombe ecológica de dimensiones colosales, provocando la extinción de las formas de vida dominantes durante más de 150 millones de años: los dinosaurios. Sin embargo, la catástrofe no afectó a formas de vida más sencillas, como los pequeños protomamíferos de la época, que rápidamente proliferaron para ocupar los nichos que dejaron vacíos los hasta entonces reyes del planeta. Y así hasta la actualidad. La suposición más verosímil es que las formas de vida más grandes, complejas y organizadas fueron más vulnerables ante un cambio drástico de las condiciones del ecosistema terráqueo, y que las formas más sencillas o con un menor grado de autoorganización y complejidad eran (y son actualmente) mucho más resistentes ante variaciones drásticas del entorno.
 Ese argumento es válido hoy en día, por supuesto, hasta el punto de que ante una catástrofe extintiva como las que ha padecido la Tierra en ocasiones anteriores, casi con toda certeza sobrevivirían casi todos los microorganismos, muchas plantas de escaso porte y fácil reproducción y los artrópodos. En resumen, a mayor tamaño y complejidad, mayor es la vulnerabilidad de los sistemas biológicos ante fenómenos catastróficos imprevistos. La excepción son aquellos entes biológicos complejos pero descentralizados y autónomos, como las colonias de hormigas, donde el conjunto es un superorganismo formado por individuos independientes, en cuyo caso, la destrucción de una gran parte de sus miembros no impide la reconstrucción de la colonia (salvo que fallezcan todas las posibles reinas). Ya dicen los biólogos que en la próxima extinción masiva, las hormigas, las cucarachas, y posiblemente las ratas, heredarán la Tierra.
 Los sistemas biológicos más complejos son más vulnerables porque dependen de muchos factores cruzados para su supervivencia. Es decir, cuanto mayor es la complejidad, existen más variables que pueden fallar o ser vulnerables ante un ataque externo no previsto. De modo que un sistema muy complejo, para ser viable a largo plazo, necesita incorporar lo que técnicamente se denomina redundancia para evitar colapsos que impidan no ya su normal funcionamiento, sino la viabilidad del propio sistema. La naturaleza, en general, es poco redundante, porque la redundancia es muy cara en términos evolutivos. Además, la evolución es ciega y no tiene preferencias, de modo que no se “preocupa” por el futuro, en el sentido de que ningún ente evolutivo se dedica a hacer predicciones sobre el mañana para anticiparse a posibles problemas de sus sistemas de funcionamiento. Por eso los mamíferos tenemos solamente algunos órganos redundantes (pulmones, riñones, testículos), pero para los más vitales no tenemos recambio alguno.
 Cuando allá por los años noventa la industria automovilística se propuso implantar sistemas de dirección electrónica de los coches, se encontró con que los volantes electrónicos eran mucho menos fiables que los sistemas de dirección tradicionales, mecánicos. La conclusión a la que llegaron es que necesitaban circuitos redundantes para garantizar que en una curva no se saliese el vehículo del carril por un fallo del sistema de dirección electrónico. Y eso salía mucho más caro, de modo que se abandonó la idea en espera de tiempos mejores. La conclusión es que los sistemas mecánicos son mucho más fiables que los electrónicos por dos motivos: sencillez y robustez. Una dirección de cremallera puede fallar, pero por muy pocos motivos y todos realmente poco probables, salvo en caso de colisión. Un sistema eléctrico, en cambio, puede fallar en uno o varios de sus múltiples componentes y no solo por un accidente externo, sino también por un fallo impredecible del propio sistema.
 Por eso los instrumentos electrónicos son más caros, más complejos, exigen más mantenimiento y tienen mucha menor durabilidad que los mecánicos. Por ejemplo, una máquina de escribir de las de toda la vida aún funciona con toda certeza. En cambio, una máquina de escribir electrónica es un artilugio que en pocos años tendrá averías de toda índole, por muy buenos que sean sus componentes, aunque suprimamos de raíz la obsolescencia programada.  Igual ocurre con la telefonía: raro es el terminal clásico que no funcione, y aún podemos encontrar teléfonos de baquelita de cuando nuestras abuelas festejaban que funcionan perfectamente. En cambio un teléfono celular, por muy bien cuidado que esté, se averiará como mucho en cinco o diez años. Los ejemplos se pueden multiplicar para abarcar casi cualquier campo en el que la electrónica haya sustituido a la mecánica.
 Las telecomunicaciones son especialmente interesantes en lo que respecta a complejidad, redundancia y vulnerabilidad. Yo siempre he optado por la redundancia casera: cuando salgo de viaje siempre llevo dos móviles por si uno de ellos se estropea, cosa que suele suceder con más frecuencia de lo que uno imagina. Cuanto más sofisticado es un celular, más fácilmente da problemas a corto plazo. Cuanto más complejo es su diseño y más aplicaciones puede integrar, más corremos el riesgo de tener problemas. Es una cuestión puramente estadística y también de lógica de la abuela, pues cuantos más huevos pones en la cesta, peor será la catástrofe si tropiezas. La tecnología es muy interesante, pero significa asumir muchos riesgos, algunos muy poco valorados y mencionados. Con los teléfonos móviles, hoy en día, no sólo puedes llamar y recibir mensajes, sino efectuar compras y ventas de cualquier producto imaginable, efectuar transferencias y operaciones bancarias complejas, e incluso pagar en establecimientos comerciales, o controlar los electrodomésticos de casa; así como abrir y cerrar puertas o arrancar el coche. Tamaña concentración de funcionalidades puede ser muy cómoda, pero nos crea una situación de vulnerabilidad extrema. Nos fragiliza hasta el punto de que si se nos funde el móvil, podemos quedarnos absolutamente inoperantes como seres humanos de la sociedad occidental. Cuanto más operativo es nuestro móvil, más vulnerables somos a una avería. Lo cual no es que sea malo, es que es cataclísmico.
 Allá por los años sesenta, los científicos e ingenieros que trabajaban en programas nucleares, descubrieron, más pasmados que otra cosa, que una explosión nuclear de poca potencia pero a gran altitud en la atmósfera provoca un pulso electromagnético capaz de fundir cualquier circuito eléctrico o electrónico no especialmente protegido en miles de kilómetros a la redonda. Una explosión como la de Hiroshima a cuatrocientos kilómetros de altitud puede quemar literalmente todos los sistemas electrónicos de un continente (para una exposición muy didáctica y completa de este fenómeno, véase el enlace http://lapizarradeyuri.blogspot.com.es/2010/01/el-haarp-y-la-bomba-del-arco-iris-como.html)y retrotraernos en pocos minutos a los albores del siglo XX. Tampoco es que haga falta algo tan extremo: una tormenta solar especialmente potente puede crear graves problemas en el hemisferio que reciba de lleno las radiaciones ionizantes expulsadas por el Sol.
 La sociedad occidental se ha vuelto muy incauta en lo que a estos asuntos se refiere. Confiamos excesivamente en que el sistema, globalmente considerado, no puede fallar. Pero resulta terrorífico descubrir que la protección máxima y la redundancia de los sistemas sólo se da en las instalaciones militares y en las consideradas estratégicas para la seguridad nacional de cada país. Las grandes compañías de telefonía móvil tienen sus servicios fundamentales protegidos, pero no los referentes a las comunicaciones generales. Las antenas de telefonía celular que proliferan en nuestros tejados están totalmente indefensas ante un pulso electromagnético de gran altitud, y eso puedo provocarlo un país tan menospreciado como Corea del Norte con su tecnología actual, así que tal vez va siendo hora de que tengamos presente que todo cuanto tenemos en la nube y todo cuanto confiamos a la funcionalidad de nuestro teléfono móvil sin tener un respaldo no electrónico de esos datos  se puede volatilizar en un momento por causas naturales o artificiales, y lo que es peor, ser totalmente irrecuperable.
 Nos hemos encomendado a la tecnología, lo cual está muy bien, pero lo hemos hecho elevándonos cada vez más alto y sin paracaídas, lo que constituye, más que una temeridad, un suicidio programado a medio plazo. Yo, que ustedes, empezaría pedir a las compañías de telecomunicaciones y de electrónica en general que se pongan manos a la obra para crear sistemas redundantes y protegidos frente a fenómenos impredecibles, en lugar de atiborrarnos con aplicaciones que nos dan mucha comodidad pero que al mismo tiempo nos generan muchísima dependencia. Porque los cisnes negros existen, y cuando avistemos a éste ya será demasiado tarde para evitar la extinción de nuestra ultramoderna sociedad. 
Mientras tanto, seguiré llevando dos móviles a todas partes. Y confiándoles el menor número de funcionalidades posibles. Llámenme retrógrado si quieren.

viernes, 6 de mayo de 2016

Idiosincrasia nacional


Esta semana nos ha traído la novedad -poco novedosa- de la convocatoria de nuevas elecciones generales. En medio del cabreo popular monumental por la falta de entendimiento de los políticos para formar coaliciones estables que permitan gobernar el país durante cuatro años, han surgido diversas interpretaciones para justificar la estupefacción que han causado estos cuatro meses largos en los que lo único relevante ha sido la bronca generalizada entre los líderes y barones de los respectivos partidos, incapaces de poner fin a una dialéctica de confrontación mutua y atados por sus propias declaraciones maximalistas en la campaña electoral de diciembre, que han mantenido después por aquello de sostenerla y no enmendarla, tan propia de esa presunta hidalguía española de la que tenemos larga y nefasta tradición.
 
Sin embargo, tengo la convicción de que muchas de las críticas ciudadanas a este proceso son absolutamente injustas, pues parecen atribuir a nuestros políticos defectos que no se encuentran presentes en el electorado. Lo cual se me antoja una majadería de cuidado, porque a fin de cuentas y mal que nos pese, nuestros gobernantes son un fiel reflejo –en lo que a idiosincrasia se refiere- de todos quienes les votamos. Me parecen risibles las comparaciones con lo que sucede en Alemania, donde pudo forjarse una gran coalición, por la sencilla razón de que –por muy tópico que parezca-  la actitud ante lo colectivo es muy diferente en Alemania y en España.
 
Los tópicos sobre las naciones pueden ser ridículos, trasnochados o directamente falsos, pero lo cierto e innegable es que cada país tiene una idiosincrasia colectiva específica y diferenciada de las otras naciones. Y se basa en siglos de una tradición forjada por razones históricas, sociológicas, religiosas, filosóficas e incluso climáticas. Cada país tiene sus memes socio-políticos grabados a fuego en su acervo genético social, y esos memes, a similitud de los genes biológicos, se transmiten de generación en generación salvo que una mutación afortunada o la simple mezcla causada por la heterogeneidad creada por sucesivas olas migratorias e influencias externas, los vayan diluyendo poco a poco.
 
España es país poco propenso a la receptividad de memes externos. Su insularidad real, en una península colgada del extremo del continente y separada de él por barreras físicas históricas, la ha hecho evolucionar (y ruego que me perdonen las analogías genético-darwinistas) aislada del resto de Europa occidental, lo que la ha convertido en un inmenso laboratorio evolutivo parecido a las islas Galápagos, pero en versión socio-política. En definitiva, este triste país ha ido por libre durante siglos, y no ha recibido más que pequeñas, esporádicas  y contadas dosis de memes del acervo europeo tradicional. De ahí nuestros clarísimos déficits democráticos pese a tener una democracia formal de casi cuarenta años de existencia.
 
La democracia exige una concepción de la sociedad como una comunidad colaborativa casi tanto como un esqueleto legal en el que primen los derechos constitucionales. Es decir, una democracia fundada tan sólo en la libertad personal no es una democracia si no consigue aglutinar a sus miembros alrededor de un proyecto común que esté por encima de sus intereses individuales. Eso lleva a la concepción de la nación como algo propio, y del nacionalismo como un elemento vertebrador de unas aspiraciones comunes. Sin embargo, el nacionalismo español, que (para qué negarlo, es de caseta de feria) siempre ha sido excluyente e incapaz de resolver el que, a mi modo de ver, es el mayor obstáculo para un correcto funcionamiento de una sociedad democrática: el individualismo feroz que anida en el interior de cada españolito de a pie.
 
Este país sólo se aglutina alrededor del deporte y del insulto a quienes son diferentes. En el resto de quehaceres, prima siempre una visión personalista e individual que trasciende hasta nuestros políticos, más forjados en el caudillismo que en el liderazgo. Mal que les pese a casi todos, la mayoría de los políticos se conducen de forma autoritaria e imperativa, pero ello no es debido a un mal específico de la clase política, sino a un exudado social que nos impregna globalmente. La convicción absoluta, sectaria e irremediablemente ciega sobre la validez de nuestras propias razones nos lleva a descalificar sistemáticamente las del oponente, cuando no  a ningunearlo directamente. Sólo así se comprende esa manía tan hispánica de gobernar contra la gente, aunque esa “gente” sean diez o doce millones de electores que han optado por una idea distinta.  Creo que no se le escapa a nadie que un proyecto de país tiene que responder a una ideología específica, pero ha de procurar ser lo suficientemente amplio para generar, si no consensos, al menos un grado de aceptación notable por parte de la sociedad en su conjunto. Lo contrario es jugar al ping pong legislativo, en el que las leyes aprobadas por unos son derogadas por los otros a las primeras de cambio.
 
Cuando se tiene en mente al país en su conjunto, y se transmite esa concepción vertebradora a lo largo y ancho del espectro social, es cuando se pueden forjar grandes coaliciones al estilo alemán, país donde lo colectivo siempre ha primado sobre lo individual desde el mismo momento de venir al mundo. Deutschland über alles, es expresión que lo dice todo, y que refleja un sentir popular tan ampliamente extendido que nadie se atreve a cuestionar. Otra cosa es que, en estados como Alemania, esa intensa vertebración común pueda ser utilizada de forma perniciosa y conseguir golpes tan espectaculares como el que sumió a Europa en la atrocidad del nazismo y de la segunda guerra mundial. Algo que los españoles hubiéramos sido (por suerte en este caso) incapaces de conseguir.
 
España es país de gente individualista y autoritaria. De ahí esa pasión por los gobiernes monocolores fuertes y apisonadores. De ahí ese odio cerval hacia los pueblos que, como Cataluña, llevan memes distintos en su tradición histórica.  El talante pactista y dialogante (no exento por ello de estratagemas tramposas) de los catalanes, unido a un sentido práctico bastante alejado de la “honra sin barcos” del hidalguismo español, ha sido siempre absolutamente incomprendido y denostado por el resto de España, hasta el punto de hablar despectivamente del “oasis catalán” en el que se mecía la política en el nordeste peninsular.  Como si fuera mejor andar siempre zurrándose a garrotazos, que parece ser la mejor manera de solucionar los problemas que han encontrado allende el Ebro.
 
Y todo ello sucede porque en Cataluña sí que ha existido el meme  vertebrador de un proyecto común valioso por encima de aspiraciones sectarias. De ahí las risas que hemos disfrutado en recíproca venganza contra los líderes estatales de los partidos que tanto  se burlaban de las dificultades para formar un gobierno en Cataluña, pero que al final se pudo constituir para mayor befa y escarnio de Rajoy, Sánchez y compañía, pues después de tanto ataque y tanta crítica feroz, han sido ellos los incapaces de pactar un gobierno para los cuarenta y tantos millones de residentes en el país. Por aquí en Cataluña todavía nos aguantamos las tripas de las carcajadas que nos ha deparado el escenario de estos últimos meses.
 
Y es que España es terreno abonado para los caudillos, democráticos o no, porque la sociedad española es caudillista, intolerante y cerrada al diálogo. Sólo falta ver cómo funcionan nuestras comunidades de vecinos para entender lo que, a escala mucho mayor, sucede en los pasillos del Congreso. Si a eso sumamos hasta qué punto el españolito medio es un bocazas de cuidado, que se suele acabar atragantando con sus propias palabras, cerramos la cuadratura del círculo de la imposibilidad para formar gobierno estatal. Pues las declaraciones maximalistas que tiñeron la campaña (y la postcampaña) electoral de diciembre, nos llevan a recordar que la prudencia más elemental nos aconseja practicar aquello de “nunca digas nunca jamás”. Si nuestros líderes se han pasado meses proclamando que nunca gobernarán con fulanito, o que jamás aceptarán según que partes del programa electoral del vecino, luego no pueden desdecirse sin incurrir en un profundo bochorno, que se podrían haber ahorrado si  no fueran tan grandilocuentemente estúpidos como para pasarse el día haciendo afirmaciones tajantes que luego les han cerrado cualquier vía de diálogo.
 
Y es que en un juego donde “los principios” se aluden constantemente pese a que a la hora de la verdad todos sabemos para qué sirven, sería mucho más útil adoptar de buen principio la postura pragmática de que casi todo es negociable, sobre todo en política, donde al final el pragmatismo acaba imponiéndose en casi todas partes. Menos en España.