miércoles, 9 de octubre de 2013

El derecho a decidir

Que las élites políticas de este  país son de lo más inmovilista, cualquiera que sea su filiación, no es noticia nueva ni debiera sorprender a nadie. Que para justificar su inmovilismo –del más rancio estilo del antiguo régimen- utilicen según qué argumentos, resulta cuando menos penoso, y por lo pronto demostrativo de muy escasa comprensión de la dinámica política a lo largo de la historia de la civilización occidental.

Viene esto a colación de la larguísima, aburrídisima y más que cargante melopea que tenemos que oir a diario sobre el espinoso asunto del derecho a decidir, que a la mayoría se le ha atragantado de mala manera sobre todo por culpa de unos políticos, de todos los gustos y colores, que defienden con uñas y dientes algo que resulta indefendible si es que  pretendemos formar parte de una sociedad avanzada y comprensiva de lo que realmente precisan los ciudadanos.

Que a estas alturas se cuestione la validez del concepto “derecho a  decidir”, en la época de las (presuntas) libertades individuales y colectivas resulta pasmoso desde cualquier perspectiva racional, aunque es bien sabido que la racionalidad ni se contempla ni se exige en el discurso político y mucho menos en la gestión de esos soplagaitas que tenemos por mandatarios y depositarios de la soberanía popular. Una soberanía que, a su modo de ver, quedó congelada con la redacción de la Constitución, como si tamaño engendro (una apreciación personal mía, pero también de muchos que pueden calificarse con muchísima más solvencia que yo como juristas expertos) fuera la Biblia, intocable por los siglos de los siglos.

Comenzando por el principio, parece que hay un elevado consenso actual entre los expertos respecto a que la Constitución de 1978 tuvo –y hoy se ve con mucha mayor claridad que entonces- un carácter coyuntural, fruto de la necesidad de articular una democracia sobre los cimientos de unas leyes políticas y de un estado cuyo fundamento era un ideario claramente fascista (o autoritario, para aquellos pusilánimes que no quieren llamar a las cosas por su nombre). Esa Constitución “de circunstancias” permitió la tan celebrada transición política, pero ahí agotó su recorrido. También son muchos los que opinan que una vez cerrada la transición, se debían haber convocado unas nuevas Cortes constituyentes que redactaran una constitución más acorde con la sociedad que resultó tras la integración en la OTAN y en la UE. Es decir, tras la incorporación real y efectiva del estado español a la categoría de estado de derecho en su versión occidental.

Ahora nos quieren hacer comulgar con la rueda de molino de la intocabilidad de nuestra ley máxima para impedir que unos ciudadanos –los que sean, porque esto vale para todos, catalanes y extremeños- puedan ejercer su derecho  a decidir cuando las circunstancias lo requieran. Ese aferrarse a una norma superada por las circunstancias deja en muy mal lugar a nuestros políticos, sobre todo porque deberían recordar que, usando el mismo argumento falaz que se empeñan en defender, todavía hoy viviríamos bajo los sagrados Principios del Movimiento Nacional, que a fin de cuentas fue nuestra Constitución durante toda la etapa franquista.

Como ya he apuntado en alguna otra ocasión, aquellos diputados de las Cortes que en 1976 se hicieron el harakiri político votando la Ley para la Reforma Política que entró en vigor en enero de 1977 y que fue la última ley fundamental del Reino de España antes de la democracia no tuvieron tantos remilgos y reparos a la hora de aceptar que los tiempos habían cambiado y que el marco legislativo y político ya no podía contener los deseos de la sociedad española sin reventar por las costuras. Lo dije en otra ocasión y lo repito ahora: aquellos diputados franquistas tenían más sentido práctico, más realismo social y político y mucha más entereza que las actuales élites del “PPSOE”, cuyo temor a perder tantas prebendas como han acumulado en estos últimos treinta y cinco años les paraliza. Y pretenden trasladar su parálisis a la opinión pública, para que nada se mueva en este páramo llamado España durante todo el tiempo que ellos puedan resistir.

El problema no es Cataluña, ni muchísimo menos. El derecho a decidir en Cataluña respecto a su soberanía o autodeterminación es por ahora de resultado incierto, y precisamente por ello es  el menor de los problemas a los que tendría que enfrentarse el gobierno de turno  y sus secuaces si reconocieran el derecho a  decidir de todos los ciudadanos. Porque el derecho a decidir no es más que la plasmación de un anhelo que cada vez está más arraigado en toda la población: el de una democracia mucho más directa, mucho más libre e independiente de las estructuras partidistas, que a estas alturas ya casi nadie con dos dedos de cerebro reconoce como genuinamente representativas de la voluntad popular; al contrario, son percibidas como herramientas de perpetuación en el poder de unos colectivos mucho más cercanos a la célebre nomenklatura soviética que a lo que en occidente se entiende como representantes electos del pueblo soberano.

Porque el derecho a decidir no es más que la punta de lanza de la necesaria remodelación de todo un concepto anquilosado de la representación política democrática. Hay muchos más ingredientes que también son olímpicamente rechazados por el cártel PPSOE. Las listas abiertas, las circunscripciones electorales al estilo anglosajón (donde el congresista o diputado de turno responden directamente ante sus electores) la supresión del inútil Senado, la articulación de un sistema federalista que imponga el principio de la solidaridad responsable (entendida como aquélla en la que las regiones receptoras de ayudas tienen que justificarlas de forma estructural y demostrar un progreso real de sus sociedades en un lapso razonable de tiempo), y, finalmente, la implantación de un sistema de referéndum efectivo y vinculante para cuestiones especialmente sensibles (al modo en que  se celebra en otros países  envidiables en ese aspecto, como Suiza), son los otras herramientas que configuran lo que hemos venido en llamar democracia directa, que es lo más parecido a una democracia real que podemos conseguir.

Sucede, sin embargo, que la democracia directa es un peligro para la supervivencia del político tradicional, sometido al clientelismo de las directrices de su partido y por ello totalmente vacío de auténtica representación de los electores. De sus electores, que se han convertido en meras herramientas para conseguir un asiento en el Congreso de los Diputados, desde donde el señor diputado jamás votará en conciencia, sino siguiendo las órdenes del jefe de filas, incrustado de bruces en una estructura y cadena de mando casi paramilitar.

Dicen también que el referéndum es peligroso porque según como se planteen las cuestiones se puede introducir un sesgo en el pensamiento del elector y de ese modo manipular los resultados de las votaciones. Como si hasta ahora el sistema no se desvirtuara sistemáticamente en cada período electoral, con decenas, si no cientos, de promesas incumplidas y con programas políticos barridos bajo la alfombra del presidente electo justo después de tomar posesión del cargo. Me pregunto qué tiene mayor credibilidad, si el peor planteado de los referéndums o cualquiera de las últimas elecciones parlamentarias de este país, todas resueltas a base de programas sistemáticamente incumplidos. O sea, de mentiras, estrictamente hablando. Pues bien, prefiero equivocarme yo por mi propia conciencia, respondiendo equivocadamente una pregunta malintencionada, que ser engañado abusivamente por un tercero que no me respeta ni a mí ni a sus promesas electorales, y que me trata (y considera) como a un imbécil.

Señores diputados: las sociedades, desde la noche de los tiempos, cambian. El cambio social se traduce en cambios en las estructuras políticas, y no al revés. No son ustedes quienes tiran del país y lo hacen evolucionar, sino a la inversa. La sociedad reclama nuevos derechos, nuevas formas de relación entre sus ciudadanos, nuevas formas de actuar por parte del estado;  los políticos tienen el deber de estar atentos a esa evolución constante y responder adecuadamente y a tiempo a las demandas de la sociedad. La historia demuestra que negar el cambio político cuando la ciudadanía se mueve una dirección determinada, suele resultar catastrófico para las sociedades afectadas por la ceguera de sus dirigentes. Los ejemplos más claros son también los más recientes: las revueltas en los países del Oriente Medio, cuyo precursora fue la caída del sha en Irán hace ya más de tres décadas: cuando quiso aceptar los cambios que reclamaba su pueblo, ya era demasiado tarde, y propició la llegada al poder de los ayatollahs. El empuje de la sociedad los había rebasado, a coste de extremismos y devastación.

En mi opinión, el peor defecto de todo político, más incluso que la corrupción, es la ceguera ante los cambios que reclama la sociedad que dirige. Y peor aún que la ceguera, es el empecinamiento y la obcecación por mantener un statu quo que la historia demuestra que jamás se ha podido mantener indefinidamente. Alguien de entre nuestros poderosos jerifaltes políticos haría bien en meditar sobre el corolario implícito de todo cuanto afirmo: cambio o barbarie.

Y si no actúan a tiempo, puede que al final tengamos  cambio y barbarie. Simultáneamente.

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