miércoles, 13 de noviembre de 2013

La Administración agonizante

Soy empleado público y, sin embargo, nunca he escrito sobre la Administración que me da el sustento. Ahora llega el momento, creo que crucial, en el que la Administración Pública, gravemente enferma, agoniza moribunda de una enfermedad que nadie ha sabido tratar durante más de cien años. y no sólo en este país, sino en todo el mundo. Una patología que es antigua pero cuyo avance inexorable provocará en breve la desaparición del servicio público tal como se ha entendido hasta hoy.

Tal vez debería precisar que la Administración propiamente dicha no desaparecerá nunca, porque hasta en los países más rabiosamente proclives al sector privado se es consciente de la necesidad de un Estado que controle y administre recursos que son esenciales o estratégicos, y que no pueden ser dejados exclusivamente en manos del sector privado. Las cuatro patas del estado moderno, que se articulan en torno a la educación, la justicia, la sanidad y el orden público entendido en sentido amplio. Así pues, cuando me refiero a la agonía de la Administración, lo hago pensando en lo que los anglosajones llaman "Servicio Civil" , es decir, en la estructura  de personal que gestiona el ámbito puramente administrativo del Estado. Es decir, el brazo ejecutor de la acción política del estado. Lo que aquí, despectivamente (y en determinados ámbitos con todo merecimiento), se ha conocido siempre como "el funcionariado".

Soy un firme partidario de un sector público fuerte, pero también reconozco que la fortaleza debe ir acompañada de eficiencia. Y ese tipo de consideración se debe hacer al margen de cualquier orientación política o de cualquier perspectiva laboral. A la Administración pública la han matado entre todos, derechas e izquierdas, funcionarios y políticos, sindicatos y directivos. No todos tienen la misma proporción en el reparto de culpa, pero si todos ellos son responsables del triste fin de una idea que podría haber sido buena  pero cuya aplicación práctica, como sucedió antes con el socialismo, se pervirtió por una mezcla de desgana, incompetencia, acomodación y falta de motivación. Así que no se trata de repartir tortazos desde una perspectiva sesgada, sino de asumir hechos incuestionables desde la mayor neutralidad.

Y esos hechos objetivos se resumen muy fácilmente. La Administración Pública se ha beneficiado en muy gran medida del brutal salto tecnológico de los últimos treinta años y eso le ha permitido resistir hasta ahora las exigencias de una sociedad moderna, basada en la necesidad de respuestas instantáneas a las demandas de los ciudadanos. Pero en realidad, las ventajas tecnológicas escondían unos defectos fundamentales que nadie ha sabido corregir.

El problema fundamental de la Administración es que, ante las demandas de servicios por parte de los ciudadanos, ha actuado con bastante eficacia pero muy poca eficiencia. La eficacia se la ha facilitado, en gran medida, el impulso tecnológico; pero también el constante e insostenible incremento en los recursos humanos en una etapa de la sociedad occidental en la que todo el sector privado dedicado a los servicios administrativos estaba invirtiendo la tendencia: mayor simplicidad administrativa, eliminación de soportes documentales obsoletos, y sobre todo, reducción del personal auxiliar, con excepción, tal vez, del destinado a los servicios de atención al cliente.

Ya bien entrado este siglo, la Administración Pública se ha encontrado con que pese a toda la modernización tecnológica, tanto sus estructuras como su organización han quedado obsoletas. Cuando las grandes corporaciones de servicios tienden a invertir la pirámide laboral, optando por pocos trabajadores pero muy cualificados y con un perfil claramente técnico, la Administración Pública se encuentra con una amplia base de personal auxiliar y muy pocos técnicos especialistas.

Por otra parte, cuando el sector privado más avanzado se centra en eliminar las rigideces en la promoción laboral y en los incentivos al personal, la Administración Pública se encuentra todavía hoy, y por lo visto hasta el fin de sus días, atrapada en un sistema de promoción extraordinariamente rígido, que no fomenta ni incentiva la creatividad ni la competencia, y donde prima el escalafón por encima de todo, como hace cien años.  Realmente si un un ámbito está claro que ser competente no es garantía de  promoción, es en el servicio público. Y me permitiré añadir que no sólo es culpa de los políticos, sino también de los sindicatos -atrapados en su propia retórica igualitarista-  y de una gran parte de los propios trabajadores públicos, que en el fondo prefieren la seguridad del ascenso limitado y por mera antigüedad que la incertidumbre de tener que luchar por demostrar competencia, iniciativa y competitividad.

Es un paradigma ampliamente aceptado que el mundo de la Administración Pública es muy complejo, y que para afrontar su auténtica reforma se hubiera necesitado un pacto político y social que arrinconara las luchas partidarias. Como ya he dicho antes, la de fondo no es una cuestión de orientación política, por mucho que así nos la quieran disfrazar, sino de afrontar una tarea hercúlea y a largo plazo con el máximo consenso de todos los sectores implicados.

Nadie ha sido capaz siquiera de intentarlo de verdad. Ahora, cuando el sector privado se mueve a una velocidad pasmosa en búsqueda de respuestas a las exigencias de la sociedad (respuestas que pueden ser más o menos acertadas, o más o menos justificables según la orientación política de cada uno), tenemos claramente, una Administración Pública sobredimensionada, porque a las demandas sociales de más y mejores servicios, la respuesta política ha sido durante muchos años la misma: mayores dotaciones de personal, sin siquiera llegar a cuestionarse si hubiera sido más adecuado optar por mejores dotaciones de personal. Un personal más cualificado, mejor retribuido y más incentivado, en vez de la masa de trabajadores auxiliares con que se ensanchó continuamente la base de la pirámide laboral de la Administración.

Ahora ha llegado el momento clave en el que la tecnología va a permitir prescindir del factor humano en muchos de los servicios administrativos clásicos. La implantación de la administración electrónica supone el gran salto adelante con el que la mayor parte del personal no especialmente cualificado va a resultar excedente, como ya ha ocurrido con los servicios de correos estatales en todo el mundo occidental. Gradualmente, la Administración Pública se va a limitar a un conjunto reducido de especialistas, mientras que todos los servicios básicos serán prestados por el sector privado, que -demonizaciones ideológicas aparte- ha demostrado ser mucho más ágil, y sobre todo mucho más consciente de que la eficacia sin eficiencia no sirve de nada. El siglo XXI va a ser, y de hecho ya es, el siglo de la eficiencia. Y la Administración Pública no es eficiente, ni por su diseño, ni por su organización, ni por su estructura de personal y promoción.

La Administración Pública se muere en todo Occidente. La solución que están adoptando o que van a adoptar casi todos los gobiernos es la de dejarla morir por vejez. En la medida en que la edad media del funcionariado se eleve, y las bajas por enfermedad o retiro no se repongan, las necesidades siempre acuciantes del estado se irán cubriendo a través del sector privado, pues a medio plazo, las más flexibles estructuras privadas aseguran una mucho mayor eficiencia en la gestión. A la Administración la matará su falta de dinamismo interno, acrecentada por la decrepitud del personal a su servicio.

A los gobiernos occidentales siempre les ha parecido que la Administración es un enorme monstruo con una inercia imparable y una trayectoria casi imposible de modificar. La última gran crisis de Occidente les ha servido en bandeja la solución definitiva. En vez de gastar esfuerzos y recursos en intentar cambiar algo de verdad en el servicio público, lo más práctico va a ser sustituirlo progresivamente  por algo más ligero, sencillo y fácil de manejar, y arrinconar a la vieja Administración hasta que expire extenuada, ya sólo piel y huesos.








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