viernes, 8 de noviembre de 2013

Derramados

Excelente artículo de Gemma Galdón en El País sobre el fracaso de la “teoría del derrame”, ese mantra tan querido por los neocons según el cual, cuando a los ricos les va muy pero que muy bien, ese bienestar se transmite a toda la sociedad en una cascada de riqueza que rezuma o se derrama hacia las clases inferiores. Y es curioso que los ultraliberales sigan aferrados a su recetario, pese a que la crisis en la que estamos inmersos desde hace cinco años no hace más que demostrar lo contrario: la riqueza se acumula de forma cada vez más intensiva en unas pocas manos, y la pobreza se extiende como una mancha de aceite. Volvemos a pasos agigantados a una sociedad de plutócratas y proletarios, en la que el amplio y esponjoso colchón de las clases medias surgidas tras el final de la  Segunda Guerra Mundial se ha ido adelgazando peligrosamente hasta quedar reducido a una esterilla playera.

El artículo de la señora Galdón es muy interesante pero se centra en aspectos puramente económicos. En cambio, a mi parece importante profundizar en los aspectos psicológicos y sociológicos del fracaso absoluto del trickle down, como se denomina en inglés a esa teoría tan poco científica como casi todas las que salen de las escuelas de negocios, y especialmente si provienen de la esfera de la escuela de Chicago.  Los economistas ultraliberales, igual que en su momento hicieron los marxistas furibundos, se empecinan sistemáticamente  en poner fórmulas matemáticas a un empeño puramente ideológico. Así les sale el cocido, por muchos premios nobel que cosechen.

Por otra parte, incluso en los contados casos en los que una teoría económica no sea del todo mala, suele darse por descontado que el comportamiento de los agentes económicos será totalmente racional, lo cual no deja de ser un chiste y un sarcasmo, pues ya desde tiempos antiguos, la mayoría de los economistas con seso han señalado muy acertadamente que el comportamiento de los mercados y de los consumidores suele ser muy poco racional. De hecho, si sólo fuera medianamente racional, sería imposible que se gestaran las enormes burbujas especulativas de todo tipo que acaban reventando periódicamente como un absceso purulento ante nuestras narices de sufridos consumidores de ex-clase media.

Así pues, si el comportamiento de los agentes económicos no es racional, debemos preguntarnos a qué factores responde, especialmente por lo que se refiere a los ricos y poderosos. La teoría tradicional del trickle down predice que al favorecer a las clases altas, generadoras de riqueza, gran parte del superávit que generen sus actividades se desplazará por la pirámide social hacia abajo, en forma de inversión y generación de empleo. Visto desde la perspectiva de la biología evolutiva –que a fin de cuentas nos sigue condicionando muchísimo, y por eso nuestras decisiones se alejan mucho de la deseada racionalidad-  eso resulta cuando menos cuestionable, y en la mayoría de las ocasiones, especialmente risible.

Desde una perspectiva biológica, nuestra psique está condicionada para maximizar los beneficios individuales. Ello se debe a que nuestros genes son egoístas en el sentido más literal del término: persiguen su supervivencia y propagación a toda costa, de modo que el altruismo, desde un punto de vista evolutivo, sólo tiene sentido cuando en el fondo determina una ventaja a largo plazo para el individuo altruista. Eso lo saben muy bien la mayoría de los filántropos,  conocedores del favorable peso mediático de sus acciones filantrópicas, a las que hay que sumar los enormes incentivos fiscales que les reportan su donaciones. El altruismo puro es muy raro  en la naturaleza, y las sociedades humanas tampoco son una excepción, sobre todo cuando nos referimos al componente económico.

De modo que ya tenemos una cosa clara: los ricos tenderán, de forma natural, a acumular más riqueza y no a repartirla, salvo que ello resulte imprescindible o les reporte algún beneficio mayor a largo plazo. Concentrar la riqueza es una estrategia evolutiva interesante, porque limita la capacidad de maniobra económica de los posibles competidores y al propio tiempo garantiza la supervivencia en muy buenas condiciones de los descendientes y familiares genéticamente emparentados.

Por tanto, si soy rico, lo natural es que emplee mi riqueza en ser más rico, y sólo permitiré que esa riqueza se derrame sobre capas inferiores de la población si eso va a revertir en forma de mayores beneficios: económicos, políticos, o de prestigio y estatus social. Pero lo verdaderamente importante es que en todo momento y lugar, lo que trataré de hacer como rico es maximizar esos beneficios constantemente, en lugar de irlos derramando sobre clases inferiores que podrían convertirse en peligrosas competidoras.

Hasta finales del siglo XX, la optimización de beneficios se daba en ámbitos relativamente cercanos al individuo rico. La mayoría de la riqueza, exceptuando las grandes corporaciones multinacionales, se obtenía del entorno inmediato que denominamos país; es decir, en el estado de residencia del individuo rico. La globalización económica, los intercambios financieros por internet, y sobre todo la instantaneidad de los desplazamientos monetarios por todo el globo han hecho del rico un personaje definitivamente apátrida: ya no hunde sus raíces económicas  en su país de origen, y las facilidades para la deslocalización empresarial y la casi total desregulación de los flujos financieros lo han convertido en una entidad tentacular con ramificaciones  a nivel mundial.

En definitiva, el rico de hoy en día no está limitado en su actividad ni geográfica ni temporalmente y eso, de forma literal, ha hecho explotar su riqueza hasta unos niveles no conocidos en la historia de la humanidad, en una especie de big-bang  financiero internacional.  Sin embargo, la misma globalización que permite un mayor enriquecimiento actúa en contra de los ciudadanos: la riqueza que se genera rápidamente en el país A puede ser trasvasada de forma casi instantánea al país B, que tal vez ofrece mejor retribución al capital foráneo, de modo que el pretendido efecto de derrame sobre la sociedad no se producirá excepto tal vez (y sólo tal vez) en el país B destinatario de la riqueza generada en el país A.

Por lo que refiere al capital humano, es obvio que los mayores diferenciales de riqueza a favor del capital se producen en aquellos países en los que los salarios son más bajos. Cuanto más paupérrimo sea el sueldo de un trabajador, menor es el coste laboral de lo que se produce, así que en un mercado totalmente desregulado como el actual, los ricos instalarán sus medios de producción en los países más pobres, en los que si se creará un efecto de derrame, pero a costa del empobrecimiento constante de los ciudadanos del país de origen. En definitiva, los ricos españoles generan mucha más riqueza en el exterior que en la propia España, y sus fortunas no revierten en esa pretendida creación de riqueza a nivel nacional.

O lo que es lo mismo: aún si aceptamos que la teoría del derrame pudiera ser cierta en determinadas condiciones, la realidad es que el derrame de riqueza se producirá a miles de kilómetros de nuestros hogares y no sólo no revertirá en una mayor creación de riqueza digamos subsidiaria, sino todo lo contrario: un continuo y progresivo empobrecimiento de nuestra sociedad en la medida que los superávits de capital se trasladen al exterior. Ello nos conduce a un corolario espantoso pero indiscutible: el punto de equilibrio se encontraría (en una situación ideal) cuando los beneficios obtenidos en el país B se redujeran hasta el nivel de los que daría el país  de origen A.  Pero eso sólo es posible de una manera: mediante el progresivo enriquecimiento de la población de B y el simétrico empobrecimiento progresivo de la población del país A. Es decir, que en el fondo, el derrame no se produce desde el rico al pobre, sino desde la clase media del  país A a la clase baja del país B, a costa de una proletarización progresiva del país A, mientras que el intermediario de ese trasvase de riqueza (el rico de clase alta) se enriquece aún más que antes. Dicho de otro modo: la deseable redistribución mundial de la riqueza se está produciendo, pero sólo desde las rentas de las agobiadas clases medias. Genial.

Así pues, la teoría del derrame puesta en práctica en un mercado global desregulado e instantáneo consigue demostrar que sus resultados, desde la perspectiva pura de lo que se viene denominando  “el gen egoísta” en biología evolutiva, son perfectos para el individuo rico: le genera más riqueza a costa de eliminar posibles competidores. Es decir, desde el punto de vista de la eficiencia es un sistema increíblemente bueno: es el que sistema que con el menor coste posible obtiene, sin embargo, el máximo de beneficios, una situación que no suele  darse normalmente en la naturaleza. El sueño de todo plutócrata que se precie.


Y nuestra peor pesadilla.

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