jueves, 21 de noviembre de 2013

La sociedad cerrada

Henri Bergson acuñó el concepto de sociedad abierta para referirse a todas las democracias fundadas en estados de derecho. Con el tiempo, Russell y sobre todo Popper, le dieron un significado más profundo, especialmente el segundo de ellos, a través de su influyente obra La Sociedad Abierta y sus Enemigos, que pese a los años transcurridos desde su publicación, resulta una lectura sumamente recomendable hoy en día, sobre todo por la deriva que están tomando las sociedades del mundo occidental.

Las sociedades abiertas se caracterizan por tener su fundamento íntimo en los derechos y libertades civiles, en que sus sistemas políticos y de gobierno son transparentes, tolerantes y flexibles. Y en que sus leyes, más que centrarse en las restricciones, son normas de carácter positivo y alentador.

La sociedad abierta tuvo durante muchos años dos enemigos externos muy definidos: el comunismo y el fascismo, encarnados en gobiernos autoritarios, típicos representantes de la aspiración a una sociedad cerrada. Una sociedad que se fundamenta en el anatema del libre pensamiento, en la restricción de la libertad de acción y en la negación de la libertad individual (incluso en la esfera íntima). Los regímenes autoritarios son regímenes prohibicionistas e intolerantes, y de ahí la innegable superioridad que otorgaba Popper a las democracias occidentales, cuyo máximo exponente de progreso, creatividad y libertad era la sociedad norteamericana de posguerra.

Con la decadencia de los regímenes fascistoides del hemisferio occidental y la caída del muro de Berlín, la sociedad abierta se quedó sin enemigos exteriores. Es entonces, cuando a la luz del pensamiento neoconservador, especialmente alimentado por el atentado de las Torres Gemelas y la pujanza del terrorismo internacional, así como por el devastador impacto sobre la libertad individual de las medidas adoptadas por los gobiernos para controlar la guerra desatada por Al Qaeda y sus colaboradores, cunado el enemigo de la sociedad abierta pasa a ser un enemigo interior: el propio ciudadano puede ser ese agente destructor del orden y la paz social.

Un cambio de paradigma terrible que desata la suspicacia y la paranoia social hasta extremos nunca antes vistos –con la posible excepción de la caza de brujas del senador McCarthy- y que sienta las bases de una creciente política regresiva en el ámbito penal y de las libertades individuales. Restricciones cada vez más considerables, que se amparan en la paranoia de seguridad desatada en todo occidente de forma más o menos interesada, por un lado; y en una manipulación cuidadosamente llevada a cabo de la opinión pública sobre las cuestiones de seguridad ciudadana, fomentando  el terror a toda vulneración del statu quo y ampliando el espectro de las acciones presuntamente delictivas de una forma aberrante. Como con no poco sarcasmo comentan algunos, estamos llegando al punto en que, en principio, está prohibido todo, y lo que no lo está es porque constituye una excepción a la regla.

De este modo, nos encontramos que los adalides del “gobierno fuerte” han conseguido hacer calar en la ciudadanía un sentimiento de indefensión que les permite legislar cada vez más restrictivamente, y alumbrar un sistema  ultrarregulado, donde todas las actividades públicas, y casi todas las privadas pueden ser objeto de sanción si se percibe la más mínima desviación de la norma. Esta sociedad reglada y reglamentada, donde los gobiernos de turno alimentan el miedo cerval de los ciudadanos a todo cuanto tenga el más leve tinte de heterodoxia ante el pensamiento único imperante, ha conseguido demonizar todo aquello que  tiene la vida de natural, comenzando por la por la incertidumbre del mero hecho de vivir.

La vida, en sí misma, es un hecho incierto, cargado de peligros, sobre todo si decidimos usar  nuestro derecho natural a pensar libremente y a actuar en consecuencia. La vida social, debido a la extraordinaria complejidad de las sociedades modernas y al casi incontable número de interacciones distintas que puede haber entre sus miembros, es aún si cabe más incierta que la privada. Sin embargo, la ciudadanía, sumida a posta en un estado de perpetuo infantilismo, reclama cada vez con mayor intensidad respuestas legislativas que lo abarquen todo, hasta el más mínimo de los detalles, con una minuciosidad nunca vista.

Pretendemos estar cubiertos de todas las eventualidades. Tratamos de reconducir un sistema caótico y complejo a una situación de simplicidad artificial e inexistente y que únicamente se puede lograr a base de regulaciones extensísimas tanto en el ámbito penal como en el civil, pero pagando un precio altísimo, del cual muchos no parecen estar dándose cuenta. Si hacemos que un poder superior regule nuestras vidas hasta en los menores detalles, estamos renunciando a ser individuos libres, por más que nos quieran hacer creer lo contrario. Una sociedad libre no es una sociedad hiperreglada, sino todo lo contrario.

De la sociedad reglada al estado policial hay muy poca distancia, como muchos europeos residentes en los Estados Unidos han podido constatar en propia carne. Del estado policial a la sociedad cerrada a la que se referían Bergson, Russell y Popper, aún hay menos distancia. Es la propia ciudadanía la que está poniendo en manos de los gobiernos su destino, renunciando a su libertad publica colectiva e individual a cambio del plato de lentejas de una presunta seguridad que no es tal y que beneficia a unos pocos, los de siempre. La engañosa seguridad a la que nos dirigimos genera monstruos, que no son otros que los que ya advirtió Brecht con su admonición de que el vientre de la bestia aún es fecundo, cuando se refería a los regímenes totalitarios derrotados tras la guerra mundial.

El proyecto de Ley de Seguridad Ciudadana que impulsa el gobierno del PP es, se mire como se mire, un clavo más remachando la tapa del ataúd de la libertad en este país, siguiendo la directriz dominante en otras partes del “imperio occidental”. La sensación de asfixia ante tanta disposición legal y reglamentaria que se extiende entre la minoría de quienes se resisten al pensamiento único imperante es acongojante, pero no suficiente para revertir el proceso de secuestro de las libertades a que estamos siendo sometidos y al que nos resignamos como mansos corderitos. Es preciso un cambio de paradigma que se centre en la pedagogía masiva en todos los estamentos de la sociedad, y que haga entender a los ciudadanos que la incertidumbre es consustancial a la vida misma. Que no podemos tenerlo todo controlado ni dar respuestas estatales y reglamentarias a todos los avatares que nos afligen, ni podemos sancionar todas las conductas que no son de nuestro agrado bajo el capítulo de “infracciones administrativas”. Que libertad implica responsabilidad, sobre todo para asumir que las cosas no salen siempre bien, que la delincuencia no se combate exclusivamente con medidas penales, que el estado no debe tener una respuesta para absolutamente todas nuestras carencias y que no toda desviación a la norma imperante debe ser castigada.

Y sobre todo, que la gran mentira del pensamiento neoconservador consiste en hacernos creer que ellos están en contra del  estado tradicional para favorecer la libertad individual, mientras que con la otra mano van redactando normas cada vez más numerosas y restrictivas que nos encierran en un cerco estrecho, que en el futuro limitará nuestra libertad  a nuestro ámbito exclusivamente doméstico.


O incluso ni eso, cuando el Padre y Gran Hermano Todopoderoso pueda escudriñar bajo nuestras sábanas y decidir si nuestra conducta íntima también es sancionable. Cuando nos hayamos ganado a pulso no ser ciudadanos, sino súbditos de la sociedad cerrada.

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