sábado, 2 de noviembre de 2013

Incinerados

Concluye la semana con otra noticia de esas que le dejan a uno el cuerpo calentito y que demuestra que en Cataluña a veces nos ganamos la fama de peseteros con toda la razón del mundo. Dicho sea en mi descargo y en el de muchos otros catalanes no tan ávidos de negocio fácil, que al menos señalamos con el dedo de la vergüenza a nuestros compatriotas que no merecen nada más que repulsa por la expoliación a que nos quieren someter.

Aprovechando que en estas fechas algunos celebran la festividad de difuntos, resulta que las empresas catalanas del negocio de la muerte, que ya de por sí viene siendo un latrocinio con todas las de la ley a costa del dolor de los familiares del finado, que no suelen estar para muchas discusiones teniendo al pariente de cuerpo presente y se prestan dócilmente al expolio necrológico, han decidido que eso de entregar las cenizas de los incinerados a la familia se tiene que acabar y que hay que imponer que los restos del fallecido se queden en las áreas especialmente dispuestas de los cementerios. Para ello han instado al Govern de la Generalitat para que promulgue cuanto antes mejor una ley que prohíba retirar las cenizas del crematorio, y que deban ser depositadas en los columbarios -de riguroso pago- que a lo que se ve languidecen por su escasa utilización.

Aducen en su favor que hay algunos países europeos que ya han tomado esa draconiana medida y que además los riesgos medioambientales que supone que las familias viertan las cenizas al mar, a los ríos o en el campo son tremendos, por el alto riesgo de contaminación ambiental, etcétera, etcétera. Y se quedan tan anchos, los muy mangantes.

Para empezar, y sin pretender fastidiar a nadie del gremio sepulturero, pero sí señalar como es debido su nivel de estulticia, remarcaré que son muchos más los países que permiten disponer de las cenizas por parte de los familiares que los que imponen restricciones. Tanto por razones religiosas como sociales, la inmensa mayoría de países toleran e incluso facilitan  la entrega de los restos del difunto a sus parientes, que en muchos casos concluyen el ritual conforme a su religión o sus creencias particulares, o atendiendo a los deseos del finado. Luego, el argumento no resulta válido porque sólo dos o tres países de Europa occidental hayan aprobado una legislación muy estricta en esta materia.

Y es que haciendo números y un poco de química las cuentas cuadran. Y no precisamente a favor de las empresas funerarias. A bote pronto, un cuerpo humano convenientemente incinerado -no como esos que vemos en los documentales del National Geographic descendiendo medio carbonizados Ganges abajo, que eso sí contamina- se reduce a unos dos kilos de cenizas totalmente asépticas, compuestas fundamentalmente de fosfato cálcico, un excelente abono, aunque alcalino y que puede provocar, ciertamente, eutrofización de las aguas interiores si se vierte en cantidades excesivas. Tan excesivas que resulta imposible que la cremación de cadáveres en Cataluña pueda representar jamás un problema de este tipo.

En Cataluña mueren cada año unas cuarenta mil personas, de las cuales supongamos que más o menos la mitad opten por la cremación. Estamos hablando, pues, de unas cuarenta toneladas de fosfato cálcico repartidas a lo largo de  todo el año y la superficie del territorio catalán. Algo más de cien kilos al día, en números redondos. Por otra parte, en Cataluña los ciudadanos producimos cosa de cuatro millones de toneladas al año de residuos sólidos, esos sí altamente contaminantes, pues contienen metales pesados y compuestos orgánicos que se filtran en el subsuelo si no se controla correctamente el ciclo de vertidos, y aún así. Basta comparar ambas cantidades para comprender dónde están los auténticos riesgos. Para acabar de meter el dedo en la llaga, señalaré que sólo los incendios forestales de un mal año producen mucha más ceniza que todas las cremaciones humanas catalanas juntas. Y por el momento ningún ecologista feroz ha pretendido recoger toda esa ceniza y ponerla en urnitas convenientemente alineadas en alguna nave cerrada a cal y canto.

O sea, que tanto por su naturaleza química como por su cantidad, las incineraciones jamás pueden representar un problema medioambiental aunque lancemos las cenizas del abuelo frente a su playa preferida, las enterremos en el jardín de su casa de campo, o las depositemos en la cima del Puigmal, por un decir. Lo que si podemos afirmar es que la pretensión de las asociaciones de necrófilos sepultureros de Cataluña constituye un sarcasmo malévolo y avaricioso, y que vale ya de pretender ampliar su siempre boyante negocio a costa de los pobres deudos del difunto, que ya bastante tienen con el pago del ataúd, las estampitas, la música fúnebre, las flores, el cortejo y la madre que los parió a todos.

Y desde luego, les advierto que si consiguen tirar adelante una ley que obligue a semejante barbaridad no creo que yo sea el primero que prohíba taxativamente a mis familiares que pasen por el tubo. A los de la funeraria les digo de antemano que se vayan confitando mis cenizas y se hagan con ellas sopas.

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