lunes, 2 de diciembre de 2013

El ministro

A los ministros de interior se les suele demudar el semblante a medida que pasa el tiempo en el ejercicio de sus cargos. Adoptan esa expresión permanentemente ceñuda que casa perfectamente con una mezcla de amargura, mala leche y reprobación perpetuas de la ciudadanía.

A nuestro ministro de interior, señor Fernández Díaz, le pasa exactamente lo que a todos los demás antecesores en el cargo en este y cualquier otro país, y que se resume perfectamente en esa expresión que ya no es de severidad, sino de manifiesta enemistad con eso que tienden a llamar despectivamente “la calle”, excepto cuando afirman -como hacía Fraga- que “la calle es mía”, excluyendo de su uso público a cualquiera que no comulgue con sus ruedas de molino.

Ese sentido de apropiación del espacio público al que ningún ministro de interior es inmune, se va desarrollando con los años de ejercicio policial con la misma inexorable exactitud y precisión de un reloj suizo, y se convierte, a la postre, en una concepción del espacio público como lugar para asueto exclusivo de ciudadanos mansos y silenciosos, nada proclives a demostraciones contrarias a la doctrina oficial. La tentación de convertir la calle en lugar de acomodo exclusivo de quienes simpatizan con sus represivas ideas es enorme, bajo la cobertura, un tanto cogida por los pelos, de cierta doctrina que asume que la oposición al gobierno y las demostraciones contrarias al  mismo son perniciosas para la democracia, como si una cosa y la otra fueran la misma.

Equiparar gobierno de turno con democracia, y su ideología con los principios del estado de derecho es una confusión interesada y totalmente errónea, a la que sin embargo el señor Fernández Díaz es incapaz de sustraerse, de tan imbuido que tiene el concepto según el cual él representa el  único orden público y la convivencia cívica posibles, lo cual le lleva a excomulgar de entrada a todos cuantos se oponen a sus regresivos conceptos sobre lo que significa la paz ciudadana.

Porque a fin de cuentas, los ministros de interior en ejercicio se tornan unos extremistas del imperio de la ley hasta el punto de pretender sancionar cualquier desviación de su oficialísimo dogma, al más puro estilo de los ayatollahs iraníes. La paz social a cualquier precio es sinónimo de amordazamiento del pueblo y contiene una peligrosísima deriva autoritaria, más notable aún cuando quien la ejerce es un gobierno de derechas, que por definición gobierna –al menos teóricamente- para el pueblo pero sin el pueblo, en el más puro estilo del despotismo ilustrado.

Porque a fin de cuentas, despótica es la nueva ley de seguridad ciudadana que pretende colarnos el PP con el aplauso nada disimulado de su ministro de interior; así como despóticas, inadmisibles y realmente bárbaras son las palabras que dirigió hace pocos días a la policía autonómica vasca, afirmando públicamente que los recibimientos a los expresos etarras liberados por la sentencia Parot no se hubieran producido jamás de tener competencia en las calles del País Vasco la Policía Nacional o la Guardia Civil. Deduzco de ello a que como tanto una como la otra dependen de su severísima persona, hubiera ordenado moler a palos a quienes se acercaron a recibir a quienes, cumplidas sus condenas, salieron a la calle por más que le pesara al PP y sus mandamases.

Sucede que la misión de los cuerpos policiales no consiste en ir reprimiendo a guantazos por ahí a todo el que disgusta al gobierno, sino mantener el orden público y la paz ciudadana dentro de los más estrictos límites de la legalidad constitucional y siempre con la menor violencia posible. Por eso cualquier estado de derecho se reconoce en admitir la libre expresión de los ciudadanos en la calle mediante los derechos de reunión y de manifestación, y que la función del gobierno es garantizarlos siempre, con independencia de las simpatías que les despierte el colectivo que pretenda ejercerlos, sobre todo si es por la vía pacífica, como fue el caso.

En última instancia, no es al ministro del interior al que corresponde reprimir por la vía directa los vítores –si es que los hubo- a los expresos etarras, pues si el derecho de reunión ejercido vulnera la ley, es la fiscalía la que debe adoptar las medidas necesarias a través de los procedimientos judiciales correspondientes.  Pero presuponer que las reuniones callejeras son delito para aplicar la porra de antemano según un juicio de valor sesgado (cuando no directamente sectario y oportunista)  delata una concepción de la acción de gobierno más cercana al fascismo puro y duro que a la democracia en la que se supone que vivimos.


La policía no está para impedir reuniones pacíficas de ciudadanos, por mucho que el señor ministro repudie sus ideas y el pasado delictivo de los etarras liberados. Así pues, el gobierno vasco hizo muy bien de no enviar a sus fuerzas de orden público a lanzar gases y pelotas de goma al tuntún para disolver a los allí reunidos. Pero lo más grave del asunto, es que el señor Fernández Díaz puso en la picota de forma injusta y totalmente a la ligera a un  cuerpo de seguridad del Estado que ha pagado su compromiso con la sociedad con sonadas bajas en su lucha contra el terrorismo, y del que nadie puede dudar de su competencia y lealtad institucional. El señor ministro ha usado a los policías autonómicos para hacer su personal y ruín campaña mediática de tintes claramente electoralistas y haciendo un guiño descaradamente revanchista a los sectores más ultras de la ciudadanía. Y eso, si es un error, es imperdonable. Y si no lo es, es de juzgado de guardia, señor ministro.

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