A los ministros de interior se
les suele demudar el semblante a medida que pasa el tiempo en el ejercicio de
sus cargos. Adoptan esa expresión permanentemente ceñuda que casa perfectamente
con una mezcla de amargura, mala leche y reprobación perpetuas de la
ciudadanía.
A nuestro ministro de interior,
señor Fernández Díaz, le pasa exactamente lo que a todos los demás antecesores
en el cargo en este y cualquier otro país, y que se resume perfectamente en esa
expresión que ya no es de severidad, sino de manifiesta enemistad con eso que
tienden a llamar despectivamente “la calle”, excepto cuando afirman -como hacía
Fraga- que “la calle es mía”, excluyendo de su uso público a cualquiera que no
comulgue con sus ruedas de molino.
Ese sentido de apropiación del
espacio público al que ningún ministro de interior es inmune, se va
desarrollando con los años de ejercicio policial con la misma inexorable
exactitud y precisión de un reloj suizo, y se convierte, a la postre, en una
concepción del espacio público como lugar para asueto exclusivo de ciudadanos
mansos y silenciosos, nada proclives a demostraciones contrarias a la doctrina
oficial. La tentación de convertir la calle en lugar de acomodo exclusivo de
quienes simpatizan con sus represivas ideas es enorme, bajo la cobertura, un
tanto cogida por los pelos, de cierta doctrina que asume que la oposición al
gobierno y las demostraciones contrarias al
mismo son perniciosas para la democracia, como si una cosa y la otra
fueran la misma.
Equiparar gobierno de turno con
democracia, y su ideología con los principios del estado de derecho es una
confusión interesada y totalmente errónea, a la que sin embargo el señor
Fernández Díaz es incapaz de sustraerse, de tan imbuido que tiene el concepto
según el cual él representa el único
orden público y la convivencia cívica posibles, lo cual le lleva a excomulgar
de entrada a todos cuantos se oponen a sus regresivos conceptos sobre lo que
significa la paz ciudadana.
Porque a fin de cuentas, los
ministros de interior en ejercicio se tornan unos extremistas del imperio de la
ley hasta el punto de pretender sancionar cualquier desviación de su
oficialísimo dogma, al más puro estilo de los ayatollahs iraníes. La paz social a cualquier precio es sinónimo de
amordazamiento del pueblo y contiene una peligrosísima deriva autoritaria, más
notable aún cuando quien la ejerce es un gobierno de derechas, que por
definición gobierna –al menos teóricamente- para el pueblo pero sin el pueblo,
en el más puro estilo del despotismo ilustrado.
Porque a fin de cuentas,
despótica es la nueva ley de seguridad ciudadana que pretende colarnos el PP
con el aplauso nada disimulado de su ministro de interior; así como despóticas,
inadmisibles y realmente bárbaras son las palabras que dirigió hace pocos días
a la policía autonómica vasca, afirmando públicamente que los recibimientos a
los expresos etarras liberados por la sentencia Parot no se hubieran producido
jamás de tener competencia en las calles del País Vasco la Policía Nacional o
la Guardia Civil. Deduzco de ello a que como tanto una como la otra dependen de
su severísima persona, hubiera ordenado moler a palos a quienes se acercaron a
recibir a quienes, cumplidas sus condenas, salieron a la calle por más que le
pesara al PP y sus mandamases.
Sucede que la misión de los
cuerpos policiales no consiste en ir reprimiendo a guantazos por ahí a todo el
que disgusta al gobierno, sino mantener el orden público y la paz ciudadana
dentro de los más estrictos límites de la legalidad constitucional y siempre
con la menor violencia posible. Por eso cualquier estado de derecho se reconoce
en admitir la libre expresión de los ciudadanos en la calle mediante los
derechos de reunión y de manifestación, y que la función del gobierno es
garantizarlos siempre, con independencia de las simpatías que les despierte el
colectivo que pretenda ejercerlos, sobre todo si es por la vía pacífica, como
fue el caso.
En última instancia, no es al
ministro del interior al que corresponde reprimir por la vía directa los
vítores –si es que los hubo- a los expresos etarras, pues si el derecho de
reunión ejercido vulnera la ley, es la fiscalía la que debe adoptar las medidas
necesarias a través de los procedimientos judiciales correspondientes. Pero presuponer que las reuniones callejeras
son delito para aplicar la porra de antemano según un juicio de valor sesgado
(cuando no directamente sectario y oportunista)
delata una concepción de la acción de gobierno más cercana al fascismo
puro y duro que a la democracia en la que se supone que vivimos.
La policía no está para impedir reuniones
pacíficas de ciudadanos, por mucho que el señor ministro repudie sus ideas y el
pasado delictivo de los etarras liberados. Así pues, el gobierno vasco hizo muy
bien de no enviar a sus fuerzas de orden público a lanzar gases y pelotas de
goma al tuntún para disolver a los allí reunidos. Pero lo más grave del asunto,
es que el señor Fernández Díaz puso en la picota de forma injusta y totalmente
a la ligera a un cuerpo de seguridad del
Estado que ha pagado su compromiso con la sociedad con sonadas bajas en su
lucha contra el terrorismo, y del que nadie puede dudar de su competencia y
lealtad institucional. El señor ministro ha usado a los policías autonómicos
para hacer su personal y ruín campaña mediática de tintes claramente
electoralistas y haciendo un guiño descaradamente revanchista a los sectores más ultras de la
ciudadanía. Y eso, si es un error, es imperdonable. Y si no lo es, es de
juzgado de guardia, señor ministro.
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