viernes, 5 de diciembre de 2014

La Vida de Bryan a la catalana

En una memorable secuencia de "La Vida de Bryan" se escenifica como todos los judíos odian a los romanos, pero están divididos en múltiples facciones cuya enemistad mutua es más fuerte que su oposición a Roma. Una transposición hilarante al principio de la era cristiana de un fenómeno recurrente y tan antiguo -me temo- como la humanidad misma y que nos muestra cuán difícil resulta poner de acuerdo a grupos que tienen un objetivo común pero que difieren en las formas de lograrlo.

Unas diferencias que casi siempre tienen mucho más que ver con el egoísmo colectivo que con una auténtica cuestión ideológica. Y en el peor de los casos, con las ganas de chinchar al posible aliado, o de perjudicarlo, aún a costa de no poder lograr el objetivo principal. La historia reciente de Europa rebosa de ejemplos, desde la revolución francesa hasta la rusa, donde las prioridades partidistas estuvieron a punto de echar al traste el impulso revolucionario. Hasta que, claro, una de las facciones exterminó a las otras y se impuso como única vencedora e impulsora del cambio político. El precio que se pagó fue el de mucha sangre vertida de forma absurda, cosa por otra parte  habitual en el género humano.

Sin ejemplos tan tremebundos, pero igualmente ilustrativos, los libros de historia están salpicados de decenas de confrontaciones políticas, algunas de ellas muy enconadas, entre formaciones que aunque pretendían un mismo fin, priorizaron la victoria sobre el compañero de viaje a la unión de fuerzas para conseguir un triunfo que en muchos casos estaba a la vista. Se perdieron años y energías preciosas, y en más de una ocasión, se acabó perdiendo la consecución del anhelado objetivo.

Los romanos, pueblo práctico e inteligente como pocos, fundamentaron su imperio en la aplicación de la máxima divide et impera, que sacaba partido de esta competencia entre posibles enemigos para mantenerlos sojuzgados y fieles a Roma. Un divide y vencerás que los ingleses también utilizaron profusamente para construir y mantener el imperio británico hasta bien entrado el siglo pasado. Teniendo enfrentados a los posibles pueblos levantiscos, romanos e ingleses consiguieron durante siglos mantener la primacía de sus respectivas metrópolis sin apenas más esfuerzo que el de sembrar la discordia entre aquéllos e impedir alianzas peligrosas que pudieran apuntalar un frente común contra los designios imperiales.

Que de la historia no aprende nadie (y menos los políticos) es algo que de tan evidente resulta obvio, pero es deprimente que tan entrado el siglo XXI y con tanta presunción de civilización avanzada, todavía estemos en las mismas y en nuestra misma casa. Porque el sainete que están representando las formaciones políticas catalanas es la enésima reproducción de la escena de La Vida de Bryan, sólo que ahora la cosa va en serio y no da ni pizca de risa. Sobre todo porque hay un enorme movimiento ciudadano transversal que pide la unión de las fuerzas soberanistas para conseguir poder votar la independencia y salir de este impasse en el que llevamos ya algunos años.

Y encima le hacen el caldo gordo al gobierno español, que debe frotarse las manos con fruición al ver escenificado el pleito entre los partidos del Sí sin tener que mover ni un dedo para hacer campaña en contra. Ese trabajo de zapa gratuito que están haciendo los partidos catalanes bajo sus propios cimientos es sorprendente, como mínimo, porque traiciona una de las máximas sobre las que reposa el arquetipo catalán del seny. 

Que ERC, por ejemplo, pretenda salvaguardar su potencial electoral y no quedar diluida a costa de un resurgimiento de CiU podría parecer legítimo si lo que estuviera en juego no fuese el futuro de todo un país, que no pertenece a unos ni a otros. En los siglos venideros tanto CiU como ERC, como el PSC o Iniciativa ciertamente desaparecerán, pero Cataluña seguirá existiendo, y su futura articulación con España y Europa será fruto exclusivo de lo que hagan hoy sus dirigentes políticos.

Dirigentes que están más ocupados en hacer números con los votos y los escaños que en alentar la tan traída y llevada consulta sobre el derecho a decidir. Y que, visto lo visto, están dispuestos a ignorar lo que una parte sustancial de la sociedad catalana les reclama. Porque un sector muy importante de sus votantes potenciales clama por la unidad de acción que, guste o no, pasa por formar un frente común aún a costa de que después se ponga en riesgo el éxito electoral de cada partido. 

Desde Madrid nunca han entendido que el tema del derecho a decidir y el potencial independentista brotan de la ciudadanía y permean a los partidos políticos, y no a la inversa. Ha sido así desde el principio, y la confrontación en Cataluña de estos días lo pone tristemente de manifiesto. Los partidos políticos nunca han visto con agrado a los movimientos transversales y siempre han tratado de capitalizarlos, engullirlos, disolverlos, o en el peor de los casos, ningunearlos. La ANC debería tomar nota de lo que hicieron los militantes del 15M cuando comprendieron, muy al principio de todo, que ningún partido asumiría la regeneración política por la que clamaban los Indignados. Y acto seguido fundaron Podemos, como plataforma política para llevar a cabo la petición transversal de un sector transversal de la sociedad, cuya aspiración es la de cambiar primero el sistema, para después centrarse en las cuestiones de segundo nivel, es decir, todas las demás. 

En Cataluña estamos en las mismas. En este momento, y a estas alturas del debate, resulta ilusorio pretender que los problemas más acuciantes a este lado del Ebro sean la economía, el desempleo, la corrupción y la madre que los parió a todos. Eso son problemas sociales, que serían de primer orden si el modelo de estado no estuviera en cuestión. En este momento, el problema político fundamental es la articulación del estado, y hasta que no se resuelva ese tema, el run run independentista seguirá caldeando el ambiente y aumentando la presión. Pero si se pretende cerrar en falso el debate, en unas elecciones con los partidos del Sí acudiendo por separado, el asunto durará unos cuantos años más. Y las incertidumbres y la desafección a España seguirán creciendo en las nuevas generaciones.

Los judíos sólo pusieron fin a su milenaria diáspora cuando dejaron de lado las disputas internas y cualquier otro asunto que no fuera el de crear un estado propio. Ésa y no otra fue la base del sionismo, y gracias a él, consiguieron por fin establecerse como nación independiente. Concluyo: los únicos que realmente ganarán si los partidos del Sí se presentan por separado son los romanos. Como en La Vida de Bryan.










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