miércoles, 22 de octubre de 2014

Ética y legalidad

El escándalo de las tarjetas opacas de Bankia resulta aleccionador respecto a algunas cuestiones que últimamente se ventilan de muchos asuntos patrios, y cuyo tratamiento asimétrico denota -una vez más- el doble rasero que utilizan los políticos de todos los signos para confundir (si no engañar directamente) a la opinión pública.

El meollo de la cuestión radica en si el uso de las ahora célebres tarjetas era legal o no; y si el desconocimiento de la norma -por otra parte muy criticable tratándose de altos responsables económicos de una importantísima entidad financiera- podría ser un atenuante de alguna responsabilidad tributaria. Sin embargo, en la discusión sobre la legalidad de la utilización de esos instrumentos se ha perdido algo de mucho más valor. Y se ha perdido también la ocasión de dar en la diana en lo que respecta a lo que debe exigirse a un gestor de una caja de ahorros.

Como bien señalan muchos autores, agarrarse a la legalidad de una medida para excusar un comportamiento indecente es vergonzoso. Precisamente para eludir este tipo de actitudes, todas las legislaciones avanzadas tipificaron el tráfico de influencias como delito en sus respectivos códigos penales. El tráfico de influencias era una forma habitual de hacer negocios hasta hace relativamente poco tiempo, por la sencilla razón de que no era delito, aunque muchos juristas vieron que eso proporcionaba unas ganancias fabulosas a determinados individuos por razón de los puestos de responsabilidad que ocupaban en entidades públicas y privadas. La tipificación penal del tráfico de influencias fue un triunfo de la virtud sobre el vicio. Pero sobre todo fue una victoria de la ética frente a la legalidad.

Todavía hoy en día hay acciones que no están expresamente penadas por la ley, y a las que se acogen expertos en materia financiera o tributaria para obtener pingües beneficios vedados al común de los mortales. Menciona Nassim Taleb en uno de sus libros que hace tiempo que no dirige la palabra a un ex-alto ejecutivo de la Reserva Federal estadounidense por haber diseñado un sistema que permite a los muy ricos saltarse el límite de cien mil dólares de garantía  de los depósitos en entidades financieras (un análogo de los cien mil euros por impositor de los que responde el Fondo de Garantía de Depósitos en España cuando un banco se va a pique).  El sujeto en cuestión alardeaba del mucho dinero que estaba ganando gracias a que conocía los resortes internos del sistema financiero norteamericano y eso le permitía encontrar atajos para los ricachones, que aumentaban sus garantías enormemente respecto al resto de ciudadanos y con cargo al erario público, en el colmo de un avaricioso cinismo. 

He aquí un caso en el que el ejecutivo de la FED se vanagloriaba de una acción totalmente carente de ética, y se amparaba en que a fin de cuentas, lo que hacía era plenamente legal. Y eso es lo que debería hacernos reflexionar sobre la catadura moral de muchos individuos que, amparados en la legalidad (o más bien alegalidad) de una acción, vulneran descaradamente los más elementales principios de la ética profesional. Y de la personal también.

La confrontación entre ética y legalidad viene de lejos, y ya los filósofos griegos tocaron el tema profusa y profundamente, sin que los siglos transcurridos desde entonces hayan permitido siquiera vislumbrar una mejora en las codiciosas conductas de los más ricos. Y es que pinchamos en hueso cuando nos aferramos a la legalidad de nuestras acciones a sabiendas de que éstas no son virtuosas.

La ética se funda en la virtud de las personas o, como mínimo, en su moderación. Las personas intemperantes -y no digamos las que ya han caído en el vicio, como los Rato, Blesa y compañía- carecen del freno de toda norma interior que les guíe por el camino de la rectitud y la honestidad. Y nuestros tiempos están repletos de ejemplos de personas extraordinariamente legales y legalistas, pero que carecen de toda ética, y desde luego de virtud y moderación.

Así pues resulta evidente que desde una perspectiva social, los dirigentes de Cajamadrid y de Bankia que favorecieron el expolio de la entidad haciendo uso de sus tarjetas opacas merecen toda la reprobación posible, tanto de la ciudadanía, como de la profesión bancaria y de la clase política, con total independencia de si finalmente algún tribunal decide que su actuación fue legal. En definitiva, desde una perspectiva ética y humana, Blesa y sus compinches son unos personajes repugnantes que no merecen más que el repudio y el ostracismo civil.

Pero la confrontación entre ética y legalidad no se queda ahí. Va mucho más allá de este y otros casos similares que infectan el tejido económico español (y occidental). Porque también impregna cuestiones puramente políticas y sociales, envenenando lo que debería ser un diálogo sensato sobre muy diversos asuntos, a cuenta de la interesada preeminencia que casi todos los políticos quieren dar a la legalidad sobre la ética, como si ésta fuera una emanación de aquélla.

Y no es cierto que así sea. La legalidad es la plasmación técnica de unos principios que en algún caso son éticamente aceptables y en otros son meramente circunstanciales y responden a los intereses de una mayoría, sin que el hecho de ser mayoritarios - y esto es de capital importancia- signifiquen que sean necesariamente éticos. Por eso los principios éticos suelen ser estables y perdurables, mientras que la legalidad es variable con el  transcurso del tiempo y el devenir de las circunstancias sociales. Precisamente ese es el motivo de que muchas conductas tenidas por legales en tiempos pretéritos hoy en día se consideran aberrantes y totalmente descartables en una sociedad moderna. Por ejemplo (y sin entrar en el espinoso asunto de la pena de muerte), ningún país avanzado contempla la prisión por deudas civiles, que sí estuvo vigente en muchos códigos legales hasta bien entrado el siglo XIX.

Más ejemplos: la mayoría de edad es un asunto legal, sobre el que la ética puede pronunciarse, pero con escasa relevancia porque aquélla se fija según criterios políticos, en los que el marco legal puede desviarse más que notablemente del concepto ético de madurez para ejercer los derechos de un ciudadano libre. También el derecho de sufragio ha tenido muchas variaciones legales, sin que para ello haya influido en exceso su conceptuación ética fundamental, que es la de la igualdad de todos los seres humanos con independencia, sobre todo, de su sexo. 

Sin embargo, los políticos se aferran de forma invariable a la legalidad para justificar su inmovilismo, como si la legalidad fuera el marco de referencia fijo e inexpugnable sobre el que se asienta la convivencia social. Y resulta fundamental sacudirnos ese yugo legalista para ser verdaderamente libres. Mientras la legalidad impere por encima de la justicia, y mientras el formalismo judicial impere por encima de la ética, las sociedades, por muy modernas que sean, estarán totalmente sometidas al criterio de los políticos y juristas que con sus tejemanejes y sofismas podrán impedir el ejercicio del más preciado don que todavía tenemos, que es la libertad.

Siguiendo el mismo razonamiento, aducir que la legalidad impide la transformación social que reclama una parte o toda la ciudadanía es tan vergonzoso que debería hacer sonrojar a quienes utilizan tan barato argumento contra los deseos de los ciudadanos. Y, efectivamente, viene eso a cuenta de Cataluña y de su proceso independentista. Utilizar la legalidad para encadenar a un pueblo es penoso, pero utilizarla para amordazarlo y que no pueda siquiera expresar su opinión en un marco cívico es un desastre que vulnera los más elementales principios de la ética. Por muy legales que sean los instrumentos que se utilicen.

Por encima de la ley está la justicia social, entendida como una aspiración inalienable de todo ser humano libre. Por encima de la justicia social está la ética, que se fundamente en la virtud y la honestidad. Nadie debería ser obligado a acatar leyes que sean manifiestamente injustas; y desde luego, nadie debería ser obligado a acatar leyes que vulneran los principios éticos fundamentales sobre los que se debería asentar la convivencia humana. 

Pero ante todo, nadie debería utilizar el argumento de la legalidad para justificar su prepotencia política y su carencia de ética y virtud. Y eso es lo que hace el gobierno español y quienes le secundan con Cataluña.

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