jueves, 16 de octubre de 2014

Lecciones del ébola

No es que mi intención perpetua sea jugar a la contra, pero en esta ocasión siento la tentación de desmarcarme de la corriente mayoritaria, consistente en vapulear al gobierno en general y a casi todos sus ministros en particular por cualquier acción u omisión que cometan en sus labores. Vive dios que si en mi vida he sido, soy y seré antialgo, es que soy un sujeto antiPP casi visceral, pero también creo que no es de recibo el varapalo sistemático sólo por representar una opción política que me resulta odiosa. Al césar lo que es del césar.

Viene esto a cuento del jaleo mediático, político y sindical que se ha montado en torno al contagio del virus ébola  a una trabajadora sanitaria en el hospital Carlos III. Cosa que, por otra parte, cualquier profesional medianamente informado y no excesivamente politizado sabía que iba a pasar en un momento u otro, gobernara quien gobernara y se adoptaran las medidas que se adoptaran. Grietas de seguridad existen siempre, y casi todas son debidas a aquel  factor humano que novelaba Graham Greene. Por este motivo, pese a las salidas del tiesto del responsable sanitario de la Comunidad de Madrid, absolutamente censurables; y a  las evidentes carencias comunicativas de la ministra del ramo, Ana Mato, de cuya competencia general para el desempeño de su puesto también podemos dudar, me siento obligado a criticar a quienes han salido de inmediato a la caza del pato de feria armados con sus rifles  retóricos, sean psoecialistas, sindicaleros o presuntos profesionales médicos. 

Estos últimos, por cierto, resultan de una ambigüedad espantosa, porque a cualquier tipo con bata blanca que se acerque a un micrófono se le otorga repercusión mediática nacional, cuando en realidad en medicina hay más especialidades y subespecialidades que  en ingeniería, por un decir. O sea, que es como preguntarle a un ingeniero de minas porqué se ha desplomado el avión que sobrevolaba su cabeza, como si el buen hombre hubiera de ser también un experto en aeronáutica. (Esto me recuerda –y a muchos de mis compañeros también- lo inadvertidamente hilarante que llega a resultar la escena en la que algún conocido notoriamente despistado nos espeta aquello de “tú que eres funcionario de Tal, a ver si me explicas….” Como si todos los empleados públicos estuviéramos igualmente capacitados para terciar en la normativa cinegética en los parques naturales, por ejemplo.)

En fin, volviendo a la rama de la que me he descolgado, quería decir en mi preámbulo que pese  a la mala leche que genera el gobierno del PP en cuanta persona pobre y sensata conozco, afirmo rotundamente que hacer sangre política de este asunto no es sólo un error, sino una estupidez, aunque sea una estupidez de izquierdas y por más que me duela el alma reconocerlo.  Vamos, que cargar contra la ministra y el bocazas de su consejero madrileño me apetece como a quien más, pero ahora no toca, que diría el molt honorable. Porque lo que toca es usar la cocotera fríamente y sacar conclusiones razonadas y razonables. Lo que llamo las lecciones del ébola.

Lección primera. Por mucho que se insista, la mayoría de las personas son reactivas, no proactivas. Los políticos, salvo notables excepciones, también son personas, y sus políticas suelen ser reactivas. Llanamente, la política en general no suele de carácter previsor, sino una reacción a las necesidades que marca el momento y el calendario electoral, aquí y en Botswana. Aunque soy un firme partidario de un estado fuerte frente a la corriente neoliberal vigente, tengo el firme convencimiento de que ningún gobernante en ejercicio es de un natural previsor, como tampoco lo es la mayoría de la población. Respondemos a las urgencias inmediatas y posponemos –procrastinamos- las decisiones que se atisban en un horizonte lejano, esperando el momento en el que ocurran. Será sumamente criticable, pero es así, y especialmente en temas de salud. Sólo reaccionamos cuando le vemos las orejas al lobo. Basta analizar nuestra actitud ante el tabaco y el alcohol, con unos costes sanitarios tremendos, pero de los que hacemos caso omiso hasta que nos diagnostican un cáncer de pulmón o una cirrosis hepática. Criticar al papá estado por no hacer lo mismo que somos incapaces de hacer nosotros por nuestro propio bien no deja de ser de un cinismo acongojante. Y este fenómeno se pone de manifiesto siempre en las crisis sanitarias.

Como en los cruces de calles: el semáforo no se instala hasta que hay unos cuantos accidentes graves (sirva esto como recordatorio de que si el político pone la tirita antes del corte, se arriesga a ser enormemente criticado por acometer gastos innecesarios).

Lección segunda. A lo sumo, la proactividad ante situaciones como la que nos concierne se suele limitar a la redacción de unos protocolos de actuación, más o menos fundamentados en las posibles experiencias anteriores. Sin embargo, las experiencias anteriores no tienen porqué ser un referente veraz respecto a lo que suceda en el futuro, porque el futuro es poliédrico. Tiene muchas caras y presentaciones distintas, en función de las circunstancias geográficas, sociales, económicas, políticas y un largo etcétera de variables que son eso, variables, no parámetros fijos. Por este motivo, los protocolos son básicamente herramientas teóricas, que deben ser puestas a prueba mediante ensayo y error. Aunque el error cueste vidas. Los accidentes de tráfico son un ejemplo de emergencia sanitaria para la que existen desde hace muchos años un conjunto de protocolos preventivos que se han tenido que ir variando sustancialmente en función de la evolución de las variables implicadas, desde el número de coches en la carretera hasta la potencia y seguridad activa y pasiva de los vehículos, pasando por el trazado de las vías de comunicación y la voluble conciencia social sobre los riesgos del automóvil. Y pese a lo estricto de dichos protocolos, siguen muriendo miles de personas en las carreteras cada año. Dicho queda.

Lección tercera. Un protocolo que se pone a prueba por vez primera va a revelar muchos fallos. En este caso, no vale decir que en África llevan años poniendo a prueba los protocolos. Y no vale porque son más de doscientos los sanitarios que han fallecido contagiados por ébola durante la crisis actual. O sea, que algo sigue fallando en los procedimientos o en su aplicación por los profesionales. Eso lo saben muy bien las empresas de software, que suelen lanzar sus productos como versiones “beta” para que usuarios valientes las pongan a prueba en sus ordenadores a riesgo de que se les cuelguen miserablemente por el mal funcionamiento de un programa. Si alguien se cuestiona el porqué de este proceder, la respuesta es sencilla y contundente: pese a los muchos millones que se invierten en diseñar cada nuevo programa y la cantidad de simulaciones que se hacen antes de lanzarlo al mercado, no es verificable hasta que se usa en condiciones reales, es decir, en una diversidad de ordenadores con multitud de programas que interfieren unos con otros en el comprimido espacio y tiempo del procesador. Sólo así se pueden percibir las interacciones potencialmente letales desde el punto de vista informático.

Lección cuarta. Por mucho que nos esforcemos en diseñar un protocolo perfecto en cuanto a su fiabilidad, siempre será usado por  humanos, seres falibles por naturaleza. El factor limitante, el cuello de botella en el uso de cualquier protocolo, es el factor humano, que puede fallar de múltiples y estrepitosas maneras. En ese sentido, no está de más recordar que, precisamente por ese motivo, los pilotos de avión se pasan muchísimas horas de vuelo en simuladores, hasta que automatizan todas las respuestas, por complejas que sean, de modo que es prácticamente imposible que cometan algún fallo. Algo que los militares siempre han entendido bien: el entrenamiento militar es la repetición constante, hasta la saciedad, de procedimientos potencialmente peligrosos pero que el soldado debe manejar con soltura absoluta (recuerdo ahora las muchas quejas que provocaba la instrucción militar en mis tiempos, precisamente por eso, por repetitiva y aburrida; sin que los críticos comprendieran que la repetición es el fundamento de la acción perfecta, o casi). Por eso también, las únicas unidades realmente preparadas para tratar emergencias biológicas son unidades militares o semimilitarizadas, constantemente adiestradas en el manejo de situaciones de alto riesgo de contaminación.

Al respecto, cabe señalar que las quejas por la escasa formación dada a los sanitarios del hospital Carlos III pueden parecer fundadas, pero ante la imposibilidad de hacer ejercicios de simulación previa, era obvio que alguien acabaría rompiendo el protocolo y contaminándose. Y si se cuestiona la causa de que no se hicieran simulaciones previas, me remito a la lección primera. Y también me permito reproducir la cínica afirmación de muchos instructores, desde militares a bomberos, que aseguran que la mejor manera de que se cumpla un protocolo a rajatabla es que alguien resulte lesionado o muerto por una inadecuada utilización de los procedimientos establecidos.

Lección quinta. De repente hay mucho experto por ahí hablando del ébola, que hasta hace pocos meses no era más que una anécdota al margen del noticiario mundial. En una entrada anterior ya advertí de la magnitud que podía adquirir este fenómeno, pero no fui capaz de prever hasta que punto todo el mundo se pondría a pontificar sobre el dichoso virus. La consecuencia directa de tanto parloteo ha sido la de escuchar una sarta de imbecilidades al respecto, sobre todo en lo relativo a los niveles de bioseguridad, aprendidos las más de las veces de una urgente ojeada a la correspondiente entrada de la wikipedia. Los expertos en bioseguridad no suelen ser médicos de plantilla de un hospital (aunque los hay), sino bioquímicos, microbiólogos y médicos que trabajan en laboratorios biológicos. Médicos clínicos formados en enfermedades altamente infecciosas hay pocos, y su valiosa opinión no tiene nada que ver con la de muchos presuntos expertos que están haciendo su agosto mediático a cuentas del dolor de las víctimas.

En ese sentido, no puedo resistir la tentación de meter el dedo en el ojo sindical, que se ha salido de madre acusando a las autoridades de nada menos que delito contra la salud de los trabajadores, sin que haya aún concluido la investigación –profesional, no la de la fiscalía, que ese es otro tema que pone los pelos como escarpias-  que dilucide si realmente ha habido negligencia o dolo en la actuación de los responsables sanitarios de todo este asunto. Aunque ya avanzo que en un protocolo novedoso, si se han seguido las recomendaciones de la OMS al respecto, poco habrá que hablar. Se concluirá  que la contaminación se debió al factor humano y santas pascuas, por mucha rabia que les  dé a los detractores del PP.

Con esto no me estoy alineando con quienes culpabilizan a la sanitaria contagiada y, simétricamente, exculpan de todo fallo a los responsables de la acción preventiva en esta desgraciada historia. Sólo quiero hacer hincapié en que es muy fácil ponerse histéricamente agresivo contra los políticos de turno sin considerar que todo lo novedoso implica la asunción de riesgos y de errores inevitables por uno u otro de los motivos que he señalado a lo largo de esta digresión. Los fallos pueden ser múltiples: de diseño de los procedimientos, de inadecuación de los materiales, y de los humanos que tienen que utilizar los protocolos. Pero siento decir, más allá del griterío dominante, que hay que reflexionar serenamente sobre el hecho de que decenas de profesionales sanitarios estuvieron en contacto con los dos misioneros fallecidos de ébola, y sólo una se ha contagiado hasta el momento. Por tanto, lo más probable, puestos a especular –pero con fundamento racional- es que no hayan fallado los protocolos, ni tampoco los  medios materiales. Todo es manifiestamente mejorable, pero lo empíricamente evidente es que ha fallado el factor humano directamente implicado.

Lo que por cierto, tiene su correlato en las analogías que he empleado a lo largo de este artículo. La inmensa mayoría de accidentes de tráfico son responsabilidad exclusiva de los conductores; los accidentes con armas de fuego son también mayoritariamente responsabilidad de sus usuarios.  De hecho, en los países occidentales avanzados, la práctica totalidad de accidentes de trabajo son directamente imputables a los profesionales que no utilizan todos los medios de seguridad establecidos (porque resultan engorrosos), o manipulan incorrectamente materiales peligrosos (por exceso de confianza), o no siguen las recomendaciones sobre seguridad laboral (por ser demasiado prolijas).  O todo ello al mismo tiempo.

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