jueves, 30 de octubre de 2014

Deslealtad

Retomar el debate sobre la corrupción desde otro ángulo requiere adoptar un punto de vista radicalmente distinto y, sobre todo, distanciarse de ciertas conceptuaciones sobre el papel que la administración pública debe adquirir en un estado moderno. Como bien han señalado varios analistas, el intento de acometer el problema de la corrupción desde un ámbito estrictamente político resulta en un círculo vicioso, porque es el propio estamento generador de la corrupción el encargado de combatirla.

Pensar que el intenso rechazo social es suficiente para espolear un cambio en las formas de hacer de los dirigentes políticos resulta cuando menos utópico, si no descaradamente ilusorio. Los partidos políticos tradicionales son demasiado cautivos de sus necesidades electorales, y éstas dependen totalmente de una base financiera amplia, que resulta totalmente incompatible con los bajos niveles de afiliación de las bases. De este modo se perpetúa una situación en la que se abona el semillero de la corrupción, porque acompañando a la financiación ilegal de los partidos siempre aparece, más pronto que tarde, el enriquecimiento ilícito de los gestores de las maniobras necesarias para obtener el dinero contante y sonante.

Este fértil vientre de la corrupción no es único en España, y desde luego tiene su paradigma en Italia, donde la penetración mafiosa de las instituciones públicas no tiene parangón con ningún otro país occidental, y ha conducido en muchas ocasiones a la disolución de ayuntamientos, especialmente en todo el sur de la península itálica. Algún bienintencionado alegará que en España las redes de corrupción no están tan tupidamente tejidas como en Italia, pero eso, además de ser sumamente discutible en algunos casos, no puede ser una cortina de humo que nos distraiga de un hecho trascendental y que arroja mucha luz sobre la cuestión.

Las comparaciones son odiosas, peor no es menos cierto que nos permiten establecer similitudes y correlaciones entre determinadas actitudes políticas y sus consecuencias sociales. Y lo que resulta clamoroso, en el caso de España y de Italia, es que resultan ser dos de los países con mayor legislación anticorrupción, pero con un mayor fracaso a la hora de ponerla en práctica. Como recordaba esta misma semana Víctor Lapuente en un artículo publicado en El País, debemos tener presente la máxima de Tácito relativa a que cuanto más corrupto es un estado, más leyes tiene al respecto.

Y es que, recordando a otro clásico, las leyes que no se puede o no se tiene intención de cumplir y hacer cumplir, son papel mojado. Así pues, estamos asistiendo a un proceso de hiperregulación de muchos ámbitos públicos que, a la postre, no va a servir de nada. Y además, puede resultar totalmente contraproducente. En primer lugar, porque es una segregación que nace del mismo causante de la enfermedad que nos aqueja. En segundo lugar, porque consiste únicamente en una operación de maquillaje político ante los desmanes cometidos por muchos capitostes políticos, a los que no se puede dejar simplemente en la estacada, a riesgo de que tiren de la manta y compliquen aún más la situación. Por aquello tan español que afirma que de perdidos, al río.

Por otra parte, aún contando con todas mis simpatías por el esfuerzo de transparencia y regeneración que están efectuando los nuevos movimientos y formaciones surgidos a raíz de tanto escándalo, no puedo menos que mostrar mi escepticismo a medio plazo. Cierto es que el ascenso de formaciones hasta ahora limpias de sospecha, como Podemos o ERC –por citar dos fuerzas emergentes en ámbitos claramente diferenciados pero igualmente atenazados por graves escándalos de corrupción- permitirá un aliviante respiro en los próximos años, pero a fin de cuentas eso será sólo un tratamiento sintomático, paliativo. Porque si no se produce un genuino cambio en las estructuras de poder, el problema de la corrupción política resurgirá dentro de un tiempo, exactamente igual que las cabezas de la Hidra.

Y si alguien sostiene que la sola presión social expresada en los medios, en las redes sociales y en la calle será suficiente para impedir que resurja la corrupción,  me temo que andará muy equivocado. Porque la corrupción se puede reprimir de este modo, pero no se extinguirá mientras no se ataje la raíz del problema, que no es sólo cultural, como algunos autores propugnan. Es decir, que el rechazo social no será suficiente para causar la extinción del político corrupto, por la misma evidente razón de que el rechazo  a un cáncer no es la fuente de la curación del paciente. Evidentemente el rechazo popular es un factor necesario, pero no concluyente, para extirpar el tumor que metastatiza el cuerpo político español. Y siguiendo con el símil neoplásico,  resulta fundamental estar permanentemente atentos, porque con unas pocas células cancerosas que sobrevivan al tratamiento, el carcinoma se puede reproducir –y a buen seguro lo hará- en algún otro órgano.

Así pues, y siguiendo con las analogías médicas, necesitamos fortalecer el sistema inmunológico social con una buena dosis de anticuerpos de carácter permanente. Por desgracia, el clamor de la sociedad se va apagando con el tiempo, hasta quedar totalmente olvidado. Son anticuerpos temporales, que exigirían una buena dosis de vacunación repetitiva de forma periódica, lo cual puede resultar totalmente inviable. Las masas se movilizan en contadas ocasiones (como en las electorales), pero este país necesita un cuerpo de intervención rápida y permanente que impida el menor brote de corrupción ahora y en el futuro lejano.

Lo que sigue a continuación puede parecer sorprendente, e incluso aventurado, pero a mi modo de ver es la mejor opción que existe para evitar la corrupción política a largo plazo. Y no consiste en multiplicar hasta el infinito los cuerpos policiales dedicados a la investigación de delitos económicos, ni a fomentar la proliferación de jueces y juzgados por toda la geografía española. Es algo mucho más sencillo, y que enraíza bastante con el mucho más eficaz sistema anglosajón (que no está exento de tramas corruptas, por supuesto, pero que al menos tiene la virtud de ponerlas al descubierto con mucha más facilidad y celeridad que aquí). Consistiría en que existiera un contrapeso efectivo a la acción política, encarnado en una administración pública poderosa, profundamente profesionalizada y con un notable grado de independencia.

La administración pública española ha sido tradicionalmente -y lo sigue siendo hoy en día-notablemente cautiva de las decisiones (más bien mangoneos) impuestos por el ministro y los secretarios de estado de turno. Pero como bien señalaba Víctor Lapuente en el artículo que he citado antes, la gran virtud del sistema anglosajón es que la administración pública no trabaja “para” el estamento político, sino “con” él. Se trata de una administración entendida no como una herramienta al servicio de los intereses partidistas, sino  de una administración diseñada como columna vertebral del quehacer político en su plasmación diaria. La administración ejecuta las directrices del gobierno, sí, pero con notable independencia y criterio profesional y legal. La administración puede oponerse, de hecho, a determinadas actitudes partidistas que perjudican el interés general. Y todo ello sin necesidad de judicializar la vida pública como está sucediendo en España de forma asfixiante. De esta forma, además, se cumpliría el dictado constitucional de que la Administración ha de servir  con objetividad el interés general y no el  particular del ministro a cargo del departamento, como vergonzosamente vemos que sucede en los últimos años con la utilización perversa de la policía, o con la arbitraria utilización de la Agencia Tributaria, o con la coerción a la independencia judicial. Y no está de más aquí recordar a jueces como Baltasar Garzón o Elpidio Silva, que han pagado muy cara su osadía de enfrentarse a los corruptos con medios drásticos que la gente aplaude y que el poder judicial político condena de por vida en base a formalismos vergonzantes. Suerte tenemos de que este terruño no es como Italia, donde a jueces como Falcone o Borsellino los liquidaron impunemente con la complicidad de gran parte del aparato político en el poder. Ya les gustaría a algunos oscuros personajes de por estos lares.

En España, la clase política siempre ha manipulado, sojuzgado y obligado torticeramente a la administración pública a plegarse a sus intereses exclusivos, partidistas y del momento. Esa utilización espuria de la Administración la ha convertido en tapadera más o menos formal de todas las corrupciones habidas y por haber. Y todo ello con el aplauso explícito de todos los neoliberales que pululan por el escenario económico, cuya mayor aspiración es la de derrocar al estado y sustituirlo por el libre mercado en su versión más salvaje. La explicación de esa actitud no puede ser más clara: al dinero le viene bien el político corruptible y muy mal las cortapisas administrativas a que campe a sus anchas. Por eso claman contra un estado fuerte e intervencionista. Por eso pretender desmontar el aparato estatal y dejarlo consumido y débil, de modo que no pueda siquiera oponer una débil resistencia a sus opacos tejemanejes.


Los partidos políticos gobernantes están siendo totalmente desleales con la Administración Pública, porque  sus acusaciones de burocracia y elefantiasis, aplaudidas por los ignorantes y los lacayos, únicamente encubren la férrea voluntad de “la casta” de perpetuarse en sus privilegios y trapicheos. Y sin esa imprescindible lealtad, la guerra contra la corrupción está perdida de antemano.

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