miércoles, 12 de noviembre de 2014

Identidad nacional

Demasiadas barbaridades se han dicho en un par de días respecto a la consulta catalana del 9N. Y bastantes de ellas expresadas por sesudos juristas y politicólogos, en general nada proclives a pronunciarse sin una profunda reflexión previa respecto al significado auténtico de los espinosos asuntos que suelen abordar.

Sin embargo, en esta ocasión la visceralidad le ha ganado la partida a la razón, incluso en los ámbitos más tenidos por intelectuales en un sentido amplio. Y esa visceralidad y falta de rigor analítico se ha puesto de manifiesto sobre todo más allá del Ebro, con reacciones que han ido desde la histeria hasta la amenaza. Una amenaza que se ha hecho extensiva a gran parte del pueblo catalán, una cifra de ciudadanos nada desdeñable que se cuenta por millones.

No es momento ahora de ponernos a desgranar el conjunto de imbecilidades que se han llegado a decir, pero sí de poner sobre la mesa algunos hechos históricos que deberían tomarse en consideración y que afectan, sobre todo, a la cuestión identitaria, tan rebatida desde Madrid (y desde una gran parte del resto de España también). Por aquello de que, en teoría, la identidad nacional no cuenta, es retrógrada, irracional, antidemocrática y un largo etcétera de epítetos descalificadores.

Sin embargo, me temo que el debate identitario es, como todo este debate, totalmente reversible. Preguntenle si no a cualquier extranjero que quiera nacionalizarse español, y verán el sin fin de trabas y procedimientos burocráticos precisos para poder lucir un DNI patrio, y la de años que habrá de aguardar pacientemente para poder proclamarse español. O consideremos ahora hasta que punto nos intercambiaríamos pasaportes con nuestros vecinos y casi hermanos portugueses sin arrugar el hocico.

La identidad nacional es una cuestión que está permanentemente presente en nuestras vidas, desde el deporte hasta lo social, pasando por lo estrictamente político, pues esos mismos que tanto reprueban el ansia de tener una identidad plena de muchos catalanes, son incapaces de reconocer la españolidad y dejar de mencionar despectivamente a tantos moritos o moracos, paquis, machupichus, gitanos, rumanos, albanokosovares, chinos, sudacas, negratas, aunque tengan DNI español. Se niega la identidad española, de facto, a muchos colectivos que son tan españoles como cualquiera, aunque sea por adopción.

En esto seguimos la tradición iniciada hace más de cinco siglos, consistente en pasar el rodillo a cualquier diferencia que no cuadre con la mentalidad dominante. No está de más recordar a los pobres mudéjares y moriscos, obligados a abjurar de su condición o ser expulsados después de haber vivido en la península durante cosa de siete siglos. O los judíos sefardíes, definitivamente desterrados por no gozar del adecuado certificado de hispanidad.

Se presume de identidad española por contraposición a cualquier otra que se considere ajena, lo cual es una forma de reafirmación nacionalista, especialmente frente a nuestros vecinos más cercanos, fronterizos. Una reafirmación totalmente identitaria que vuelve a poner de manifiesto hasta que punto los políticos del estado español usan un doble rasero según su conveniente desmemoria. Así que debatir sobre la cuestión identitaria no es un anacronismo ni mucho menos, ni permite descalificar a quienes pretenden ejercer, dentro del estado español, una opción nacional distinta.

Suele decirse, para esquivar esta cuestión, que la identidad catalana no es tal, porque “los catalanes son españoles”. También lo eran los argentinos, los mexicanos, y por cierto, los filipinos, que ni siquiera hablan ya castellano, y eso que fueron los últimos en emanciparse de la madre patria.

Y ya que mentamos el concepto “España”, habría que refrescar conocimientos de la mayoría, puesto que tal término, en singular y aludiendo a una única nación, no aparece hasta las Constituciones del siglo XIX. Antes los monarcas de por aquí se denominaban Reyes de las Españas, en plural,  un claro reconocimiento a que se trataba de la unión de diversas coronas (y no sólo la catalano-aragonesa y las castellana) que en cualquier caso no era monolítica.

En todo caso, la españolidad de Cataluña se define al final de la Guerra de Sucesión, y es un caso clarísimo del ejercicio de un derecho de conquista cuyas consecuencias pueden debatirse, pero no su sustancia primordial. Como tal derecho de conquista podría interpretarse que con él se daba por finalizado el devaneo de Cataluña con su independencia, como dejó bien claro Felipe V al abolir sus fueros. Pero eso era sólo en su vertiente jurídica, porque pretender que los largos años que siguieron al aplastamiento de Cataluña hasta el resurgir catalanista de la Renaixença como una aceptación explícita de su condición de región española es deformar el cliché hasta más allá de lo razonable.

La voluntad, esa sí explícita, consignada en decenas de textos legales y en actos de los nuevos gobernadores de Catalunya nombrados por la dinastía borbónica, fue la de aplastar sin ningún rubor ni pudor todo lo que de identitario tenía la sociedad catalana. Y la de considerarla como zona ocupada militarmente, tal como atestiguaron hasta hace pocos años las construcciones militares que estaban en los aledaños de las ciudades importantes de Cataluña y que no eran precisamente para su protección, sino para la represión de posibles movimientos secesionistas. Y los cientos de edictos conservados en el Archivo de la Corona de Aragón que sin lugar a duda alguna manifiestan la clarísima voiluntad de hacer de Cataluña una yermo en lo que respecta a sus fueros y tradiciones.

A los desmemoriados les convendría situarse históricamente y tener muy presente que la Cataluña de la posguerra de Sucesión y de los años siguientes (que estuvieron aderezados por el cultivo de un sentimiento ferozmente endogámico y antieuropeo- al que no fue ajena la debilitación y continua decadencia del imperio español- , y que tuvo su apogeo en la Guerra del Francés y las posteriores guerras carlistas) se fundó sobre la represión y el destierro masivo de los nativos, y con otra masiva inmigración foránea que lógicamente diluyó el concepto identitario.

Casi se consiguió el objetivo. Es una técnica que no es novedosa, y que ya conocieron los pueblos de la India a raíz de la dominación mogola y, en tiempos mucho más modernos, el Tíbet totalmente sinificado merced a esa combinación de represión y dilución demográfica de la que muy pocos quieren acordarse. Sin embargo, tanto en el Tíbet como en Cataluña han seguido existiendo ciudadanos que no se han resignado a perder su identidad de una forma impuesta. Y no deja de ser curioso que los mismos políticos que atizan el fuego anticatalán bajo el argumento de que sólo somos españoles, se postren ante el Dalai Lama (irónicamente declarado ilegal como representante político del Tíbet por las autoridades chinas) y le llenen de parabienes, al tiempo que reconocen la ineludible necesidad de respetar la independencia del pueblo tibetano, extirpada manu militari en 1950. Será que la diferencia estriba en que el problema catalán se originó hace trescientos años, y el tibetano solamente sesenta y cinco. Como si anular la identidad nacional fuera cosa de tiempo, exclusivamente. Pregunten a los kurdos o a los armenios.

Por otra parte, tampoco está de más recordar lo que insignes historiadores hispanos también omiten. El siglo XVIII fue –con algunas excepciones como la británica- el del apogeo de las monarquías absolutas y de su feroz tabla rasa unificadora de diversos reinos que no cabía configurar todavía como estados en el sentido moderno del término. Los estados actuales surgen ya en pleno siglo XIX, al amparo del tirón de las revoluciones americana y francesa y con el nacimiento del nacionalismo como idea permeada a amplias capas de la población, que antes ni siquiera se planteaban cuestiones identitarias. Surgen así el nacionalismo alemán, el italiano e incluso el escandinavo, que llevará progresivamente a la configuración actual de Europa.

Cataluña no fue ajena a esa toma general de conciencia de una identidad propia, pero tuvo la mala suerte de formar parte de un país atrasado en todos los conceptos y sobre todo, profundamente antidemocrático. La soberanía popular en España ha sido siempre un paréntesis entre sucesivas formas de gobierno autoritario, y aún en las épocas en las que ha florecido ha tenido siempre ese amargo tufo despótico tan característico a este lado de los Pirineos. Así pues, la Renaixença de finales del siglo XIX no fue ese artificio al que todos los políticos españoles se refieren como disparo de salida del nacionalismo catalán, sino que cabe encuadrarlo en un movimiento mucho más amplio, hasta ahora aceptado y no discutido, sobre el que se asentaron las bases de la moderna Europa. Y esa Europa moderna se alzó sobre la idea de la identidad nacional como eje vertebrador, como muy bien saben en Alemania e Italia. Así que menos lobos y menos críticas interesadas y deformantes a ese supuesto “invento decimonónico de cuatro iluminados catalanes”.

En los tiempos que corren, tildar de artificial y anacrónico el nacionalismo catalán es síntoma de una falta de lucidez enorme, además de una total ausencia de coherencia respecto a determinadas analogías que se dan el panorama internacional. Tal vez la única muestra de congruencia ideológica del gobierno español en ese sentido se ha dado en el caso de Kosovo, dándose la casualidad de que España es prácticamente la única nación avanzada del globo (junto con Rusia, que es una aliada histórica de Serbia) que no ha reconocido la independencia de esa región balcánica. Tal vez porque hacerlo les dejaría en paños menores políticos frente a la opinión pública catalana (y española) y porque lo único que le queda a Madrid es aferrarse al legalismo extremo pero sociológicamente vacuo por el que afirman que la única forma de modificar las fronteras de un estado es la de la estricta legalidad, sea ésa cual sea.

Lamentablemente, aferrarse a la legalidad es una forma totalmente ilegítima de impedir la modificación de un statu quo nacional. Ante todo porque siendo realistas, eso quiere decir en palabras llanas que la fuerza de la razón jamás ha vencido a las razones de la fuerza, y la fuerza (la legal, porque la otra no quiero ni imaginar que a Madrid se le ocurra usarla) está en manos del grandote primo de zumosol que quiere impedir a toda costa que Cataluña ejerza libremente su opción de decidir.

Y ya es lástima, porque eso significa desconocer el hecho- tan válido en Cataluña como en Vietnam- de que cuanto más se aprietan las tuercas a comunidades convencidas de lo que quieren, se puede impedir temporalmente que ejerzan su deseos y sus derechos, pero al final se incrementa la base sociológica que empuja en una misma dirección. En quince o veinte años, si no cambia el escenario, serán muchos más los catalanes decididos a exigir su independencia. Y cuanto más músculo tenga la sociedad civil catalana, peor para el resto de España. Lo que se está haciendo actualmente es lo mismo que agitar violentamente una botella de cava (catalán) mientras que con la otra mano se presiona sobre el tapón. Al mínimo desfallecimiento, el contenido saldrá disparado hacia la estratosfera. O peor aún, la botella explotará y les pondrá a todos perdidos de independencia, que mancha mucho. Dicho de otro modo, y como argumentaba un tipo nada sospechoso de connivencia catalanista como el catedrático Fernando Rey en las páginas de El País, los dos millones de votos independentistas de ahora no son el techo, como creen estúpidamente muchos  políticos mesetarios, sino el suelo del electorado nacionalista. 

Al insulto continuo aludiendo a los nacionalistas catalanes como si fueran extremistas fanáticos y fundamentalistas, cabe oponer la realidad que desconocen interesadamente políticos como la señora Camacho, el señor Rivera y la señora Díez. En Cataluña, a diferencia de otros sitios, todavía no se ha utilizado la violencia contra nadie, pese a las continuas provocaciones que el ultranacionalismo español lanza a los cuatro vientos con el propósito, nada disimulado, de descalificar el nacionalismo catalán a base de mentiras, y también de autojustificar sus sesgados juicios con la archisabida táctica de ser ellos la causa primera de una profecía autocumplida. Porque resulta odioso en extremo comprobar como el grado de tolerancia aquí es enorme en comparación con el resto de España. Camacho, Rivera y compañía siempre han podido montar sus fiestas nacionales y demás numeritos españolistas sin que nadie les reprobara lo más mínimo, cediéndoles espacios ciudadanos comunes, y desde luego, sin que nadie les arreara una hostia ni les mentara a la familia de malos modos.

Si el país que dibujan esos políticos anticatalanistas de escasa altura moral fuera realmente como lo describen, pueden estar los lectores seguros de que no hubieran podido celebrar el pasado 12 de octubre en plena plaza de Cataluña de Barcelona sin que se hubieran producido altercados. Por cierto, veo todas las mañanas salir de su casa a la señora Sánchez Camacho y jamás –literalmente- he visto a nadie aguardar en su portal para increparla, y eso que reside en zona bien céntrica de Barcelona. He sido compañero de trabajo de miembros de Ciutadans y nadie les ha negado la palabra ni les ha dirigido nunca epítetos malsonantes, ni pueden afirmar que se hayan sentido marginados laboral o socialmente.

En cambio, he visto en muchas ocasiones a simpatizantes del movimiento españolista en Cataluña atacar e insultar duramente a personas e instituciones que merecen todo el respeto por su actitud prudente y nada agresiva frente a esta cuestión. Y el juego españolista en Cataluña es el de aumentar la tensión a base de subir el tono de la provocación agresiva, en una espiral de despropósitos y falsedades cuya finalidad parece ser conseguir una reacción violenta por parte de algún sector del nacionalismo catalán. Y la consiguiente represión, algo que en Madrid están muy habituados a practicar desde los tiempos de Felipe V.

Eso es lo que pasa en Cataluña. La consigna aquí es la de no caer en ninguna provocación, pero tampoco se puede tensar indefinidamente la cuerda sin que acabe rompiéndose por algún sitio. Por lo pronto, somos millones los catalanes que no vamos a permitir de ningún modo que se criminalice judicialmente a nuestro gobierno, con independencia de su color político. De momento ellos ladran, y nosotros cabalgamos. Y mejor será que no nos obliguen a apearnos del caballo.

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