jueves, 20 de noviembre de 2014

Podemos, vaya si podemos

Hugo Chávez no es personaje político de mi gusto, pero debo reconocer que su figura se ha desfigurado en exceso debido a intereses no precisamente democráticos. A los políticos hay que ponerlos en el contexto de su época y de su país, pues no hacerlo así nos llevaría a conclusiones aberrantes sobre el papel que desempeñan en sus respectivas historias nacionales. A los ojos actuales, políticos como los padres de la patria norteamericanos quedarían como unos miserables racistas limitadores de los derechos humanos; los políticos victorianos como unos rancios machistas y opresores de la clase obrera, y ya en clave mucho más actual pero pertenecientes a entornos sociológicos completamente ajenos al neoimperialismo ideológico que practicamos en Occidente, figuras como Ho Chi Minh y Mao en Asia, o  Nyerere, Nkrumah o Kenyatta en África, tampoco saldrían bien parados si los examinamos con una óptica eurocéntrica del siglo XXI.

Muchas de esas figuras centrales de la política del siglo XX brotaron, precisamente, como una reacción a una manera de ejercer el poder político que podía autocalificarse de muy democrática de puertas adentro, pero que no lo era en absoluto allende los confines geográficos, pero sobre todo ideológicos, de lo que entendemos por Occidente. Y a quien no entienda, le remitiré a uno de los ejemplos más explícitos que  podemos citar hoy en día: el asesinato de Salvador Allende y la liquidación del socialismo chileno por parte de los “guardianes de la democracia” estadounidenses.

Así que la figura de Chávez debe ponerse en su contexto geográfico, social e histórico. Y entonces, si queremos rendir tributo a la objetividad, habremos de convenir que su figura se engrandece y que, incluso, se torna absolutamente necesaria en el clima convulso que ha agitado Venezuela durante los últimos años. En realidad Venezuela era un país riquísimo, pero con una de las distribuciones de renta más desiguales del mundo. Lo que está sucediendo a pasos agigantados en España es de risa comparado con lo que padecía la gran masa de población venezolana. En ese estado de cosas, es normal que el conflicto acabase por reventar de un modo u otro. Una de las posibilidades era la de la revolución sangrienta; otra, la de alzarse con el poder por métodos poco convencionales pero democráticos, y refrendados por la mayoría de la población (incluso tras el golpe de estado de 2002 contra el chavismo). Por suerte, en Venezuela se optó por la segunda vía.

Pese al desagrado con el que la gente de este lado del Atlántico contempla el discurso bolivariano, con su grandilocuencia y sus excesos verbales y gestuales, no está de más razonar que, nuevamente en el contexto sociológico de masas deprimidas, aculturizadas y escasamente alfabetizadas, ese lenguaje y esa actitud son del todo comprensibles, pues son esos modos los que aglutinan y movilizan a los pobres para rebelarse contra la desigualdad creciente, y para revelarse como una fuerza capaz de cohesionarse alrededor de una figura que alcance proporciones míticas, como es el caso de Chávez.

Ante las acusaciones de populismo demagógico, el entorno chavista siempre ha sostenido, no sin razón, que la acusación de populismo siempre la hacen los ricos contra los pobres, para perpetuar el statu quo vigente y para perpetrar, de paso, la villanía de descalificar a los opositores con el pretexto de que sus políticas son utópicas e irrealizables. En definitiva, se tacha de populismo a toda acción política que desagrada a los ricos, porque amenaza su estatuto de poder incontrolado y de riqueza desmesurada. Las que denominamos con buen tino como “clases extractivas” son, efectivamente, incapaces de reconocer que la desigualdad económica y social es el caldo seminal del que se nutre el descontento popular y la revolución, que sólo necesita del fuego populista para entrar en ebullición. Y tal vez olvidan que el darwinismo social que propugnan y practican puede volverse en su contra: la masa enfurecida –como las crecidas de los ríos- siempre acaba siendo más fuerte que cualquier muro de contención que pretenda interponerse en su camino.

Sostengo que la figura de Chávez era totalmente necesaria en un país (en el que España debería mirarse como espejo)  atenazado por la corrupción, con una clase dirigente totalmente oligárquica y concentradora de la riqueza, y unas formaciones políticas absolutamente secuestradas por el poder económico y de un servilismo deudor del fenómeno de las puertas giratorias que ahora criticamos en tierra hispana. Es cierto que las clases acomodadas han sufrido un duro golpe desde que en 1998 el chavismo se alzara con el poder y que la consecuencia de ello fue, de inmediato, una enorme campaña de desprestigio y desfiguración del significado profundo de la revolución bolivariana.

Un chavismo que estuvo acosado desde el primer momento por la gran potencia hegemónica norteamericana y por los medios de comunicación que estaban en manos privadas. Con algunas razones válidas, pero también sin ellas y con motivos ocultos claramente espurios, la campaña de desprestigio internacional alcanzó cotas universales y de una magnitud pocas veces vista en los últimos tiempos. Y ahí ha quedado en nuestro subconsciente colectivo de ególatras eurócéntricos la perversa idea de que el chavismo era la maldad política por antonomasia. Estamos mediatizados por las opiniones de grupos de presión contrarios al sistema, lo cual nos impide razonar con objetividad respecto a la trascendencia histórica del chavismo en particular, y del bolivarianismo como fenómeno global en Suramérica.

Y de eso tenemos que aprender aquí, en España, y ahora, las clases trabajadoras (parafraseando a Homer Simpson hoy en día muchos formamos parte de la “alta clase media baja” por más ínfulas que queramos darnos). Porque el fenómeno político de Podemos se va a enfrentar a una creciente campaña de desprestigio previa a las elecciones generales de 2015. He oído a gente joven resaltar con preocupación la proximidad ideológica de Podemos al comunismo, alarmados por el runrún mediático que ya se nos viene encima. Comunistas, demagogos, populistas. Pronto se les tachará de criminales y antidemocráticos, mucho antes de que tengan lugar las elecciones. Sin ninguna prueba, sin ningún referente mejor que algunas vaguedades sobre su supuesta proximidad al chavismo.

Es nuestra obligación, de todos los ciudadanos, la de tratar de ejercer el más importante derecho que tenemos (tanto en democracia como fuera de ella). Un derecho que es inalienable porque forma parte de nuestra esfera más íntima: el derecho al pensamiento crítico, individual y no mediatizado por intereses ajenos a los nuestros. Esto no es un debate futbolístico ni un reality intrascendente con tertulianos a sueldo. Estamos hablando de nuestro futuro y, sobre todo, del de nuestros hijos, y no nos podemos dejar engatusar por quienes quieren perpetuar el statu quo actual.

A nivel nacional sólo Podemos representa una alternativa al esquema de poder político vigente hasta hoy en día. Sólo ellos pueden forzar el cambio constitucional que cierre de una vez por todas las cacareada transición y abra un período nuevo más fértil, y sobre todo, que entierre a muchos de los miembros de la clase política actual, incapaz de regenerarse por si misma, esclava como es de sus propias dependencias, ajenas al libre ejercicio de la democracia.

Y sólo por eso, mientras las Cospedales, los Florianos y demás ralea nos alertan del peligro del populismo de Podemos, es nuestro deber contestarles que ese populismo que denostan es tan necesario en este momento como el aire que respiramos para que las cosas cambien, si es que de verdad queremos que cambie algo en este triste país. Porque todo tiene un precio, y la regeneración democrática nunca será gratis. Sobre todo para las clases trabajadoras: cambiar nos exigirá más sacrificios, más descalificaciones, más presiones del capital.


Por eso Podemos, o cualquier formación análoga, con mentalidad regeneradora, ideas un punto utópicas y cierto aire radical será un ingrediente esencial del cambio político que necesita España. Sin necesidad de que lleguen a gobernar, los herederos del 15M no sólo nos recuerdan que las cosas pueden cambiar, sino que deben cambiar, y que ello exige valentía. Mucha más que la que nos permitió acometer la Transición de 1977, porque ahora el poder económico y financiero está en contra. 

Aunque a lo peor preferimos ser prácticos, es decir, acomodaticios y  cada vez más esclavizados por una parte menor del pastel. 

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