Hugo Chávez no es personaje político de mi
gusto, pero debo reconocer que su figura se ha desfigurado en exceso debido a
intereses no precisamente democráticos. A los políticos hay que ponerlos en el
contexto de su época y de su país, pues no hacerlo así nos llevaría a
conclusiones aberrantes sobre el papel que desempeñan en sus respectivas
historias nacionales. A los ojos actuales, políticos como los padres de la
patria norteamericanos quedarían como unos miserables racistas limitadores de
los derechos humanos; los políticos victorianos como unos rancios machistas y
opresores de la clase obrera, y ya en clave mucho más actual pero
pertenecientes a entornos sociológicos completamente ajenos al neoimperialismo
ideológico que practicamos en Occidente, figuras como Ho Chi Minh y Mao en
Asia, o Nyerere, Nkrumah o Kenyatta en África,
tampoco saldrían bien parados si los examinamos con una óptica eurocéntrica del
siglo XXI.
Muchas de esas figuras centrales de la
política del siglo XX brotaron, precisamente, como una reacción a una manera de
ejercer el poder político que podía autocalificarse de muy democrática de
puertas adentro, pero que no lo era en absoluto allende los confines
geográficos, pero sobre todo ideológicos, de lo que entendemos por Occidente. Y
a quien no entienda, le remitiré a uno de los ejemplos más explícitos que podemos citar hoy en día: el asesinato de
Salvador Allende y la liquidación del socialismo chileno por parte de los
“guardianes de la democracia” estadounidenses.
Así que la figura de Chávez debe ponerse
en su contexto geográfico, social e histórico. Y entonces, si queremos rendir
tributo a la objetividad, habremos de convenir que su figura se engrandece y
que, incluso, se torna absolutamente necesaria en el clima convulso que ha
agitado Venezuela durante los últimos años. En realidad Venezuela era un país
riquísimo, pero con una de las distribuciones de renta más desiguales del
mundo. Lo que está sucediendo a pasos agigantados en España es de risa
comparado con lo que padecía la gran masa de población venezolana. En ese
estado de cosas, es normal que el conflicto acabase por reventar de un modo u
otro. Una de las posibilidades era la de la revolución sangrienta; otra, la de
alzarse con el poder por métodos poco convencionales pero democráticos, y
refrendados por la mayoría de la población (incluso tras el golpe de estado de
2002 contra el chavismo). Por suerte, en Venezuela se optó por la segunda vía.
Pese al desagrado con el que la gente de
este lado del Atlántico contempla el discurso bolivariano, con su
grandilocuencia y sus excesos verbales y gestuales, no está de más razonar que,
nuevamente en el contexto sociológico de masas deprimidas, aculturizadas y
escasamente alfabetizadas, ese lenguaje y esa actitud son del todo
comprensibles, pues son esos modos los que aglutinan y movilizan a los pobres
para rebelarse contra la desigualdad creciente, y para revelarse como una
fuerza capaz de cohesionarse alrededor de una figura que alcance proporciones
míticas, como es el caso de Chávez.
Ante las acusaciones de populismo
demagógico, el entorno chavista siempre ha sostenido, no sin razón, que la
acusación de populismo siempre la hacen los ricos contra los pobres, para
perpetuar el statu quo vigente y para perpetrar, de paso, la villanía de
descalificar a los opositores con el pretexto de que sus políticas son utópicas
e irrealizables. En definitiva, se tacha de populismo a toda acción política
que desagrada a los ricos, porque amenaza su estatuto de poder incontrolado y
de riqueza desmesurada. Las que denominamos con buen tino como “clases
extractivas” son, efectivamente, incapaces de reconocer que la desigualdad
económica y social es el caldo seminal del que se nutre el descontento popular
y la revolución, que sólo necesita del fuego populista para entrar en
ebullición. Y tal vez olvidan que el darwinismo social que propugnan y
practican puede volverse en su contra: la masa enfurecida –como las crecidas de
los ríos- siempre acaba siendo más fuerte que cualquier muro de contención que
pretenda interponerse en su camino.
Sostengo que la figura de Chávez era
totalmente necesaria en un país (en el que España debería mirarse como
espejo) atenazado por la corrupción, con
una clase dirigente totalmente oligárquica y concentradora de la riqueza, y
unas formaciones políticas absolutamente secuestradas por el poder económico y
de un servilismo deudor del fenómeno de las puertas giratorias que ahora
criticamos en tierra hispana. Es cierto que las clases acomodadas han sufrido
un duro golpe desde que en 1998 el chavismo se alzara con el poder y que la consecuencia
de ello fue, de inmediato, una enorme campaña de desprestigio y desfiguración
del significado profundo de la revolución bolivariana.
Un chavismo que estuvo acosado desde el
primer momento por la gran potencia hegemónica norteamericana y por los medios
de comunicación que estaban en manos privadas. Con algunas razones válidas,
pero también sin ellas y con motivos ocultos claramente espurios, la campaña de
desprestigio internacional alcanzó cotas universales y de una magnitud pocas
veces vista en los últimos tiempos. Y ahí ha quedado en nuestro subconsciente
colectivo de ególatras eurócéntricos la perversa idea de que el chavismo era la
maldad política por antonomasia. Estamos mediatizados por las opiniones de
grupos de presión contrarios al sistema, lo cual nos impide razonar con
objetividad respecto a la trascendencia histórica del chavismo en particular, y
del bolivarianismo como fenómeno global en Suramérica.
Y de eso tenemos que aprender aquí, en
España, y ahora, las clases trabajadoras (parafraseando a Homer Simpson hoy en
día muchos formamos parte de la “alta clase media baja” por más ínfulas que
queramos darnos). Porque el fenómeno político de Podemos se va a enfrentar a una creciente campaña de desprestigio previa a
las elecciones generales de 2015. He oído a gente joven resaltar con preocupación
la proximidad ideológica de Podemos al comunismo, alarmados por el runrún
mediático que ya se nos viene encima. Comunistas, demagogos, populistas. Pronto
se les tachará de criminales y antidemocráticos, mucho antes de que tengan
lugar las elecciones. Sin ninguna prueba, sin ningún referente mejor que
algunas vaguedades sobre su supuesta proximidad al chavismo.
Es nuestra obligación, de todos los
ciudadanos, la de tratar de ejercer el más importante derecho que tenemos
(tanto en democracia como fuera de ella). Un derecho que es inalienable porque
forma parte de nuestra esfera más íntima: el derecho al pensamiento crítico,
individual y no mediatizado por intereses ajenos a los nuestros. Esto no es un
debate futbolístico ni un reality
intrascendente con tertulianos a sueldo. Estamos hablando de nuestro futuro y,
sobre todo, del de nuestros hijos, y no nos podemos dejar engatusar por quienes
quieren perpetuar el statu quo actual.
A nivel nacional sólo Podemos representa una alternativa al esquema
de poder político vigente hasta hoy en día. Sólo ellos pueden forzar el cambio
constitucional que cierre de una vez por todas las cacareada transición y abra
un período nuevo más fértil, y sobre todo, que entierre a muchos de los
miembros de la clase política actual, incapaz de regenerarse por si misma,
esclava como es de sus propias dependencias, ajenas al libre ejercicio de la
democracia.
Y sólo por eso, mientras las Cospedales,
los Florianos y demás ralea nos alertan del peligro del populismo de Podemos,
es nuestro deber contestarles que ese populismo que denostan es tan necesario
en este momento como el aire que respiramos para que las cosas cambien, si es
que de verdad queremos que cambie algo en este triste país. Porque todo tiene
un precio, y la regeneración democrática nunca será gratis. Sobre todo para las
clases trabajadoras: cambiar nos exigirá más sacrificios, más
descalificaciones, más presiones del capital.
Por eso Podemos, o cualquier formación
análoga, con mentalidad regeneradora, ideas un punto utópicas y cierto aire
radical será un ingrediente esencial del cambio político que necesita España.
Sin necesidad de que lleguen a gobernar, los herederos del 15M no sólo nos
recuerdan que las cosas pueden cambiar, sino que deben cambiar, y que ello exige valentía. Mucha más que la que nos
permitió acometer la Transición de 1977, porque ahora el poder económico y
financiero está en contra.
Aunque a lo peor preferimos ser prácticos, es decir,
acomodaticios y cada vez más esclavizados
por una parte menor del pastel.
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