miércoles, 24 de diciembre de 2014

Yihad, la guerra que no podremos ganar (II)

En los prolegómenos de esta Navidad cristiana tan desnaturalizada que ya ni recuerda su origen pagano de celebración de la vida y del nacimiento del sol, del que con tanta picardía y no poca desvergüenza se apoderó la primitiva Iglesia romana, resulta esclarecedor ver cómo la perversión de los valores de la sociedad occidental y su sustitución por un sucedáneo de falsa y ñoña espiritualidad, que dura lo mismo que duran los horarios comerciales navideños, ha podido influir en este distanciamiento cada vez mayor que sienten las sociedades no prooccidentales respecto a nosotros. Con el Islam a la cabeza.

Pese a que algunas de las familias más atrozmente ricas y consumistas del planeta son musulmanas, la mayoría del Islam la forma un conjunto de comunidades que en su diversidad encuentran un punto de encuentro en una espiritualidad y una conciencia de la trascendencia de lo humano hacia lo divino infinitamente superior a la de la sociedad cristiana. Sus valores no materiales son mucho más sólidos y están mucho más anclados en la esencia misma de sus sociedades. Y no es de extrañar que ése sea uno de los motivos por los que ven en nosotros la encarnación del mal. Porque tal vez nosotros empezamos también a vislumbrar que tal vez es cierto que somos la encarnación de un mal moral corrosivo y profundo. Pese a las numerosas voces que claman en el desierto, somos una sociedad decadente, centrada en el bienestar material y en el consumo. Y eso hubiera sido repugnante no sólo para un musulmán, sino para un cristiano de raíces humanistas, de los que ya cada vez quedan menos y con menos voz.

Por otra parte, incluso nuestros analistas yerran el tiro respecto al Islam en su conjunto. Hace poco un especialista afirmaba que los fundamentalistas islámicos son pocos, tal vez sólo el uno por ciento de la población musulmana, pero que tenían la fuerza de un tsunami nuclear. Estoy de acuerdo en la segunda parte de su afirmación, pero escasamente en la primera. Me temo que el porcentaje de fundamentalistas, tanto los que lo son por convicción como los que engrosan el número por mera oposición al estilo de vida occidental (y lo que representa de amenaza a la concepción espiritual de su mundo) es mucho más elevado. Pero aunque así fuera, el uno por ciento de más de mil cien millones de personas es un ejército de once millones de individuos dispuestos a casi todo para defender su causa.

Tanto dan once como ciento once millones, pues Occidente no tienen nada comparable que oponer, ni en número ni en intensidad de su fe. Sobre todo porque la historia reciente de la relación con el mundo islámico es la de un continuo desprecio occidental por sus usos y costumbres. Y cualquiera que sea miembro de una nación vilipendiada  sabe positivamente que ese desprecio lo único que consigue es reforzar los lazos internos de su comunidad, reafirmar los principios sobre los que se asienta una sociedad, y más que todo eso, aglutinar sentimientos diversos para hacer frente común contra el que se percibe como enemigo amenazante. Eso vale para todo, como bien sabemos los catalanes, y deberían saber todos los españoles. Algo que también saben muy bien los judíos del mundo entero.

Una causa, la judía, sobre la que se cimentó en gran parte el odio antioccidental de los países musulmanes. El gravísimo error que cometió Occidente fue primar a unos pocos millones frente a una masa humana que les centuplicaba a nivel mundial y que desde el punto de vista demográfico, no ha hecho más que crecer de forma exponencial en las última décadas. El primer agravio se vió luego aumentado decenio tras decenio por unas políticas occidentales de apoyo exclusivo a Israel y a aquellos socios musulmanes que lo eran por meras cuestiones estratégicas, como el caso de la atlantista Turquía (pero no por vocación social mayoritaria, como lo demuestra actualmente el predominio de no uno, sino dos partidos de corte islamista) o el Irán de la época del sha. Cuidar de Israel como oro en paño y menospreciar y explotar a las jóvenes naciones musulmanas que nacieron tras finalizar la segunda guerra mundial fue un error garrafal que abonó el campo del odio de las generaciones posteriores.

Lo cierto es que el estilo de vida occidental, por el que parecen suspirar muchos jóvenes del mundo islámico (pero ni mucho menos la mayoría, si prescindimos de ese enfoque eurocéntrico del que padecen muchos documentales al uso) no es la panacea, y dudo mucho de que en caso de imponerse llegara a calar más allá de un par de generaciones, porque es un modo de vida que bajo el pretexto de la libertad individual, aniquila toda aspiración espiritual. Es una vida vacua y que conduce a muchos de nuestros jóvenes a un nihilismo existencial que está desembocando, vaya una paradoja, en que se alisten voluntariamente con los yihadistas que luchan contra nosotros.

Es de una nitidez aplastante sobre  el erróneo concepto que tenemos de lo que está sucediendo que la respuesta de los gobiernos occidentales a ese reclutamiento yihadista de nuestros jóvenes sea la respuesta penal, porque añade uno más a la ya larga lista de agravios que acrecienta el odio del Islam radical contra nosotros. Es irónico que yo pueda alistarme por dinero como mercenario para combatir en cualquier país y asesinar a cientos de personas sin ningún otro motivo que un salario elevadísimo y no ser castigado por ello; mientras que un joven idealista contrario a nuestros intereses no pueda alistarse en la yihad contra occidente y se le acuse de terrorismo. Doble error, porque la yihad no es terrorismo, es una guerra en toda regla, que se libra en múltiples frentes y con múltiples apariencias. Es una guerra multiforme y caleidoscópica, y reducirla a la simplificación de mero terrorismo resulta de una banalidad facilona que no ayuda en nada a la causa occidental.

Como siempre han dicho los historiadores con dos dedos de frente y valor suficiente para liberarse del yugo del pensamiento único, tampoco eran terroristas los guerrilleros españoles de la guerra del francés; ni los vietcong que derrotaron al hasta entonces invicto ejército yanqui en Indochina. Terrorista es un concepto que aplica el poder dominante al subyugado, y que por tanto, es claramente reversible. Mejor no olvidarlo para futuras ocasiones. Y si algún pusilánime pretende diferenciar al terrorista porque ataca objetivos civiles, y tal como muchos musulmanes nos recuerdan, el bombardeo de Dresde, la bomba de Hiroshima y las barbaridades del ejército estadounidense en Vietnam, Camboya y Laos se dirigieron casi exclusivamente contra la población civil. Y no digamos ya las matanzas de Sabra y Shatila cometidas por el ejército israelí en campos de refugiados palestinos. Al parecer de algunos pensadores occidentales aquello no era terrorismo porque las ordenaba cínicamente un poder legítimo, pero resulta que también es legítimo el poder islámico que ordena las ataques contra Occidente, por muy que nosotros nos identifiquemos con la defensa de un estado de derecho que sólo lo es cuando nos interesa. 

Porque las últimas encuestas demuestran que en muchos países de Occidente, la ciudadanía empieza a aprobar el uso de la tortura contra los yihadistas como medio de obtención de pruebas e información relevante para los servicios de inteligencia. Como ya advertía en mi anterior entrada, eso demuestra un debilitamiento generalizado del estado de derecho y de las libertades civiles. Se empieza por aprobar la tortura contra los fundamentalistas islámicos, y se acaba aceptando que al vecino del segundo le arranquen las uñas con unas tenazas porque su pensamiento político difiere del oficial. En ese sentido, no sólo es que esta guerra no la podremos ganar, sino que ya la estamos perdiendo hoy.

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