lunes, 22 de diciembre de 2014

Yihad, la guerra que no podremos ganar

Cuando Ronald Reagan inició en los primeros años ochenta una carrera armamentística sin precedentes que había de culminar con el proyecto de la "guerra de las galaxias", muchos no entendieron el objetivo principal de aquella iniciativa hasta que sus frutos no se vieron al cabo de unos pocos años. El objetivo era acabar con la Unión Soviética, pero no del modo que la mayoría imaginaba, sino obligándola a arruinarse siguiendo una espiral de costes de defensa que finalmente no pudiera soportar. El fin era acabar con un ya tambaleante coloso comunista y tras él hundir a todo el bloque soviético sin necesidad de disparar ni un sólo tiro.

La estratagema funcionó y pocos años después la URSS inició su camino hacia la democratización, pero sobre todo hacia la liberalización de una economía que ya no daba más de sí. Reagan ganó así la guerra fría, transformándola en una soterrada guerra económica en la que su contrincante no pudo subir las apuestas porque se quedó sin fondos para envidar.

Los yihadistas de todo pelo que actualmente operan en todo el mundo también siguen una estrategia similar, en la que no sólo persiguen el hostigamiento económico de occidente, sino el debilitamiento del sistema democrático desde dentro. Al Qaeda, el Estado Islámico y otros grupos fundamentalistas son totalmente conscientes de que no pueden provocar un levantamiento mundial contra Occidente ni infligirle una derrota militar definitiva al estilo de las guerras tradicionales. Por eso, sus acciones van dirigidas a causar terror, inestabilidad y reducción de los derechos civiles. Y todo ello con un coste astronómico desde el punto de vista presupuestario.

El islamismo radical tiene muy poco que perder en este envite. A lo sumo, vidas humanas fácilmente reponibles en un entorno que es un semillero de odio hacia occidente y todo lo que representa. El vientre del fundamentalismo es fecundo y lo seguirá siendo mientras las sociedades musulmanas no acepten la senda occidental del liberalismo consumista y laico. Es decir, nunca. Porque la esencia de la sociedad musulmana es la que marca su religión, y en cambio Occidente hace mucho tiempo que dejó de ser cristiano, por mucho que nominalmente la mayoría de su miembros lo sean, y algunas minorías sean tan fundamentalistas como sus oponentes musulmanes.

La ausencia de un ideal aglutinante común tan poderoso como la religión tiene al bloque occidental en una posición sumamente desventajosa. El frenesí religioso de las Cruzadas de la Edad Media que permitió que Europa se lanzara a la conquista de Tierra Santa como un solo hombre es algo impensable hoy en día, no tanto por el esfuerzo económico y colectivo que significaría como por la imposibilidad de sumar fuerzas suficientes entre la sociedad civil. Una sociedad civil anestesiada por el desfallecer político general, que esencialmente se centra en los aspectos  económicos de unas democracias totalmente invertebradas y en crisis sistémica.

Una falta de vertebración colectiva frente al boque musulmán que hace imposible cualquier tipo de confrontación directa con los yihadistas. Como máximo permite enfrentamientos a escala regional, con los escasos resultados que todos hemos visto en Afganistán, Iraq y Siria. Y además con un coste económico brutal, que ha obligado incluso a los poderosos Estados Unidos a replegarse paulatinamente, dejando allí gobiernos títere cuya influencia real es más que relativa fuera de los principales núcleos de población, como sucede en Afganistán.

Los afganos siempre han presumido de que su tierra es el cementerio de grandes imperios. Tanto su estructura social como sus modos de vida han permitido organizar resistencias invencibles a poderosísimos ejércitos, tanto rusos como americanos.Los ejércitos modernos tienen unos costes operativos abrumadores y ni siquiera una gran superpotencia puede enfrentarse adecuadamente a las guerrillas islamistas de forma indefinida sobre un territorio amplísimo en la que los habitantes son siempre más condescendientes con los talibanes, por poner un ejemplo, que con los extranjeros, por muy liberadores que se presenten a sí mismos.

Los territorios musulmanes son un polvorín yihadista en el que la cultura imperante no se rige por los valores occidentales de individualismo, laicismo y liberalismo. La cultura musulmana es comunitaria, religiosa y antiliberal. Y es así apoyada por un gran grueso de la población, a despecho de los sectores minoritarios más occidentalizados de las grandes zonas urbanas, muy influidos por siglos de ocupación occidental, por la educación de sus élies en Europa y Estados Unidos y por lazos económicos derivados de la globalización pero cuyos tentáculos apenas se alejan unos pocos kilómetros del epicentro urbano en el cual ejercen su escasa influencia sociopolítica. Basta salir de algunas de las grandes capitales del mundo musulmán para ser conscientes de que el control real de la sociedad está en manos de los imanes y no de los políticos.

El único freno a que la situación se desborde completamente se debe a que dos de los principales países del mundo musulmán se apoyan sobre el puntal de ejércitos todopoderosos, bien armados y pertrechados por Occidente. Es una relación de mutua necesidad que ha creado una élite militar aliada de conveniencia de Occidente por los inagotables recursos militares y económicos que les aporta el bloque atlántico. Pero lo que  no se puede obviar es que tanto Egipto como Pakistán realmente odian a Estados Unidos y todo lo que representa, y la contención militar puede haber dado resultado hasta ahora, pero sólo es eso: un muro de contención de un islamismo que se sigue extendiendo por las trincheras de la sociedad civil de esos dos países y sus áreas de influencia.

Para el yihadismo, el coste de las operaciones militares y terroristas es muy bajo en relación con el equivalente asumido por los ejércitos occidentales. Un yihadista no se hace, sino que casi nace. No hay costes de adoctrinamiento, y con un entrenamiento militar básico sus líderes disponen de hombres tal vez mal pertrechados militarmente, pero absolutamente equipados ideológicamente con una carga de convicción que supera con creces a la de cualquier arsenal que pueda portar un soldado yanqui en su mochila.

Por otra parte, el coste de las bajas militares es totalmente desigual en ambos bandos. Mientras que un soldado occidental perfectamente entrenado tarda muchos meses sen ser operativo y el coste de su formación es altísimo, sobre todo si se trata de un miembro de fuerzas de élite, el yihadista islámico ya esta "preformado" antes de ingresar en la milicia, y su entrenamiento es mucho más básico y sencillo. Por lo tanto, es mucho más fácil para los líderes de la yihad reponer sus bajas que para los mandos occidentales. Todo ello sin contar con las distintas repercusiones sociales de los muertos de uno y otro bando. Los yihadistas crean escuela, son mártires heroicos cuyas muertes sirven para alistar a más miembros para la causa. En cambio, los ataúdes envueltos en banderas que aterrizan regularmente en Occidente suponen un coste emocional insoportable a la sociedad civil, que no acaba de comprender qué hacen sus jóvenes muriendo inútilmente lejos de casa.

A todo ello hay que sumar la progresiva deriva autoritaria de las leyes occidentales para la represión del yihadismo. Todas las legislaciones occidentales llevan recortando los derechos civiles desde el 11-S. Hace poco todo el mundo pudo ser testigo de las afirmaciones de un antiguo alto directivo de la NSA norteamericana afirmando que la defensa de nuestro estilo de vida tiene unos costes que no podemos omitir, en relación con las acusaciones de espionaje masivo efectuado por la NSA y revelados por el "traidor" Edward Snowden. Lo que vino a decir la NSA, y con ella todos los servicios de inteligencia occidentales, es que si queremos conservar nuestro estilo de vida liberal y consumista, algún precio hay que pagar en forma de recortes a la libertad personal.

Sin embargo, la libertad personal individual es el fundamento básico de las democracias occidentales. Si perdemos eso y no ganamos nada a cambio, sino solamente seguir siendo el escaparate consumista mundial, lo que hacemos es devaluar totalmente el concepto de democracia. Y un Occidente desideologizado, laico y con libertades devaluadas constituirá un bloque sin ningún arma no estrictamente militar que oponer al yihadismo internacional.

La consecuencia lógica de todo ello es que esta guerra la vamos a perder. Las tasas de natalidad de las sociedades musulmanas son mucho más elevadas que las occidentales: tienen más futuros soldados de Alá. Las sociedades musulmanas son menos permeables a los cantos de sirena del consumismo occidental: son pocos los que se sienten atraídos por nuestro modo de vida. Las sociedades musulmanes son fundamentalmente teocráticas: prima mucho más la religión que cualquier otra consideración de orden social o político. Las sociedades musulmanes anteponen lo colectivo a lo individual: son capaces de muchos más sacrificios que las occidentales. Los sociedades musulmanas tienen unos costes de funcionamiento muy inferiores a las occidentales: tienen mucho menos que perder. Las sociedades musulmanas son, en resumen, el caldo de cultivo perfecto para el yihadismo antioccidental. Bin Laden lo sabía, y es significativo que predomine  su figura de instigador del 11-S, cuando es mucho más relevante el legado que dejó tras su muerte: un proyecto a largo plazo; una partida de ajedrez en que el tablero es mucho más complejo y contrario a los intereses occidentales de lo que cualquiera de nosotros puede llegar a imaginar.

Y no hay contramedida alguna de tipo diplomático o económico que pueda ser suficiente para frenar el empuje yihadista. Mientras exista caldo de cultivo suficiente, el yihadismo prosperará igual que han prosperado otros movimientos radicales en otros lugares y contextos. En esos otros contextos, o bien esas opciones radicales triunfaron de un modo u otro, o bien fueron exterminadas por ser minoritarias, o se consiguió su extinción por medios políticos y policiales tras conseguir el repudio de la sociedad civil (como ha sucedido en la caso de ETA en España  o el IRA en Irlanda del Norte). Pero el yihadismo no es susceptible de ese tipo de remedios: un territorio demasiado extenso y una base  humana enorme y firmemente convencida hacen imposible tanto el exterminio como la extinción, ni siquiera provocando la tercera guerra mundial.

Y no hay que ser ilusos respecto a la posibilidad de que con el tiempo el yihadismo se debilite social y políticamente, porque la única alternativa que les podemos ofrecer es nuestro modo de vida. Y eso es inviable durante los próximos decenios. O siglos; y para entonces el desgaste político y social que habremos sufrido será tan grande que no nos quedará más remedio que  encerrarnos tras nuestros muros para defendernos, cada vez más acorralados y empobrecidos por unos gastos de defensa antiterrorista monstruosos. Bin Laden sabía esto, y también sabía que su partida contra Occidente era de largo recorrido, y que el núcleo de nuestro modo de vida era muy vulnerable. Y que la cuestión era darnos jaque tras jaque. A lo máximo que podemos aspirar es a unas tablas, pero el precio que pagaremos por alcanzarlas será terrible.Y sólo por eso, la yihad habrá ganado la guerra.

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