viernes, 7 de noviembre de 2014

Juncker

El título de hoy es una admonición que dirijo al inefable Juncker antes de que empiece con su casi segura e infumable perorata justificativa, una vez conocida su afición a favorecer a grandes multinacionales mientras era presidente del agujero fiscal en el negro culo de la UE conocido como Luxemburgo. Un país paridisíaco, sobre todo si eres dueño de un Bentley, una casa en la Toscana y un yate en Niza y necesitas esquivar los tipos impositivos que pagamos los comunes mortales en el resto del Yugo Europeo.

Porque de todos era sabido que Luxemburgo es un condenado paraíso fiscal en el mismo corazón de Europa. Esa Europa completamente prostituida que anuncia recortes sin fin a las clases populares para pagar el déficit, mientras también recorta sin fin los impuestos a las grandes empresas, para que no paguen ese mismo déficit. Lo que no se sabía del todo es que el aclamado presidente de la comisión, es decir, el señor que nos manda a todos –mucho más que Rajoy- era quien manejaba los hilos del asesoramiento a las grandes empresas para que pagaran sólo un uno o un dos por ciento del impuesto de sociedades. Y es que Luxemburgo es más bien una asesoría fiscal que un país, y no va a ser su presidente quien cuestione tan larga y lucrativa tradición.

Este sinvergüenza ha elevado el cinismo y la hipocresía tradicionales de Bruselas a un nuevo nivel, que será difícilmente superado en las décadas futuras. Por si alguien no se había enterado, lo de la corrupción parece ser algo muy relativo. Mientras por aquí nos hacemos cruces y rasgamos las vestiduras por asuntos que en el fondo –por muy numerosos que sean- no son más que el chocolate del loro, en Luxemburgo más de trescientas multinacionales de postín han conseguido evadir (porque se trata de eso, de evadir, por mucho que sea un mecanismo perfectamente legal) los impuestos de sociedades merced a la intercesión e intervención de hijos de la gran ramera como Juncker y asociados, que son muchos. Ya dijimos en otra ocasión que ética y legalidad económica no suelen ir de la mano.

Las mafias del narcotráfico hace ya mucho tiempo que descubrieron que el mejor sistema para prosperar es permitir que les incauten grandes alijos de droga –con el consiguiente alarde de éxito policial y la alharaca de la imprescindible repercusión mediática – mientas que el alijo de verdad, el de toneladas de coca, escurre el bulto por la puerta trasera mientras todos andan distraídos poniendo medallas y reventando de satisfacción. Con la corrupción sucede exactamente lo mismo: nos dan nuestra dosis diaria de denuncias menores (y ante todo que sean corruptelas patrias, para mayor mortificación y escarnio), mientras el gran chollo de la corrupción multinacional se escurre discretamente por las cloacas de Bruselas y sus aledaños.

Bruselas, esa capital de Europa donde pululan cientos de lobistas como espías en la Viena de la posguerra; donde los funcionarios de la UE viven como dioses adormecidos entre tanto lujo y privilegio; y donde las grandes multinacionales hacen su agosto a costa de conseguir favores muy específicos, entre los que no es el menor el de mantener  en la estricta legalidad el coladero fiscal de la vecina Luxemburgo. La desvergüenza es aún más odiosa si se tiene en cuenta que esas mismas instituciones comunitarias están (super)pobladas de altos funcionarios que eran, son y serán ejecutivos o miembros de los consejos de administración de
las mismas multinacionales que persiguen y consiguen ese trato de favor del que está excluida la plebe, es decir, el noventa y nueve por ciento de la población europea.

Y cuidadito con mostrarte crítico ante esas instituciones comunitarias, porque entonces eres un antieuropeo retrógrado y fascistoide. Más allá del colmo del cinismo (a un nivel que le pide al cuerpo el uso de la misma violencia mesiánica que exhibió Jesucristo ante los mercaderes del templo) pretenden decirnos que nuestra solución es la “Gran Europa” para ser grandes, fuertes y competitivos; cuando en realidad los únicos que se hacen más grandes (gracias a nuestra borreguil convicción de que Europa y la globalización son buenas para la clase trabajadora, qué risa), más fuertes (merced a la infiltración de “su” gente en las instituciones comunitarias) y más competitivos (a costa de que los ciudadanos, además de cornudos, pagamos la ronda de impuestos) son los grandes conglomerados transnacionales y sus lacayos al timón europeo, como Juncker y sus acólitos, esos que le nombraron casi por aclamación en Estrasburgo.

Se entiende así como el euroescepticismo anglosajón y nórdico se extiendan como mancha de aceite (aunque por motivos distintos; los nórdicos debido a  una calvinista tradición ética relativa al concepto del servicio público; los anglosajones porque no necesitan competencia desleal, pues a fin de cuentas, Londres es la capital financiera del mundo occidental y tiene sus propios paraísos fiscales, como Jersey, Man o Gibraltar), mientras aquí nos fustigamos por la paja en el ojo propio que no nos deja ver la viga en el de Bruselas. Y no me vengan con monsergas de que corrupción es corrupción, con independencia del monto al que ascienda la factura.

Desde una perspectiva filosófica es totalmente cierto, por supuesto, que el corrupto lo es con independencia del grado de lucro que obtenga. Pero desde una perspectiva histórica como la actual (con una crisis económica, institucional y social que se ha llevado por delante a muchos millones de personas), poner en el mismo saco al señor que cobra la reparación del coche en negro; al concejal que se embolsa unos dineritos por conceder una licencia de obras y al alto funcionario europeo que se forra literalmente con sus “ayudas” a grandes transnacionales, es de un fariseísmo obsceno. Y es que las cosas se han de contextualizar, ahora que está tan de moda usar ese término.

Apelar al sentido de la moral cívica del ciudadano común mientras los más ricos se consideran totalmente ajenos a las obligaciones éticas y a la responsabilidad económica de contribuir proporcionalmente al sostenimiento de la sociedad es un insulto a la inteligencia, una provocación que justifica la desobediencia civil y una vuelta de tuerca a la tolerancia popular respecto de los desmanes de lo que actualmente llamamos élites extractivas. Algo que puede desembocar –y debería hacerlo ya si es que la plebe no ha perdido toda su dignidad- en un estallido social no exento de algunas sonoras y ejemplarizantes bofetadas, parlamentarias o de las otras. Que es lo que parece que se está buscando, desde hace tiempo, la clase política tradicional, ese conglomerado de traidores rendidos y vendidos al poder de las grandes empresas que manejan los hilos de la globalización mundial.

En definitiva, estará muy feo y será totalmente injustificable, pero dios me libre de enjuiciar y censurar a cualquier conciudadano del Yugo Europeo que procure saltarse el IVA de alguna facturilla mientras siga siendo Juncker el director de esta orquesta. Es más, celebraré con regocijo todas aquellos trucos con los que avispados empresarios –generalmente del sur mediterráneo- le saquen las mantecas a Bruselas, como aquel glorioso episodio de las subvenciones al aceite de oliva y que en Italia zanjaron por la vía rápida plantando olivos de cartón piedra por miles a fin de engañar a los burócratas de la UE. Es una puesta al día de la vieja afirmación de que o jugamos todos o rompemos la baraja.

Lo siento, pero no puedo evitar sentir cierto grado de empatía por esos latrocinios menores que practica el ciudadano de a pie cuando los contrasto con los magnos expolios a los que nos someten desde mucho más arriba. Así que cuando el señor Juncker salga presto en defensa de su honorabilidad y la legalidad de sus actuaciones cuando era el mandamás de Luxemburgo, deberíamos considerar sus declaraciones como la enésima justificación inadmisible y perversa de un concepto sumamente desviado de la ética política.

A estas alturas, me parece más digno de respeto Tony Soprano que cualquiera de esos políticos de salón que se han vendido por nuestro plato de lentejas. Así que mejor te callas, Juncker.

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