sábado, 29 de diciembre de 2012

Lo que nos queda

Dedico esta entrada a tres personas que han significado mucho para mí este año: Montse, Miguel y Rafa. Sin ellos todo hubiera sido mucho más difícil. Que el 2013 les llene de bendiciones.


Nos quedan los amigos. Unos pocos de la infancia, otros ya conocidos en la madurez. Muy pocos, contadísimos y con nombres propios a los que debo honrar porque han conseguido hacerme revivir el sentido de la amistad verdadera, incondicional y desinteresada, y que le dan a ese sentimiento la dimensión que los años, el escepticismo y un cierto cinismo han desdibujado en nuestros espíritus cincuentones. Gente con quien se aprende a apreciar el valor de las relaciones intangibles, no teñidas por el materialismo y las convenciones sociales. Personas que nos retrotraen al regocijo de una infancia ya muy lejana.

Nos queda la familia, ese asidero del carácter mediterráneo que nos permite saber que siempre hay alguien ahí; una red que nos sostiene emocionalmente cuando todo lo demás parece fallar, una última instancia que nos mantiene en pie cuando las dificultades arrecian. Pese a la crisis de la familia como institución, la otra crisis, la económica y de valores sociales, nos ha hecho ver hasta que punto la familia en su sentido más amplio y universal puede y debe seguir siendo un pilar sobre el que asentar nuestras vidas. La familia que nos da disgustos y sinsabores, ciertamente, pero que en la misma medida es el bálsamo al que recurrimos en busca de ejemplo, consejo, apoyo y afecto.

Nos queda el amor, el reducto de nuestra sinceridad emocional, ante el que nos desnudamos y nos mostramos como somos, vulnerables pero seguros de que es el consuelo más íntimo y personal del que disponemos. El amor que nos sostiene, que nos empuja, que nos reta, que nos desafía. El amor que nos es dado, gratuito, como un fruto del árbol de la vida al que no debemos nunca renunciar. El amor escrito en nuestra piel, físico, intenso, directo; pero también grabado en nuestra alma, sumidero de cariño, de afecto, de ternura tan necesaria en un mundo que la crisis ha acabado de deshumanizar. El amor que nos ilumina el rostro y la mente, el amor que siempre tiene un nombre escrito en mayúsculas. 

Nos queda la belleza de las cosas intangibles, y que precisamente por eso, son inmunes a la crisis, porque son gratuitas. Redescubrir la belleza de los largos paseos nocturnos de antaño por las calles desiertas, en compañía de la persona amada; o atreverse de nuevo con aquellas excursiones homéricas, de largo recorrido y que acometíamos con juvenil ímpetu años ha sin pensar en el cansancio, sino sólo en el camino. Extasiarnos ante la belleza de la naturaleza próxima, la playa en invierno, las olas besándonos los pies, el viento meciendo nuestro cabello. Todo aquello a lo que Hacienda no ha podido ni podrá jamás ponerle precio.

Nos queda el sentimiento de que la crisis nos ha revelado a nosotros mismos cosas que desconocíamos;  que la vida es mucho más que el consumo, el lujo, el turismo de masas y comer en un buen restaurante. Que precisamente todo cuanto teníamos actuaba como un anestésico del sentido, la sensibilidad y el sentimiento. Que es mucho más productivo reunirnos juntos en casa de algún amigo, cada uno llevando algo de comer y beber, y pasar una velada relajada y divertida que encontrarnos en un restaurante de moda o el bar de copas donde todo está hecho exclusivamente por y para el goce visual, pero no para el del espíritu. 

Nos queda el descubrimiento de que ser pobres de nuevo nos puede enriquecer en otros muchos sentidos más profundos. El goce de estar en casa cuando y con quien quieres estar, la voluptuosidad de los silencios cómplices y compartidos en un mundo demasiado ruidoso; el goce de hacer cosas sencillas nuevamente, de huir de la sofisticación y de la necesidad de proyectarnos socialmente. El gusto por las cosas buenas, bonitas y baratas, que todavía las hay; el deleite por mirar hacia nuestro interior, en vez de gastar tanto esfuerzo en relumbrones externos. Liberarnos de conceptos tan equívocos como el lujo, la popularidad y el éxito social, esos impostores de los que hablaba Kipling. Aprender a compartir experiencias, no facturas abultadas.

Nos queda la esperanza de que de tras esta catarsis construiremos un mundo distinto. No por la iniciativa de los políticos, pobres operarios desgraciados de un mundo que agoniza y que intentan mantener en la UVI a toda costa, sino por nuestro esfuerzo en cambiarnos a nosotros mismos; y por el ánimo que pongamos en que ese cambio se expanda a nuestro entorno inmediato, y de ahí en círculos concéntricos que se sumen a otros círculos de miles de personas, cuya agregación construya una sociedad distinta, en la que por fin dejemos de ser marionetas de fuerzas que nos zarandean y que destruyen nuestras vidas,  y nos convirtamos en la fuerza de choque de una manera de vivir más sencilla, más plena, más realista, más conectada con nosotros mismos.

Nos queda camino; no estamos al final de una vía sin retorno, ni frente a un abismo en el que sería suicida dar un paso adelante. Nos quedan piernas y un largo camino por recorrer, pero está ahí, al final del 2012. No es la rectilínea autopista que nos prometieron hacia el confort material, sino más bien una serpenteante y empinada senda, de momento poco transitada, hacia una plenitud basada en la sencillez sin maquillaje. Un camino que hay que recorrer con mochilas y ligeros de equipaje; no podemos arrastar las samsonite tras nosotros.

Eso es lo que nos queda de este 2012: saber que podemos cambiar. Brindo porque lo consigamos ya en este 2013 que se avecina.

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