sábado, 1 de diciembre de 2012

Islam

El mundo de los politólogos siempre se ha prestado a elucubraciones más o menos extrañas sobre los posibles caminos por los que se adentrará la humanidad en los años venideros. Desde perspectivas francamente idiotas, como las de Francis Fukuyama, que con su Fin de la Historia, preconizador de una especie de mundo feliz tras la caída del comunismo en el que todos los países abrazarían la democracia liberal occidental, y que demuestra cómo se puede ser muy influyente y un completo berzotas al mismo tiempo; hasta otros puntos de vista completamente opuestos y que fueron duramente criticados, como los de Samuel Huntington, que en su Choque de Civilizaciones predecía como el Islam y los países asiáticos acabarían siendo los focos de nuevas tensiones internacionales, precisamente porque son civilizaciones completamente renuentes a aceptar la hegemonía de la democracia liberal, y por ende, de Occidente. 

Al final, Huntington estaba en lo cierto, y lástima que falleciera en 2008 para poder ver confirmadas todas sus predicciones, especialmente la relativa a la islamización creciente de todos los países musulmanes. Huntignton, que ante todo era un pragmático, subrayó que los valores culturales del Islam son totalmente opuestos a los de la civilización occidental, y que por ello, la democracia liberal al uso no puede cuajar nunca en su área de influencia. Ciertamente, son países que pueden adoptar la democracia como formalismo más o menos impuesto por los tiempos que corren, pero siempre serán democracias que llevarán al poder, más pronto que tarde, a gobiernos islamistas y fuertemente autoritarios. Ya tuvimos un ejemplo de vanguardia en Argelia, cuando en los primeros años noventa las elecciones fueron ganadas por los islamistas por abrumadora mayoría, y tuvieron que ser vergonzosamente anuladas mediante un putsch bendecido por Occidente.

Veinte años después, tenemos gobiernos islamistas en Turquía, la más occidentalizada de las repúblicas musulmanas, y en Egipto, otro de los estados centrales del mundo musulmán, por poner sólo dos ejemplos de lo que acabará ocurriendo en todo el Islam.  Las consecuencias de la primavera árabe se han hecho evidentes: un impulso revolucionario jaleado desde Occidente contra las dictaduras que atenazaban a esos países, en lo que se ha confirmado como un más que abultado error de cálculo. Un error motivado por la actitud de determinadas élites intelectuales de raíz musulmana -muchas de ellas en el exilio  y casi todas francamente minoritarias- que cayeron en la simpllicidad de creer que como ellas estaban francamente occidentalizadas y además estaban encantadas con ello, al resto de los ciudadanos de sus respectivos países les sucedería lo mismo. O sea, que caerían rendidos ante los bellos atributos de la democracia liberal y renunciarían a quince siglos de cultura islámica como quien no quiere la cosa.

Son muchos los historiadores que coinciden en señalar que la primacía de la democracia liberal no forma parte del orden natural de las cosas. Es más, que es una especie de una contracorriente en la evolución de las sociedades humanas. La democracia liberal, que no tiene nada que ver con la democracia ateniense primigenia por mucho que románticos poco documentados pretendan que así es, es un invento reciente, y en cierto modo repele a bastantes conciencias críticas, sobre todo por lo que respecta a cuestiones filosóficas (¿puede valer siempre mi voto lo mismo que el del vecino?) como morales (el poder de las campañas mediáticas para construir mayorías políticas al margen de toda ética) y organizativas (los modelos de representación, las leyes electorales,  la formación de mayorías gubernamentales y la responsabilidad de los políticos).

Han sido precisamente destacados islamistas y líderes asiáticos, por hablar de las dos civilizaciones más renuentes a adoptar la democracia liberal, quienes en repetidas ocasiones han puesto el dedo en la llaga, cuando no en el ojo, al señalar las sonadas contradicciones de las democracias liberales y los dobles raseros con los que han medido siempre sus acciones en el campo de las libertades cívicas. Porque una cosa es la teoría, y otra que los islamistas radicales pudieran gobernar democráticamente en Argelia, lo cual resultó intolerable para Occidente. Igual que en Arabia Saudía, a quien nadie se le ocurre reclamar una apertura democrática, por más que resulta ser el régimen más conservador, por decirlo tibiamente, del área musulmana. 

Decía Huntington con notable clarividencia que las demás civilizaciones que comparten el mundo con nosotros desean importar nuestra modernidad, pero no nuestra democracia ni estilo de vida. Para el Islam, Occidente es portador de modernidad, sí, pero también de corrupción, ateísmo y decadencia moral. Y además, en la medida en la que ven como la hegemonía occidental se va diluyendo, crece su beligerancia hacia nosotros y lo que representamos. Tal vez seguimos siendo la civilización más poderosa, pero nos quedan pocos años. El rearme ideológico del Islam le favorece frente a la disgregación del pensamiento occidental y a nuestro excesivo individualismo -hay que recordar que tanto la civilización islámica como la asiática siempre han sido fuertemente antiindividualistas- así como a nuestro relativismo moral y cultural. El Islam, pese a las tensiones superficiales más bien provocadas por agitación externa, es una entidad mucho más homogénea que el mundo occidental, del mismo modo que el mundo asiático se está recomponiendo alrededor de China y distanciándose de Estados Unidos, creando una vocación panasiática de orientación claramente hegemónica en la zona del Pacífico.

El occicentrismo, entendido como una variante del etnocentrismo europeísta y norteamericano, nos ha cegado hasta el punto de ser tan estúpidos como para creernos a pies juntillas que nuestro modelo de vida es universal y exportable a todas las culturas y civilizaciones del mundo. Las tiranías laicas en los estados musulmanes podrían parecer repelentes a los ojos de un occidental bienintencionado, pero con la perspectiva histórica actual se demuestra que la caída de dichos regímenes no trajo la consolidación de la democracia, sino todo lo contrario: inestabilidad política, lucha entre facciones, guerras civiles encubiertas y resurgimiento del fundamentalismo como elemento cohesionador de una población a la que le vendieron la idea de la democracia como si fuera agua de mayo, cuando en realidad resultaba un concepto meramente teórico, totalmente alejado de la realidad social de los países en los que se ha intentado implantar.

Ya tuvimos un primer aviso en Afganistan, que tras decenios de lucha armada sigue siendo la peor de las pesadillas posibles para Occidente, con decenas de miles de soldados apoyando un régimen prooccidental que se derrumbará inevitablemente en cuanto las tropas de la OTAN se retiren. No contentos con ello, se insistió en Irak con el resultado final, después de muchos años de ocupación por las tropas de la Alianza Occidental, de que parece estar gestándose una nueva dictadura por aquellos que anteriormente estuvieron sometidos a la de Sadam. Bonita ironía. Y es que como decía Huntignton  los pueblos musulmanes adoran, metafóricamente hablando, el ejercicio del poder autoritario como fuerza unificadora y directriz de sus sociedades. En ausencia de un poder central absoluto y absolutista, las sociedades musulmanas tienden a sucumbir a las fuerzas centrífugas disgregadoras y a sus luchas sectarias, en gran parte derivadas de la artificialidad de los estados que se crearon con la descolonización del siglo pasado y la multitud de clanes y lealtades contrapuestas que se dan en su seno.Lo único que los vertebra es el Islam y su vertiente política, el islamismo.

La democracia no es exportable a todas las sociedades del mundo. Nuestra convicción de que se trata del mejor de los regímenes posibles no es más que un espejismo cimentado en dos siglos de pensamiento liberal, y en todo caso es un reflejo más de nuestro etnocentrismo cultural y social. La progresía cultural occidental siempre ha querido creer que los humanos somos tablas rasas en las que todo se puede escribir desde cero: se borran los conceptos anteriores y se implanta la democracia, que crecerá y se extenderá por el universo. Los neoliberales, en el otro extremo del espectro, han estado firmemente convencidos de que la democracia se puede imponer con ayuda de la fuerza militar y económica. Tanto una como otra posturas son simplificaciones desconocedoras de que la hegemonía no implica necesariamente que los valores occidentales sean absolutos universalmente aplicables, en primer lugar; y que sean perdurables, a continuación. Esa era la errónea convicción de Francis Fukuyama. La historia de la humanidad no demuestra nada semejante en el pasado y no parece querer darnos a entender que el futuro vaya a ser diferente.

Aunque a muchos no nos seduzca en absoluto la idea, lo cierto es que la religión sigue siendo el motor de gran parte de la humanidad. El occidente cristiano y democrático nunca será bien recibido ni en la lejana Asia confucianista ni el Oriente islámico. A lo sumo adoptarán formalismos democráticos para que les dejemos hacer, pero bajo los cuales latirá siempre una profunda desconfianza hacia todo lo occidental, que   acabará resurgiendo bajo una forma u otra de autoritarismo colectivista y jerárquico, nacionalista y/o religioso.

Porque frente al concepto occidental de la primacía del individuo siempre se alzará su contrario, el de la supremacía de la comunidad; frente a la idea democrática de la horizontalidad se opondrá la de la verticalidad jerárquica; y frente a la igualdad de las personas, se insistirá en la diferencia y en la aceptación de los roles. En resumen, Occidente ha fundamentado su sistema de valores en el individuo por encima del grupo: el islam ha hecho justo lo contrario, y ha consagrado al colectivo por encima del individuo. Son visiones no sólo opuestas, sino irreconciliables. 

Huntington estaba en lo cierto: no existirá nunca una alianza de civilizaciones, y mucho menos aún una civilización universal. El fin de la historia queda muy lejos.



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