martes, 11 de diciembre de 2012

El Nobel, qué risa

Ya son varias las ocasiones en las que he dejado claro mi parecer sobre la categoría real de los premios Nobel, por lo que respecta a los que no versan sobre las ciencias puras (Química, Física y Fisiología). El de literatura hace años que se convirtió en una especie de reparto equitativo entre diferentes etnias, lenguas y culturas, al margen de cualquier valor puramente literario (baste para ello notar como, con la notable excepción de Saul Bellow, hay una extraordinaria carencia de escritores contemporáneos de primera línea norteamericanos, tanto en lo que se refiere a su producción como a su calado universal). El de economía produce lágrimas de risa al ver a tanto teórico documentando tremendas formulaciones matemáticas que no explican nada, y predicen aún menos. Ahora le toca su turno al Nobel de la Paz.

Que reconocidos asesinos, como Menahem Begin, recibieran su diploma años ha, era ya una conspicua declaración de por donde iban los tiros. Algo así como darle el premio a ETA por dejar de matar inocentes. Ahora, con no menor desfachatez, pero bastante más hipocresía, se lo conceden a la Unión Europea. Y los presidentes europeos deben estar mojándose los calzones de tanto carcajearse. Porque hay que ser hipócrita, falaz y oportunista para conceder a la Unión Europea semejante galardón.

Vaya por delante que la premisa inicial, la de que la Unión ha garantizado la paz y estabilidad en un continente azotado por dos guerras mundiales, es una doble mentira. En primer lugar, porque la paz que ha disfrutado Europa tras el final de la segunda contienda mundial es una pax americana en un doble sentido: económico (por los ríos de dólares USA que se vertieron en el continente para asegurar su crecimiento y estabilidad) y militar (por los cientos de miles de soldados americanos desplegados en bases europeas hasta hace bien poco tiempo). En segundo lugar, porque la Unión Europea existe como tal desde hace muy pocos años, también en doble sentido: literal (porque la unión no se formalizo hasta Maastricht) y metafórico (porque es una unión meramente económica -y aún así incompleta- y porque la unión política es una prolija declaración de intenciones constantemente empañada por la tozudez de la realidad).

Vamos por partes. Durante los cuarenta años posteriores al fin de la guerra mundial, Europa no ha sido más que un peón -puestos a ser benevolentes se le puede elevar a la categoría de alfil- en el tablero de ajedrez de la política mundial en el que jugaban USA y la URSS. La debilidad europea era patente para ambos bandos, que no se cortaron lo más mínimo a la hora de blindarla militarmente a más y mejor gloria de los respectivos complejos militares-industriales. Por supuesto que hubo paz, porque Europa era el colchón interpuesto entre soviéticos y americanos, y a ambos les convenía mantener un nivel de tensión elevado pero sin que llegara la sangre al río. De ahí que no podía hablarse en ningún momento de "esfuerzos europeos por la paz en el continente". Europa estaba mediatizada por su pertenencia a uno de los dos bloques, y punto. Desde la perspectiva económica, a Europa la sostuvo el capital americano en el oeste, y el soviético en el este. Y aún cuando en Europa había algunas naciones con pretensiones de potencias mundiales, no está de más recordar que la Gran Bretaña, para apalizar a los argentinos en las Malvinas, necesitó de un apoyo brutal de su socio norteamericano, sin el cual no habría podido ni siquiera soñar con recuperar las perdidas islas del Atlántico. Así que la fuerza de Europa era más bien menguada, por volver a ser benevolente. Hubo paz, sí,pero fue la paz de los débiles. No la construyó Europa, sino las dos superpotencias mundiales.

Con la ampliación de la CEE a mediados de los ochenta para formar el núcleo "duro" de los doce socios se empieza a vislumbrar una mayor independencia europea respecto al hermano mayor norteamericano, pero aún pasarán unos años hasta que el tratado de Maastricht articule un principio de unión política.  Lástima que su firma en 1992 coincidiera con una de las peores hecatombes europeas del siglo XX, como fue la matanza de los Balcanes, que perduró la minucia de diez años, entre 1991 y 2001, período en el que croatas, serbios, bosnios, macedonios y albaneses se atizaron de lo lindo ante la total impotencia europea.  Y suerte otra vez del amigo americano, que ayudó a poner las cosas en su sitio. Gestiones las hubo, y muchas, pero obviamente, si para pacificar los Balcanes se necesitó una decena de años, es que o bien la fuerza de la Unión Europea en la mesa de negociaciones era bastante inferior a la que se presumía, o bien su capacidad para establecer un marco pacífico era deplorable. Convencido estoy de que fueron ambas cosas. Por cierto, si no recuerdo mal, todavía existen fuerzas de la OTAN en los Balcanes, en misiones de protección y pacificación, veinte años después.

Por cierto también, la intervención en los Balcanes fue una intervención de la OTAN. no de la Unión Europea, y nuevamente capitaneada por los Estados Unidos, así que mal puede atribuirse a la UE importancia capital alguna en la pacificación de la zona, sobre todo si uno acude a las hemerotecas -ni falta que hace- para documentar el grado de desacuerdo en el que se encontraban los mandatarios europeos a la hora de unificar criterios  y aunar esfuerzos que convergieran en alguna postura común fructífera. En definitiva, en los Balcanes la UE hizo un ridículo claramente espantoso, que puso de manifiesto de forma funesta pero meridiana, que la unión política estaba aún muy verde.

Hagamos memoria: el apoyo alemán a los croatas, arrastró al resto de socios a una oposición dramática a Serbia, pero con muchas reticencias y desacuerdo en los modos. El aliado natural de Serbia era Rusia, y no se podía enfurecer a los rusos más de la cuenta. A fin de cuentas, Rusia es un oso, y Europa, una damisela.de la mitología griega. A lo más que llegó la triste UE fue a orquestar una campaña publicitaria francamente buena sobre las atrocidades serbias, escondiendo bajo la alfombra las equivalentes croatas y bosnias, a las que se presentó como víctimas. Como bien dijo Samuel Huntington en su momento, fue un nuevo enfrentamiento entre civilizaciones confluyentes en un pedazo de tierra: la cristiana occidental, la ortodoxa oriental y la musulmana heredera del imperio otomano en Europa. Sin embargo, muchos socios europeos no veían claro lo de apoyar a Croacia simplemente porque pertenecía a la esfera germana; y mucho menos a Bosnia, cuyos aliados naturales eran Turquía e Irán. Eso de tener un estado soberano musulmán en el corazón de Europa nunca acabó de aunar las voluntades. Quede como anécdota que la balanza se inclinó por el decidido apoyo de los Estados Unidos a la causa Bosnia, lo que me sirve para apostar los restos a la carta de que si todo el episodio hubiera sucedido diez años después, tras el colosal atentado de las Torres Gemelas, la actitud yanqui hubiera sido muy diferente.

Pero en resumen, de lo que se trata es de demostrar que los esfuerzos europeos por la paz son difíciles de vislumbrar, más allá de los gestos y la retórica tan queridos en nuestro continente. Las palabras amplias pero huecas con las que regalan sus oídos los gobernantes y funcionarios de esta Unión de la señorita Pepis. Los británicos, más habituados al ejercicio del flemático cinismo que les caracteriza, jamás dijeron esta boca es mía, y han tenido muy claro que lo de Europa como mercado y mercadeo está muy bien, pero que todo lo demás son sandeces, y lo han dejado bien patente en cuanto han tenido ocasión. Entienden que a lo más a lo que puede servir la UE en su vertiente política es para que Alemania y Francia dejen de atizarse en la cresta periódicamente, cosa que está por ver en la medida que el eje franco-alemán se está descentrando peligrosamente debido a la cada vez más descarada voluntad hegemónica de Alemania.

Finalmente han venido unos diez años de tranquilidad política en Europa, con una clara voluntad expansionista y ampliadora del concepto, hasta englobar a prácticamente todos los países del continente. Por concepto me refiero, claro está, a un amplio mercado laboral, social y económico, que refuerza el poderío comercial europeo, pero poca cosa más. En ese sentido, tal vez pueda conciliarse el otorgamiento del nobel de la paz por la vía de que si tienes mucho que perder, es mejor no entrar en conflictos. Y actualmente, Europa tiene mucho que perder si resurgen conflictos que pongan en peligro la paz en el continente. El considerable peso de Europa en la economía mundial se debe a la existencia de un escenario en el que cabe tratarla como a un igual por los demás socios mundiales, y ese escenario proviene claramente de la unión económica de sus países miembros. Mientras exista la conciencia de que por la vía del conflicto se arriesgan más pérdidas que ganancias, Europa será un remanso de paz.

Pero eso se parece mucho a las enseñanzas del catecismo, cuando los curas con sotana nos adoctrinaban sobre la diferencia entre atrición y contrición. La atrición  nos hace huir del pecado por temor al castigo; la contrición nos permite vislumbrar la repulsa natural y auténtica del pecado como mal en si mismo. La Europa de hoy en día es una unión en la atrición, pero no en la contrición. Todos temen el conflicto por sus consecuencias, pero no por lo que significa. Porque el conflicto europeo sigue ahí, y se hace patente en estos tiempo de crisis, cuando las amenazas entre los países integrantes, a cuenta de los dineros que se deben unos a otros, no son siquiera veladas. Son amenazas claras y descaradas: exclusión, expulsión y anatema contra los incumplidores, etcétera. Renacimiento de corrientes aislacionistas, neocolonialistas y xenófobas, etcétera.

Obviamente, el vientre de los conflictos históricos europeos sigue siendo fértil, porque durante todos estos años, la bonanza económica sostenida ha sido fuente de tranquilidad social y política, pero sin resolver las cuestiones de fondo. La principal de ellas, el profundo nacionalismo de todos los gobiernos europeos, por más que lo enmascaren con la bandera azul de la unión y con proclamas masticadas hasta la extenuación. Pero una cosa está muy clara: ni un solo gobernante europeo, y ni uno sólo de sus súbditos (y utilizo toda la intencionalidad del término), prestarán su apoyo a la unión política de Europa si implica una pérdida de poder económico nacional. En ese sentido, la pérdida de soberanía que comporta la unión sólo se admite si se traduce en mejoras económicas de cualquier tipo. En caso contrario, puerta y a otra cosa. La demostración más palmaria la tenemos en España, país cuyo furor europeísta me tenía conmovido a la par que alarmado, conociendo lo reticentes que hemos sido siempre a todo tufo europeo. Resultaba evidente que repentinamente todos nos habíamos vuelto más europeos que nadie, debido al flujo incesante de dinero que nos aportaba Bruselas. Cuando las condiciones han cambiado, los de Bruselas han pasado a ser los enemigos de la patria, y el europeísmo español se ha enfriado de forma más que notable. Es la economía, estúpido, que diría aquél.  

En un juego de suma cero como es el de la economía,  ceder soberanía implica ganancias para unos y pérdidas para otros, no hay otra alternativa. Mientras la economía crece, este hecho se puede enmascarar, pero cuando entra en declive, se hace muy patente. Y como consecuencia resurge el conflicto entre las naciones constituyentes por unos recursos que repentinamente no sólo se han vuelto limitados, sino escasos. Así que otorgar el premio Nobel de la Paz a esta Europa que no ha hecho nada por merecerlo, salvo hablar mucho de ella, puede resultar irónico a las puertas del resurgimiento de serios conflictos nacionales entre sus miembros, que no necesariamente han de pasar por el veredicto de las armas, pero que tampoco dejan muy airoso el concepto de paz europea. Porque las guerras, la violencia y el sometimiento por la fuerza no son únicamente contingencias de carácter militar, también lo son económicas.

O sea que el Nobel de la Paz. Qué risa.

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