lunes, 24 de diciembre de 2012

El contador

Para los no creyentes, la Navidad también tiene un significado. Siguiendo la estela de las tradiciones paganas, esta es la época en la que celebramos el nacimiento anual del sol, y de paso, nuestro renacimiento personal, de carácter marcadamente espiritual. Puestos en salsa, más que el fin de año, que se fija de forma arbitraria y voluble en las diferentes culturas de nuestra maltratada Tierra, nuestro verdadero "año nuevo" comienza cuando el sol despunta el día del solsticio de invierno. Empezamos de nuevo y por ello es buen  momento para recapacitar sobre lo que han sido los trescientos sesenta y cinco días anteriores.

Y quien más, quien menos, ha padecido trescientos sesenta y cinco días de crisis, cada vez más aguda, más sombría y que ha causado más abatimiento y desmoralización. Lo vemos todo negro e imaginamos un futuro desesperanzado, salvo unos cuantos que creen que las crisis son buenas oportunidades para relanzarse, para cambiar el rumbo, para encontrar un nuevo sentido a la vida. Quienes eso nos dicen suelen ser vulgares aprovechados, que han encontrado su filón particular para enriquecerse escribiendo libros perogrullescos, dando conferencias adrenalínicas e inventando cursos de coaching personal que, efectivamente, les sirven a ellos para salir de la crisis económica vaciando la faltriquera de los incautos que buscan soluciones donde no las hay.

La crisis económica es una cosa y poco podemos hacer para superarla, salvo emigrar o empezar a aceptar que desde el punto de vista económico nada volverá a ser como antes. Tal vez lo único positivo sean las conclusiones: no se pude basar la economía de un país en la construcción y el sector servicios. Se necesita una economía productiva, y un sector industrial y de I+D potente. Lo demás es situarse en el furgón de cola. Dicho esto (y se ha repetido hasta la saciedad), no merece la pena insistir más en este juego de redundancias que no nos conduce a ningún lado. Mi intención es otra. Mi intención y mi propuesta.

Llevamos más de quince años por un camino totalmente equivocado, pero no tanto por el modelo económico, sino por cómo nos hemos dejado seducir por una serie de propuestas totalmente huecas y nada enriquecedoras. En el año 1992, teníamos todos mucho menos de lo que disfrutábamos en el 2007, pero en esos quince años no hemos sido ni más felices, ni menos angustiados, ni más completos, ni menos materialistas. Han pasado veinte años desde la ilusión olímpica y no estamos mejor que entonces, y no me refiero a nuestra cuenta corriente, sino a nuestra riqueza interior. Es más, yo invoco mi personal "j'accuse" contra todos y cada uno de nosotros, porque nos hemos empobrecido, nos hemos empequeñecido en los últimos veinte años, a base de paladas y paladas de confort material y de consumismo sin sentido. a todo lo cual hemos llamado cínicamente "bienestar". Como si el bienestar fuera solamente cuestión de dinero y de lo que podemos conseguir con él.

En una afortunadísima expresión, el filósofo Daniel Dennett dice que "si uno se hace lo suficientemente pequeño, lo puede externalizar prácticamente todo". Es decir, que puede atribuir la responsabilidad de todo cuanto le sucede a causas externas, ajenas a su voluntad y al ejercicio de su libre albedrío. Y tiene toda la razón: nos hemos empequeñecido tanto, que ahora no nos consideramos responsables de nada de lo que ha sucedido, y buscamos culpables en todas las esferas menos en la nuestra. Pero negamos así la existencia de un problema fundamental, que consiste en que hemos renegado del ejercicio responsable de nuestra libertad durante quince años. Una responsabilidad que nos exigía a todos no alimentar más el carro de la especulación, del enriquecimiento a cualquier precio, y del relumbrón social por encima de cualquier otra consideración.

Los de la calle poco podíamos hacer en el terreno económico y político, es cierto, y en ese sentido son los principales estamentos del país los responsables de lo que le ha sucedido a esta triste Hispania. Pero a nivel personal siempre hemos tenido una responsabilidad enorme para con nosotros mismos, y para con nuestros círculos próximos. Y en general, debo decir que todos hemos externalizado, hemos delegado nuestra responsabilidad como personas, en circulos cada vez más amplios y alejados de nosotros, hasta que nos hemos vuelto insensibles a eso tan importante como es el reconocimiento de nuestro papel en la vida y de lo que merece realmente la pena.

Mucho circulan por internet esas presentaciones en las que comparan cómo éramos hace años y como somos ahora. Al margen del edulcoramiento del pasado que contienen, es radicalmente cierto que vivíamos como mínimo igual de felices (o infelices) con mucho menos. Hace veinte años, no teníamos móviles ni viajes low cost a cualquier parte del mundo, ni televisores de plasma, ni casas unifamiliares con jardín y piscina, ni coches alemanes en el garaje (si es que teníamos garaje), ni decenas y decenas de artilugios y complementos en los que hemos cifrado nuestro grado de bienestar, omitiendo que el bienestar es fenómeno psicológico, espiritual si acaso, pero que no depende en absoluto del confort material que nos pueda ofrecer la hasta hace poco opulenta sociedad occidental.

Es curioso, porque ese fenómeno de la insatisfacción permanente, de la frustración perpetua de las sociedades opulentas ya lo conocíamos a través de la evolución de la sociedad norteamericana, que es de las más neuróticas e insatisfechas de los tiempos modernos. Ellos inventaron la tarjeta de crédito y el endeudamiento permanente, así como el ejercicio constante de la vida como una competición consumista y acaparadora de bienes y servicios, donde el prestigio social es la medida de todas las cosas. O sea, que lo podíamos haber evitado perfectamente, pero no quisimos. Optamos por el envilecimiento facilón y que además, situaba muy claramente nuestras coordenadas vitales en el triunfo material, un espejismo barato que nos encandiló como a bebés de pecho.

Y llegó la crisis, el llanto y el crujir de dientes bíblico, las deudas enormes, el desempleo, el crunch del crédito, el estallido de la burbuja y todo lo demás, y se llevó toda aquella opulencia. Y nosotros, lacrimosos, a añorar el pasado, cuando éramos ricos. Y me pregunto ¿ricos para qué?. Yo no deseo para mi, pero mucho menos para la generación que me sigue, un pasado como el que media entre los juegos olímpicos y este 2012, sea cual sea el color político que nos gobierne en el futuro. Quiero otra cosa muy distinta, que no se mida en dinero. No necesito viajes a la Polinesia, ni coches de marca, ni cenar en restaurantes michelín, ni pasar cada fin de semana en un hotelito con encanto. No necesito mimetizarme con la masa de occidentales idiotizados por una visión del mundo que en última instancia no produce ningún sentimiento enriquecedor.

Porque entre el bienestar y la plenitud, escojo la plenitud, porque sólo ésta última depende de mi mismo y de lo que yo haga con mi vida. Y entre el progreso material y la evolución, también me quedo con la evolución, porque sólo ésta implica crecimiento personal. Porque yo no quiero hacerme cada vez más pequeño en una sociedad de irresponsables que lo externalizan todo, sino que quiero crecer y abarcar todo lo que pueda abarcar responsablemente hasta donde lleguen mi esfuerzo y mi voluntad. Y para todo ello viene muy bien la crisis, porque lo relativiza todo, porque da perspectiva a lo que tiene valor real, porque nos dice donde está lo que suma en nuestras vidas. Y todo lo que hemos tenido en los últimos quince  veinte años ha sumado bien poco.

Nos han puesto el contador a cero. Es el contador de la economía, pero no iría mal que aprendiéramos la lección fundamental: pongamos a cero también el contador de nuestras vidas y nuestras aspiraciones. Y en el peor de los casos, si somos incapaces, pongamos el contador en 1992 y deshagamos el camino interior que hemos recorrido, equivocadamente, en estos últimos veinte años. Es lo mejor que nos puede ofrecer la crisis.

Y será la mejor manera de afrontar los próximos veinte años.




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