martes, 27 de noviembre de 2012

El enemigo interior


Esta semana todo el mundo habla de política, por el resultado de las elecciones catalanas. Se han dicho muchas estupideces al respecto, unas bienintencionadas y más bien fundamentadas en los deseos de cada cual que en la realidad objetiva. Lo que se da en llamar el sesgo del observador. Otras, con considerable mala baba y peor fundamento, pero no por ello menos habituales en la escena política.

Por eso hoy no voy a escribir de política, sino de la irracionalidad que tiñe nuestras decisiones, para poner de manifiesto hasta qué punto el enemigo interior, como lo denomina Stuart Sutherland en su excelente libro homónimo, nos domina continuamente en nuestra toma de decisiones. Somos mucho más irracionales de lo que nos pensamos, sobre todo cuando elegimos de forma intuitiva, emocional o visceral. Que es precisamente lo que nos suele suceder cuando hacemos elecciones políticas.

No es sólo una cuestión de cultura, ni de conocimiento general o específico de las ideologías y programas de los partidos que se presentan a las elecciones. Cualquier graduado en ciencias políticas puede cometer los mismos errores irracionales que el fontanero de la esquina, cuya formación al respecto se limita a las tonterías con las que al respecto le atiborran los medios de comunicación. La irracionalidad –el enemigo interior- no conoce ni de clases sociales ni de niveles culturales, y afecta por igual a todos los seres humanos de todas las condiciones. Es parte consustancial de nosotros, del funcionamiento de nuestra mente y nos acompaña siempre.

El caso de las elecciones catalanas es un buen ejemplo, vista la fragmentación del voto entre diversas formaciones. Me voy a centrar en ellas, porque me permite poner en negro sobre blanco muchas de las opciones irracionales que he podido observar en estos días trepidantes. Existen muchos motivos racionales para votar a tal o cual partido, pero hay algunos claramente irracionales, como los que expongo a  continuación.

En primer lugar, es habitual castigar duramente al partido gobernante en tiempos de crisis. El desencanto por la adopción de medidas impopulares se traduce sistemáticamente en un descenso considerable de votos al partido gobernante. Es la erosión del poder en su grado máximo. Sin embargo, es irracional castigar al partido gobernante cuando cualquier recambio no tendría mayor margen de maniobra. En una situación de falta real de soberanía, como en Cataluña, cualquier partido en el poder se encontraría en la misma tesitura, porque las decisiones trascendentes no se toman aquí, ni en Madrid, sino mucho más lejos. En este momento de crisis nos toca ser europeos por narices: cedimos parte de la soberanía en 1986 y ahora queremos recuperarla, pero no es posible. En este sentido, es normal que ningún partido quiera formar un gobierno de coalición con CiU porque el desgaste está garantizado. Así que castigar a CiU no es más que una forma legítima pero irracional de manifestar rabia y descontento.

En segundo lugar, es irracional votar en unas elecciones regionales (permítaseme el concepto sin ánimo de minusvalorar la autonomía de Cataluña) a partidos centralistas. Uno puede ser muy españolista, e incluso muy anticatalanista, pero es harto demostrable que tanto PP como PSOE siempre han tenido menos ministros de Cataluña que de otras regiones en sus gobiernos, y ya llevan unos cuantos. Y como funcionario público de largo recorrido profesional puedo asegurar que de ministros hacia abajo, el déficit de cargos políticos de origen catalán es escandaloso durante toda la andadura de la democracia. Si alguien duda de ello, puede consultarlo fácilmente, los datos están ahí. Esto se ha traducido durante toda la etapa democrática de España en una menor influencia de Cataluña en la toma de decisiones políticas de lo que le corresponde por su peso específico en el conjunto del estado. Y de ahí, en gran medida, el déficit fiscal, de inversiones y de infraestructuras, comparativamente hablando. Ese déficit afecta a todos los ciudadanos residentes, incluso a los que potencialmente me odien por llamarme Jordi. Sus decisiones son irracionales, porque les restan peso frente al resto de España.

Es legítimo, pero irracional, votar a Ciutadans porque se quiere ser antinacionalista. Por más que Francesc de Carreras –padrino político de Albert Rivera- y otros muchos ilustres intelectuales abominen del mal del nacionalismo, no podemos olvidar que todos los estados modernos son fruto de fuertes corrientes nacionalistas cuyo flujo no ha aminorado con los años. Considerar trasnochado el nacionalismo estaría bien si esa fuera la corriente general del mundo occidental, pero mucho me temo que la cosa va en dirección contraria. Gran Bretaña sigue siendo tan nacionalista y euroescéptica como siempre. Tres cuartos de lo mismo ocurre con Francia. Y no digamos el rebrotar del nacionalismo alemán, claramente teñido de voluntad hegemónica en la UE. Así que deslegitimar el nacionalismo catalán por la vía de considerarlo absurdo y trasnochado resulta cuando menos irracional, a la vista de que Europa sólo ha podido construirse en lo económico, y aún así con considerables tensiones nacionales –véase la enorme trifulca a cuenta de los presupuestos comunitarios del 2013- y sigue siendo una quimera totalmente irrealizable la existencia de unos Estados Unidos de Europa. Lo saben ellos y lo sabemos todos, así que la pretensión de que sólo unos pocos renuncien a su nacionalismo en beneficio de otros que no renuncian al suyo es claramente irracional. La oposición racional al nacionalismo no es el españolismo, sino el internacionalismo. Me pregunto si el mismo entusiasmo de Ciutadans por proclamarse antinacionalistas en Cataluña se mantendría en el supuesto de que España tuviera que renunciar a su propia Constitución en aras de una supraconstitución europea que transformara la Europa de los estados en la Europa de las regiones, con la consiguiente pérdida de poder por parte de los estados centrales. A lo mejor sí, pero en todo caso recomiendo a todos los que creen que el nacionalismo es una estupidez trasnochada que se lean a Samuel Huntington, y especialmente, su Choque de Civilizaciones, que da unas cuantas claves muy vigentes al respecto, por más que se publicó hace ya cosa de tres lustros.

Es irracional votar a CiU por creer que  así se refuerza la opción soberanista. Nada más lejos de la verdad: ni por origen, ni por tradición, ni por sus bases actuales puede decirse que CiU sea una formación auténticamente soberanista. Históricamente, CiU ha ocupado el nicho del catalanismo de centro derecha, es decir, muy nacionalista en conceptos como la cultura y la lengua, pero mucho más tibio en la cuestión económica, que es la que de hecho define la auténtica independencia. Y eso es así porque el sustento económico del catalanismo político se vertebra bajo el imperio de entidades de peso y renombre que no tienen nada de independentistas. Igual que sucede con el PNV. Si alguien me pregunta con perplejidad porqué en estas elecciones CiU ha apostado por la soberanía, muy gustoso se lo explicaré en otro momento.

Por la misma razón es irracional votar a ERC en la convicción de que este modo apoye a CiU a conseguir la hegemonía nacionalista. ERC lleva muchos años de partido bisagra entre sus aspiraciones nacionalistas y su vocación de izquierdas. Hace años cometió un error estratégico, aliándose con un PSC cuyo único dique de contención españolista era Maragall. Desaparecido éste de la arena política, a ERC se le cayó la C por un plato de lentejas. Ahora son muy conscientes de que se les puede caer la E si se alían con CiU. La contradicción de Esquerra es que con sus siglas y significado, un partido de izquierdas y nacionalista sólo puede tener voluntad hegemónica. Muy hegemónica. No puede ser consorte ni comparsa de nadie. El votante de ERC debe ser consciente de que el nacionalismo en Cataluña, como en España, es más patrimonio de la derecha que de la izquierda. El internacionalismo, que deviene de los orígenes fundacionales del socialismo, sigue teniendo mucho peso en las formaciones de izquierdas. Eso socava la estabilidad de cualquier alianza con CiU.

Siguiendo con los independentistas, es irracional votar a CUP pensando que se consolidará en un proyecto político a largo plazo. Por su origen y funcionamiento asambleario no reúne los requisitos para convertirse en un partido político al uso, sino más bien en una especie de plataforma política que movilice socialmente a los sectores más independentistas de izquierdas hacia un partido con vocación hegemónica. La CUP debería ser el vivero del independentismo que luego se habrá de canalizar a través de otro partido mucho más poderoso, salvo que aspire a un erigirse en dueña de un espacio marginal, como  Ciutadans, por mucho que en esta ocasión haya triplicado sus escaños.

Es irracional votar a Iniciativa en la convicción de que representan un verdadero poder en cuanto a una política de una izquierda ecológica, en contraposición a la imagen tradicional de la izquierda industrial y obrera. La virtud y el mayor problema de todos los ecopartidos es que sus tesis se van incorporando paulatinamente a los programas de las demás formaciones políticas, lo cual les va vaciando de contenido propio y les obliga a radicalizar sus posturas hasta convertirlos en extremistas medioambientales y sociales. Son formaciones que actúan como fábricas de ideas políticas que otros harán suyas en el futuro. De ahí su virtud, pero también su debilidad, pues como todos los pioneros, abren caminos que otros trillarán más y mejor.

Pero en definitiva, lo más irracional de todo cuanto está sucediendo se encuentra en la múltiple adscripción que representan izquierda, derecha, Cataluña y España para los partidos y el electorado. La fragmentación del espacio electoral catalán proviene de intentar esa extraña cuadratura del círculo. De esas cuatro opciones básicas en la política catalana sólo pueden salir soluciones fragmentarias y parciales, que en el futuro no tendrán la mayoría suficiente para tirar adelante sus proyectos en solitario. La única opción racional es la transversalidad.

Algo que intentó en su etapa fundacional Ciutadans: alinear un eje españolista pero indiferente a los conceptos tradicionales de izquierda y derecha. La idea era buena, pero se torció hace unos años, cuando el partido se redefinió como de centro-izquierda, para disgusto de un buen número de militantes que se dieron de baja.  Algo que no se ha intentado en el otro eje posible: el del nacionalismo. Un partido transversal nacionalista que no se defina de derechas ni de izquierdas, y cuyo único objetivo sea conseguir la independencia real (no la pantomima de CiU) y después disolverse para dar paso a los tradicionales partidos de izquierdas y derechas ya en un campo de juego exclusivamente catalán. Si se prefiere podemos usar otro símil que aprendimos todos en la escuela: en un sistema de dos ecuaciones con dos variables independientes, se trata de despejar primero una de las incógnitas y solucionar después la otra. Las dos no se pueden resolver simultáneamente.

Porque el tablero de juego catalán es un ajedrez de cuatro esquinas. O sea, un lío en el que todos se debilitan mutuamente y en el que nadie destapa sus cartas con claridad por temor a perder el reducido espacio político que ocupan. Ante la cuestión de ser catalanista o españolista, o ser de derechas y de izquierdas, la opción racional para los soberanistas sería aparcar uno de los dos ejes y centrarse sólo en uno de ellos, aglutinar el máximo de fuerza posible y derrotar de forma clara al contrario. Y el único eje que puede aparcarse es el de la tradicional distinción entre derecha e izquierda. Lo que habría que debatir es si existe en Cataluña la menor posibilidad de que las fuerzas nacionalistas se alíen para construir el frente catalán que podría darles la independencia.

Por supuesto que, siendo la única decisión totalmente racional que podrían adoptar, resulta altamente improbable en el escenario político de Catalunya. Seny sí, pero no tanto.

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