martes, 30 de octubre de 2012

Darwinismo y política


No digo nada nuevo si, tomando una idea de Ortega y Gasset, afirmo que identificarse políticamente como de izquierdas o de derechas constituye una minusvalía intelectual de más calado que lo que a primera vista pueda parecer. En primer lugar, porque la adscripción a una causa política entendida como bloque ideológico no es más que una simplificación reduccionista de la complejidad de la vida social, política y económica de una nación. En segundo lugar, porque sumarse a idearios políticos sin siquiera cuestionarlos es un serio atentado contra el propio pensamiento crítico individual.

Uno de los males de la partitocracia consiste en esa pretendida disyuntiva de que se debe estar a favor de un conjunto de ideas con  exclusión de las otras, lo que favorece la formación de bloques compactos que hacen de la rivalidad política un absoluto, llegando hasta al punto de renegar de  principios de acción totalmente sensatos por la mera circunstancia de constar en el ideario de una formación ajena. Se cimenta así un sistema político más bien basado en la exclusión que en la integración, arrastrando al cuerpo social a una oposición forzada entre posturas irreconciliables que la ciudadanía debe asumir forzosamente, para lo cual la maquinaria mediática que engrasa los engranajes políticos debe, a su vez, violentar los más elementales principios de la objetividad para servir al interés partidista, en una espiral creciente de titulares insensatos y de opiniones radicalizadas que tienen como objetivo polarizar al electorado en un sentido u otro. Lo cual siempre acaba siendo un conjunto desastroso de falsedades en el plano programático, con un resultado aún peor en la puesta en práctica del ideario.

Las democracias occidentales inventaron el término “centrismo” para tratar de aglutinar bajo unas siglas concretas una corriente política que pretende aunar lo mejor de las ideas de la derecha y de la izquierda, y siempre desde un tono conciliador y sosegado. Sin embargo, el centrismo es una quimera en el sentido más estrictamente biológico del término. Una quimera es un organismo que por un accidente embrionario, contiene dos informaciones genéticas diferentes en un mismo cuerpo, pero que siempre se mantienen separadas. Los partidos centristas carecen de una verdadera ideología, ya que picotean entre las ideas conservadoras y progresistas para construir un programa “ad hoc” que les favorezca electoralmente. En ese sentido, son un artificio político que casi nunca consigue mayorías parlamentarias, sino que se deben limitar a ejercer –con notable influencia, no obstante- un papel de formación “bisagra”, pero siempre subordinada en última instancia a la ganadora de las elecciones. A medio término, las tensiones generadas por la propia constitución quimérica de los partidos centristas acaban bien arrastrándolos a un proceso de fagocitosis por parte de la formación mayoritaria, bien a una implosión debida a las propias contradicciones internas, las más de las veces debidas a lo heterogéneo de la procedencia ideológica de sus miembros. Así que los partidos de centro no representan una genuina síntesis transversal de ideas, sino un “corta y pega”  transitorio de intereses incluso contrapuestos.

El problema de los partidos políticos actuales es que no asumen su condición fundamental: no se trata de que sean conservadores o progresistas; ni religiosos o laicos; ni que propugnen economías de mercado o planificadas, ni que sean socialmente individualistas o colectivistas. Se trata de algo más sutil pero no menos evidente a mi modo de ver. Resumiendo, la derecha es darwinista social; la izquierda tiene un trasfondo claramente antidarwinista. Las dos posturas son equivocadas de raíz, por lo que su antagonismo es banal.

La derecha basa su concepto de la sociedad en la libertad absoluta del individuo y del mercado con una mínima intervención estatal, salvo para preservar la integridad del sistema de selección social. De este modo se liberan así en el seno de la sociedad los principios darwinistas de la selección natural. Esa selección favorecerá al más fuerte, al más resistente, al mejor adaptado. Donde la selección no actúe con el debido rigor, las leyes y la estructura policial-judicial asegurarán el mantenimiento de la dinámica preestablecida de antemano, corrigiendo las posibles desviaciones. Se configura así a la derecha como un conjunto de idearios políticos que destacan por su cinismo y brutalidad, emulando en gran medida a la naturaleza. La solidaridad con los débiles y desfavorecidos no es cosa del cuerpo social, sino de la iniciativa individual, entendida más bien como una forma de compasión  en buena parte teñida de religiosa caridad. Por eso, en las sociedades más duramente competitivas y derechistas existe el mayor número de filántropos: donde el estado deja de actuar, lo hace el individuo poderoso a su mayor gloria y beneficio (fscal).

Por el contrario, las ideologías izquierdistas son ferozmente antidarwinistas: ponen el acento en la responsabilidad social en su conjunto, y tratan de limitar los daños a los débiles y desfavorecidos mediante una importante intervención estatal, que actúa como moderadora de las desigualdades. Sin embargo, a diferencia de la derecha, la izquierda suele pecar de hipocresía y de pusilanimidad: su intención de ayudar a los desfavorecidos es casi siempre a costa de las clases medias, pues sienten un temor reverencial ante la posibilidad de irritar a las clases realmente acomodadas, mientras que por otra parte, la seducción del poder hace instalarse a sus dirigentes en una dinámica en la que el discurso oficial va por un lado, las actitudes personales por el lado opuesto, mientras que  las acciones de gobierno se caracterizan por decisiones de relumbrón pero de escasa eficacia real.

Este es el motivo por el que se ha venido afirmando que históricamente la derecha ha gestionado bien la economía (campo de batalla darwinista por excelencia) y la izquierda ha sido la gestora de los asuntos sociales (área donde se puede experimentar sin excesivos peajes el antidarwinismo social). Aunque visto lo visto en los últimos años, dichas afirmaciones son más que cuestionables, sobre todo cuando los partidos gobernantes se dedican a la ingeniería genética -socioeconómica- y las sale un engendro de churras con merinas.

El darwinismo social, no corregido por una enérgica actuación estatal, tiene una deriva notablemente autoritaria, y esconde el germen de la revuelta social. La derecha haría bien en recordar que en un campo auténticamente determinado por la selección natural, muchos de los miembros de la clase dirigente perecerían en poco tiempo, tanto en sentido figurado (político-económico), como real. En un escenario darwinista, se impone la violencia social como modo de alcanzar el poder, y no es la riqueza, sino la fuerza bruta, la determinante de quien detenta el poder, como ocurre en amplias áreas de México, por ejemplo.

Por su parte, los izquierdistas antidarwinistas deberían tener presente que el papel del estado como agente corrector de las desigualdades debe ser cuidadosamente auditado y puesto al día, para evitar el crecimiento descontrolado de formas sociales parasitarias que simplemente viven de los recursos puestos a su disposición sin aportar nada a la comunidad que los hospeda. En un escenario completamente antidarwinista, no es la capacidad personal de los individuos la medida del mérito, sino la capacidad de enquistarse dentro del sistema de protección social y medrar allí indefinidamente, desviando recursos globales hacia pozos sin fondo de presunta solidaridad, y privando al conjunto del sistema de mucho de su combustible, y sobre todo de dinamismo e iniciativa. Algo que ya vieron en Suecia hace unos cuantos años, por poner otro ejemplo.

El peor escenario posible se da cuando se alternan gobiernos de derechas y de izquierdas. Los primeros aplican políticas darwinistas que generan unas enormes disparidades de riqueza entre la masa social. Los segundos no sólo no corrigen esas disparidades lo suficiente, sino que –merced a su teórico antidarwinismo social- permiten el crecimiento descontrolado de elementos que subsisten a base de ayudas y subvenciones injustificadas, además de los que directamente infectan el aparato político y administrativo de la nación, y que de forma claramente viral, saturan el gasto del presupuesto público en beneficio propio y exclusivo, hasta hacerlo inviable. Una alternancia suficiente de gobiernos de derechas e izquierdas se traducirá, indefectiblemente, en un estado catastrófico  donde las diferencias sociales serán abrumadoras, el parasitismo socioeconómico se convertirá en endémico, y el cuerpo legislativo en un inmenso lodazal de reglamentaciones inútiles –y en muchas ocasiones contraproducentes para el conjunto de la sociedad- que todos se esfuerzorán denodadamente en incumplir.

Así pues, parece que cualquier sociedad avanzada y civilizada debería eludir el conflicto darwinista entre izquierda y derecha teniendo muy presente que los humanos, por el mero hecho de serlo, no podemos someter a nuestros semejantes a la selección pura: hace siglos que la selección natural no actúa en nuestra especie, porque hemos evolucionado para cooperar y ayudarnos mutuamente. Nuestra supervivencia  global está condicionada por nuestra inteligencia y el modo como la usemos; en nosotros no actúan las fuerzas brutas de la naturaleza, al menos en la mayor parte de Occidente. Pero tampoco podemos olvidar que una sociedad sana exige un cierto grado de competición y de selección: la igualdad lo debe ser sólo en las oportunidades; luego los méritos individuales deben decidir el destino de cada persona y su ubicación en el nicho social. El estado debe corregir la tendencia a la desigualdad, pero no a costa de complicar su propia subsistencia futura mediante acciones que permitan o favorezcan el crecimiento de sectores totalmente improductivos.

Izquierda y derecha deben modificar los elementos ideológicos que priman o debilitan en exceso el darwinismo en nuestra sociedad. La supresión de estos ingredientes es un imperativo para que la acción política posterior se pueda centrar en las cambiantes estructuras de la sociedad actual y dar respuestas sensatas, razonables y coherentes a los problemas de nuestro tiempo.

Y tal vez así veamos el nacimiento de una auténtica transversalidad política.

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