martes, 23 de octubre de 2012

Brazofuerte



El caso Lance Armstrong requiere alguna adición final, un epílogo que ningún estamento relacionado con la política deportiva va a querer poner como colofón al grueso historial del dopaje deportivo, en el que Armstrong -como anteriormente Ben Johnson- va a quedar como ejemplo de delincuente aborrecible que debe ser proscrito para ejemplo de futuras generaciones de deportistas sanos e incorruptos.

Es clara la analogía en la que se presentan como éxitos los decomisos de determinadas partidas de estupefacientes, cuando es de todos sabido que las mismas organizaciones encargadas de su tráfico y distribución facilitan la aprensión de alijos de forma muy controlada para reducir así la presión sobre las auténticas rutas y métodos de distribución, y así justificar las ingentes cantidades de dinero invertidas en las decenas de agencias y miles de agentes dedicados a la lucha antidroga, y de paso, justificar también las abultadas nóminas de muchos funcionarios de élite que dedican sus vidas a la quimera de la persecución policial del tráfico de estupefacientes, bajo la sospechosa coartada del imperativo moral de combatir el consumo de esas sustancias (mientras se sigue permitiendo la venta y distribución de alcohol sin ningún tipo de restricción). Un imperativo que tiene  mucho de cultural (véase el caso de tolerancia inversa en los países musulmanes) y  casi todo de hipócrita, porque se trata de una imposición esencialmente fundamentalista y religiosa, que causa mucho más dolor que la aplicación racional del principio de que el ser humano se ha drogado desde la noche de los tiempos por un sinfín de motivos –incluidos los religiosos y rituales-, y que por tanto, sería mejor legalizar el comercio de estupefacientes , para liquidar así las organizaciones mafiosas que se dedican a su tráfico, y aflorar de paso los miles de millones de dólares que pululan por el mercado negro gracias al despropósito de la prohibición, como bien aprendieron los policías estadounidenses que vieron como todos sus esfuerzos durante la Ley Seca no sirvieron de nada. Un bonito ejemplo de cómo se tiraron recursos públicos a la cloaca y de cómo se utilizaron millones de horas de trabajo en unos fuegos de artificio carísimos en detrimento de otras partidas mucho más importantes.

Como en muchas otras ocasiones, me ha salido un preámbulo extenso en demasía, pero viene todo esto a cuento del dopaje deportivo, que no es sino otra forma de consumo de estupefacientes que ha generado, como en el caso anterior, su propio cuento de policías y ladrones, en el que el convencimiento general es que los policías van siempre por detrás de los delincuentes porque no puede ser de otra manera.

Se perpetúa así una puesta en escena en la que el triunfo de hoy señala el punto de partida de las derrotas de los próximos años. Y es así porque el pretendido éxito de las agencias antidopaje de cualquier color y pelaje (discúlpenme el pareado) demuestra que han ido cosa de 12 años por detrás de las técnicas de enmascaramiento de las sustancias prohibidas. ¿Alguien puede dudar de que en este preciso instante existen nuevas metodologías de doping que ya se están usando y que  resultan indetectables para los medios actuales? ¿Y que sólo en los próximos lustros se conocerán nuevos y más espectaculares casos de dopaje hasta hoy desconocidos?

Tal como yo lo veo, la carrera armamentística –porque de eso se trata en el fondo- entre los fabricantes de sustancias que incrementan el rendimiento deportivo o que enmascaran el uso de compuestos dopantes, y los métodos de detección es siempre una carrera asimétrica, por los siguientes motivos:

Primero, el negocio del deporte profesional es un negocio enorme, no sólo derivado de los patrocinios, derechos de imagen, cánones televisivos y un largo etcétera, sino también de los beneficios extraordinarios que se derivan de las apuestas deportivas de toda índole. Los recursos económicos en juego son literalmente fabulosos y por ello merece la pena arriesgar en el mercado de sustancias dopantes y de las técnicas para enmascararlas porque la profesionalización general del deporte a escala mundial genera una base de consumidores potenciales amplísima, igual que sucede con el tráfico de drogas.

Segundo, la motivación para dopar a los deportistas es mucho mayor que la requerida para combatir el dopaje, por la misma razón de índole económica que hace que estén mucho más motivados los clanes de la droga que los policías que los persiguen. Además, en el caso de deporte, la proyección pública y mediática de los éxitos deportivos es un incentivo añadido al aumento artificial del rendimiento deportivo, tanto para los deportistas como para los propietarios de los equipos, directivos y patrocinadores, mientas que por el contrario, los luchadores contra el fraude carecen de todo reconocimiento y trabajan en el más absoluto anonimato. Otra consecuencia de este fenómeno es que se trata de una situación en la que resulta muy fácil la corrupción de los estamentos encargados del control deportivo (como parece deducirse del propio caso Armstrong, en el que se hizo la vista gorda a bastantes irregularidades y anomalías durante todos estos años)

Tercero, resulta más sencillo, barato y rápido diseñar nuevos productos dopantes, y las técnicas para enmascararlos, que crear los métodos de análisis y control para reconocer su presencia en el organismo. Incluso en el supuesto de que así no fuera, siempre existirá una ventana temporal desde la creación de la nueva técnica dopante y la posibilidad de detección de la misma. Una ventana que se puede estimar en unos pocos años, durante los cuales los deportistas podrán hacer trampas casi sin riesgo de ser castigados por ello. Como siempre, la analogía está en que es más fácil, más rápido y más barato diseñar armas nuevas que sistemas para protegernos de ellas.

Cuarto, el dopaje irá a más con el transcurso de los años, pues al haber convertido el deporte profesional en un circo mediático, el propio sistema requiere de gestas cada vez más espectaculares, y a medida que nos acercamos a los límites incuestionables del rendimiento humano (limitado por su propia estructura corporal y las leyes de la física), se hace preciso forzar la maquinaria deportiva hasta lo inimaginable, so pena de pérdida  de interés por parte de los espectadores. Algo que vemos cada ocasión que tenemos algún evento mundial de atletismo o natación, en la que lo más palpable es la decepción general por no  conseguir récords que superen las marcas anteriores. Hay marcas en atletismo que llevan decenios sin ser batidas, y eso se hace patente en una falta de expectación por dicha disciplina, en el convencimiento de que se trata de récords insuperables.

Pero es que además, existe una cuestión casi filosófica, que nadie parece tener el mínimo interés en desvelar. Está claro que la lucha antidopaje se centra en el consumo de sustancias  contenidas en una extensa lista actualizada periódicamente por las agencias correspondientes, de las que se castiga su ingesta con el fin de incrementar el rendimiento deportivo. Ahora bien, si se usan sustancias o técnicas placebo, pero que tienen un efecto similar en el incremento del rendimiento personal ¿no se trata también de dopaje? Es conocido el caso de humanos normales y corrientes que en situaciones de riesgo extremo son capaces de liberar una fuerza descomunal, una increíble velocidad o una resistencia al sufrimiento y al dolor fuera de lo común. También es conocida la capacidad del organismo de generar endorfinas con un entrenamiento adecuado, que permitan superar las fases críticas de sufrimiento en determinadas pruebas deportivas que requieren una gran dosis de resistencia. La cuestión es si eso no es dopaje en un sentido literal del término, del mismo modo que se dopaban las deportistas de la extinta Alemania del Este por la vía mucho más sencilla de quedarse embarazadas en el momento adecuado de su progresión atlética, sin necesidad de ingesta de sustancias que incrementasen su rendimiento físico.

Incluso podemos ir más allá. Si mediante ingeniería genética se creara una estirpe humana capaz de determinadas proezas deportivas (pequeñas mutaciones que dieran lugar a mayor elasticidad, incremento de la masa muscular, mayor velocidad de respuesta o mayor flotabilidad, entre otras muchas cosas que se me ocurren), ¿cómo se podrá distinguir dicha estirpe de otra que haya mutado por causas naturales? ¿de qué manera se podrá acusar de dopaje a los atletas mutados? A fin de cuentas, hoy en día, y sin necesidad de recurrir a la ciencia ficción, está claro que las pruebas de resistencia son patrimonio de atletas kenianos, tanzanos y etíopes; mientras que las de velocidad pura han acabado por excluir a la raza blanca de las finales olímpicas, y todo ello es debido, sin ningún género de dudas, a diferencias genéticas naturales pero que bien podrían ser conseguidas artificialmente en el futuro.

De modo que la lucha antidopaje se está manifestando como una torpe estrategia en la que los denodados esfuerzos que se hacen a fin de preservar el presunto juego limpio y la pureza del espíritu deportivo resultan ridículos, teniendo en cuenta que la total profesionalización del deporte acabó hace tiempo con ese cuento para infantes, y con la imagen del deportista ejemplar para los niños, el “modelo a seguir”. Esa idea es de una futilidad aplastante, porque en primer lugar, nuestra infancia adora el éxito, la fama y la riqueza de los deportistas, y le trae sin cuidado su pureza sanguínea. Y en segundo lugar, porque del mismo modo que los niños deben aprender más pronto o más tarde que los cuentos de hadas son fantasías, también deben aprender que el deporte es ante todo un gran negocio, y no un modelo de formación humana en el que deban creer. Y mucho menos seguir sus cauces.

Una cosa es la salud, y otra es el deporte profesional, y se puede afirmar rotundamente que ambas cosas son directamente oponibles. Una cosa es el ideal de mens sana in corpore sano, y otra el deportista hiperdesarrollado e hiperendiosado, y también ambas cosas son directamente oponibles. Una cosa es el ideal de sana competición citius, altius, fortius, y otra muy distinta pagar y cobrar millonadas por rebajar una marca una centésima de segundo, y por supuesto que también son cosas directamente oponibles.

Una cosa es el deporte y otra cosa distinta es el circo. Los estamentos deportivos tienen actualmente en marcha un circo multimillonario, y harían bien en centrarse en eso exclusivamente, y dejar los presuntos “valores” del deporte a la gente corriente que va a jugar unos partidos el fin de semana con los amigos. Panem et circenses (hoy se me prodigan los latinajos) y déjense de monsergas con la ejemplaridad del caso Armstrong y otros que le van a seguir. Porque por mucho que pretendan limpiar la imagen del deporte, montañas de dinero la ensuciaron hace ya mucho tiempo.

Los artistas circenses hacen proezas también increíbles, y dudo que los miembros del Circ du Soleil tengan que ir a cuestas con una muestra de orina una vez acabada la función. Así que déjenlos que se dopen, por el  bien del circo deportivo y de sus patrocinadores. Y no nos vengan con farsas moralizantes.

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