El caso Lance Armstrong requiere
alguna adición final, un epílogo que ningún estamento relacionado con la
política deportiva va a querer poner como colofón al grueso historial del
dopaje deportivo, en el que Armstrong -como anteriormente Ben Johnson- va a
quedar como ejemplo de delincuente aborrecible que debe ser proscrito para
ejemplo de futuras generaciones de deportistas sanos e incorruptos.
Es clara la analogía en la que se
presentan como éxitos los decomisos de determinadas partidas de estupefacientes,
cuando es de todos sabido que las mismas organizaciones encargadas de su
tráfico y distribución facilitan la aprensión de alijos de forma muy controlada
para reducir así la presión sobre las auténticas rutas y métodos de
distribución, y así justificar las ingentes cantidades de dinero invertidas en
las decenas de agencias y miles de agentes dedicados a la lucha antidroga, y de
paso, justificar también las abultadas nóminas de muchos funcionarios de élite
que dedican sus vidas a la quimera de la persecución policial del tráfico de
estupefacientes, bajo la sospechosa coartada del imperativo moral de combatir
el consumo de esas sustancias (mientras se sigue permitiendo la venta y
distribución de alcohol sin ningún tipo de restricción). Un imperativo que tiene mucho de cultural (véase el caso de
tolerancia inversa en los países musulmanes) y
casi todo de hipócrita, porque se trata de una imposición esencialmente
fundamentalista y religiosa, que causa mucho más dolor que la aplicación
racional del principio de que el ser humano se ha drogado desde la noche de los
tiempos por un sinfín de motivos –incluidos los religiosos y rituales-, y que
por tanto, sería mejor legalizar el comercio de estupefacientes , para liquidar
así las organizaciones mafiosas que se dedican a su tráfico, y aflorar de paso
los miles de millones de dólares que pululan por el mercado negro gracias al
despropósito de la prohibición, como bien aprendieron los policías estadounidenses que
vieron como todos sus esfuerzos durante la Ley Seca no sirvieron de nada. Un
bonito ejemplo de cómo se tiraron recursos públicos a la cloaca y de cómo se
utilizaron millones de horas de trabajo en unos fuegos de artificio carísimos
en detrimento de otras partidas mucho más importantes.
Como en muchas otras ocasiones,
me ha salido un preámbulo extenso en demasía, pero viene todo esto a cuento del
dopaje deportivo, que no es sino otra forma de consumo de estupefacientes que
ha generado, como en el caso anterior, su propio cuento de policías y ladrones,
en el que el convencimiento general es que los policías van siempre por detrás
de los delincuentes porque no puede ser de otra manera.
Se perpetúa así una puesta en
escena en la que el triunfo de hoy señala el punto de partida de las derrotas
de los próximos años. Y es así porque el pretendido éxito de las agencias
antidopaje de cualquier color y pelaje (discúlpenme el pareado) demuestra que
han ido cosa de 12 años por detrás de las técnicas de enmascaramiento de las
sustancias prohibidas. ¿Alguien puede dudar de que en este preciso instante
existen nuevas metodologías de doping que
ya se están usando y que resultan
indetectables para los medios actuales? ¿Y que sólo en los próximos lustros se
conocerán nuevos y más espectaculares casos de dopaje hasta hoy desconocidos?
Tal como yo lo veo, la carrera
armamentística –porque de eso se trata en el fondo- entre los fabricantes de
sustancias que incrementan el rendimiento deportivo o que enmascaran el uso de
compuestos dopantes, y los métodos de detección es siempre una carrera asimétrica,
por los siguientes motivos:
Primero, el negocio del deporte
profesional es un negocio enorme, no sólo derivado de los patrocinios, derechos
de imagen, cánones televisivos y un largo etcétera, sino también de los
beneficios extraordinarios que se derivan de las apuestas deportivas de toda
índole. Los recursos económicos en juego son literalmente fabulosos y por ello
merece la pena arriesgar en el mercado de sustancias dopantes y de las técnicas
para enmascararlas porque la profesionalización general del deporte a escala
mundial genera una base de consumidores potenciales amplísima, igual que sucede
con el tráfico de drogas.
Segundo, la motivación para dopar
a los deportistas es mucho mayor que la requerida para combatir el dopaje, por
la misma razón de índole económica que hace que estén mucho más motivados los
clanes de la droga que los policías que los persiguen. Además, en el caso de
deporte, la proyección pública y mediática de los éxitos deportivos es un
incentivo añadido al aumento artificial del rendimiento deportivo, tanto para
los deportistas como para los propietarios de los equipos, directivos y
patrocinadores, mientas que por el contrario, los luchadores contra el fraude
carecen de todo reconocimiento y trabajan en el más absoluto anonimato. Otra
consecuencia de este fenómeno es que se trata de una situación en la que
resulta muy fácil la corrupción de los estamentos encargados del control
deportivo (como parece deducirse del propio caso Armstrong, en el que se hizo
la vista gorda a bastantes irregularidades y anomalías durante todos estos
años)
Tercero, resulta más sencillo,
barato y rápido diseñar nuevos productos dopantes, y las técnicas para
enmascararlos, que crear los métodos de análisis y control para reconocer su
presencia en el organismo. Incluso en el supuesto de que así no fuera, siempre
existirá una ventana temporal desde la creación de la nueva técnica dopante y
la posibilidad de detección de la misma. Una ventana que se puede estimar en unos
pocos años, durante los cuales los deportistas podrán hacer trampas casi sin
riesgo de ser castigados por ello. Como siempre, la analogía está en que es más
fácil, más rápido y más barato diseñar armas nuevas que sistemas para
protegernos de ellas.
Cuarto, el dopaje irá a más con
el transcurso de los años, pues al haber convertido el deporte profesional en
un circo mediático, el propio sistema requiere de gestas cada vez más
espectaculares, y a medida que nos acercamos a los límites incuestionables del
rendimiento humano (limitado por su propia estructura corporal y las leyes de
la física), se hace preciso forzar la maquinaria deportiva hasta lo
inimaginable, so pena de pérdida de
interés por parte de los espectadores. Algo que vemos cada ocasión que tenemos
algún evento mundial de atletismo o natación, en la que lo más palpable es la
decepción general por no conseguir
récords que superen las marcas anteriores. Hay marcas en atletismo que llevan
decenios sin ser batidas, y eso se hace patente en una falta de expectación por
dicha disciplina, en el convencimiento de que se trata de récords insuperables.
Pero es que además, existe una
cuestión casi filosófica, que nadie parece tener el mínimo interés en desvelar.
Está claro que la lucha antidopaje se centra en el consumo de sustancias contenidas en una extensa lista actualizada
periódicamente por las agencias correspondientes, de las que se castiga su
ingesta con el fin de incrementar el rendimiento deportivo. Ahora bien, si se
usan sustancias o técnicas placebo, pero que tienen un efecto similar en el
incremento del rendimiento personal ¿no se trata también de dopaje? Es conocido
el caso de humanos normales y corrientes que en situaciones de riesgo extremo
son capaces de liberar una fuerza descomunal, una increíble velocidad o una
resistencia al sufrimiento y al dolor fuera de lo común. También es conocida la
capacidad del organismo de generar endorfinas con un entrenamiento adecuado,
que permitan superar las fases críticas de sufrimiento en determinadas pruebas
deportivas que requieren una gran dosis de resistencia. La cuestión es si eso
no es dopaje en un sentido literal del término, del mismo modo que se dopaban
las deportistas de la extinta Alemania del Este por la vía mucho más sencilla
de quedarse embarazadas en el momento adecuado de su progresión atlética, sin
necesidad de ingesta de sustancias que incrementasen su rendimiento físico.
Incluso podemos ir más allá. Si
mediante ingeniería genética se creara una estirpe humana capaz de determinadas
proezas deportivas (pequeñas mutaciones que dieran lugar a mayor elasticidad,
incremento de la masa muscular, mayor velocidad de respuesta o mayor
flotabilidad, entre otras muchas cosas que se me ocurren), ¿cómo se podrá
distinguir dicha estirpe de otra que haya mutado por causas naturales? ¿de qué
manera se podrá acusar de dopaje a los atletas mutados? A fin de cuentas, hoy
en día, y sin necesidad de recurrir a la ciencia ficción, está claro que las
pruebas de resistencia son patrimonio de atletas kenianos, tanzanos y etíopes;
mientras que las de velocidad pura han acabado por excluir a la raza blanca de
las finales olímpicas, y todo ello es debido, sin ningún género de dudas, a
diferencias genéticas naturales pero que bien podrían ser conseguidas
artificialmente en el futuro.
De modo que la lucha antidopaje
se está manifestando como una torpe estrategia en la que los denodados
esfuerzos que se hacen a fin de preservar el presunto juego limpio y la pureza
del espíritu deportivo resultan ridículos, teniendo en cuenta que la total
profesionalización del deporte acabó hace tiempo con ese cuento para infantes,
y con la imagen del deportista ejemplar para los niños, el “modelo a seguir”. Esa
idea es de una futilidad aplastante, porque en primer lugar, nuestra infancia
adora el éxito, la fama y la riqueza de los deportistas, y le trae sin cuidado
su pureza sanguínea. Y en segundo lugar, porque del mismo modo que los niños
deben aprender más pronto o más tarde que los cuentos de hadas son fantasías,
también deben aprender que el deporte es ante todo un gran negocio, y no un
modelo de formación humana en el que deban creer. Y mucho menos seguir sus
cauces.
Una cosa es la salud, y otra es
el deporte profesional, y se puede afirmar rotundamente que ambas cosas son
directamente oponibles. Una cosa es el ideal de mens sana in corpore sano, y otra el deportista hiperdesarrollado e
hiperendiosado, y también ambas cosas son directamente oponibles. Una cosa es
el ideal de sana competición citius,
altius, fortius, y otra muy distinta pagar y cobrar millonadas por rebajar
una marca una centésima de segundo, y por supuesto que también son cosas
directamente oponibles.
Una cosa es el deporte y otra
cosa distinta es el circo. Los estamentos deportivos tienen actualmente en
marcha un circo multimillonario, y harían bien en centrarse en eso
exclusivamente, y dejar los presuntos “valores” del deporte a la gente
corriente que va a jugar unos partidos el fin de semana con los amigos. Panem et circenses (hoy se me prodigan
los latinajos) y déjense de monsergas con la ejemplaridad del caso Armstrong y
otros que le van a seguir. Porque por mucho que pretendan limpiar la imagen del
deporte, montañas de dinero la ensuciaron hace ya mucho tiempo.
Los artistas circenses hacen
proezas también increíbles, y dudo que los miembros del Circ du Soleil tengan que ir a cuestas con una muestra de orina una
vez acabada la función. Así que déjenlos que se dopen, por el bien del circo deportivo y de sus patrocinadores. Y no
nos vengan con farsas moralizantes.
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