sábado, 27 de octubre de 2012

Alucinaciones migratorias

Según los últimos datos, viven en España más de 6,7 millones de inmigrantes, incluyendo los residentes nacionalizados. En total, un 14 por ciento de la población, lo que constituye una de las tasas más altas de toda la Unión Europea. El dato no es ninguna minucia: la población extranjera en España duplica la media de la UE y es, de largo, el país con un porcentaje superior de población no autóctona de entre todos los países "grandes" desde el punto de vista demográfico. Un dato terrorífico y que traerá consecuencias. Malas.

Si alguna vez hubo un paradigma de "aquellos polvos trajeron estos lodos", ése es el caso de la política de inmigración de este desgraciadísimo país. Una sarta de decisiones estúpidas, atolondradas y miopes, cuya fuente se encuentra en los principios del aznarismo más supino, pero que encontró caudalosos afluentes en la hipócrita pusilanimidad zapaterista, y que todavía está desembocando en el apático estuario del inmovilismo marianista, incapaz como es de adoptar decisiones reactivas ante un fenómeno que se planteó mal, se acometió peor, y que finalmente condujo a la atrocidad de encontrarnos en el umbral de los 6 millones de desempleados, con todo el coste social para las futuras generaciones que ello representa.

Las raíces de todo este mal se fundamentan en un equivocadísimo concepto del desarrollo económico, que se basa en el crecimiento permanente como fuente de riqueza y estabilidad. Cualquiera que esté mínimamente versado sobre conceptos de dinámica social supondrá que el crecimiento permanente es una utopía, una falacia, una huída hacia adelante que intenta esquivar una de las leyes más universales de la física, pero que también se aplica a las sociedades animales: en un sistema cerrado, los recursos son finitos y el crecimiento no puede incrementarse indefinidamente si no es a costa de un horizonte de colapso absoluto. La idea de una progresión en la que las naciones van subiendo de escalón en escalón de forma indefinida, basando dicho crecimiento en los pilares de la demografía y el consumo de bienes y servicios, es letal, porque conduce a una catástrofe económica y social. Como dijo Galbraith en más de una ocasión, el problema de Occidente es que el sistema se asemeja a una bicicleta que va cuesta arriba: cada vez necesitas pedalear más y más, pero al final, la pendiente se hará tan dura que tendrás que apearte. O caerte.

Las arrogantes y dogmáticas ideas aznaristas se basaban en dos criterios más que discutibles. El primero es que la pirámide de población obligaba a admitir un gran número de inmigrantes para compensar el envejecimiento de la ciudadanía. El segundo, que el boom económico requería mucha mano de obra para tirar adelante los magnos proyectos -básicamente inmobiliarios- que acometía España a principios del siglo XXI. Ambas concepciones se demostraron erróneas una década después, aún más en su ejecución que en su ideario básico, que ya era deleznable.

En todo caso, no hubo debate alguno sobre la conveniencia de favorecer la inmigración masiva, ni sobre los efectos de todo orden que podía tener en la sociedad española. Se hizo sin más, bajo la presión de una economía que entraba en ebullición, y con la pasiva aceptación de una sociedad que se había vuelto muy acomodaticia: la juventud española ya no quería trabajar duro. Nadie se prestaba  a hacer las labores del servicio doméstico, nadie quería trabajos que implicaran sacrificar el fin de semana, como los del comercio y la hostelería, y el sistema educativo había fracasado brutalmente a la hora de empapar a la juventud con el sentido del esfuerzo, del sacrificio y del ahorro.

Llegaron así oleadas de inmigrantes de muy baja cualificación -prácticamente analfabetos funcionales, por más que en su expediente educativo pusiera otra cosa- que coparon el comercio, la hostelería y el trabajo doméstico, en el caso de las mujeres; y la construcción y también la hostelería, en el de los hombres. El problema no sólo fue cualitativo, sino cuantitativo: llegaron 5 millones de inmigrantes en cinco años escasos. Una tasa brutal, desmedida y muy poco planificada, en el más puro estilo neoliberal del Laisser faire, laissez passer.

Pero una cosa es aplicar políticas de inmigración masiva como en los Estados Unidos hasta principios del siglo XX (un país inmenso, despoblado y con muchísimos recursos por explotar) y otra muy distinta, tratar la vieja Hispania como si fuera un solar deshabitado y sin explorar. El neoliberalismo rampante de los bigotes de Aznar contagió a todos los estamentos políticos sin tener en cuenta que una bolsa de inmigrantes de tal medida iba a causar no pocos problemas, por pura incapacidad digestiva del sistema socio-económico.

Para dar cabida a tanto inmigrante repentino, se hipertrofió el sistema educativo, el sanitario y el de prestaciones, y no contentos con ello, los sucesivos gobiernos idearon estrategias de reagrupamiento familiar que permitieron que un solo trabajador inmigrante se trajera a casa a toda su genealogía familiar. En el salón familiar ya sólo faltaban las momias de sus antepasados, pero daba igual: el país era rico y se lo podía permitir. O tal vez no.

No voy a tratar aquí otro problema añadido a la inmigración masiva, pero vale la pena dejar una escueta constancia de ello. Desde un buen principio se podía constatar que aquello de la "identidad lingüística y cultural" que nos unía a los millones de recién llegados era un fabulosa engañifa mediática: los inmigrantes iberoamericanos han sido de los más reacios a la integración real en la cultura española adoptiva, si es que nunca ha existido tal cosa. Y además, se han incorporado a nuestra sociedad en una situación de handicap terrorífico: sus niveles educativos y profesionales eran de los más bajos de todo el colectivo inmigrante. A nadie se le ha ocurrido hacerlo público, pero las tasas de analfabetismo funcional de España han retrocedido en un decenio a niveles desterrados de la Europa occidental en los años sesenta.

Pero eso no importaba, los inmigrantes daban una sólida base a la pirámide de población, y sobre todo, generaban consumo interno, tiraban de la economía. Lo que tampoco ningún gurú vestido de Armani vino a explicar con un mínimo de sinceridad era que a) una pirámide de población joven no significa, ni mucho menos, estabilidad futura en el sistema de prestaciones y b) que el tirón del consumo podía verse muy pronto superado por otro "tirón" del bolsillo de las arcas públicas, en forma de prestaciones universales y gratuitas que debían financiarse con los impuestos de los recién llegados. 

Los dos postulados de partida de la política migratoria son erróneos y se basan, como siempre, en el dogma neoliberal de que el mercado lo arregla todo con una mínima intervención estatal, y que todo se ajusta poco a poco hasta niveles satisfactorios. Algo así como que el sistema se corrige a sí mismo de forma gradual, lo cual no es  solamente un error de concepto, sino una mentira flagrante. Los sistemas físicos, pero también los sociales, se estabilizan hacia un punto de equilibrio, ciertamente, pero nunca se puede apostar dónde se encontrará ese punto de equilibrio. Si se les fuerza mucho, las correcciones que introduzca el propio sistema pueden ser dramáticas, o literalmente explosivas. Sobre todo si tenemos en cuenta que no estamos hablando de sustancias químicas en un matraz, sino de seres humanos.

Claro que figura que "la mínima intervención estatal" esta ahí para garantizar que la reacción se produzca bajo control y que el punto de equilibrio no se traduzca en explosiones de conflictividad social  Pero para eso es necesaria una mínima perspicacia política, un don del que han carecido las sucesivas generaciones de gobernantes hispanos. Ensanchar la base demográfica de la pirámide de población a costa de echar paletadas de trabajadores sin formación y con salarios y cotizaciones muy bajas implica que cualquier revés económico echará por tierra  todas las previsiones de estabilización del sistema de prestaciones. Algo así como cimentar un edifico sobre toneladas de arena sin compactar. Y así ha sido indefectiblemente: tenemos una de las pirámides de población más gloriosamente jóvenes de toda Europa, pero también hemos llegado a una de las legislaciones más draconianas que nunca se recordarán en materia de Seguridad Social. Según los cálculos de los que se dedican a este asunto (entre los que me encuentro), con una política migratoria más contenida y planificada, el impacto de la crisis no habría sido tan brutal; no habría resultado preciso que el INEM se comiera literalmente las prestaciones de generaciones futuras, y el recorte del estado del bienestar no tendría que haber sido tan dramático. Hay decenas de estudios que demuestran que un sistema de seguridad social puede sostenerse perfectamente sin necesidad de incrementar la base demográfica, aunque ese diseño requiere de más valentía, esfuerzo y planificación a largo plazo de los que cualquier politicastro de los de ahora es capaz de dedicar.

La otra falacia descarada, desvergonzada y atrozmente perversa es la de que esos millones de inmigrantes aportan más dinero a las arcas públicas del que consumen. Esa falsedad proviene del hecho de considerar solamente al trabajador inmigrante, pero no la circunstancia del reagrupamiento familiar. En España, y muy especialmente en la población iberoamericana, con una o a la sumo dos fuentes de ingresos, llegan a convivir unidades familiares mucho mayores que en los estándares europeos. En primer lugar, por su elevada tasa de natalidad; y en segundo lugar, porque bajo el reagrupamiento muchos trabajadores se han traído incluso a familiares que no forman parte en sentido estricto del núcleo familiar. Si en promedio, y siendo benévolos, asignamos a los hogares iberoamericanos reagrupados  una media de cuatro miembros por familia, de los cuales dos son menores de edad y que casi sin excepción, se acogen a prestaciones gratuitas, se hace palpable que la presión fiscal media sobre dicho hogar no excede en demasía a los costes reales educativos, farmacéuticos y sanitarios de la unidad familiar, por mucha ingeniería financiera y prestidigitación económica que se le quiera poner. Si a ello unimos que gran parte de los ingresos de esas familias se transfieren a sus países de origen, es muy fácil ver que la aportación neta a las arcas públicas no arroja un saldo tan positivo como pretenden hacernos creer. Algunos entendidos en la materia afirman que el saldo de una familia inmigrante típica sólo se vuelve favorable para las arcas públicas transcurridos unos 20 años desde su llegada. O lo que es lo mismo, en el transcurso de una generación. El problema es que en sólo media generación, el brillante sistema que nos diseñaron ha naufragado, y ellos siguen aquí, tan atrapados como nosotros, bajo el casco del Titanic español.

La cosa se complica en situación de crisis: la tasa de desempleo entre los colectivos inmigrantes dobla a la de los nacionales. Además, el segundo salario de la unidad familiar se ve abocado, casi con toda certeza, a la economía sumergida (como sucede con el servicio doméstico), con lo que su aportación a las arcas públicas se reduce exclusivamente a lo que se derive de la imposición indirecta por el consumo de bienes y servicios. En conclusión: en este momento, el colectivo inmigrante, aparte de estar sufriendo en sus carnes la crisis de forma más incisiva y dolorosa, resulta una carga terrible para la economía nacional porque forma el grueso de los grupos que precisan de las prestaciones sociales, por una parte; y constituye una nada desdeñable proporción de la economía sumergida, por otra parte.

El gran mal de todo el proceso fue el ahora ya generalmente denostado reagrupamiento. La luminosa  idea era que al facilitarlo, las unidades familiares enraizarían aquí y al final adoptarían la nacionalidad española. Sangre fresca y joven para dinamizar el país y dotarle de una base demográfica sólida para su sistema de prestaciones. En la práctica, eso demostró cómo son de tenazmente estúpidos nuestros gobernantes. Nadie sobrecarga un globo como el de la economía española  con la idea de que ascienda indefinidamente. La idea del reagrupamiento hubiera sido buena en una dinámica económica estable, diversa, y sobre todo no recalentada, pero no en una dinámica más próxima a la del reventón. Cuando por fin  ha estallado el globo en el que todos viajábamos, se ha hecho imposible un aterrizaje suave: la barcaza estaba superpoblada, y el batacazo ha sido fenomenal. Resulta obvio, patente, casi ejemplarizante, que con un globo menos hinchado (económicamente) y menos hacinado (demográficamente) hubiéramos eludido en primer lugar el pinchazo estratosférico; y en segundo lugar, el descenso hubiera sido menos accidentado, y desde luego con mucha menos velocidad de impacto. En resumen, no habríamos sido tan ricos, pero ahora no seríamos tan miserables.

Total, que somos 6 millones más que hace 12 años, y tenemos lo mismo que repartir que entonces, porque toda la riqueza generada se ha evaporado hasta los niveles de aquella época. La ecuación es sencilla. La conclusión aún más: las recetas neoliberales nunca se cuestionan los fracasos, porque jamás los reconocen. Pero existen, y España es el mejor ejemplo de todos. ¿O es que tal vez experimentamos una alucinación migratoria colectiva?

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