sábado, 20 de octubre de 2012

Wertigo

Esta entrada debería comenzar con la estereotipada frase "el contenido de este artículo puede herir su sensibilidad", aunque debo decir que nada más lejos de mi intención al redactarlo. Pero no está de más la advertencia, puesto que quiero tratar -con cierto rigor desapasionado si ello me resulta posible- el tema de la españolidad y de la españolización. Vaya también por delante del carro la mula de la precisión: no escribo desde una perspectiva nacionalista ni especialmente antiespañola, sino desde el prisma más aséptico posible, es decir, el de un observador ajeno a cualquier sentimiento de identidad o identificación con ese mal del intelecto llamado patriotismo.

Comienza esta historia con la afirmación del ministro Wert de que tiene la intención de españolizar a los educandos catalanes, lo cual ha armado no poco revuelo a uno y otro lado del Ebro. Yo le replicaría al señor ministro que ese es terreno muy pantanoso, en el cual se puede perecer atrapado en el lodazal de las decisiones erróneas. Cualquier asimilación identitaria triunfa, única y exclusivamente, si el conjunto de la sociedad receptora advierte dicha asimilación como beneficiosa. El plazo puede ser más o menos largo, pero resulta incontestable la afirmación de que los pueblos que han adquirido una identidad  ajena lo han conseguido siempre por la vía pacífica y desde luego convincente de los hechos cotidianos. O por la del exterminio radical, que no voy a considerar, por inconcebible en la España actual.

Si la romanización del Mediterráneo fue todo un éxito en los albures de la civilización occidental, fue posible porque  la cultura romana era claramente "superior" (adviértase el entrecomillado) a la mayoría de las culturas que fueron asimiladas. Quiero decir que la mera fuerza podía permitir la conquista de tierras hasta los confines del imperio, pero lo que claramente convertía en romanos a los habitantes de los territorios era la convicción práctica (y subrayo el hecho de que era "práctica") de que el cuerpo legislativo, social, intelectual y económico romano era claramente mejor al anteriormente existente, y que reportaba ventajas indudables a quienes adoptaban la cultura romana (entendida en un sentido amplio). Y esa mayor eficacia de lo romano se convertía, en poco tiempo, en legítimo orgullo. Los romanos siempre fueron gente práctica, y en lugar de pretender forzar las convicciones de los pobladores de los territorios que ocupaban, incluso adoptaban algunas de sus costumbres, que se incorporaban al "patrimonio cultural" imperial, pero siempre con el objetivo último de que los nativos se convencieran de los beneficios de formar parte del Imperio. En ocasiones no lo consiguieron, como en el caso de Britania, lo cual amargamente descubrió Septimio Severo en el siglo III de nuestra era (asi como los emperadores que le sucedieron), hasta que por fin Roma abandonó Britania, esencialmente reacia a adoptar la cultura romana. 

La mera fuerza, la imposición, o las migraciones masivas a fin de desequilibrar las demografias de zonas ocupadas pueden tener un éxito relativo pero siempre cortoplacista y con unos costos muy elevados de toda índole. La adopción de una cultura requiere la aceptación plena por parte de la población indígena de los principios de la cultura extraña que trata de imponerse. Ni los temibles rodillos nazi y soviético consiguieron durante el siglo XX sus objetivos en los territorios anexionados. Podría argüirse que Hitler no tuvo tiempo material para concluir su "misión", pero la historia soviética demuestra que los 80 años de intentos por unificar la URSS bajo el impulso de la rusificación, fueron un solemne fracaso pese a los esfuerzos, muchas veces brutales,  invertidos en ello. Dejando de lado las cuestiones éticas, ni los exilios masivos, ni el genocidio estalinista, ni los intentos de erradicar religiones y culturas propias y sustituirlos por la idea del "proletariado internacional", tuvieron el menor éxito. Liberados del yugo ruso, los pueblos de la antigua Unión Soviética no sólo se disgregaron rápidamente de la Madre Rusia, sino que en ellos rebrotaron la religión y las culturas propias que habían estado sometidas durante casi un siglo con una fuerza nunca vista. En definitiva,  hoy día las antiguas repúblicas del Cáucaso o de Asia central sólo mantienen los restos de la población rusa que ha quedado allí aislada tras décadas de ingeniería social a base de migraciones más o menos forzadas de rusos blancos hacia la periferia del imperio, resultando en una especie de gueto racial, rodeados de nativos que oscilan entre la abierta hostilidad y la profunda indiferencia hacia todo lo ruso.

En el caso español, todos deberíamos comenzar por analizar si existe algún motivo por el que sentirnos orgullosos de una cultura española, entendida ampliamente como un conjunto de principios, de hechos, de ideas y de actuaciones que, desde una perspectiva histórica, permitan asumir como propios los cauces de una españolidad por todos los pueblos de la península, una vez despojados de folclorismo y patrioterismo para iletrados chauvinistas. Dicho de otra manera, la cuestión reside en si existe algún motivo de legítimo orgullo, satisfacción o aceptación de principios de lo español, como fuerza vertebradora o unificadora de un pensamiento nacional.

Para ello es preciso ver cuáles son las aportaciones hispanas al acervo occidental desde la unificación de los reinos peninsulares hasta la actualidad. En otras palabras, creo que debemos preguntarnos qué es lo que queda después de 500 años de hispanidad unificada. Ciertamente, existen episodios de los cuales cualquier ser humano podría sentirse orgulloso, pero es evidente que no se trata de eso, sino de evaluar el conjunto de la trayectoria nacional a lo largo de cinco siglos, y ponerla en perspectiva con los logros contemporáneos de otras naciones occidentales.

Con la notable excepción de las artes durante el Siglo de Oro y otros logros posteriores pero menos vertebrados en la cultura nacional, porque estaban profundamente influidos por corrientes extrajeras o incluso en franca contraposición a la cultura propia del país (me refiero a artistas e intelecdtuales de toda índole de los siglos XIX y XX), la aportación española al acervo social, político, filosófico, científico y cultural occidental es más que penosamente escasa. Cuando se analizan los diversos ensayos sobre la historia intelectual de Occidente, las páginas dedicadas a España, pese a ser uno de los mayores imperios durante casi 300 años, son muchas menos que las dedicadas a cualesquiera otras naciones europeas occidentales. Y puedo garantizar que ello no se debe a los presuntamente malvados ideólogos y propagadores de la que se convirtió en excusa nacional por antonomasia: la Leyenda Negra.

El aislamiento pirenaico de la península ibérica, el rechazo casi genético a todo lo foráneo ("que inventen ellos"), las gravísimas secuelas de una Contrarreforma oscurantista y antimodernizadora, el excesivo peso del estamento religioso, la inexistencia de una auténtica cultura del trabajo, el desprecio de la iniciativa individual como motor de progreso, el alejamiento respecto de las ideas filosóficas y políticas del resto de Europa, el ensimismamiento en un pretendido pasado glorioso, y muchos otros factores impidieron que España dejara un legado realmente importante en la historia europea. Insisto, con notables excepciones, pero que jamás constituyeron una corriente firme, un cauce real por el que España y sus habitantes se pudieran considerar pioneros, o siquiera alumnos aventajados, de ninguno de los avances que transformaron el mundo occidental desde la reforma luterana hasta nuestros días.

Y si se mira desapasionadamente, es muy fácil percibir que el imperio español fue una de las grandes oportunidades perdidas para convertir a España en la punta de lanza de la ciencia, la tecnología, el pensamiento y el comercio occidentales. Pero no, se prefirió -como hoy en día- el beneficio rápido y a corto plazo,  el expolio de riquezas y la pura evangelización vacua a construir un emporio comercial, a reinvertir a largo plazo en ciencia y tecnología y a crear corrientes de pensamiento abiertas y avanzadas. Se tiró la riqueza por el desagüe de lo inmediato y se omitió lo realmente importante. España se refugió cada vez más en el pasado, y desterró totalmente el concepto de progreso como algo perverso y casi pecaminoso.

Y así llegó la revolución industrial y con ella  las revoluciones subsidiarias del pensamiento y de la ciencia que llevaron a Occidente a una posición claramente hegemónica frente a otras culturas francamente ancladas en el pasado, ensimismadas ante las presuntas glorias de su historia, pero incapaces de dar el paso decisivo. España, fiel a su tradición centenaria, optó por el atraso y el aislamiento, y así nos fue durante el siglo XIX: un país rural, bloqueado por la religión y los prejuicios, inculto, y cuyo legado imperial fue  todo un desastre: los países iberoamericanos han pagado muy caro el precio de proceder de una cultura claramente perdedora, frente a los triunfos de otras culturas mucho más pragmáticas y con más visión universal, como la anglosajona.

Y ahora que el señor Wert quiere españolizar a los estudiantes catalanes, me pregunto con qué argumentos pretende hacerlo. Tal vez con el orgullo de aquellos analfabetos conquistadores que sólo querían América para vivir bañados en oro y riquezas ajenos, o con el pensamiento retrógrado (y precursor de la actual caverna mediática) de los inquisidores del Santo Oficio, o con la estulticia de los muy tarados soberanos de la casa de Habsburgo, o con el oprobio de una estructura social semifeudal hasta bien entrada la edad moderna, o con la absoluta desatención por la instrucción y alfabetización pública hasta prácticamente los albores del siglo XX, o el desprecio del espíritu comercial y del ahorro y la inversión prudente ("eso es cosa de judíos"), o por fin, al orgulloso desdén por todo lo europeo que manifestó Unamuno en su célebre polémica con Ortega y Gasset, en la que el rechazo del primero a la europeización de España se manifestaba por su predilección por africanizarnos, literalmente.

Podrían llenarse páginas y más páginas de argumentos que no tienen nada de irrelevantes, al contrario de los esgrimidos por los furibundos españolistas, que no pueden más que aportar hechos accesorios y anecdóticos para inflar su orgullo nacional. Frente a la fuerza de las corrientes históricas, de las que España ha sido un afluente secundario, nuestra historia sólo aporta episodios aislados de enaltecimiento humano. Y todos sabemos que los episodios pueden ser bellos pies de página, pero el progreso lo forjan poderosas  corrientes de las que España se ha mantenido siempre al margen.

Concluyo, pues, con una pregunta retórica: ¿existe algún motivo parra sentirse identificado con el concepto de lo español?. ¿Exise acaso algún gen de la hispanidad que incorporemos de forma incontrovertible a nuestro ser?.¿Existió una España de la que sentirse orgulloso, vista con la perspectiva de un ciudadano del mundo del siglo XXI?  Creo que la respuesta es un vacío inmenso. Un paréntesis, una nota marginal en la historia intelectual de Occidente. Un abismo que sólo provoca un desasosegado wertigo, señor ministro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario