viernes, 12 de octubre de 2012

El hastío

Después de unos días de ausencia, vuelvo a mi refugio bloguero. Durante este tiempo he estado auscultando el pálpito de las personas corrientes que forman mi entorno inmediato y que se incluyen en la gran masa de lo que hasta ahora -y sólo hasta ahora- se ha venido llamando clase media. Y lo que percibo es rabia y hastío, dos sentimientos muy peligrosos que cuando empapan a gran parte del cuerpo social, pueden desembocar en coyunturas muy desagradables.

Algo hay que decir al respecto, y es que parece que los políticos no están captando lo que sucede en toda su extensión. bajo la pretensión o excusa de que son los deberes que nos impone el resto del mundo.Buscan refugio bajo el paraguas de lo inevitable y confiando en que la ciudadanía aguantará el chaparrón y todo lo que le echen por encima, con el pretexto de que cualquier otra solución sería peor. Pero lo que no acierta a entender nuestra clase política es que más les valdría hacer un auténtico "mea culpa", como dirigentes del país durante los años del boom, y reconocer su falta de previsión, su miopía cortoplacista, y sus intereses muchas veces espureos, y acometer una reforma real del sistema democrático.

Una reforma que tendría el aspecto de un "harakiri" político, igual que, no sin cierta sorpresa propia y ajena, acometieron las Cortes franquistas cuando Adolfo Suárez  inició la andadura democrática de este país. La clase política actual necesita una regeneración tan profunda que implica la exclusión de muchos de los actores de la escena de los últimos diez años, y su sustitución por sangre nueva capaz de acometer reformas políticas de envergadura. Estadistas que entiendan que la crisis puede y debe ser motor de un cambio en las instituciones, comenzando por una reforma de la Constitución, que conduzca a una modificación total de la ley electoral, del sistema de representación, y de la articulación de las diferentes regiones dentro del estado español.

Por otra parte, del mismo modo que la transición democrática representó un perdón para los desmanes del franquismo, pero al mismo tiempo gestó una democracia debilitada porque muchos de los elementos que participaron activamente en la dictadura siguieron con sus carreras en la democracia como si les hubieran otorgado un pedigrí democrático en el que les eximieron totalmente de sus responsabilidades anteriores, es preciso que la nueva Constitución disponga claramente la responsabilidad de los políticos más allá de la retóricamente llamada "responsabilidad política", para todos aquellos cargos electos que hagan un mal uso del poder que les concedan las urnas. Del mismo modo que la Ley Concursal dispone que los administradores de sociedades que tengan que acogerse a la antiguamente llamada suspensión de pagos, pueden ser objeto de una imputación penal por delito societario si se presume que ha habido una mala gestión empresarial que  haya conducido a la bancarrota, la nueva ley electoral tendría que recoger la figura penal del mal administrador público, y someter su labor a enjuiciamiento por los tribunales si fuera necesario, bajo una figura aproximada de "delito socio-político".

La clase política está cometiendo demasiados errores de apreciación respecto al sentir de la ciudadanía, tal vez cegada por determinados medios de la caverna, que se empeñan en asegurar dos falacias fundamentales, que ya casi todos cuestionan, a poco que uno recorra las calles y escuche a la gente:

1. Que el malestar público que se manifiesta en las calles es únicamente debido a elementos de ultraizquierda, activistas antisistema y colectivos marginales, así como a los "perroflautas", como si el resto de la población estuviera tan satisfecha de la actuación de nuestra clase política. La realidad, a poco que uno quiera ser ecuánime y objetivo, y no cobre de las dudosas arcas de medios controlados por grupos de presión ultraliberales, es que la gran mayoría de la clase media, con independencia de su filiación política, está harta de lo que ha sucedido en los últimos años, y que sólo ven a los políticos como un mal necesario, lo cual se refleja cada vez más notoriamente en las encuestas de opinión. Se está incubando así una rabia sorda y creciente que puede desembocar, si las condiciones son propicias, en un estallido social violento en cualquier momento, si las medidas de presión gubernamentales sobre la población no se relajan.

A estas alturas, muchas personas empiezan a ser conscientes de que la táctica política para controlarnos se basa en la doctrina del shock (tal como la describe Naomi Klein en su libro homónimo) o la política del miedo, como en versión hispana ha acertado a decir José Luis Sampedro. Las políticas del miedo sólo funcionan mientras los destinatarios crean que tiene mucho que perder, pero a medida que se les despoja de todo el armazón con que se construyó el estado del bienestar, cada vez hay menos que perder y más motivos para tirar por la calle del medio. En definitiva, el tapón que contiene la indignación y la rabia popular es cada vez más delgado y puede acabar por no soportar la presión. Y ya sabemos todos lo que pasa cuando revienta un envase que se ha agitado en exceso.

2. Que la crisis es culpa de todos y que todos hemos vivido por encima de nuestras posibilidades y ahora debemos pagar las consecuencias. Esa afirmación es rotundamente falsa, primero porque una inmensa mayoría de la población no se benefició del boom económico. Los millones de jubilados no pudieron en ningún momento vivir a todo tren. Tampoco los funcionarios, que llevan más de diez años con incrementos salariales por debajo -notoriamente- de la inflación real sin tener en cuenta los últimos recortes. Ni muchísimos trabajadores por cuenta ajena, que han visto como los salarios reales en este país no han crecido nada en el último decenio. Ahora ya no se habla -extraño silencio-  pero quisiera recordar que el siglo XXI comenzó con el mileurismo como forma de representar el asalariado que tenía que tenía que vivir con mensualidades que no le permitían siquiera una vivienda digna.

El boom económico benefició al sector de la construcción y al inmobiliiario, y sólo las personas cuyos ingresos provenían de esos sectores y de otros íntimamente relacionados.pudieron dedicarse a atar los perros con longanizas. El resto veíamos como aquéllos se compraban vehículos de lujo, casas de campo y veleros que ni sabían pilotar, pero nunca llegamos a enriquecernos de modo equivalente. Cierto que ese abanico de nuevos ricos incluía a un amplio elenco, desde paletas hasta agentes de la propiedad inmobiliaria, pasando por fontaneros, electricistas, carpinteros, promotores, propietarios de suelo o de inmuebles, y un largo etcétera, pero que nunca representó, ni de lejos, a la mayoría de la población de este país. Y me remito a las estadísticas del INE para quien desee poner en duda esta afirmación.

Pero además, el boom inmobiliario propició un espectacular crecimiento de precios que obligó a las familias a endeudarse como nunca para tener un techo bajo el que cobijarse. Dejemos de lado cualquier otra especulación al respecto: España se convirtió, a la fuerza, en una sociedad que vivía del crédito, algo que ya ocurrió anteriormente en USA, lo cual provocó un empobrecimiento en términos reales de grandes capas de la población estadounidense y que, curiosamente, todos los economistas ultraliberales han pasado por alto. Más bien han pasado de puntillas. Se obliga a la gente a endeudarse para vivir y luego se usa lo anecdótico de la actitud de un segmento reducido de la población que se lanzó a todo tren para culpabilizarnos a todos del derroche de una minoría.

Así que la mayoría ya empieza a ser consciente de que esta crisis no la hemos pergeñado entre todos. Ni mucho menos. Fueron unos pocos, que además todavía continúan enriqueciéndose a nuestra costa, argumento éste que cuesta desvirtuar viendo no sólo como las diferencias entre ricos y pobres se incrementan en España, sino que cada vez hay más pobres mientras que el número de ricos se mantiene relativamente estable (y me remito al INE nuevamente). Y esto, que ya empieza a calar muy profundamente por más que los dirigentes de la CEOE, los estrafalarios personajes de Intereconomía y los vomitivos redactores de prensa ultraliberaloide repitan el sonsonete contrario, es una grieta terrible sobre el edificio democrático sobre el que nos asentamos todos. Es la grieta por la que se cuela el cansancio, el asco, la repulsa total respecto de esa consigna culpabilizante que ya no nos creemos.

Porque a la rabia cada vez menos contenida de la ciudadanía sólo le falta un ingrediente más para convertirse en un poderoso explosivo: el hastío.

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