domingo, 4 de noviembre de 2012

Mi padre

Va acabando ya un año bastante aciago, no tanto por los desgraciados acontecimientos económicos y políticos que convulsionan a nuestra maltrecha sociedad, como por el tremendo número de fallecimientos de personas allegadas que han salpicado el calendario como goterones de lluvia intermitente pero reiterada. Es toda una generación que se va, la de los progenitores de muchos de quienes ahora estamos en la cincuentena, y nos dejan solos, huérfanos, en la primera fila del combate por la vida, sabedores de que los próximos seremos nosotros y de que ya no va quedando nadie tras quien escudarnos de tener que rendir cuentas definitivas de lo que habremos sido durante el tiempo que hayamos gozado de salud, de familia, de amigos y de oportunidades. Un excelente momento para recapitular y reflexionar sobre la figura de nuestros padres.

Siempre he creído firmemente que los homenajes, los tributos y los reconocimientos a las personas deben hacerse en vida. Así que hoy voy a escribir sobre mi padre, que ya octogenario espera, según sus propias palabras y con no poco sentido del humor, en el corredor de la muerte, viendo como ve los pocos personajes que aún resisten de su generación. De ese vacío físico, palpable, que se va creando alrededor de todo eso que damos en llamar "su vida". Un hombre que a medida que pasan los años, gana en mi admiración y respeto, pese a las muchas -incontables- diferencias de temperamento y opinión que siempre hemos tenido. Diferencias que a la postre no han conseguido empañar el amor y la devoción que me merece por su papel, luminoso y esencial, en mi formación como persona.

No voy a ser yo quien omita sus defectos, que eran notorios pero que no vienen al caso, no porque esto sea un homenaje, sino porque no influyeron para nada en mi formación. No soy persona amante de panegíricos, que me parecen muchas veces bochornosos, pero la aportación de mi padre a mi vida sólo se puede leer en positivo, por todo aquello que me ofreció en los primeros años de mi vida, y también en mi madurez. Y pese a que en mi adolescencia y primera juventud nuestras discusiones fueron legendarias, y yo le acusaba de falta de agresividad, determinación y beligerancia, tengo que admitir que su ejemplo me ha enseñado que es mucho mejor vivir en paz que de forma belicosa, aún cuando a uno le tomen por tonto.

Y es que mi padre ha sido tan excelente persona que muchos le deben considerar un tonto, porque jamás ha tenido un no para nadie, y siempre se ha comportado con todos, incluso con quienes le han maltratado, con una humanidad ejemplar. Su dedicación a los demás fue para mi patente cuando, en mi etapa como docente, tuve ocasión de conversar con antiguos alumnos suyos, que siempre le profesaron una admiración casi reverencial. Pero esa dedicación a los demás no era nada comparado con la que era capaz de dar a sus hijos.

Recuerdo de él como, en aquellos años del pluriempleo, se iba prontísimo de casa y como llegaba muy tarde y cansado, y como yo padecía y me enfadaba con él, porque siempre tenía algún momento de más para dedicar a algún alumno al acabar las clases. Y después, pese al agotamiento y al madrugón del día siguiente, nunca dejó de ayudarnos a mi hermana y a mi en nuestros estudios, por muy tarde que se hiciera. Nunca una queja, nunca una excusa, nunca un "ahora no". Siempre la luz encendida hasta altas horas de la noche, siempre a nuestro lado. Y siempre un corto fin de semana que no era suficiente para que mi padre se pudiera recuperar del todo.

Mi padre siempre se sentía orgulloso de sus hijos, lo cual llegaba a avergonzarme, porque no me creía merecedor de tanto orgullo y de tanta pasión. Adoraba a su familia y lo demás le importaba muy poco. De él aprendí -creo que sin que se diera ni cuenta- de que el triunfo profesional y social no son lo que definen la grandeza de una persona, sino su entrega a un ideal que las más de las veces no tiene premio ni remuneración. Un ideal que en su caso era su familia. Y que en ocasiones pudo convertirse en una realidad un tanto amarga.

Porque los hijos, casi todos, pasamos por épocas en las que nos caracteriza la ingratitud y el exabrupto, algo que era desconocido en el modo de ser de mi padre. He dedicado gran parte de mi edad madura a tratar de emularle en ese aspecto y para tratar de corregir esa tendencia que muchos tenemos respecto a nuestros padres, a mirarles con cierta superioridad y conmiseración, hasta que nos damos cuenta de lo heroica que ha sido su vida, su dedicación y su entrega a sus familias, renunciando a muchas cosas, sacrificándose por tantas otras. 

Recuerdo cuando siendo un niño andaba con él por la calle cogido de su mano, que se me antojaba fuerte como pocas, y que me hacía sentir que con un padre como él el mundo era un lugar mucho más  seguro. Y recuerdo como, mientras caminábamos de la mano, siempre  me explicaba cosas que me fascinaban, y como yo le escuchaba, admirado, siempre con ganas de aprender más y más de él. De mi padre aprendí la pasión por el conocimiento, por la ciencia y por el rigor de las cosas bien hechas. De mi padre aprendí que sin conocimiento y sin juicio crítico, no hay sabiduría posible. De mi padre aprendí a sopesar los puntos de vista ajenos y a tratar de respetarlos y refutarlos de forma objetiva. De mi padre aprendí que la irracionalidad es unos de los mayores enemigos de la humanidad. De mi padre también aprendí que la ambición personal por si misma, sin una meta elevada, es tóxica y las más de las veces, destructiva.. 

También debo reconocer todas aquellas otras virtudes de mi padre que no calaron lo suficiente en mí, y con las cuales no sólo yo sino muchos de quienes le han conocido estamos en deuda : su bonhomía, su temperamento alegre y tranquilo, su total ausencia de belicosidad, su calma y capacidad de reflexión, su infinita paciencia, su sentido del humor, su carencia absoluta  de soberbia, su modestia y humildad; así como los principios de su fe cristiana, que yo no he compartido pero que admiro por su convicción y coherencia.

En casa hubo durante mucho tiempo un pequeño marco con una lámina titulada "Lo que los hijos piensan de los padres" . Siempre me fascinó su contenido, que reflejaba sucesivamente los estados de opinión de un hijo respecto a su padre a medida que transcurrían los años. Siempre pensé, también, que yo no quería llegar a ser como el del último párrafo, casi epílogo, en el que a los sesenta años, el hijo exclama "Pobre papá, era un sabio. ¡Lástima que yo lo haya comprendido tan tarde!".

Creo haberlo comprendido a tiempo. Creo en la sencilla grandeza de este hombre, Josep Casas. El hombre con  quien he tenido el privilegio de contar durante gran parte de mi vida. Mi padre. Mi héroe.

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