miércoles, 15 de noviembre de 2017

Cataluña, independencia y lucha de clases

Si se desbroza todo el jaleo mediático de las últimas semanas a cuenta de lo que está sucediendo en Cataluña, y si de paso nos aplicamos en separar el grano del fundamento de la paja de las opiniones vertidas sin ton ni son, los insultos irreflexivos y los juicios apresurados sin ejercicio de pensamiento crítico alguno, nos quedará una verdad desnuda que pocos han acertado a poner de relieve. Y esto es especialmente válido para los grandes medios de comunicación, que han acudido en tropel a la reivindicación de un interés que no es colectivo, y que desde luego no es el de la clase trabajadora, por mucho que se esfuercen en intentar maquillarlo así. Para los escépticos o indocumentados, recomiendo el excelente y profundo artículo de Francisco Javier Ruiz Collantes, catedrático de la UPF de Barcelona, publicado el pasado 5 de noviembre en “Público” y que con el título de “Cataluña y la solidaridad interregional en España” ponía el dedo meticulosamente en la llaga al dejar bien claro que en el fondo, la apuesta del soberanismo, alentada desde unas bases claramente populares desligadas de una burguesía empresarial catalana siempre vinculada al unionismo españolista, tiene tanto de contienda independentista como de lucha de clases, porque a fin de cuentas, el problema real es que la solidaridad interregional en España sólo ha servido para apuntalar a las clases dominantes en el centro-sur de España, sin que haya servido tanta transferencia de  fondos durante décadas para construir un futuro mejor en esas regiones, sino para mejorar el tren de vida de los grandes propietarios y latifundistas.

Hace poco más o menos dos años, Pablo Castellano, el defenestrado maestro de socialistas, siempre tan punzante como honesto, decía en una entrevista que le hizo Cristina S. Barbarroja para “Público” el literal que sigue a propósito del régimen de 1978: "…la metástasis de la democracia aparencial española, la farsa democrática que no tiene en cuenta el progreso de la ciudadanía, sino la conservación del poder en las manos de siempre", para concluir con notable frustración que "nada nace nuevo hasta que lo viejo ha agotado su proceso… y el régimen es un régimen que lo tiene todo no atado y bien atado, sino pactado y bien pactado". La ventaja de los viejos desterrados de la política, como lo fue él por el clan de los sevillanos del PSOE, es que no tienen ninguna necesidad de morderse la lengua y pueden llamar a las cosas por su nombre sin peligro de que el Alfonso Guerra de turno les aparte de la foto por díscolos contra el líder supremo, X.

Cabe recordar que la corriente Izquierda Socialista, que Castellanos presidió durante años, se oponía rotundamente al sistema personalista, jacobino y tremendamente centralizado en el líder, un tal Felipe González que surgió del congreso del PSOE de Suresnes allá por los primeros años setenta del siglo pasado. A fin de cuentas, la historia ha demostrado que González no era más que un plutócrata que le puso un vestido moderno a España pero sin cambiarle una ropa interior que ahora ya apesta, de tantos años tapando las vergüenzas de un sistema que no murió en 1978, ni mucho menos. También es ésa la respuesta al porqué en España no hay una ultraderecha fuerte como en el resto de Europa: es tan sencillo como asumir que los fascistas nunca se fueron, sino que se integraron en los partidos políticos (preferentemente, pero no sólo, en el PP) con un éxito más que notable. De hecho, han corrompido todo el sistema y se han infiltrado en todos los poderes, desde el ejecutivo hasta el judicial, y por descontado, el mediático, y se han asimilado a neodemócratas con el visto bueno de una Unión Europea que sólo tiene interés en lo mismo que siempre han tenido las clases dominantes, la  tríada mágica que conforma los pilares de la gran mentira en la que vivimos en Occidente. Me refiero al conocidísimo mantra neoliberal: crecimiento económico, estabilidad política, y seguridad nacional. Y para ello, vale todo, como valió antes cualquier justificación de la barbarie imperial neocolonialista que constatamos ya desde bastante antes de que las Torres Gemelas se fueran al suelo, pero mucho más después, con la absurda guerra de Iraq como ejemplo preeminente y notorio.

La misma seguridad, estabilidad y crecimiento que nos auguran ahora Rajoy y sus variados corifeos, una vez aplicado el artículo 155 en Cataluña, como remedio de todos los males. Aunque algunos vemos estas recetas como la antesala de lo peor por venir todavía. Triste es constatar que a una parte sustancial de la sociedad lo único que le importa de verdad es esa tríada, aún a costa de perder gradualmente gran parte de los derechos y libertades por los que tanta gente sufrió y murió en el pasado. Parece que la mayoría prefiere la esclavitud de un trabajo precario y mal remunerado a luchar por una mejor redistribución de la riqueza. También parece que esa mayoría silenciosa de la que tanto se jactan los unionistas, prefiere la paz del cementerio al debate real sobre las opciones políticas y las libertades civiles. Y desde luego, esa misma “mayoría” está dispuesta a que nos amordacen a todos por el bien de la seguridad nacional antes que a defender la libertad de pensamiento y expresión. En definitiva, la mayoría silenciosa parece aceptar la renuncia a la libertad de todos a cambio de las migajas del plato de los poderosos y sobre todo,  a asumir de nuevo que en el futuro ya no habrá ciudadanía, sino un feudalismo tecnológico y posmoderno que hará las delicias de los omnipotentes pastores del rebaño de vasallos en que se habrá metamorfoseado la sociedad civil dentro de unas décadas.

Por ejemplo, cuando los líderes hablan de crecimiento están obviando un hecho clarísimo, basado en que el crecimiento de hoy lo es a costa del de mañana, porque los recursos son finitos y la riqueza que pueda crear el planeta también. La llamada “senda de la recuperación y el crecimiento económico” acaba abruptamente un día u otro si no se cambia radicalmente el modelo productor de riqueza, que a fin de cuentas no es más que la conversión de un tipo de bienes (en sentido amplio), en otros de mayor valor añadido. Matemáticamente  resulta evidente que en un sistema cerrado, como pueda ser la economía global del planeta, todo esto tiene un límite más allá del cual no se puede ir, por puro agotamiento del sistema. En la reciente crisis  económica global, la política oficial ha sido la de intentar impedir que la economía colapsara a través de una ingente monetización, es decir, la emisión de una cantidad astronómica de dinero por parte de los bancos centrales. Sólo en Estados Unidos, durante los años críticos, la base monetaria se ha multiplicado por cuatro (de 870 mil millones de dólares a más de 3 billones). Algo similar ha ocurrido en Europa, con las inyecciones mensuales de dinero del BCE. Ahora bien, ese dinero no se ha destinado en absoluto al sostenimiento del estado del bienestar, sino a enjugar deuda, salvar entidades financieras de la quiebra, y reintegrar pérdidas a los inversores. Eso quiere decir, que la cínicamente llamada “senda de la recuperación” significa, en realidad, impedir que los ricos pierdan dinero a costa de precarizar continuamente a las clases trabajadoras.

A fin de que la working class se mantenga apaciblemente en el redil, esas descaradas medidas de protección del poderoso –que se han traducido en un brutal incremento de las desigualdades sociales en todo Occidente- se han acompañado de otras de carácter extremadamente demagógico relativas a la necesaria estabilidad política y social, donde estabilidad significa en el fondo parálisis social y aceptación sin cuestionamiento de la doctrina gubernamental, es decir, de la doctrina neoliberal de los mercados globales. Quienes se salen del guión preestablecido son tachados de radicales extremistas, populistas utópicos o, malévola y directamente, de enemigos de la democracia. Así pues, la estabilidad se configura como una herramienta de dominación de la sociedad, en la que el disidente es un peligroso elemento que pone en peligro la “paz social” y “los logros democráticos”  conseguidos con el sacrificio, no de todos, sino exclusivamente  de los trabajadores.

Y por último, si la “estabilidad” es la correa al cuello de las clases trabajadoras, la seguridad nacional es el bozal con el que se amordaza cualquier intento de reorganización política, económica o social. Todo lo que ponga no ya en peligro, sino simplemente en cuestión el statu quo vigente es percibido como una amenaza para la seguridad, y tratado en consecuencia, a base de medidas legales  (promulgación de leyes represivas como la Ley Mordaza), policiales (la ampliación del poder represivo de los cuerpos de seguridad del estado más allá de las meras funciones de orden público),  de inteligencia (mediante espionaje masivo a la población y la aplicación al enemigo interior de medidas de contrainsurgencia más o menos maquilladas) y mediáticas (con la utilización abusiva de los medios de comunicación afines como altavoces de propaganda propia y de destrucción periodística de la credibilidad y dignidad del adversario). Todo esto sucede ya en Europa, y muy particularmente en España, con el beneplácito de Bruselas, los mercados y las grandes corporaciones, que han visto poner en peligro los tres pilares de su dominio en esa pequeña región del continente  llamada Cataluña. La cuestión es que Rajoy y los demás saben que hay que cortar la infección antes de que se propague, y por eso aquí va a valer todo en los próximos meses, no por el valor intrínseco del noreste de la península ibérica, sino por el riesgo de contagio a muchas otras regiones de esa Europa hoy propiedad exclusiva de los ricos y poderosos.

Por eso han actuado como lo han hecho, con la máxima virulencia que les permitía la situación sin causar un pavoroso derramamiento de sangre. Por eso, muchos analistas opinan que el error de Puigdemont y los suyos fue no asumir que la fuerza negociadora sólo se podía conseguir poniendo un centenar de muertos sobre la mesa, un punto al que no estaban dispuestos a llegar. Eso es un grave problema cuando tu contrincante sabe que no te atreverás a dar el paso definitivo en la calle. Hay cosas que requieren sacrificios, y no se trata precisamente de tener medio gobierno en la cárcel, sino de conseguir un estado insurreccional que no se concibe a base de sonrisas y claveles, y mucho menos confiando en un diálogo racional entre las partes, tal como demuestra la historia de todas las independencias. Habidas y  por haber.

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