miércoles, 1 de noviembre de 2017

El teatro democrático español

Eso tan manido de que hablando se entiende la gente es una estupidez monumental, porque sólo resulta válido en segmentos muy restringidos de la población dispuestos a escuchar al adversario y a analizar con detenimiento sus presupuestos de partida y cotejarlos con los propios con una precisión digna de un laboratorio científico. Lamentablemente, ese tipo de personas no se da entre la inmensa mayoría de los profesionales de los medios de comunicación, y mucho menos entre sus lectores, que sólo suelen buscar la reafirmación de lo que les segregan sus gónadas y  revestir así sus ideas con una pátina de verosimilitud que no consigue atenuar cierta admiración por el líder de opinión que más entronque con su sensibilidad, barriendo de un manotazo ese estorbo tan molesto que es la objetividad. Es una manifestación magnífica del permanente sesgo de confirmación que por desgracia está siempre presente en política, justo al contrario de cómo debería ser. El método científico nunca busca confirmar una hipótesis, sino encontrarle los puntos débiles. Falsarla, que decía Popper, para lo cual se necesita una buena dosis de coraje personal.

En el fondo sería mucho más sencillo admitir que casi todos los humanos nos guiamos por instintos primarios firmemente anclados en nuestra personalidad, entre los cuales está el de pertenencia al grupo, el miedo al aislamiento, el horror a afrontar cambios y salir del espacio de confort, la incomodidad de la incertidumbre del futuro, y desde luego, la más que justificable (entre primates) desazón a perder estatus y poder dentro de la jerarquía del grupo. Justificamos nuestro anclaje a determinadas opciones intentando racionalizar nuestras decisiones, y qué mejor modo de hacerlo que encontrando una víctima propiciatoria que permita aglutinar al grupo de forma consistente y tomar decisiones colectivas masivas que de otro modo, serían impensables (aunque a veces la víctima propiciatoria sea uno mismo, lo cual puede resultar de gran calado como hemos visto en el ámbito internacional a lo largo de décadas con la cuestión judía, por poner sólo el ejemplo más impactante).

Todo esto forma parte de los mecanismos lógicos de acción política, y resulta absurdo atacar al adversario por ello, ya que en nuestro bando encontraremos infinidad de pruebas de que sucede exactamente lo mismo, con asombrosa simetría. Por eso, la única manera de aproximarse de forma sensata al problema de los independentismos es buscando las causas primeras de todo, en un trabajo de arqueología sociológica que sólo pueden emprender quienes sean realmente expertos en la materia, es decir, quienes han dispuesto de un largo período de inmersión en el colectivo al que pretenden analizar. Así que, de entrada, habría que excluir de todo posible análisis a los meros observadores externos, del mismo modo que un antropólogo no lo es de verdad hasta que no ha hecho un trabajo de campo consistente en pasarse meses investigando las costumbres de una sociedad que le resulta ajena.

Guste o no, la catalana siempre ha sido una sociedad muy distinta a la española por causas muy variadas, y que tienen que ver con la reacción a un impulso homogeneizador que partió del centro de España casi en paralelo a la creación del estado moderno. Son muchos los historiadores que han reconocido que España y Cataluña han vivido de espaldas durante siglos, y eso evitó en muchos momentos una confrontación que resultó inevitable en otros. Cataluña siempre tuvo una vocación mediterránea y europea (cuando eso significaba ir a contracorriente del rancio españolismo carpetovetónico), mientras que España la tuvo atlántica -mientras hubo imperio- y endogámica. Y sus respectivas esferas de influencia han sido patentes de un modo que pocos analistas pueden negar, y que se manifiesta en la escasa participación histórica de Cataluña en los asuntos de España en proporción a su importancia demográfica y económica. Un dato incuestionable al respecto es el escasísimo número de políticos catalanes de peso en Madrid desde los albores del estado moderno (al cual no es ajeno el hecho de que Cataluña es un rincón de la península muy alejado del centro histórico de decisión) lo que pudo favorecer con los años el sentimiento de ser tratada como una especie de colonia productiva para el sostenimiento de una España indolente ante el progreso que representó la revolución industrial en el resto de occidente.

Ese tipo de relación entre Cataluña y España es fácil que se pueda agriar y resquebrajar según los sucesivos momentos críticos que debe afrontar cualquier sociedad a lo largo de su historia, sobre todo, si se perciben como agravios acumulativos que conducen al reforzamiento del sentido colectivo de la diferencia (en especial un si existe una lengua propia y unos signos de identidad claramente diferenciados del resto). El identitarismo siempre surge como respuesta a un sentimiento de agresión, que puede ser política, económica o –la más peligrosa de todas- a la esencia colectiva. Ésa conciencia de la agresión se ha manifestado en diversas ocasiones en los dos últimos siglos, y se acentuó de manera notable cuando el dique del nacionalismo de derechas que sostenía  CiU empezó a resquebrajarse ante la insuficiente respuesta de Madrid a cuestiones bastante candentes como -por ejemplo- las relativas a infraestructuras e inversiones públicas, que son las que permiten el crecimiento o estancamiento de un país.

Sin negar que en España debía hacerse un colosal esfuerzo para poner las infraestructuras al día de una Europa que estaba muchos años por delante, es notorio el hecho de que las inversiones del estado se hicieron durante años más por conveniencias electorales que por necesidades del desarrollo nacional. Esto se percibió en Cataluña como lo que claramente era, un clientelismo descarado con el dinero de todos, y especialmente de los catalanes. Resultó paradigmático que la primera línea de alta velocidad se trazara entre Madrid y Sevilla, para justificar una feria como la Expo del 92, que por desgracia (pero también previsiblemente) no tuvo mayor trascendencia futura en el desarrollo de la región andaluza, salvo algunos puentes sobre el Guadalquivir y un montón de yermos solares inútiles una vez desmontada la feria. Pero el colmo del  paradigma del agravio se dio cuando la alta velocidad aún tardó veinte años más en llegar a Barcelona, en un ninguneo incomprensible, teniendo en cuenta el marasmo de inversiones absurdas en que se comprometió el estado a lo largo y ancho de la geografía peninsular, y que están ahí para recordarnos a todos que a veces las causas primeras  de muchos desastres están tan a la vista y son tan enormes que ni las vemos. Por cierto, una historia semejante está sucediendo con el corredor del Mediterráneo, perjudicando así no sólo a Cataluña, sino de paso a todo el levante español.

Como este ejemplo podría traer docenas de los que se incubaron hace ya muchos años con la complicidad del PP catalán, que por eso pagó el precio de su descarado servilismo a los dictados de Madrid, en vez de luchar por el interés de sus posibles votantes en Cataluña, a los que sólo alimentaba con unos mendrugos de política rastrera facilona e inflamada de  una hispanidad que lo único que hacía era ocultar su inacción ate los problemas reales del desarrollo de Cataluña. No quiero decir con esto que los líderes de CiU fueran nuestros ángeles de la guarda, ni mucho menos, pero al menos su galería estaba donde debía estar, orientada a Cataluña, y no como la del PP catalán, que sólo miraba hacia la plaza del Sol.

Pero a lo que íbamos: la diferencia entre Cataluña y España no es sólo de lenguas, sino de lenguajes. Por eso, cuanto más hablamos, menos nos entendemos, aunque lo hagamos en el idioma común. Y por eso, hemos sustituido las armas de fuego por las verbales, que tal vez no maten, pero hacen mucho más daño colectivo, sobre todo en manos de quienes pretenden erigirse en ángeles exterminadores del desviacionismo catalán, léase García Albiol, o un desatadísimo Rivera, al que su apuesta figura de político moderno no le permite disimular que se ha lanzado como un poseso en pos del poder político en España a costa de lo que sea. Y cuando escribo “lo que sea” lo hago con total convencimiento de que este chico empieza a tener un serio problema de ponderación de la situación, que le podría llevar, en caso de tener el poder real en España, a un estado cataclísmico. Porque no olvidemos que, tal como se cotizan las palabras hoy en día, Rivera sólo puede ganar en España aplastando a Cataluña como a una cucaracha, que es lo que está haciendo con su cínica dialéctica de “concordia y entendimiento”.

Así que lo mejor es no hablar demasiado, porque sólo sirve para exacerbar la animadversión entre colectivos y crispar los ánimos del vecindario. La gramática parda se ha convertido en la nueva norma lingüística. La apropiación de términos aparentemente sublimes por parte de un colectivo tremendamente agresivo que a la que puede se deja llevar por la rabia que le provoca que algunos cuestionemos nuestra pertenencia a un estado más que estropeado sólo conduce a más distanciamiento y a mayor ruptura. Y en eso tienen razón Albiol, Rivera y los demás: tardaremos generaciones en recomponer esta sociedad fracturada, a lo cual yo doy gracias a dios, porque si su concordia y convivencia significan pasar por el tubo de sus imposiciones, prefiero seguir viviendo de espaldas a ellos y a su España. Y no olvidemos que todo este jaleo tiene un telón de fondo específico, surgido de la marea del 15M:  la indignación por la vergonzosa gestión de la crisis económica y por la rendición de nuestros gobernantes a los dictados de los mercados, a costa del desmantelamiento del estado del bienestar y del brutal incremento de las desigualdades sociales. Una indignación que se trasladó a Cataluña como catalizador de una percepción legítima ya preexistente de un agravio recentralizador y anticatalán. Suma y sigue.

O sea, que quien encendió el fuego –no una, sino varias veces- ahora culpa a la leña de arder. A lo que ya estamos habituados en España, pero que no parece ser evidente para muchos líderes europeos, que se han quedado en la apariencia democrática de un estado que nunca ha llegado a serlo del todo. "Una profunda inseguridad late en el corazón del establishment político y mediático español sobre el calado que tiene la cultura democrática española. Y con buena razón". Son palabras de John Lee Anderson en el New Yorker, un periodista respetado a nivel mundial y que ha colaborado con los principales diarios del orbe siempre desde una postura independiente.

Yo añadiría que no hay ninguna duda. Simplemente la democracia española se asienta sólo sobre los mecanismos pero nunca ha sedimentado en los contenidos; es un disfraz, un mero atrezzo que tal vez convence a espectadores alejados en sus asientos de platea, pero que no engaña a quienes estamos en el escenario.

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