miércoles, 13 de diciembre de 2017

Un catalán anormal

Confieso que éstas últimas semanas cada mañana, al despertarme, me asaltaba la terrible duda, no exenta de cierto regusto culpable, de no ser una persona normal, según afirman destacados dirigentes del PP y de Ciudadanos. Bien, en el caso de Ciudadanos, además de anormal, no se me considera persona honrada, tal como espetó la señora Arrimadas recientemente en un mitin de su formación, lo cual me abrumaba sobremanera, porque si por ser independentista debía sumar a mi condición patológica la de delincuente, sin siquiera haberme percatado de mi transición durante este proceso, es que algo debía funcionar muy mal en mi interior. Algo indigno y repugnante que había que arrancar de mi cuerpo y de mi alma para purificarme y volver a ser una persona “normal y honrada”.

Más tarde, mientras me afeitaba ante el espejo, escrutaba cuidadosamente y a diario mis facciones en busca de algún signo que manifestase físicamente mi patológica condición. Es más, incluso acudí a los viejos tratados de frenología del doctor Gall, para ver si acertaba a encontrar alguna deformidad en mi cráneo que  explicara mi severa afección independentista, pero no hay nada de particular en mis protuberancias cefálicas que justifique mi anómalo comportamiento.

Así que ya  ciertamente preocupado, solicité consulta a mi genetista de cabecera, que tras exhaustivo análisis de mi ADN no encontró ninguna mutación que explique mi inexplicable querencia por emanciparme de España. Tampoco mi psicóloga (una profesional de lo más recomendable) aparte de las habituales neurosis del urbanita occidental contemporáneo –nada que no pueda tratarse con unas cuantas pastillas de la felicidad- pudo diagnosticar ningún grado de psicopatía personal o social del que deba alertarme y ponerme en inmediato tratamiento psiquiátrico. Aunque lo que sí es de psiquiatra –remata mi terapeuta- es que gran parte de la ciudadanía de clase media y baja (es decir, casi toda) siga votando a una derecha que, azul o naranja, seguro que los seguirá expoliando para hacer aún más ricos y poderosos a sus amigos ricos y poderosos.

Ya al borde de la desesperación existencial, recientemente he acudido por vez primera en décadas al confesor de la familia, un religioso devoto como pocos, al que he requerido  por si procede algún tipo de exorcismo que expulse de mi interior tan demoníaca pasión por la libertad. Incluso me  he prostrado gimoteando en el confesionario por algún tipo de absolución que expiara mis pecados políticos, pero el buen hombre me ha dicho que no hallaba señal alguna del Maligno, al menos en lo que se refiere a mi vida política (no así en otras facetas, para las que me ha impuesto, después de tantos años de ausencia del redil, una retahíla de oraciones penitenciales de aquí te espero. Maldita sea mi estampa)

De vuelta a casa, y releyendo una y otra vez con creciente exasperación y disgusto las opiniones que de mi tienen la señora Arrimadas y el señor García Albiol, he intentado asumir que la anormalidad a la que se refieren es exclusivamente política y social. Es decir, que en el régimen que ellos postulan vengo a ser algo así como el desviacionismo trotskista para Stalin, o el igualmente desviado aburguesamiento que tan eficazmente condenó Mao en la China de los años sesenta, lanzando a sus tan jóvenes como entusiastas Guardias Rojos a la caza de cualquier infortunado desviado/despistado de la ortodoxia del Gran Timonel.

Así que ante mí se ha dibujado de inmediato el panorama de una especie de Revolución Cultural, donde los “indepes” hemos de ser enviados a campos de reeducación en los que se nos rectifiquen las ideas y la conducta, y nos convirtamos, en virtud del duro trabajo manual y las lecturas sagradas de los padres de la patria, en bondadosos súbditos de la democracia a la española. De ahí, y en un salto conceptual vertiginoso, he llegado a la conclusión de que tanto el señor Albiol como la señora Arrimadas son en realidad maoístas camuflados y que planean sus discursos en virtud de los dictados del Libro Rojo, que debe ser una especie de biblia de cabecera de la derecha (lo cual explicaría meridianamente porqué ellos entienden que soy un peligroso filonazi). Acto seguido me he despertado de tan incómoda pesadilla con un nudo en el estómago, no sin seguir dándole vueltas el resto de la jornada al tema de la reeducación, que es algo en la que parecen empeñados el PP y Ciudadanos, hasta el punto de que si no nos reeducamos convenientemente, seguirán aplicando el 155 y enviando gente a la cárcel hasta que se nos pase esa tontería adolescente e injustificada de querer emanciparnos, que parece que sólo puede curarse mediante la aniquilación de las convicciones personales, por las buenas o por las malas.

Asumiendo así el papel de malvado desviacionista, he acudido por fin a un conocido sociólogo, al que mis preocupaciones han sumido en un estado de profunda perplejidad, primero, y de resonante hilaridad, después. Resulta que mi amigo el sociólogo me ha ilustrado sobre el hecho incontestable de que salvo las honrosas excepciones de Islandia respecto a Dinamarca, y de Chequia respecto a Eslovaquia, todos los procesos de emancipación nacional desde los Urales hasta el condado de Kerry, y desde mediados del siglo XIX hasta este tiempo han sido sucesivamente calcados unos de otros.  Es decir, según parece, no ha habido en Europa ni una sola independencia nacional que no se haya fraguado rompiendo la legalidad vigente. Con mayor o menor grado de sangre en las calles, pero siempre violentando la legalidad vigente, salvo los casos de Islandia en 1944 y de Chequia en 1993. Y conste que pongo Europa para acortar una relación que de otro modo sería interminable, pero en el resto del planeta ha sido igual; véase Estados Unidos, India o Congo,  como ejemplos de algunos otros continentes.

Y la europea no es poca cosa, porque me refiero a Irlanda, Italia, Grecia, Albania, Hungría, Polonia, Bulgaria, Rumania, Finlandia, Chipre, Eslovenia, Croacia, Bosnia, Macedonia, Montenegro, Estonia, Lituania, Letonia, Ucrania, Moldavia, Bielorrusia, Georgia, Azerbaiyán, Armenia y alguno más que no acierto a recordar. Todos ellos representan algo así como un tercio de la población europea. Un tercio de europeos anormales y delincuentes que no quisieron seguir sometidos a una entidad superior a la que tenían que llamar patria por imperativo legal, que no sentimental. Y que fueron acusados de lo mismo que se nos acusa a muchos catalanes. Y que fueron vilipendiados, insultados, agredidos, y perseguidos judicial y políticamente. Que fueron amenazados y sometidos violentamente por las fuerzas de seguridad. Que fueron tratados de terroristas y –como no- de golpistas. Y, por supuesto, que fueron purgados, encarcelados y fusilados a mansalva por su oposición al régimen imperante.

Así que, en resumen, mis temores son infundados, me dice el sociólogo, y asiente el historiador a su lado. No soy anormal ni carezco de honradez. No debo ser reeducado ni castigado por mis pecados independentistas. Tengo todo el derecho del mundo a que se me respete por mis ideas y no a que se me trate como a un enfermo o un psicópata, cuando precisamente, los psicópatas parecen estar en el bando contrario, y no se cansan de vomitar atrocidades contra lo que soy y lo que represento. Y por el camino he aprendido que, obviamente, la legalidad la diseñan y la administran unos (los de siempre); y la legitimidad va por otros derroteros, mayormente ilegales. Incluso le pasó a nuestro señor Jesucristo,- advierte más tarde mi antiguo confesor católico- cuando se rebeló contra la legalidad romana para traer al mundo la paz cristiana, mucho más legítima pero decididamente subversiva e ilegal para los Rajoy de la época. Lo cual sería reconfortante si no fuera porque las carreteras romanas acabaron con tantos cristianos crucificados en sus arcenes que aquello más parecían las obras de un tendido eléctrico que otra cosa.

No obstante, y consciente de la que la vida es muchas veces una pesadilla recurrente, brindo a mis adversarios (¿ángeles exterminadores?) unionistas la Solución Final. El lazo amarillo que llevo en mi solapa se puede convertir muy fácilmente en el célebre e infamante triángulo invertido que se cosía a las ropas carcelarias de los asociales y delincuentes en el Tercer Reich alemán (país que cito porque, al parecer, sus servicios secretos siempre han estado profundamente interesados en sufragar el ultranacionalismo español). De paso, ya ofrezco mi antebrazo izquierdo para que me tatúen el número de serie de mi anormalidad delictiva y así esté bien catalogado como un peligroso elemento asocial y psicopático. Y finalmente propongo que erijan en todas las autopistas un arco de entrada a Cataluña en el que rece la divisa “Arbeit Macht Frei”. De este modo el decorado será  lo más precisamente parecido al inmenso campo de concentración en el que tal vez les apetecza convertir Cataluña para nosotros,  los infames separatistas.

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