miércoles, 22 de noviembre de 2017

Lo bueno del 155

Puede parecer extraño que precisamente yo insinúe que el 155 haya significado algo positivo para el país, pero para aclarar dudas voy a recurrir primero a una analogía con la mecánica cuántica. En esta extraña disciplina todo conduce directamente a un principio probabilístico, que se formula en forma de una ecuación de onda, según la cual los objetos cuánticos no existen como tales en el espacio, sino como una densidad de probabilidad de encontrarlos en múltiples lugares o estados simultáneamente.

Eso es lo que viene a significar la célebre paradoja del gato de Schrödinger, según la cual, un gato en una caja cerrada conectada a un dispositivo que aleatoriamente puede matar al gato en función de si se activa o no una desintegración radiactiva con una probabilidad del cincuenta por ciento, está simultáneamente vivo y muerto (lo que se denomina técnicamente superposición de estados). Según la interpretación cuántica del proceso, no es posible saber previamente el estado del gato. Sólo cuando efectuamos la observación, la función de onda colapsa en un valor determinado y eliminamos la incertidumbre, y se nos da a conocer si el gato vive o muere.

En la vida social, y especialmente en política, podemos emplear esa analogía para afirmar que la situación general de un país es en general globularmente difusa, con una superposición de estados variados, y que sólo cuando se hacen observaciones precisas mediante experimentos bien determinados, el sistema colapsa y nos da una imagen mucho más exacta de lo que está sucediendo en algún ámbito concreto.

En España esto es lo que ha estado ocurriendo, con un marasmo de estados equívocos e indefinidos respecto a la cuestión catalana, y por eso, la analogía con la mecánica cuántica no es un disparate, sino una imagen muy poderosa del escenario antes y después de la crisis política de octubre. Rajoy, con la aplicación del artículo 155, ha venido a ser como el físico que abre la caja del gato y transforma el escenario probabilístico indeterminado en una solución precisa del  sistema acorde con una realidad concreta. Es decir, el artículo 155 nos ha permitido pasar de una imagen globular, difusa y emborronada de la realidad social española y catalana a otra mucho más fija, definida y enfocada. Y eso es muy bueno para que todos sepamos donde nos encontramos en este momento. Cuestión diferente es que la foto resultante tenga un aspecto mucho menos agradable de lo que podría esperarse en principio.

En primer lugar, hay que constatar que la celebrada “Marca España” ha quedado muy tocada internacionalmente, al menos en el plano socio-político. La incapacidad de manejar con sutileza y mano izquierda las tensiones internas, sumada a arengas muy poco democráticas sino más bien trogolodíticas como la internacionalmente famosa “a por ellos”, ha hecho muchísimo daño en el exterior.  Cualquiera que tenga contactos en el extranjero puede dar fe de ello, con independencia de su orientación política. España acaba de rebajar su prestigio internacional a la categoría de las repúblicas del este de Europa, o aún peor, al de esa Turquía que ahora Europa ve como a una apestada cuyo ingreso en la Unión es prácticamente inviable.

En concordancia con ello, el gobierno español se ha retratado como uno de los más autoritarios a la par que incapaces de generar diálogo en un país más necesitado de él que nunca. La consecuencia ha sido evidente, y la rigidez gubernamental y su incapacidad de reconducir la situación  de un modo que no fuera meramente monolítico y electoralista le ha pasado factura, en forma de un “apoyo incondicional pero con advertencias” respecto del que los medios españoles sólo han destacado el apoyo de los gobiernos europeos al gobierno de Rajoy, y han omitido lo que todo el mundo que tenga un pie mental fuera de los Pirineos ha visto: que las advertencias contra el uso de la fuerza y el autoritarismo han sido más bien severas, y sobre todo, que el 155 no podía aplicarse tan a largo plazo como deseaba el gobierno español. De ahí que, pese a la rotunda oposición de toda la patronal, las elecciones se hagan el primer día posible, laborable para más inri, cosa no vista por estos pagos desde hace un tiempo inmemorial.

Una tercera consecuencia es que el mundo entero ha visto que España es un país sometido a muy fuertes movimientos tectónicos sociales, que al igual que con las placas de nuestro planeta, periódicamente desencadenan seísmos de mayor o menor intensidad, y que ponen de relieve que España es zona sísmica de alto riesgo y que no puede descartarse un terremoto de magnitud importante  en un momento u otro de  su futuro. En esta situación, resulta absurdo pretender negar la evidencia. Y aún es más absurdo pretender desmontar los argumentos del adversario remontándose a cuestiones arcanas y lejanas en la historia. Los hechos son los hechos, y si la cuestión catalana tiene razón de ser  o no es totalmente irrelevante, porque lo que importa es que está ahí y no va a desaparecer por el mero hecho de negarla, del mismo modo que la falla de San Andrés cruza California y un día se tragará Los Ángeles, por más que  sus habitantes pretendan vivir como si no fuera a suceder. La diferencia estriba en que mientras la tectónica de la Tierra es impredecible y sus consecuencias son casi inevitables, la tectónica social puede modularse, controlarse y minimizar los daños con las solas herramientas del diálogo, las políticas a largo plazo y eliminado una agresividad que sólo encabrona más al personal. Y también asumiendo  que en un país, por grande que sea, o precisamente por ello, no puede aplicarse el rodillo político y tratar a toda la población por igual, lo cual requiere de cierta explicación.

Lo cierto es que el problema catalán es -en un porcentaje muy importante- un problema económico y de una solidaridad interregional muy mal entendida, como si fuera obligatorio mantenerla eternamente sin exigir nada a cambio. Países mucho más ricos, como Estados Unidos, no tienen ningún mecanismo institucional que imponga al gobierno federal la obligación de compensar a los miembros de la federación, y de ahí que haya casos históricos de unos cuantos estados al límite de la quiebra (Minnesota, Illinois y algunos más), y que diversas ciudades –como ejemplo sonado y famoso, Detroit- se hayan tenido que declarar judicialmente en quiebra.  Es decir, la democracia y el estado de derecho no eximen de la responsabilidad de que cada palo aguante su vela una vez transcurrido un tiempo prudencial, y eso es lo que no ha sucedido en España en los últimos cuarenta años (que ya son años para poner remedio al sur español), y esta cuestión de fondo es de la que se hacen eco internacionalmente en todos los foros serios, cuestionando la tremenda parcialidad de los sucesivos gobiernos españoles a la hora de fijar los criterios de financiación de las diversas regiones en clave estrictamente electoral.

Otro hecho que ha quedado claramente demostrado para todo observador imparcial es que España dista mucho de ser una sociedad abierta. Con franco horror, muchos europeos comentan el espeluznante espectáculo de intolerancia y agresividad que se vierte en las redes sociales, con una clara predominancia de la derecha . Lo cual confirma el hecho de que el franquismo, en todas sus variantes, está bien vivo en la sociedad española, y no específicamente a nivel político, sino permeando a todas las capas sociales. La sociedad española no ha superado los siglos de gobiernos autoritarios y de represión y prácticamente cada español lleva en su ADN un gen de la intolerancia y la cerrazón que se activa con una facilidad pasmosa. Que las divergencias políticas se diriman a cuchilladas en twitter es algo que no ayuda precisamente a mejorar la imagen de España y la de los españoles, que vuelve a estar al nivel de cuando se consideraba a todo ciudadano al sur del los Pirineos como un auténtico bruto cargado de fanatismo y rencor hacia el adversario. Algo que constatamos incluso entre las clases universitarias y con supuesta formación, que se dejan llevar arrebatadas por discursos incendiarios e insultos sonrojantes.

En el aspecto puramente político, la aplicación del 155 ha tenido un curioso efecto vintage: la foto ha quedado en tonos sepia. No sé qué pretenden el señor Rivera y sus Ciudadanos, pero la imagen de su discurso actual es clavada, literalmente, a la del Partido Radical de Alejandro Lerroux en los años veinte y treinta del siglo pasado. No quiero extenderme en comparaciones y recomiendo al lector interesado que acuda a las bibliotecas y hemerotecas y descubrirá con cierto asombro como partes enteras del ideario (y de los discursos) lerrouxistas se han incorporado sin ningún género de dudas al posmoderno discurso de C’s. Es decir, el de un partido de derechas sin complejos pero laico a más no poder, republicano y notoriamente patriótico y anticatalán. Y muy dado a las actuaciones contundentes, como demuestra el hecho de que fue el “Ciudadanos” de 1934 el encargado de la brutal represión de las huelgas en Asturias, por si alguien no lo recuerda  con claridad.  Lo que sí es evidente es que las maniobras actuales en la política española remedan las de los convulsos años  de la segunda república, sólo que ahora no tenemos república, sino una monarquía más que cuestionada en media España y cuyo prestigio ha caído a los niveles más bajos que se pueden recordar desde su restablecimiento. Un prestigio que ya no recuperará jamás.

Por otra parte, la tan comentada fractura social ha resultado ser, en definitiva, el catalizador de muchos indecisos, normalmente despolitizados y apáticos, a quienes la descarga eléctrica del "procés" ha hecho tomar conciencia ciudadana en un sentido u otro, lo cual es positivo de por sí. Además, la fractura social ha consistido en aflorar temas que siempre han estado ahí, pero que por diversos motivos estaban enterrados profundamente en los cimientos de la sociedad catalana  y resultaban casi imposibles de desentrañar. La sacudida independentista ha removido las losas que pesaban sobre la conciencia colectiva y ha permitido aflorar la realidad  de una Cataluña que si era una balsa de aceite, era básicamente por autocensura. La lástima es que la discusión se haya llevado en la mayoría de las ocasiones por trazados pasionales más que racionales, pero eso es lo habitual cuando se tienen políticos que más que bomberos son pirómanos en busca de su particular incendio.

Todas estas cosas, y algunas más, son lo que nos ha dejado de bueno la aplicación del artículo 155 en Cataluña. Todos hemos quedado retratados, escaneados y escrutados en lo más íntimo. La España de 2017 ya  no es una entidad globular y difusa, presuntamente democrática y abierta; sino un fotograma congelado en alta definición que nos muestra cómo es en realidad en toda su miseria colectiva, que es mucha, demasiada como para no sentir más que tristeza y náusea.

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