martes, 30 de julio de 2013

Presunciones

Están todos los mangantes que tenemos por políticos en este país esperando que llegue el mes de agosto como si fuera agua de mayo, para que afloje la presión pública sobre sus desmanes pasados  (y también presentes, me temo). Amparados en la presunción de inocencia y en lo frágil que es la memoria, confían en que pase el chaparrón para poder seguir amorrados a la ubre pública unos cuantos lustros más. Con la bendición ciudadana, que para eso somos imbéciles de remate.
 Porque si salen indemnes de ésta va a ser culpa nuestra, de todos los súbditos aborregados que nos quejamos mucho pero hacemos poco, muy poco. Y que haremos aún menos en las próximas elecciones generales, para regocijo de toda esa casta de sinvergüenzas que nos meterán el miedo en el cuerpo si nos desviamos lo más mínimo del guión establecido y pretendemos votar a alguna lista alternativa y limpia. Sobre todo si está limpia. Ya se encargarán ellos de llenarla de mierda real o ficticia, para luego enviar a los cerdos en tropel a que hocen en ella cuanto más mejor. Eso sí, a ellos, los hombres del maletín rigurosamente en negro, que no les digan lo más mínimo, que la presunción de inocencia les ampara.
Digo yo que la presunción de inocencia es uno de los pilares de una justicia efectiva, pero que esconderse tras ella cuando se trata de asumir responsabilidades políticas es de un descaro apabullante. Con independencia de los indicios delictivos que queden finalmente probados o no, la responsabilidad de los políticos va más allá de lo meramente “legal” y deben asumirla incluso cuando resultan penalmente inocentes. O no culpables, que no es exactamente lo mismo, porque en la mayoría de las ocasiones, una declaración de no culpabilidad no es más que la asunción pura y dura de la imposibilidad de probar más allá de toda duda  la participación del imputado en los delitos que se le atribuyen.
 Aún así, la no culpabilidad penal no es excusa ni escudo tras el cual parapetarse para proseguir en la actividad política, sobre todo cuando es clamoroso que uno ha participado en tramas tal vez no totalmente punibles por la vía penal, pero desde luego muy vergonzosas desde la perspectiva de la ética ciudadana. Y para los fieles votantes del PP. aún más desde la perspectiva eclesial, ahora que el nuevo papa Francisco advierte a todos los católicos que él, como líder de la iglesia, no está para tantas hostias, nunca mejor dicho, como las que derivan de la corrupción, la codicia y la ambición desmedida por el poder y el dinero.
Hay que ser auténticamente miserable, a la vista de lo que día sí y día también se va desvelando de las sucesivas tramas de corrupción que han asolado el país durante los últimos veinte años, para pretender continuar en la actividad pública como si tal cosa, sólo porque un tribunal no ha emitido un veredicto condenatorio. La peor de las condenas debería ser la condena civil, la infamia popular, la lapidación ciudadana ante hechos que no necesitan ser probados porque ya son más que clamorosos. La carga de la prueba debe ser de los órganos judiciales, en efecto, pero la condena social ante hechos tan patentes debe tener mucho más peso político que una sentencia de inhabilitación.
Pase lo que pase con los procesos actualmente en marcha, sean cuales sean las sentencias definitivas, no podemos obviar que estos hechos han sucedido realmente, y que la corrupción no dejará de existir por el mero hecho de que un tribunal se manifieste incapaz de probar los cargos contra políticos concretos. La ciudadanía no puede ser tan estúpida como para absolver al PP, al PSOE, o los demás partidos implicados por el mero hecho de que reciban la absolución judicial. No es lo mismo.
 Mil veces no es lo mismo: como ciudadanos nuestro compromiso ético está por encima de las decisiones judiciales, que pueden adoptarse como garantías jurídicas de diversos tipos, entre ellos el meramente formal. Son innumerables los casos en los que por tecnicismos jurídicos se han dado sentencias absolutorias incluso reconociendo que los hechos delictivos estaban probados, y la historia reciente de este país tiene unas cuantas muestras de envergadura que así lo prueban.
Cierto es que todos tenemos la obligación de proteger a las personas públicas de insidias, acusaciones sin fundamento e intoxicaciones interesadas, y que debemos ser cautos y sumamente escépticos ante determinadas revelaciones puntuales. Pero cuando el flujo de información es imparable, se produce desde diversos frentes –sobre todo si provienen de medios poco afines entre sí- y existen múltiples testimonios que acreditan una situación generalizada de corrupción, no debemos esperar nunca a que una sentencia judicial exonere o no a los implicados. Eso es lo que quieren ellos, es decir, la totalidad de la clase política hasta ahora impune. El veredicto ciudadano ha de ser implacable, y por ello ha de excluir cualquier aspecto formal. Que los tribunales no puedan enviar a prisión a tal o cual imputado en una trama no significa que esa persona, por razón del cargo que ocupaba, no sea políticamente responsable de los desafueros cometidos, bien por acción o por omisión, y nuestra obligación es exigirle que se aparte de la vida pública de inmediato. Y si se trata de un cargo electo, impedir que sea reelegido.
 No nos equivoquemos: no serán las sentencias de los jueces las que regenerarán a nuestra clase política, sino la repulsa constante y permanente de la ciudadanía a su actuación. Señalar con el dedo de la vergüenza y del oprobio a todos los que han permitido que la corrupción se extienda por el país, convirtiéndola en el peaje obligatorio de la mayoría de las decisiones políticas de los últimos años es un deber moral imperativo e inexcusable. La militancia o la afinidad política por unas siglas no nos exime de actuar con contundencia, aún más si los corruptos son miembros de nuestra formación preferida.
 No nos vale con ser del PP o del PSOE para hacer la vista gorda ante los desmanes cometidos, esperando mansamente que los políticos se autocorrijan, porque no lo van a hacer. No podemos hacer como ellos, es decir, mirar para otro lado o acusar al contrario del “y tú más” tan habitual en los últimos tiempos. Nos guste o no, seguir fieles al partido nos convierte en cómplices y alentadores de las prácticas que han hundido a España en la miseria moral y política más grave desde el siglo XIX.
 Seguir votándoles nos convierte en tan corruptos como ellos porque es decirles que pese a toda su inmunda actuación, seguimos apoyándoles por unas razones ideológicas que, en definitiva, se convierten en más importantes que la ética y que la misma supervivencia de la democracia. Si ellos siguen adelante, nosotros seremos los culpables. Sin excusas.

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