sábado, 20 de julio de 2013

Le Tour

Se acaba el Tour del centenario y es casi cita obligada hablar de su ganador y de la velada controversia generada a su alrededor. Para hablar de Froome y no herir suspicacias voy a comenzar hablando de otros deportistas que sirvan para la comparación. Hablemos, por ejemplo, de Usain Bolt. Un prodigio del atletismo de velocidad. A los 16 años ya se proclamó campeón del mundo junior y sus marcas daban a entender que se convertiría en un superclase en las distancias cortas.
Podría hablar también de Michael Phelps, que con 15 años ya se coló en una final de natación de los juegos olímpicos. O de Leo Messi, que a los 16 asombraba al mundo del futbol con una proyección portentosa. Incluso puedo hablar del golfista  Tiger Woods, que antes de los veinte ya había ganado tres torneos Open amateur de los Estados Unidos y con 21 ya había ganado dos torneos profesionales. También puedo mencionar a Pau Gassol, que con 21 años ya jugaba en la NBA, después de haber triunfado en el baloncesto español. El repertorio es inacabable.
No hace falta ser muy clarividente para ver por dónde quiero encaminar este artículo. Los grandes deportistas, los superclase, se gestan desde bien pronto y ya dan señas de su poderío desde muy jóvenes. Destacan pronto, y eso los hace especiales, porque todos los cazatalentos deportivos se fijan en ellos. Vienen después años de fogueo y pulimento, de escalar posiciones más o menos rápidamente. Algunos ven truncadas sus carreras prematuramente, por lesiones, falta de ambición o de espíritu de sacrificio. Lo que no se ve nunca es que un don nadie, alguien que no apuntaba otras maneras que las de un deportista del montón, se convierta en un crack, y mucho menos en una superestrella. Y aún menos de la noche a la mañana, sin progresión, sin triunfos menores.
Esto es lo que sucedía con Lance Armstrong, al que sólo los muy ciegos podían admirar sin reticencias. Su meteórica y brutal carrera se disparó repentinamente, mientras que no era más que uno más de tantos ciclistas profesionales, pero incapaz de gestar una carrera importante y menos aún en las Grandes Vueltas. Por usar el equivalente automovilístico, paso de cero a cien en menos de tres segundos con el mismo motor con el que hasta entonces no había sido capaz de adelantar a un miserable utilitario. Veredicto: motor trucado. Y sin necesidad de pruebas de dopaje. Hay cosas que son fisiológicamente imposibles, en la medida que no se puede forzar la fisiología de forma natural más allá de unos determinados límites. Y no me vengan con monsergas los espiritualistas new age, esos que creen que la mente lo puede todo. Mentira, rotunda mentira, pues existe un límite físico al rendimiento deportivo natural de un ser humano, cualquiera que sea su especialidad. Y cuando digo “un límite físico” me refiero a un límite marcado por las leyes universales de la física aplicadas al cuerpo humano.
Los periodistas franceses, que saben largo de estos asuntos, le pusieron en el punto de mira y no cejaron hasta que se demostró, con la inestimable ayuda de los puritanísimos perros de presa de la Agencia Antidopaje USA, que toda su carrera había sido una colosal trampa. Como ya dije en otra entrada anterior, las técnicas de dopaje van siempre un paso por delante de los sistemas de detección, y para eso la única solución es conservarlas muestras sanguíneas durante muchos años para poder determinar en un mañana lejano, las trampas del ayer. Mientras tanto, a disfrutar del éxito todo lo que se pueda.
Sin embargo, existe algo llamado sentido común que debería alertar a todos –seguidores fanáticos incluidos- de que en el presente se puede determinar que algo no va bien en la trayectoria de un deportista. Actualmente Usaín Bolt tiene 27 años y está en la cima de su trayectoria deportiva. Imaginemos que, de repente, aparece un muchacho que sólo hubiera corrido en unas cuantas ligas menores y con malos resultados, y a la edad de Bolt empieza a batir récords, y se planta como la segunda mejor marca de todos los tiempos. ¿Algún entrenador de atletismo se lo creería? Ninguno. ¿La federación internacional lo aclamaría? Por supuesto que no. Del mismo modo que la lógica dice que un utilitario no puede acelerar de cero a cien en tres segundos, los profesionales del atletismo saben que es rigurosamente imposible que aparezca un fulano desconocido que se ponga a emular a Bolt como si nada. Porque Bolt es un superclase, pero se ha labrado a lo largo de años de experiencia, desde las categorías inferiores. Como todos.
El señor Chris Froome es uno de esos espejismos en los que nadie con dos dedos de  frente y un mínimo conocimiento del deporte profesional, debería creer. “El mejor escalador del mundo”, le aclaman unos;  uno de los mejores contrarrelojistas del planeta”, le reverencian otros.  Obvio, pues a la vista están sus galácticos resultados. Como también resulta obvio, escarbando en su carrera profesional, que este ciclista nacido en 1985, no se había comido una rosca de mínima relevancia hasta el 2011, cuando concluyó en el podio de una gran vuelta con 26 años. Antes de eso, cero, nada, ningún triunfo relevante, lo cual resulta muy  sospechoso (siendo benevolente). Por poner un contraejemplo, uno de los mejores escaladores del momento, Nairo Quintana, que ha hecho revivir aquella saga de fantásticos ciclistas colombianos que fueron Lucho Herrero o Fabio Parra, ya había ganado con 20 añitos de nada el Tour del Porvenir, y con 22 años ya tenía varios triunfos de prestigio en el mundo profesional. 
Y sin embargo Froome, el ciclista que subía agarrado a las motos, como quien dice, porque no podía con su alma a la que se encadenaban dos puertos de envergadura, le metió una paliza en el Mount Ventoux sin levantarse del sillín. Cosa ya de por sí sospechosa, y aún más cuando lo hizo prácticamente en el mismo tiempo que cuando Lance Armstrong, dopado hasta las cachas, triunfó en esa misma montaña.
Este es el punto que genera dudas de Froome y sus jefes del equipo Sky, cuya ambición roza la temeridad. Si Armstrong, en la cima de su carrera y totalmente dopado, subió el Ventoux en cosa de un cuarto de hora y Froome le emula con sólo unos pocos segundos de diferencia, la cosa está para dudar, y mucho, de este ciclista. Los grandes deportistas se forjan poco a poco, en una progresión a veces acelerada, e incluso a veces explosiva, pero nunca partiendo de cero. Me juego los restos a que muchos profesionales del sector opinan –en privado y con la boca pequeña- que la preparación del equipo Sky es tan tramposa como la del US Postal de hace unos años. Sin necesidad de pruebas de laboratorio, sólo con la lógica, el sentido común y las leyes que rigen el universo en el que vivimos.
En definitiva, volvemos a lo que ya dije en otro momento: lo mejor sería dejar que todos se doparan, por el bien del espectáculo y por igualar un poco la competición entre todos los participantes. Porque en este momento, sólo los que disponen de altísima tecnología pueden permitirse el lujo de técnicas por ahora indetectables y que parecen de ciencia ficción (como el dopaje genético), pero que ya están llamando a las puertas de los deportistas de élite. Como un tremendo documental de la televisión alemana ZDF ya ponía de manifiesto en 2010, existía entonces una gran preocupación por la manipulación genética de los deportistas de élite a partir de las olimpíadas de 2012, y algunos especialistas de renombre apostaban por un dopaje generalizado de este tipo en las de Brasil de 2016. Desde el estreno de ese documental han transcurrido tres años, mucho tiempo para un campo en el que se están haciendo inversiones extraordinarias en investigación y desarrollo de la  biotecnología y la genética molecular.
O sea, que no estamos hablando de ciencia ficción, sino de programas actualmente en marcha para mejorar genéticamente el rendimiento del cuerpo humano. La lección es que hoy día sólo hay una cosa segura: seguirán existiendo métodos de dopaje indetectables que irán siempre un paso por delante de los esfuerzos de la comunidad. Y si no, al tiempo.

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