sábado, 10 de noviembre de 2012

En campaña

El otoño de 2012 se está caracterizando por una frecuencia extraordinaria de campañas electorales. Nada en contra -dios me guarde- de la difusión de los escarceos electorales, tanto nacionales como foráneos, con la que nos han obsequiado desde todos los medios de intoxicación de masas. Formo parte de ese grupo de los que no necesitan publicidad política para tener definida mi posición en cada convocatoria electoral, pero admito -aunque no la alcanzo a comprender- la posible existencia de ese 25 por ciento que se supone como masa de indecisos a la hora de expresar sus preferencias políticas en las urnas.

Sin embargo, hemos llegado a un punto de paroxismo en el gasto de las campañas políticas que difícilmente puede justificarse de forma racional. Cuando se lee, no sin perplejidad, que en las elecciones norteamericanas los dos candidatos en disputa se han pulido la nada despreciable cantidad de 1.500 millones (y da la mismo que sean millones de dólares que de euros, porque la cifra es astronómica en ambos casos), uno se empieza a cuestionar si no se habrá entrado ya en la era de la irracionalidad política absoluta, caracterizada por una maquinaria mediática hipertrófica cuya razón de ser habría que cuestionar desde la base misma del proceso democrático.

Muchas analogías veo con la ahora denostada carrera armamentística de la guerra fría, un proceso en el cual los arsenales se expandieron geométricamente como simple medida disuasoria para exhibir frente al enemigo hasta que resultó totalmente imposible, además de ridículo, mantener unas dotaciones de armas que bastaban para destruir varias veces el planeta. Una escalada que sirvió única y exclusivamente para enriquecer a los plutócratas del complejo militar industrial a costa de unos déficits públicos astronómicos, que pagaba religiosamente la gente de a pie, so pretexto de un equilibrio a todas luces inestable y que se podía alcanzar de otra amanera mucho más sensata. 

Los biólogos ya han señalado reiteradamente que las carreras armamentísticas evolutivas entre depredadores y presas tienen lugar siempre que la relación de costes y beneficios sea admisible para las especies involucradas, pues se llega a un límite en el que el coste del perfeccionamiento de la dotación ofensiva o defensiva de una especie en particular se hace a costa de otras funciones vitales del organismo, con lo que se pone en peligro la propia supervivencia. Como corolario se tiene que nada es gratuito en la selección natural, de modo que si, por ejemplo, una especie incrementa su velocidad de forma indefinida a lo largo de generaciones, lo será  hasta el límite en que la velocidad ponga en peligro su propia subsistencia, en forma de lesiones graves en las extremidades que le impidan la huida o la persecución. De modo que en estado natural, ninguna carrera evolutiva lo hace por la misma vía de modo indefinido, sino sólo hasta el punto que alcanza el límite del coste admisible. A partir de ahí, hay que buscar otras vías alternativas para cazar o tratar de evitar ser cazado.

Sin embargo, en el mundo de la política no parece haber fin a esa carrera de gasto desmesurado en las campañas publicitarias. Teniendo en cuenta lo que se juegan, que es el poder mangonear a gusto una nación durante más o menos cuatro años, resulta comprensible el encomio y el empeño que ponen en ello, pero si ponemos el acento en el hecho de que la política es más o menos bipartidista en casi todo el mundo desarrollado, y que las dos formaciones principales suelen medir sus fuerzas de forma más o menos equilibrada, nos encontramos con que una escalada publicitaria campaña tras campaña no conduce a nada bueno. Salvo que se considere beneficiosa la hipertrofia de los aparatos políticos publicitarios.

De entrada, todo este show es criticable por la inmoralidad que se trasluce en el fenómeno de que dos candidatos se disputen la presidencia de un país a golpe de talonario. Como si la democracia fuera una cuestión de quien es más rico, que es lo que uno intuye apesadumbrado cuando, como simple espectador, se dedica a analizar la saturación mediática a la que nos someten a medida que avanza la campaña y los sondeos se ponen "al rojo vivo", a mayor gloria y beneficio de los promotores de campañas, agencias de publicidad y empresas de análisis de mercados, que son quines se forran literalmente con este cuento.

Y todo por el voto de una cuarta parte del electorado, que es el porcentaje de indecisos que más o menos se estima que es el destinatario de tan masivo bombardeo. En las elecciones norteamericanas han votado unos 105 millones de ciudadanos, así que pongamos que en números redondos, la campaña efectiva iba dirigida a 25 millones de indecisos. Así que cada voto penosamente arrancado a ese titubeante electorado ha costado unos 60 euros por cabeza, lo cual resulta deprimente se mire como se mire, teniendo en cuenta las muchas personas que en el mundo viven con menos de un euro al día. Pero la pregunta del millón, la cuestión auténticamente incendiaria para cualquiera dotado de una mínima intuición y sensibilidad, radica en saber cuándo y dónde parará esta escalada brutal de los costes de campaña: ¿cuando cada voto efectivo cueste 100 euros?¿500 euros?¿1000?. Dicho de otro modo, ¿cuándo los costes serán prohibitivos y obligarán a un replanteamiento de las estrategias de campaña  que motiven a los líderes políticos a buscar otros métodos más racionales y económicos para difundir su mensaje?

Una cosa está clara: tiene que existir un incentivo para dejar de gastar de forma tan abusiva en los campañas electorales. Un incentivo que sea equivalente para los dos partidos en liza, porque de hecho, todos saben que si existiera una especie de limitación del gasto máximo -digamos 50 millones por partido- el resultado habría sido exactamente el mismo. En estas luchas de titanes, cada vez más parecidos a ese callejón sin salida evolutivo de los elefantes de mar, que han llegado a pesar mas de tres toneladas simplemente para disputar a otro macho de  tres toneladas el privilegio de poseer una hembra de peso diez veces menor, cualquiera medianamente inteligente es capaz de apreciar que llegado un punto de saturación del mensaje, el efecto es mínimo, y que lo único que se hace es incrementar el coste exponencialmente para obtener un aumento infinitesimal del rendimiento (para quienes les guste la velocidad, algo muy parecido ocurre con los coches deportivos: a partir de determinada velocidad punta, el incremento de cada kilómetro adicional  precisa de un aumento exponencial de la potencia, y por tanto del consumo, hasta hacerlo prohibitivo).

Así que  los políticos - si fueran racionales, ay- deberían encontrar un método razonable para reducir los costes de campaña hasta el nivel de máxima eficiencia con el mínimo coste. Lo que se llama optimización, vamos. Pero al parecer no están interesados en ello. Y aquí es donde entra en juego el factor que a mi me parece más perverso de todas las democracias occidentales: el coste no lo asumen los propios partidos políticos, sino que las campañas se subvencionan, directa o indirectamente, por grupos que  facilitan la financiación solicitando el voto para tal o cual candidato. El caso más evidente es el de los Estudos Unidos, donde las donaciones privadas para las campañas son perfectamente legales e incluso se permiten agrupaciones llamadas PAC (Political Action Commitee) que recaudan fondos para un determinado candidato.

De este modo, se configura la lucha partidista como el enfrentamiento entre grupos de presión económicos que subvencionan las respectivas candidaturas y pagan gustosamente el escalofriante coste de elevar a un tipo cualquiera a la categoría de presidente de los Estados Unidos de América. Claro que también sucede  que esos comités de acción política no hacen nada gratis: son auténticos lobbies cuyo apoyo el candidato electo deberá remunerar más pronto o más tarde, en forma de concesiones de carácter político, social o económico. Lógico.

Lógico pero antidemocrático. Porque de este modo se configura la democracia como un sistema de varias velocidades, en los que unos electores -los gratuitos- son perfectamente prescindibles una vez concluidas las votaciones; y otros electores -los de pago- tienen una clarísima ventaja a la hora de ver satisfechas sus reivindicaciones, porque son los que firmaron un abultado cheque que aupó al señor presidente al cargo. Algún cínico dirá que eso es normal porque es lo que pasa con todo hoy en día: el cliente gratuito carece de derechos; para el cliente de pago todo son ventajas, sobre todo si es cliente clase premium, en cuyo caso tiene acceso garantizado a todos los beneficios del servicio prometido, copa de cava incluida. Claro que una cosa es la economía y otra la democracia. O tal vez no.

Porque lo que ya podemos constatar no es que sólo la política esté corrompida por los intereses de determinados grupos económicos, sino que es el propio mecanismo esencial de la democracia -la base sobre la que se asienta- el que ha sido atacado por el mercantilismo más puro, ante la total indiferencia de los candidatos (uno tiende a preguntarse si no es sólo indiferencia, sino ya una marcada complacencia ante el gasto desorbitado de las campañas, porque es de todos sabido que cuando concluya su mandato, ese mismo carrusel mediático-publicitario les permitirá vivir más que razonablemente bien del cuento de las conferencias, los asesoramientos, los sillones de los consejos de las grandes corporaciones y un variado sinfín de prebendas anejas al poder político.

Así que hemos llegado ya al sistema de la democracia entendida como un proceso mercantil más, con su diversas categorías de clientes, y su diversa gama de prestaciones. Vamos, que de hecho ya no somos ciudadanos, sino socios de un club de compras. Unos con la tarjeta básica, otros con la gold, y los menos, con la platinum, todo ello en función del gasto que hayamos hecho en la campaña electoral del triunfador. Así que si regresamos al asunto del incentivo por racionalizar el gasto creciente en publicidad política veremos que es inexistente, que ningún político tiene la menor motivación para reducir esa loca carrera de beneficios para unos pocos y de exclusión de la mayoría. Sinceramente, no puedo evitar la impertinencia de escribir que para eso era mejor la época en que los votos se compraban directamente y sanseacabó. Al menos todos tenían la oportunidad de sacar algo de tajada, y no sólo determinados grupos especialmente privilegiados.

A mi me parece que los políticos deberían volver a conectar con la ciudadanía asumiendo que al menos  tienen la obligación de salvaguardar la esencia de los principios electorales. El mecanismo electoral debería ser sagrado, y esa sacralización debe provenir de su imparcialidad. Cualquier mecanismo que desvirtúe  el principio de igualdad e imparcialidad del voto es una perversión moral y pone las bases del fin de la democracia. Debería actuarse con urgencia en todos los países democráticos para consagrar lo que a mi me parecen dos principios de salvaguarda esenciales de un proceso electoral limpio.

En primer lugar, ha de limitarse el gasto de cada campaña electoral mediante  leyes que limiten el coste de campaña en relación a un estándar fácilmente comprobable. Por ejemplo, un importe máximo por cada ciudadano con capacidad de voto. En segundo lugar, limitando la duración de las campañas. Hoy en día, con la profusión de las redes sociales, el acceso casi universal e internet y la globalización de los medios de comunicación, no es preciso que una campaña electoral dure más de una semana o diez días a lo sumo. Vivimos en un mundo saturado de estímulos publicitarios y de comunicación, por lo que ya no son necesarias aquellas viejas campañas electorales maratonianas con los candidatos desplazándose en caravana por toda la nación durante semanas para pedir el voto, como si fuera el Circo Ringling.

Salvo que realmente nos guste el circo y además pagar entrada por un espectáculo gratuito. En cuyo caso tal vez sigamos siendo ciudadanos, pero con toda seguridad seremos bastante estúpidos.

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