miércoles, 14 de noviembre de 2012

El miedo

En este 14 de noviembre de huelga general plantada justo en medio de una campaña electoral catalana muy sesgada por las tensiones  entre soberanistas y españolistas resulta más palpable que nunca que lo que se ha instaurado definitivamente como motor de la política en España es el miedo.  El miedo a la más mínima movilización en un sentido que no sea el deseado por el poder político-económico; el miedo a cualquier alternativa creativa u original que desafíe las convenciones generalmente aceptadas en una Europa también dominada por el miedo, un miedo instigado por Alemania y sus satélites; el miedo a explorar otras formas de construir un país; el miedo reverencial a los poderes a los que una gran parte de la población ve como los protectores y guías que no son; el miedo a la ruptura del statu quo vigente en la Europa occidental desde la caída del muro de Berlín; el miedo prácticamente a todo lo que no sea inmovilismo total y absoluto. Un miedo que ya Baltasar Gracián plasmó como genuinamente español: “En tiempos de tribulación, no hacer mudanza”
Aficionado como soy a las analogías científicas, y en particular a las biológicas, no puedo resistirme a señalar que el miedo, que es un mecanismo saludable de preservación de los individuos y de las especies, tiene componentes extraños y que a veces son claramente contrapuestos. El miedo lo mismo puede paralizar –provocando una inmovilidad absoluta-, lo cual es una estrategia adoptada por diversas presas frente a depredadores que sólo reaccionan ante el movimiento. Pero el miedo también puede preparar para una reacción de huida; o lo que es más relevante para el caso que nos ocupa, puede generar una reacción de ferocidad extrema cuando la teórica presa se encuentra acorralada en un callejón sin salida. Cualquiera  que haya intentado cazar una rata sabe a lo que me refiero, y si no lo sabe, mejor que no trate de experimentarlo.
Así que el miedo provoca conductas paradójicas, según sea la naturaleza de su causa, la intensidad de la señal, la percepción del riesgo y otros factores, pero lo interesante en diversas especies, y muy claramente en la humana, es constatar que el miedo puede devenir en rabia descontrolada, en una explosión de furor que se lleve por delante a todos los estamentos establecidos. Por ello, jugar con el miedo de toda una sociedad es emular al doctor Frankenstein, con el grave riesgo de que la criatura se desmande y resulte imposible contenerla. Y una sociedad a la que ya no paralice el miedo es un ente temible, revolucionario.
El miedo siempre favorece a la derecha, obviamente. Cualquiera que sea la estructura política de un país, el ala derecha siempre representa el inmovilismo, el que nada cambie si no es en beneficio de unas élites minoritarias. Por tanto la derecha utiliza el miedo como herramienta política sistemática. Tanto da que se trate del PP español, como del PC chino: ambos tratan de gobernar con el miedo como ancla de un sistema claramente derechista (por más que en China el partido se proclame “comunista”). Un miedo que en el caso chino se manifiesta en la más que probable utilización de la fuerza y la represión para dominar a los disidentes; y en el caso del PP y sus adláteres mediáticos  mediante la provocación del miedo cerval al cambio en los sectores más vulnerables de la sociedad, a saber, en los jubilados y en la clase media-baja, de escasa formación y que normalmente se encuentra en situación de precariedad laboral.
Y ya que menciono a las compinches mediáticos del miedo, en  algunos casos como el de “tabloides” tipo La Razón o La Gaceta la cosa llega a extremos que serían hilarantes, si no fuera por la terrible constatación de que muchos ignorantes se creen a pies juntillas sus dinamiteras primeras páginas y editoriales (hago un inciso para aclarar que utilizo el término tabloide no por el formato de esos diarios, sino por sus insultantes contenidos, más propios de la prensa sensacionalista británica. En todo caso, asumo que su mejor formato sería el de rollo de papel higiénico: tal vez así resultarían útiles en algún sentido a las personas normales, entendiendo por normalidad la posesión de cierto criterio y juicio crítico).
Ciertamente el PP siempre me ha parecido una formación política detestable y peligrosa, por los muchos tics autoritarios, cuando no netamente fascistoides, que ha exhibido durante sus años de mandato; pero más triste que eso me resulta que sea incapaz de articular un discurso político sobre la ilusión por un proyecto de futuro. Desde que ganó las últimas elecciones generales y, dicho sea de paso, perdió la posibilidad de configurarse como un partido realmente moderno, alejado del franquismo y del neoliberalismo extremo por igual, lo único que motiva a los dirigentes del PP es el miedo. No el suyo, sino el que tratan de infundir a la población en general, en todos los ámbitos, en todos los frentes, de todas las maneras posibles.
Nos tienen pues, así, como conejos inmóviles frente al lobo, esperando a que nos asesten el mordisco definitivo en la cerviz. Y ellos, los lobos del PP, tan ufanos, aullando  su poder a los cuatro vientos, y llenando titulares con sus barbaridades apocalípticas, como si lo que estamos viviendo no fuera ya un apocalipsis del sistema social y económico que surgió de las ruinas de la segunda guerra mundial.
Y además debemos asumir que de las cenizas de esta sociedad no renaceremos cual ave fénix, que es el cuento que pretenden hacernos creer los dirigentes del PP y sus amigos neoliberales, sino que nos espera un futuro mucho más oscuro y complicado del que nos sugieren. Ellos hablan de la senda para relanzar la economía, pero saben perfectamente que esa senda quedará sembrada de cadáveres. Así pues utilizan todo su poder comunicacional para convencer a los ignorantes  -que son mayoría- de que su receta es la correcta, y que cualquier otra es la vía directa al Armagedón definitivo.
El problema es que ni ellos mismos saben cuál será el resultado de su receta. Como los antiguos alquimistas, trabajan a ciegas partiendo de unos supuestos que nadie ha podido confirmar ni reproducir, porque nunca en la historia se ha dado un cuadro semejante al que estamos viviendo hoy. Son solamente aprendices de brujo que pretenden ser dioses, y así lo fingen ante nosotros. Y encima nos conminan a seguir su estela porque al final está la luz, una luz que sólo ellos ven, porque igual que lo fue Zapatero, ellos también son unos iluminados. Iluminados por la escuela de Chicago, menuda iluminación.
Y a medida que se confirma, cada vez más claramente, que de esta no saldremos ilesos siguiéndoles a pies juntillas, y cuando hasta el FMI empieza a discrepar de forma pública y notoria de las políticas que se están aplicando en Europa (nada me regocija más que ver a dos titanes de la derecha mundial enfrentados y exhibiendo plumaje y espolones como gallos de pelea), cada vez añaden unos cuantos litros más de esencia de pánico a su pócima, que no tiene nada de mágica: es un veneno hecho de miedo y mentiras.
Miedo y mentiras. Lo único que sabe administrar el PP a la ciudadanía de este país. Y cuando salgamos de esta, rotos anímicamente, fracturados socialmente y totalmente empobrecidos económicamente, con una sociedad más cercana a la de Mad Max que a la de un ideal de armónico equilibrio, aún nos dirán con sorna: “Lo veis, nosotros os hemos sacado de la crisis, aquí estamos, creciendo de nuevo”. Y no dejarán de tener su parte de razón, porque llegados al final de esta caída libre, solamente queda el suelo, y no hay más remedio que despanzurrase o rebotar. Así que el PP, parafraseando el chascarrillo clásico y de incierta autoría,  nos lleva de derrota en derrota hasta el triunfo final; o de victoria en victoria hasta la derrota final, tanto da. Porque las derrotas serán para la ciudadanía; los triunfos, para los plutócratas, que serán los dueños de las migajas que queden de un estado que un día se llamó del bienestar.
Y conste que no me parece importante ser parte de los ciudadanos derrotados por las indignantes estrategias del miedo del PP y sus tropas de choque mediáticas. Lo que me parece importante es que si nos derrotan con su ponzoñoso miedo, sepamos por qué ha sido, y que si caemos, lo hagamos proclamando a los cuatro vientos las mentiras que sistemáticamente utilizan para tratar de perpetuar a los depredadores de su especie, auténticos Aliens de la política, por los siglos de los siglos.
Aunque lo mejor sería que dejase de atenazarnos el pánico al futuro y nos enfrentáramos a ellos y a sus mentiras como se merecen: con arrojo, con entereza, con rabia y con la voz bien alta. Que nos dejásemos de parálisis conejil y que empezáramos a repartir mandobles, metafóricos y de los otros, si llegara el caso. A  fin de cuentas, nuestra sociedad se me antoja cada vez más parecida a aquellos trenes cargados de judíos que llegaban a Auschwitz o Treblinka: resignados, pasivos, callados, incapaces de rebelarse. Aceptando su destino, el único camino posible, les decían. Lo mismo que a nosotros.
Así les fue. Así nos irá.

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