sábado, 24 de noviembre de 2012

Lo impredecible y los brujos de la tribu

Interesante artículo de Juan Carlos Ortega en El Huffington Post. Habla de economistas, y de cómo nunca se ponen de acuerdo, y de que sus debates siempre son monólogos llenos de datos pero sin ningún punto de acuerdo. Y se sorprende de que esta tremenda, y sobre todo permamente, disparidad de criterios nunca ocurre en la ciencia. La ciencia de verdad, claro.

Ya he insistido anteriormente en que la economía no es una ciencia tal como se reconoce en el sentido estricto, por la sencilla razón de que las hipótesis científicas siempre pueden ser sometidas a ensayos, verificaciones y comprobaciones, y pueden ser refutadas. La cualidad de la posible refutación de una hipótesis (aunque al final resulte cierta) es la base sobre la que se configura el método científico, y para disgusto de quienes pretenden que la economía se puede expresar mediante modelos matemáticos, ninguna teoría económica puede ser puesta a prueba de este modo. 

No hay ensayo posible, ni experimentación ninguna, que permita esclarecer la demostrabilidad de las teorías económicas más allá de algunas vaguedades muy simplificadoras (como la ley de la oferta y la demanda) que se ajustan a ciertas correlaciones experimentales debido a que hay muy pocas variables implicadas y pueden ser tratadas mediante algún modelo matemático sencillo. Pero lo cierto es que en la economía real existen demasiadas variables implicadas, y por otra parte pequeños ajustes en algunas de ellas provocan grandes cambios en los resultados finales. Algo que tiene mucho que ver con la teoría matemática del caos, que echa al traste cualquier intento de aproximación veraz al mundo de la economía real.

El caos matemático es determinista. Es decir, que dados unos valores de entrada se pueden formular unos valores de salida concretos. O dicho de otro modo, conociendo todas las causas que actúan en un sistema en un momento dado, podemos predecir con exactitud todos los efectos que se producirán. Pero por la propia naturaleza del proceso caótico, lo que sabemos es que variaciones muy pequeñas en algunos de los datos de entrada provocarán efectos muy alejados entre sí. Ese es el problema de la meteorología, que es una ciencia determinista pero caótica, por lo cual los ajustes finos que se necesitan en los datos de entrada son muy susceptibles de provocar grandes cambios en el resultado, que cada vez se alejan más de lo esperado a medida que el sistema evoluciona en el tiempo. Por eso es casi imposible efectuar una predicción meteorológica a más de cuatro días vista.

En economía hay tantas variables como en meteorología, si no más; con el problema añadido de que la teorización matemática de los modelos no se somete a ningún consenso universal, sino que es más bien cuestión de la ideología de cada escuela económica. Como es bien sabido, ideología y ciencia casan muy mal, porque en cuanto la ideología se apodera de los modelos matemáticos, lo hace introduciendo parámetros ajustables ad hoc que confirmen los resultados esperados inicialmente. Eso es todo lo contrario del método científico, porque cuando la ciencia pone a prueba una hipótesis, lo hace proclamándola a los cuatro vientos para que otros científicos de todo el mundo puedan reproducir los ensayos, ponerlos a prueba y demostrar si los resultados casan con la realidad o no. El acientifismo es muy peligroso, y como anécdota basta señalar que fue así como Trofim Lysenko se cargó literalmente toda la fecunda escuela de la biología rusa, y especialmente la genética, durante la época del estalinismo, porque sus convicciones ideológicas le hacían estar en contra de la evidencia científica. En definitiva, estaba en contra de la teoría de la evolución porque Lysenko, un iluminado, tenía una particular visión de ella: la llamaba teoría materialista de la evolución y fue una auténtica catástrofe para Rusia durante muchos años, ya que se impuso de forma política, pero no razonada, como el modelo estándar de la biología soviética.

Iluminados ideológicos como Lysenko los tenemos a docenas en el campo de la economía, y no son personajes anónimos, sino famosos profesores eméritos de distinguidas universidades que se prestan a su cháchara especulativa. Eso es tan curioso como si hubiera un departamento de Astrología en Harvard o de Alquimia en el MIT. En economía, lamentablemente, y por mucho que se haya instituido un premio Nobel (más que devaluado) para premiar a los insignes economistas que publican complicadísimos modelos matemáticos, lo que se hace sistemáticamente es introducir parámetros ajustables para hacer concordar el modelo con la realidad. Algo que durante siglos hicieron los astrónomos primitivos hasta que Kepler le dio la vuelta a la tortilla. Por poner un ejemplo, la cosmología ptolemaica, que situaba a la tierra en el centro del universo, adoptó numerosos y muy sofisticados parámetros ajustables para hacer coincidir su modelo con las observaciones reales. Lo mismo que Milton Friedman y sus amiguetesde la Universidad de Chicago, por un decir.

Eso es hacer trampa en ciencia. Hacer coincidir el modelo a posteriori con los resultados observados es exactamente lo que hacen los economistas de todas las escuelas. Por eso son tan buenos prediciendo acontecimientos pasados, pero casi nunca aciertan con el futuro. Tres son las causas fundamentales de su fracaso: en primer lugar, la excesiva ideologización de los modelos que usan; en segundo lugar, cualquier modelo económico debería tener en cuenta centenares de variables que no sólo no son tenidas en cuenta, sino que además han de ser necesariamente eliminadas porque en caso contrario, ni los más potentes ordenadores del futuro serían capaces de tratar todos los datos posibles; y en tercer lugar, el más que previsible escenario de matemática caótica en el que se encontrará cualquier teoría económica que no sea una burda simplificación.

En consecuencia, lo único que hacen muy bien absolutamente todos los economistas es especular en función de sus creencias y expectativas, y así no hay quien se los pueda creer, salvo al parecer los políticos, que son otra casta cuyo visión del mundo coincide con la de aquéllos. Es decir, una visión absolutamente acientífica e ideologizada. Especulativa, en suma.

Pero es que existe otro factor que hay que tener en cuenta y que resulta de lo más revelador. Como muy bien dice Nassim Taleb en sus libros El Cisne Negro y ¿Existe la Suerte?, la vida real está hecha de sucesos impredecibles. Los sucesos altamente improbables están ahí, y nadie es capaz de predecir cuándo ni dónde aparecerán. Esto es especialmente atractivo e intrigante en economía, porque aunque muchas de las tendencias futuras pueden ser más o menos nebulosamente previstas, nunca se puede tener en cuenta el espectacular efecto que puedan tener en el futuro determinados acontecimientos que a primera vista podrían parecer menores. La historia reciente está llena de ellos, pero sólo pondré un ejemplo: en el año 2005 no había ni un sólo estudio que pusiera el énfasis en la tremenda importancia económica que llegarían a tener las redes sociales pocos años después. Más que nada, y por mucho que les duela a toda esa caterva de bien pagados "científicos" económicos, porque nadie fue capaz de imaginar que una sola de ellas, como Facebook, alcanzaría la espectacular cifra de 1.000 millones de usuarios, que actúan de forma viral intercambiando mutuamente datos que inciden mucho en sus decisiones como consumidores.

A esta notable impredictibilidad del comportamiento social, que tiene una trascendencia económica altísima, se enfrentan continuamente los economistas cuando tratan de dar forma a sus teorías. Por supuesto que lo único que consiguen es crear parches que justifican los sucesos ya ocurridos, y que concuerdan a base de martillazos matemáticos. Tremendo, sobre todo teniendo en cuenta los sueldos que les pagan.

La evolución social es la máquina que alimenta todo el sistema económico. Como tal, es extraordinariamente compleja e impredecible. Es un cisne negro en su conjunto, una caja cerrada de la que obtenemos resultados  pero a cuyo interior es imposible acceder para desmenuzarla en sus componentes, analizarlos y luego copiar su funcionamiento para reproducirlo a voluntad. Eso es total y absolutamente imposible, salvo que hagamos una serie de simplificaciones tan brutales que sólo sirvan como ejemplo de como no funcionan las cosas en realidad. La economía no sólo está condicionada en muchas ocasiones por el azar y los sucesos altamente improbables, sino que cuando no es azarosa es caótica y resulta en un ovillo imposible de desenmarañar, salvo que hagamos la ímproba tarea de ir cortando trocitos para después anudarlos en un nuevo cordel que sólo presuntamente es el mismo que teníamos al principio. Trampa, trampa, trampa.

Y esa es la razón por la que los economistas son los nuevos hechiceros de la tribu, poseedores de un oscuro y artificioso conocimiento que ocupa toneladas de literatura, otorga cátedras en prestigiosas universidades y copa los sillones de gobiernos e instituciones económicas. En lo más profundo de su ser, e igual que el hechicero que subyuga a su tribu con trucos que sólo él conoce pero que son totalmente inefectivos, los economistas deben acostarse cada noche con la sensación de ser unos grandes y bien retribuidos estafadores. Un colectivo poderoso pero cuyo "conocimiento" está teñido de irracionalidad y anticiencia, y que aún así mueve el mundo del siglo XXI con el combustible de su irracionalidad. En este sentido, la economía se parece mucho más a la magia y sus invocaciones que a cualquier ciencia que se precie.

No quiero acabar esta entrada sin dar una imagen de la magnitud del problema con el que se enfrenta la economía para que así cualquier lector pueda darse cuenta cabal del punto de fraude que existe en toda la teoría económica matemática. Existe en física clásica un problema conocido como el problema de los tres cuerpos. Consiste en determinar, en cualquier instante, las posiciones y velocidades de tres cuerpos, de cualquier masa, sometidos a su atracción gravitacional mutua y partiendo de unas posiciones y velocidades dadas. Sus condiciones iniciales son sólo 18 valores. Pues bien, este problema es irresoluble por el método general, y además algunas de sus soluciones aproximativas son caóticas. Con este ejemplo quiero poner de manifiesto que el mundo real es de una complejidad extraordinaria incluso en temas aparentemente tan sencillos como tres bolas de billar moviéndose por el espacio, y que lo único que podemos hacer para enfrentarnos a ello son aproximaciones basadas en métodos tangenciales o incluso mediante la fuerza bruta numérica, ahora que tenemos ordenadores muy potentes. Pero que existen muchos problemas físicos, es decir, deterministas, para los que no existe una solución general, en el sentido de una fórmula que permita introducir unos datos y obtener unos resultados ciertos de forma inmediata.

En la economía real tenemos muchas más variables y cientos de valores iniciales de partida que en el problema de los tres cuerpos. La tarea de definir la evolución de una economía es infinitamente más compleja, abstrusa e inabordable que cualquier problema físico conocido y, sin embargo, miles de economistas pertrechados con sus modelos matemáticos pretenden dibujar el futuro de la economía mundial con más anhelo que acierto. No son nada más que agentes de una entelequia que se autosostiene por la ignorancia general de los ciudadanos, por el oscurantismo corporativista de su lenguaje para iniciados, por la reverente credulidad de los medios de comunicación, pero sobre todo por la maquiavélica conveniencia de los políticos, que han hecho de la economía el santo grial del arsenal de manipulación del que disponen para someter a los ciudadanos sin tener que recurrir a la violencia.

Lo dicho, ahí tenemos a los nuevos brujos de la tribu.

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