Interesante
artículo de Juan Carlos Ortega en El Huffington Post. Habla de
economistas, y de cómo nunca se ponen de acuerdo, y de que sus debates siempre
son monólogos llenos de datos pero sin ningún punto de acuerdo. Y se sorprende
de que esta tremenda, y sobre todo permamente, disparidad de criterios nunca
ocurre en la ciencia. La ciencia de verdad, claro.
Ya
he insistido anteriormente en que la economía no es una ciencia tal como se
reconoce en el sentido estricto, por la sencilla razón de que las hipótesis
científicas siempre pueden ser sometidas a ensayos, verificaciones y
comprobaciones, y pueden ser refutadas. La cualidad de la posible refutación de
una hipótesis (aunque al final resulte cierta) es la base sobre la que se
configura el método científico, y para disgusto de quienes pretenden que la
economía se puede expresar mediante modelos matemáticos, ninguna teoría
económica puede ser puesta a prueba de este modo.
No
hay ensayo posible, ni experimentación ninguna, que permita esclarecer la
demostrabilidad de las teorías económicas más allá de algunas vaguedades muy
simplificadoras (como la ley de la oferta y la demanda) que se ajustan a
ciertas correlaciones experimentales debido a que hay muy pocas variables
implicadas y pueden ser tratadas mediante algún modelo matemático sencillo.
Pero lo cierto es que en la economía real existen demasiadas variables
implicadas, y por otra parte pequeños ajustes en algunas de ellas provocan
grandes cambios en los resultados finales. Algo que tiene mucho que ver con la
teoría matemática del caos, que echa al traste cualquier intento de
aproximación veraz al mundo de la economía real.
El
caos matemático es determinista. Es decir, que dados unos valores de entrada se
pueden formular unos valores de salida concretos. O dicho de otro modo,
conociendo todas las causas que actúan en un sistema en un
momento dado, podemos predecir con exactitud todos los efectos
que se producirán. Pero por la propia naturaleza del proceso caótico, lo que
sabemos es que variaciones muy pequeñas en algunos de los datos de entrada
provocarán efectos muy alejados entre sí. Ese es el problema de la
meteorología, que es una ciencia determinista pero caótica, por lo cual los
ajustes finos que se necesitan en los datos de entrada son muy susceptibles de
provocar grandes cambios en el resultado, que cada vez se alejan más de lo
esperado a medida que el sistema evoluciona en el tiempo. Por eso es casi
imposible efectuar una predicción meteorológica a más de cuatro días vista.
En
economía hay tantas variables como en meteorología, si no más; con el problema
añadido de que la teorización matemática de los modelos no se somete a ningún
consenso universal, sino que es más bien cuestión de la ideología de cada
escuela económica. Como es bien sabido, ideología y ciencia casan muy mal,
porque en cuanto la ideología se apodera de los modelos matemáticos, lo hace
introduciendo parámetros ajustables ad hoc que confirmen los
resultados esperados inicialmente. Eso es todo lo contrario del método
científico, porque cuando la ciencia pone a prueba una hipótesis, lo hace
proclamándola a los cuatro vientos para que otros científicos de todo el mundo
puedan reproducir los ensayos, ponerlos a prueba y demostrar si los resultados
casan con la realidad o no. El acientifismo es muy peligroso, y como anécdota
basta señalar que fue así como Trofim Lysenko se cargó literalmente toda la
fecunda escuela de la biología rusa, y especialmente la genética, durante la
época del estalinismo, porque sus convicciones ideológicas le hacían estar en
contra de la evidencia científica. En definitiva, estaba en contra de la teoría
de la evolución porque Lysenko, un iluminado, tenía una particular visión de
ella: la llamaba teoría materialista de la evolución y fue una
auténtica catástrofe para Rusia durante muchos años, ya que se impuso de forma
política, pero no razonada, como el modelo estándar de la biología soviética.
Iluminados
ideológicos como Lysenko los tenemos a docenas en el campo de la economía, y no
son personajes anónimos, sino famosos profesores eméritos de distinguidas
universidades que se prestan a su cháchara especulativa. Eso es tan curioso
como si hubiera un departamento de Astrología en Harvard o de Alquimia en el
MIT. En economía, lamentablemente, y por mucho que se haya instituido un premio
Nobel (más que devaluado) para premiar a los insignes economistas que publican
complicadísimos modelos matemáticos, lo que se hace sistemáticamente es
introducir parámetros ajustables para hacer concordar el modelo con la
realidad. Algo que durante siglos hicieron los astrónomos primitivos hasta que
Kepler le dio la vuelta a la tortilla. Por poner un ejemplo, la cosmología
ptolemaica, que situaba a la tierra en el centro del universo, adoptó numerosos
y muy sofisticados parámetros ajustables para hacer coincidir su modelo con las
observaciones reales. Lo mismo que Milton Friedman y sus amiguetesde la
Universidad de Chicago, por un decir.
Eso
es hacer trampa en ciencia. Hacer coincidir el modelo a posteriori
con los resultados observados es exactamente lo que hacen los economistas de
todas las escuelas. Por eso son tan buenos prediciendo acontecimientos pasados,
pero casi nunca aciertan con el futuro. Tres son las causas fundamentales de su
fracaso: en primer lugar, la excesiva ideologización de los modelos que usan; en
segundo lugar, cualquier modelo económico debería tener en cuenta centenares de
variables que no sólo no son tenidas en cuenta, sino que además han de ser
necesariamente eliminadas porque en caso contrario, ni los más potentes
ordenadores del futuro serían capaces de tratar todos los datos posibles; y en
tercer lugar, el más que previsible escenario de matemática caótica en el que
se encontrará cualquier teoría económica que no sea una burda simplificación.
En
consecuencia, lo único que hacen muy bien absolutamente todos los economistas
es especular en función de sus creencias y expectativas, y así no hay quien se
los pueda creer, salvo al parecer los políticos, que son otra casta cuyo visión
del mundo coincide con la de aquéllos. Es decir, una visión absolutamente
acientífica e ideologizada. Especulativa, en suma.
Pero
es que existe otro factor que hay que tener en cuenta y que resulta de lo más
revelador. Como muy bien dice Nassim Taleb en sus libros El Cisne Negro y ¿Existe
la Suerte?, la vida real está hecha de sucesos impredecibles. Los sucesos
altamente improbables están ahí, y nadie es capaz de predecir cuándo ni dónde
aparecerán. Esto es especialmente atractivo e intrigante en economía, porque
aunque muchas de las tendencias futuras pueden ser más o menos nebulosamente
previstas, nunca se puede tener en cuenta el espectacular efecto que puedan
tener en el futuro determinados acontecimientos que a primera vista podrían
parecer menores. La historia reciente está llena de ellos, pero sólo pondré un
ejemplo: en el año 2005 no había ni un sólo estudio que pusiera el énfasis en
la tremenda importancia económica que llegarían a tener las redes sociales
pocos años después. Más que nada, y por mucho que les duela a toda esa caterva
de bien pagados "científicos" económicos, porque nadie fue capaz de
imaginar que una sola de ellas, como Facebook, alcanzaría la espectacular cifra
de 1.000 millones de usuarios, que actúan de forma viral intercambiando
mutuamente datos que inciden mucho en sus decisiones como consumidores.
A
esta notable impredictibilidad del comportamiento social, que tiene una
trascendencia económica altísima, se enfrentan continuamente los economistas
cuando tratan de dar forma a sus teorías. Por supuesto que lo único que
consiguen es crear parches que justifican los sucesos ya ocurridos, y que
concuerdan a base de martillazos matemáticos. Tremendo, sobre todo teniendo en
cuenta los sueldos que les pagan.
La
evolución social es la máquina que alimenta todo el sistema económico. Como
tal, es extraordinariamente compleja e impredecible. Es un cisne negro en su
conjunto, una caja cerrada de la que obtenemos resultados pero a cuyo
interior es imposible acceder para desmenuzarla en sus componentes, analizarlos
y luego copiar su funcionamiento para reproducirlo a voluntad. Eso es total y
absolutamente imposible, salvo que hagamos una serie de simplificaciones tan
brutales que sólo sirvan como ejemplo de como no funcionan las cosas en
realidad. La economía no sólo está condicionada en muchas ocasiones por el azar
y los sucesos altamente improbables, sino que cuando no es azarosa es caótica y
resulta en un ovillo imposible de desenmarañar, salvo que hagamos la ímproba
tarea de ir cortando trocitos para después anudarlos en un nuevo cordel que
sólo presuntamente es el mismo que teníamos al principio. Trampa, trampa,
trampa.
Y
esa es la razón por la que los economistas son los nuevos hechiceros de la
tribu, poseedores de un oscuro y artificioso conocimiento que ocupa toneladas
de literatura, otorga cátedras en prestigiosas universidades y copa los
sillones de gobiernos e instituciones económicas. En lo más profundo de su ser,
e igual que el hechicero que subyuga a su tribu con trucos que sólo él conoce
pero que son totalmente inefectivos, los economistas deben acostarse cada noche
con la sensación de ser unos grandes y bien retribuidos estafadores. Un
colectivo poderoso pero cuyo "conocimiento" está teñido de
irracionalidad y anticiencia, y que aún así mueve el mundo del siglo XXI con el
combustible de su irracionalidad. En este sentido, la economía se parece mucho
más a la magia y sus invocaciones que a cualquier ciencia que se precie.
No
quiero acabar esta entrada sin dar una imagen de la magnitud del problema con
el que se enfrenta la economía para que así cualquier lector pueda darse cuenta
cabal del punto de fraude que existe en toda la teoría económica matemática.
Existe en física clásica un problema conocido como el problema de los tres
cuerpos. Consiste en determinar, en cualquier instante, las posiciones y
velocidades de tres cuerpos, de cualquier masa, sometidos a su atracción
gravitacional mutua y partiendo de unas posiciones y velocidades dadas. Sus
condiciones iniciales son sólo 18 valores. Pues bien, este problema es
irresoluble por el método general, y además algunas de sus soluciones
aproximativas son caóticas. Con este ejemplo quiero poner de manifiesto que el
mundo real es de una complejidad extraordinaria incluso en temas aparentemente
tan sencillos como tres bolas de billar moviéndose por el espacio, y que lo
único que podemos hacer para enfrentarnos a ello son aproximaciones basadas en
métodos tangenciales o incluso mediante la fuerza bruta numérica, ahora que
tenemos ordenadores muy potentes. Pero que existen muchos problemas físicos, es
decir, deterministas, para los que no existe una solución general, en el
sentido de una fórmula que permita introducir unos datos y obtener unos
resultados ciertos de forma inmediata.
En
la economía real tenemos muchas más variables y cientos de valores iniciales de
partida que en el problema de los tres cuerpos. La tarea de definir la
evolución de una economía es infinitamente más compleja, abstrusa e inabordable
que cualquier problema físico conocido y, sin embargo, miles de economistas
pertrechados con sus modelos matemáticos pretenden dibujar el futuro de la
economía mundial con más anhelo que acierto. No son nada más que agentes de una
entelequia que se autosostiene por la ignorancia general de los ciudadanos, por
el oscurantismo corporativista de su lenguaje para iniciados, por la reverente
credulidad de los medios de comunicación, pero sobre todo por la maquiavélica
conveniencia de los políticos, que han hecho de la economía el santo grial del
arsenal de manipulación del que disponen para someter a los ciudadanos sin
tener que recurrir a la violencia.
Lo
dicho, ahí tenemos a los nuevos brujos de la tribu.
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