domingo, 2 de junio de 2013

La ministra maruja

Decía Jean François Revel, con una de aquellas frases lapidarias y secas como puñetazos que le caracterizaban,  que la primera fuerza que dirige el mundo es la mentira. Yo añadiría que en el caso particular de España, es la mentira sostenida con desfachatez, incluso en contra de todas las evidencias, por abrumadoras que sean. Incluso cuando es obvio que se trata de tamaña falsedad que se prefiere pasar por estúpido antes que reconocer que se está cometiendo un error.

Viene esto a cuento del caso, ejemplar pero no único, de la ministra Ana Mato y de su presunto desconocimiento de las fuentes económicas con las que se nutría su presupuesto familiar. En este asunto se ha querido hacer recaer toda la responsabilidad en su exmarido, convertido en chivo expiatorio de una serie de despropósitos de las que no dudo que sea responsable, por su evidente  implicación en la trama Gürtel, a fin de tratar de dejar incólume la reputación de la ministra.

La maniobra es justificable, dado que el señor Sepúlveda ha caído totalmente en desgracia, y en cambio la señora Mato ostenta altas responsabilidades políticas en el gobierno. Cualquiera trataría de desviar todo el peso de este asunto hacia actores secundarios, pero a mi modo de ver los estrategas de esta operación han cometido el error de bulto de equiparar a la señora Mato con la típica ama de casa sometida al imperio de uno de esos maridos a la antigua que jamás daban razón de sus actividades ni rendían cuentas de sus ingresos. De aquellos que le daban a la parienta la semanada para la compra sin permitirles fisgar en el extracto bancario.

No tengo un ápice de duda de que matrimonios así aun existen, para desgracia de todos sus integrantes, pero creo que responden a un modelo de relación familiar cada vez más anacrónico. Las mujeres han adquirido un peso relevante en la economía familiar, y la igualación de los roles en el ámbito doméstico es algo palpable en las últimas décadas, a la par que un signo importantísimo de avance social. Especialmente en el caso de las mujeres universitarias, con una educación superior, unas aspiraciones profesionales legítimas y una responsabilidad compartida -cuando no esencial- en las economías familiares.

Si además consideramos a una profesional con un perfil orientado a la política, su implicación en las cuestiones económicas familiares debiera ser mayúscula. Un  político en ejercicio ha de aspirar a ser un espejo en el que se mire el resto de la sociedad. Una mujer que alcanza  los niveles superiores del gobierno de la nación, debe responder más que cualquier otra a un estándar muy alto de profesionalidad, implicación y conocimiento de todo su entorno, incluyendo el personal y familiar. Aquellas señoras que se limitan al papel de mantenidas pijas de clase alta, que miran para otro lado ante las actividades más o menos ilícitas de sus maridos, mientras se tuestan en el solarium de un gimnasio exclusivo, pueden tener su lugar la sol entre las clases acomodadas, pero no en la política. Y mucho menos en la alta política.

La señora Mato está quedando como una pobre idiota de aquellas a las que el marido tenía supeditada en todas las decisiones económicas familiares, desde la compra del coche hasta el destino de las vacaciones. Una especie de nulidad limitada a la gestión del día a día doméstico. Una maruja de tomo y lomo, acabáramos.  Pero la cuestión ya no es si la señora ministra es una maruja contumaz, sino a la inversa, si una maruja de un país moderno y con cuarenta y tantos millones de habitantes puede ser ministra del gobierno.

Me siento tentado a pensar que la imperiosa necesidad de satisfacer cuotas femeninas en todas las actividades políticas nos esté conduciendo al despropósito de elevar a verdaderas incompetentes a puestos relevantes del gobierno nacional. Esta moda, que inauguró en tiempos recientes el PSOE, con sus Bibianas y sus Leires, que eran un prodigio de insustancialidad, parece haberse extendido al PP, que también tiene su cuota de féminas cuya aptitud política me siento incapaz de apreciar (claro que muchos de sus colegas masculinos se encuentran en la misma situación). 

Pero no quiero desviarme de la cuestión, de modo que me abstendré de juzgar políticamente a la señora Mato. A lo que quiero referirme es al curioso método exculpatorio que ha usado el gobierno para salvarle el pellejo a la ministra. Han preferido hacerla pasar por idiota e ignorante de lo que sucedía en su casa, a hacerla dimitir. Digo yo que la tesitura es bastante enojosa para ella. La imagino cada mañana encarando la entrada la ministerio mientras todos sus subordinados, desde el conserje de la entrada al jefe de gabinete, se descojonan por lo bajinis por tener al mando a una mujer que durante una pila de años no se enteraba de los tejemanejes de quien compartía con ella el lecho conyugal. 

Me pregunto si el señor Rajoy ha caído en la cuenta de que una mujer que no controlaba lo más mínimo un entorno reducido como el doméstico no puede estar capacitada para dirigir el Ministerio de Sanidad de un país que no es precisamente minúsculo. Claro que igual sostiene el prócer que su despiste conyugal no empaña sus cualidades como política. Pero permítanme que discrepe, porque de un ministro en ejercicio se debe esperar que sea buen gestor, perspicaz e informado, y que esté al quite de todas las cuestiones relevantes que suceden en  el entramado ministerial.

Ya no se trata de la vieja disputa de delimitar hasta donde alcanzan las responsabilidades de los altos cargos y de si deben o no deben dimitir por los escándalos protagonizados por sus subordinados en el escalafón. Se trata, simplemente, de que admitir que la señora Mato no supo nada de lo que ocurría en su entorno es reconocer un tal grado de incompetencia doméstica, y de capacidad de ser manejada y manipulada por su entorno, que la inhabilitan totalmente para el mando político. 

Y aun así, impertérrito, Rajoy la mantiene en el puesto y la defiende. España no puede permitirse que un miembro del gobierno quede en el ridículo más espantoso y seguir así como si nada hubiera ocurrido. Porque insisto, aquí no estoy efectuando un juicio ético o político, ambos tan proclives a ser sesgados según los intereses de cada uno, sino un juicio de competencia profesional. Si las proclamas de inocencia de Ana Mato son ciertas (y no me apetece poner en duda que lo sean), está reconociendo su desidia, su desinformación y su incompetencia como responsable de su familia; y ello me lleva a concluir que difícilmente sea diferente en su despacho del ministerio.

Lo que demuestra que en política hay los que valen (una minoría), y todos los demás, que se alzan con importantes parcelas de poder pese a no tener un perfil adecuado, sencillamente por la influencia de sus respectivos padrinos o el poder de su facción en el aparato del partido. La señora Mato debe tener muy buenas agarraderas en el seno del Partido Popular, pero muy poco sentido de la responsabilidad; y lo que es peor, muy poca vergüenza. Hasta las porteras de mi barrio se escandalizan del mal lugar en que ha dejado a las mujeres que durante décadas han luchado por la igualdad de los dos sexos, que no sólo se trataba de una igualdad de derechos, sino también de responsabilidades. Entre las que una de las primeras, es la de tener toda la información y poder tomar decisiones en el ámbito doméstico en plena igualdad con sus cónyuges.

Señora Mato, es posible que su ex fuera un sinvergüenza y un corrupto; lo que no tendría que haber sucedido jamás, es que usted fuera incapaz de advertirlo e impedirlo. Sólo por eso, no merece usted ser ministra del gobierno de España. 

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