martes, 28 de mayo de 2013

De déficits y otras cuitas

La cuestión  del déficit autonómico está que arde desde el punto de vista mediático y político. Es decir, desde el prisma de dos subconjuntos de la nación claramente iletrados en lo que se refiere a la asimetría propuesta por Rajoy, y que está haciendo que sus barones regionales alcen la voz más de la cuenta debido a que Rajoy se explica como gallego, es decir, no se explica. Este impasse es interesante porque justifica, una vez más, mi absoluta desconfianza hacia políticos que no tienen la más mínima idea de echar cuentas. Resulta imperdonable no sólo no saber calcular mínimamente un porcentaje, sino no saber atender al valor relativo de los porcentajes en relación con los valores absolutos a los que se aplican. Por eso el impuesto sobre la renta es progresivo en todas partes, por poner un ejemplo para ineptos.

Toda esta cuestión de los porcentajes del déficit tiene, como mínimo, dos vertientes: una cuantitativa y puramente matemática; y otra cualitativa, que deriva de la composición particular de cada déficit. Recurriré a ejemplos de ambos tipos para clarificar su puesta en escena.

Supongamos dos individuos, trabajadores asalariados. Uno de ellos tiene una retribución de 2000 euros mensuales, y el otro, de 1000 euros mensuales. Si a ambos les reducimos el salario un 10 por ciento, la cosa parece justa y equitativa, porque el primero queda con 1800 euros mensuales y el segundo con 900. El primero sigue cobrando el doble que el segundo. Aparentemente se mantiene el statu quo entre ambos, pero sólo es una apariencia.

Es muy fácil darse cuenta, mediante una simple iteración -que no es más que repetir el proceso unas cuantas veces-, que el que cobra menos llegará muy pronto al límite de subsistencia, mientras que el otro aún tendrá cuerda para rato. Con tres iteraciones más del proceso, el segundo asalariado se queda por debajo del salario mínimo, mientras el primero aun lo dobla. Eso es lo que se llama el límite de una serie, un valor que no puede superarse aunque la serie se extienda al infinito. Si la serie de recortes salariales es descendente, el límite es cero, salvo que se imponga un límite externo, en forma de cantidad por debajo de la cual no es posible la subsistencia del individuo. Por tanto, la situación es mucho más crítica para el asalariado pobre que para el rico. Tal vez por eso, cuando se redujo la remuneración de los funcionarios públicos, se hizo de forma asimétrica, con mucha mayor carga para los mejor retribuidos. Tengamos eso en cuenta cuando hablemos de las comunidades autónomas, porque habrá que hacer los cálculos en función de varios factores, entre ellos la población, con el sorprendente resultado (pero no menos conocido) de que en cuanto a  financiación pública per capita, Catalunya está por debajo de la media nacional. Es decir, forma parte de las comunidades “pobremente financiadas”. O ses, los recortes la llevan más rápidamente a su límite de subsistencia.

El corolario de esta primera parte de la exposición es que los déficits presupuestarios no pueden estudiarse en bruto, sino que tienen que ser puestos en relación con lo que he estado denominando el límite de subsistencia, que no es sino aquella cantidad por debajo de la cual el mantenimiento del sujeto resulta totalmente inviable, por más recortes que se quieran aplicar a su presupuesto. Ahora bien, la cuestión es definir si el límite de subsistencia de las diferentes comunidades autónomas del país es el mismo para todas ellas. Y aquí nos encontramos con lo que  llamo la falacia del salario mínimo.

La falacia del salario mínimo parte de la suposición de que el coste de la vida y los servicios es más o menos similar en todo el ámbito geográfico de un país. Nada más lejos de la realidad, y no es preciso darle muchas vueltas al asunto: el coste de la vida en Ourense y en Barcelona difieren de forma espectacular. En países grandes, tanto en superficie como en población, como es el caso de España, el salario mínimo unificado es una simplificación brutal y lesiva para los ciudadanos de las zonas más dinámicas, que siempre son las más caras.

Del mismo modo, el límite de subsistencia presupuestario de las comunidades autónomas no puede fijarse de forma unitaria y equivalente, porque los costes de los servicios de Cataluña y de Galicia son radicalmente distintos. Si se aplica al déficit la falacia del salario mínimo, se está aplicando un criterio de simetría inexistente. No se trata de hacer un favor a ninguna comunidad, sino de aplicar el sentido común, el mismo que nos permite inferir que el salario mínimo estatal podría ser aceptable en Ourense pero no en Barcelona.

Además existe otro factor aún más relevante en referencia al déficit de cada comunidad. Se trata de la composición cualitativa de ese déficit, es decir, a qué partidas se destina para cuadrar el presupuesto. En primer lugar, el déficit no es cosa de un día, es una pelota que se va acumulando. Nos encontramos con comunidades que hasta fecha reciente no han gestionado la sanidad pública, por poner un ejemplo, y por tanto no han tenido que soportar décadas con un sistema sanitario mal financiado y totalmente deficitario, acumulando año tras año pérdidas importantes. Ens egundo lugar, el dèficit responde a variables diferentes en cada región, cada una de ellas con un peso específico o ponderación distinto. Tenemos autonomías en las que los costes educativos no han representado el porcentaje del coste presupuestario de un sistema como el catalán (quiérase o no, el bilingüismo es más caro). O que no gestionan una policía propia, con todos los recursos presupuestarios que ello implica. O sobre todo, que no han tenido que sufragar sus infraestructuras, porque las ha construido el estado (a modo de ejemplo: España está plagada de autovías gratuitas pagadas religiosamente a cuenta de los presupuestos del estado; en cambio, la Generalitat de Catalunya ha tenido que hipotecarse presupuestariamente durante un buen número de años para acometer la ampliación del Eje Transversal, otra vía también gratuita). El argumento de algunos presidentes autonómicos en contra de lo que yo he expuesto es la que llamo yo la falacia de la igualdad territorial, porque piden el mismo esfuerzo porcentual de reducción del déficit a sabiendas de que los costos de su gestión son muy diferentes, debido a que la composición de sus partidas presupuestarias es desigual.

En definitiva, el déficit de cada autonomía debe ser estudiado en función de las competencias reales transferidas por el estado y del tiempo que hace que esas competencias fueron asumidas de forma deficitaria. No es lo mismo una autonomía como la de Ceuta o la de Melilla, muy limitadas y casi simbólicas, que la del País Vasco o de Catalunya, mucho más cercanas a formas de gestión federal, pero también mucho más caras. Así que sin  una adecuada valoración cualitativa de la composición de cada presupuesto no se puede abordar el tema decentemente. Y desde luego, no puede pretenderse un mismo grado de endeudamiento si los servicios prestados por cada autonomía no son los mismos.

En resumen, tenemos dos factores que los políticos no están valorando adecuadamente porque priman los intereses partidistas regionales sobre la objetividad y la equidad (que no olvidemos, no es lo mismo que la igualdad). Todos conocemos la falacia del salario mínimo y somos conscientes de que es aplicable  igualmente a nivel regional. Todos sabemos también que el nivel de prestaciones, de coste de infraestructuras y de servicios de cada autonomía es diferente en cada una de ellas: la falacia de la igualdad territorial no es más que una cortina de humo para salvaguardar intereses electorales regionales y locales, pero no para acometer las políticas para gestionar la crisis.

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