La cuestión del déficit autonómico está que arde desde el
punto de vista mediático y político. Es decir, desde el prisma de dos
subconjuntos de la nación claramente iletrados en lo que se refiere a la
asimetría propuesta por Rajoy, y que está haciendo que sus barones regionales
alcen la voz más de la cuenta debido a que Rajoy se explica como gallego, es
decir, no se explica. Este impasse es interesante porque justifica, una vez más, mi absoluta
desconfianza hacia políticos que no tienen la más mínima idea de echar cuentas.
Resulta imperdonable no sólo no saber calcular mínimamente un porcentaje, sino no saber atender al valor relativo de los porcentajes en relación con los valores
absolutos a los que se aplican. Por eso el impuesto sobre la renta es progresivo
en todas partes, por poner un ejemplo para ineptos.
Toda esta cuestión de los
porcentajes del déficit tiene, como mínimo, dos vertientes: una cuantitativa y puramente
matemática; y otra cualitativa, que deriva de la composición particular de cada
déficit. Recurriré a ejemplos de ambos tipos para clarificar su puesta en
escena.
Supongamos dos individuos, trabajadores asalariados. Uno de ellos tiene una retribución de
2000 euros mensuales, y el otro, de 1000 euros mensuales. Si a ambos les
reducimos el salario un 10 por ciento, la cosa parece justa y equitativa,
porque el primero queda con 1800 euros mensuales y el segundo con 900. El
primero sigue cobrando el doble que el segundo. Aparentemente se mantiene el
statu quo entre ambos, pero sólo es una apariencia.
Es muy fácil darse cuenta,
mediante una simple iteración -que no es más que repetir el proceso unas
cuantas veces-, que el que cobra menos llegará muy pronto al límite de
subsistencia, mientras que el otro aún tendrá cuerda para rato. Con tres
iteraciones más del proceso, el segundo asalariado se queda por debajo del
salario mínimo, mientras el primero aun lo dobla. Eso es lo que se llama el
límite de una serie, un valor que no puede superarse aunque la serie se
extienda al infinito. Si la serie de recortes salariales es descendente, el
límite es cero, salvo que se imponga un límite externo, en forma de cantidad
por debajo de la cual no es posible la subsistencia del individuo. Por tanto,
la situación es mucho más crítica para el asalariado pobre que para el rico.
Tal vez por eso, cuando se redujo la remuneración de los funcionarios públicos, se
hizo de forma asimétrica, con mucha mayor carga para los mejor retribuidos.
Tengamos eso en cuenta cuando hablemos de las comunidades autónomas, porque
habrá que hacer los cálculos en función de varios factores, entre ellos la
población, con el sorprendente resultado (pero no menos conocido) de que en cuanto a financiación pública per capita, Catalunya está por debajo de la media nacional. Es
decir, forma parte de las comunidades “pobremente financiadas”. O ses, los recortes la llevan más rápidamente a su límite de subsistencia.
El corolario de esta primera
parte de la exposición es que los déficits presupuestarios no pueden estudiarse en
bruto, sino que tienen que ser puestos en relación con lo que he estado
denominando el límite de subsistencia, que
no es sino aquella cantidad por debajo de la cual el mantenimiento del
sujeto resulta totalmente inviable, por más recortes que se quieran aplicar a
su presupuesto. Ahora bien, la cuestión es definir si el límite de subsistencia
de las diferentes comunidades autónomas del país es el mismo para todas ellas.
Y aquí nos encontramos con lo que llamo
la falacia del salario mínimo.
La falacia del salario mínimo
parte de la suposición de que el coste de la vida y los servicios es más o
menos similar en todo el ámbito geográfico de un país. Nada más lejos de la
realidad, y no es preciso darle muchas vueltas al asunto: el coste de la vida
en Ourense y en Barcelona difieren de forma espectacular. En países grandes,
tanto en superficie como en población, como es el caso de España, el salario
mínimo unificado es una simplificación brutal y lesiva para los ciudadanos de
las zonas más dinámicas, que siempre son las más caras.
Del mismo modo, el límite de
subsistencia presupuestario de las comunidades autónomas no puede fijarse de
forma unitaria y equivalente, porque los costes de los servicios de Cataluña y
de Galicia son radicalmente distintos. Si se aplica al déficit la falacia del
salario mínimo, se está aplicando un criterio de simetría inexistente. No se
trata de hacer un favor a ninguna comunidad, sino de aplicar el sentido común,
el mismo que nos permite inferir que el salario mínimo estatal podría ser
aceptable en Ourense pero no en Barcelona.
Además existe otro factor
aún más relevante en referencia al déficit de cada comunidad. Se trata de la
composición cualitativa de ese déficit, es decir, a qué partidas se destina
para cuadrar el presupuesto. En primer lugar, el déficit no es cosa de un día, es una pelota que
se va acumulando. Nos encontramos con comunidades que hasta fecha reciente no
han gestionado la sanidad pública, por poner un ejemplo, y por tanto no han
tenido que soportar décadas con un sistema sanitario mal financiado y
totalmente deficitario, acumulando año tras año pérdidas importantes. Ens egundo lugar, el dèficit responde a variables diferentes en cada región, cada una de ellas con un peso específico o ponderación distinto. Tenemos autonomías en las
que los costes educativos no han representado el porcentaje del coste
presupuestario de un sistema como el catalán (quiérase o no, el bilingüismo es
más caro). O que no gestionan una policía propia, con todos los recursos
presupuestarios que ello implica. O sobre todo, que no han tenido que sufragar
sus infraestructuras, porque las ha construido el estado (a modo de ejemplo:
España está plagada de autovías gratuitas pagadas religiosamente a cuenta de los presupuestos del estado; en cambio, la Generalitat de Catalunya ha tenido que hipotecarse presupuestariamente
durante un buen número de años para acometer la ampliación del Eje Transversal, otra
vía también gratuita). El argumento de algunos presidentes autonómicos en
contra de lo que yo he expuesto es la que llamo yo la falacia de la igualdad territorial, porque piden el mismo esfuerzo
porcentual de reducción del déficit a sabiendas de que los costos de su gestión
son muy diferentes, debido a que la composición de sus partidas presupuestarias es
desigual.
En definitiva, el déficit de cada
autonomía debe ser estudiado en función de las competencias reales transferidas
por el estado y del tiempo que hace que esas competencias fueron asumidas de
forma deficitaria. No es lo mismo una autonomía como la de Ceuta o la de
Melilla, muy limitadas y casi simbólicas, que la del País Vasco o de Catalunya,
mucho más cercanas a formas de gestión federal, pero también mucho más caras.
Así que sin una adecuada valoración
cualitativa de la composición de cada presupuesto no se puede abordar el tema
decentemente. Y desde luego, no puede pretenderse un mismo grado de endeudamiento
si los servicios prestados por cada autonomía no son los mismos.
En resumen, tenemos dos factores
que los políticos no están valorando adecuadamente porque priman los intereses partidistas regionales sobre la objetividad y la equidad (que no olvidemos, no es lo mismo que la igualdad). Todos conocemos la falacia del
salario mínimo y somos conscientes de que es aplicable igualmente a nivel regional. Todos sabemos también
que el nivel de prestaciones, de coste
de infraestructuras y de servicios de cada autonomía es diferente en cada una
de ellas: la falacia de la igualdad territorial no es más que una cortina de
humo para salvaguardar intereses electorales regionales y locales, pero no para
acometer las políticas para
gestionar la crisis.
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