Me gustaría que este país fuera
como Italia, donde el ministro del ramo ha solicitado perdón a todos los
jóvenes que tienen que emigrar para ganarse la vida. Aquí no, aquí no pide
perdón nadie ni por accidente. En cambio, nuestros políticos se descuelgan con
eufemismos como los de la ministra Bañez, sobre la movilidad exterior. El peor problema de este país no es que nadie
dimita, sino que nadie se siente responsable de nada, incluso para algo tan
sencillo como para pedir perdón en nombre de todos los gobernantes, pretéritos,
actuales y sin distinción de siglas, que han conducido a sus ciudadanos a la
terrible ciénaga en la que nos estamos ahogando.
Por cierto, no hay que olvidar
que la actual crisis, por mucho empeño que ponga el PP en cargársela exclusivamente
a las filas socialistas, se gestó en los dos gobiernos anteriores del señor
Aznar. El PP, entre 1996 y 2004, fue el progenitor indiscutible de esta
barbaridad económica en la que vivimos, que se sustentó en tres patas: una
política de suelo nefasta, que disparó la especulación inmobiliaria a niveles
nunca vistos; una actitud de “laissez faire, laissez passer” ante los
gastos de las administraciones públicas que comenzó la bola de nieve del
déficit público desmesurado; y una política de puertas abiertas migratorias que
condujo a que en siete años la población española se incrementara en casi seis
millones de personas.
Zapatero, por su parte, era un
indocumentado económico al que ya le iba bien lo que estaba pasando en España,
y se limitó a dejar que la bola rodara por inercia, sin percatarse que al final
del recorrido no habría ninguna red de protección, sino un barranco
profundísimo por el que el país caería a plomo. Como buen iluminado, centró su
gestión con políticas de relumbrón en el ámbito social, pero su gestión
económica sólo sirvió para acelerar el endeudamiento nacional, sin advertir la
fragilidad del modelo económico; y lo que es peor, que la base inmigrante con
que se había dotado el país no servía de amortiguación, porque era de muy baja
o nula cualificación y estaba empleada en sectores vulnerables o de bajísimo
valor añadido.
Pero ni Zapatero ni Rajoy ni
ninguno de sus ilustres colaboradores gubernamentales han tenido jamás la
decencia de pedir perdón por tan mal gobierno de la nave nacional. Peor aún,
ahora nos sale el señorito González Pons con una afirmación sonrojante, según
la cual, los jóvenes españoles que tienen que emigrar a otros países de la
Unión Europea no son emigrantes, porque según su entendido parecer, el
territorio de la UE es nuestra casa también. Y si uno no se mueve de casa no
emigra. ¡Eureka!
Pues no, señor González, de
ninguna manera. Como tampoco estaban en su casa los cientos de miles de
andaluces y extremeños que en los años sesenta abandonaron sus hogares para
venirse a la periferia de Barcelona, por mucho que estuvieran en territorio
español. Más adelante, la mayoría de ellos hicieron de Catalunya su casa, pero
cuando emigraron con todo el dolor de su alma, les habría parecido muy cínico
que un sinvergüenza trajeado les espetara que no se entristecieran, que a fin
de cuentas estaban en casa.
Mi casa no es donde yo estoy,
sino donde yo elijo libremente estar, señor González Pons. Si las autoridades
de mi país, por su inepcia, me obligan a tomar las de Villadiego económico, me parece
insultante que me digan que no emigro, porque estoy “en casa”. Si me voy
forzado, sin desearlo, sencillamente porque me muero de hambre, mi destino
nunca será mi casa. Otra cosa es que al cabo de un tiempo haga del limón la
limonada, eche raíces, y me sienta como en casa. Pero aún así, casi todos los
emigrantes hablan de “su segundo hogar”. Por algo será.
Además, la Unión Europea es un
espacio plurinacional por el que podemos movernos libremente y establecernos si
nos apetece, pero no es “nuestra casa”. Ni tampoco la suya ni la de todos sus
compañeros de viaje político, señor González Pons, porque si así fuera, años
haría que hubieran avanzado en una auténtica unión política, social y
económica, a la que se resisten todos ustedes como gatos panza arriba. Ustedes
son los primeros que consideran a Europa sólo como un gran mercado sin
fronteras, pero en cuestiones de soberanía y de identidad nacional, son tan
excluyentes como el que más. Y así es difícil poder afirmar que Europa es
“nuestra casa”, maldita sea.
Por otra parte, el señor González
Pons, además de pregonar desde el estrado de su patente pijerío -con muy
buenas maneras, eso sí- obvia una cuestión que se me antoja fundamental. Y es
que quienes están emigrando son los jóvenes españoles mejor preparados.
La flor y nata universitaria, la generación mejor preparada y más cualificada
de nuestra historia, está siendo sacrificada en el altar del exilio económico.
Y eso nunca será buena noticia para nadie, porque es un capital perdido para el
futuro. Con muchas posibilidades de que no regrese jamás.
Aún más, el señor González Pons
omite que, aunque estén “en casa”, como él dice, los beneficios de su actividad
económica sólo revertirán en sus países de destino. Su creatividad y
productividad serán alemanas, francesas o suecas. Sus impuestos se quedarán en Holanda,
Dinamarca o Gran Bretaña. Sus hijos serán europeos, pero no españoles. Lo único
que quedará de España en ellos será la
nostalgia de un hermoso país malgastado en manos de unos bribones.
Le diré aún más, señor González
Pons. Han renunciado ustedes –todos ustedes, es decir, toda la clase política-
a luchar por retener a esa joven generación en España. Sus políticas insanas de
los últimos diez años la han cambiado por el plato de lentejas de una
inmigración no cualificada. Al final tenemos el cambalache más apasionante de
la historia social española: importamos seis millones de empleados de la construcción,
camareros y empleadas de hogar, y exportamos, por un precio irrisorio, lo mejor
de nuestra clase universitaria. A eso lo llamo yo déficit de la balanza comercial,
y lo demás son pamplinas.
La locura por incrementar la base
de la pirámide social, so pretexto de una presunta quiebra de la Seguridad
Social que llevan vaticinándonos desde el año 1985 es, irónicamente, la que ha
conducido a la situación de crisis de las arcas de la Seguridad Social, debido
tanto al incremento del número de jubilados como el de desempleados, con el
coste adicional que suponen para el presupuesto nacional. A cambio, tenemos una
base de la pirámide ensanchada con trabajadores de baja cualificación, escasa
integración social, y altos costes presupuestarios por las prestaciones
educativas y sanitarias a las que acceden con unas cotizaciones y tasas
impositivas muy bajas.
Y además, toda esa población inmigrante
tiene meridianamente claro que España no es “su casa”, y por eso, la mayor parte de
lo que ahorran lo envían a sus países de origen, con la intención no disimulada
de hacerse un capital y regresar allí en cuanto puedan, o para emprender negocios
en su país, o sencillamente para sostener económicamente al resto de sus
familias. Una cuestión de lógica tan aplastante que no comprendo como todavía,
ninguno de entre tanto experto económico haya salido a la palestra a explicar
la importancia del drenaje de capital español que se dirige a terceros países
por la vía de remesas de las familias inmigrantes. Que las fugas de capital no
son sólo financieras, señores del gobierno.
Si alguien quiere ver tintes
xenófobos en las últimas líneas, está muy equivocado. No se trata de eso sino
de recalcar la falta de racionalidad en la política migratoria de este y los anteriores
gobiernos que nos han afligido. Lo mismo sería que nos hubiéramos visto
invadidos por millones de rubios querubines nórdicos sin cualificación profesional alguna:
el fenómeno de exclusión de los miembros más valiosos ante una situación de
recesión económica brutal –los jóvenes cualificados en busca de primer empleo- se
hubiera producido igualmente. Una política racional en materia migratoria, con
un cuidadoso análisis de las necesidades reales (al margen de los intereses
oscuros de pretendidos expertos a sueldo de muchas entidades financieras y
aseguradoras) hubiera impedido el crecimiento masivo de las capas menos
cualificadas de la población en edad laboral, que a partir de ahora vivirán
durante muchos años en situación de precariedad o directamente de la economía
sumergida, pero reticentes –cómo no- a abandonar España mientras todavía queden
migajas del pastel de protección social que repartir.
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