martes, 4 de junio de 2013

Pedir perdón

Me gustaría que este país fuera como Italia, donde el ministro del ramo ha solicitado perdón a todos los jóvenes que tienen que emigrar para ganarse la vida. Aquí no, aquí no pide perdón nadie ni por accidente. En cambio, nuestros políticos se descuelgan con eufemismos como los de la ministra Bañez, sobre la movilidad exterior. El peor problema de este país no es que nadie dimita, sino que nadie se siente responsable de nada, incluso para algo tan sencillo como para pedir perdón en nombre de todos los gobernantes, pretéritos, actuales y sin distinción de siglas, que han conducido a sus ciudadanos a la terrible ciénaga en la que nos estamos ahogando.

Por cierto, no hay que olvidar que la actual crisis, por mucho empeño que ponga el PP en cargársela exclusivamente a las filas socialistas, se gestó en los dos gobiernos anteriores del señor Aznar. El PP, entre 1996 y 2004, fue el progenitor indiscutible de esta barbaridad económica en la que vivimos, que se sustentó en tres patas: una política de suelo nefasta, que disparó la especulación inmobiliaria a niveles nunca vistos;  una actitud de “laissez faire, laissez passer” ante los gastos de las administraciones públicas que comenzó la bola de nieve del déficit público desmesurado; y una política de puertas abiertas migratorias que condujo a que en siete años la población española se incrementara en casi seis millones de personas.

Zapatero, por su parte, era un indocumentado económico al que ya le iba bien lo que estaba pasando en España, y se limitó a dejar que la bola rodara por inercia, sin percatarse que al final del recorrido no habría ninguna red de protección, sino un barranco profundísimo por el que el país caería a plomo. Como buen iluminado, centró su gestión con políticas de relumbrón en el ámbito social, pero su gestión económica sólo sirvió para acelerar el endeudamiento nacional, sin advertir la fragilidad del modelo económico; y lo que es peor, que la base inmigrante con que se había dotado el país no servía de amortiguación, porque era de muy baja o nula cualificación y estaba empleada en sectores vulnerables o de bajísimo valor añadido.

Pero ni Zapatero ni Rajoy ni ninguno de sus ilustres colaboradores gubernamentales han tenido jamás la decencia de pedir perdón por tan mal gobierno de la nave nacional. Peor aún, ahora nos sale el señorito González Pons con una afirmación sonrojante, según la cual, los jóvenes españoles que tienen que emigrar a otros países de la Unión Europea no son emigrantes, porque según su entendido parecer, el territorio de la UE es nuestra casa también. Y si uno no se mueve de casa no emigra. ¡Eureka!

Pues no, señor González, de ninguna manera. Como tampoco estaban en su casa los cientos de miles de andaluces y extremeños que en los años sesenta abandonaron sus hogares para venirse a la periferia de Barcelona, por mucho que estuvieran en territorio español. Más adelante, la mayoría de ellos hicieron de Catalunya su casa, pero cuando emigraron con todo el dolor de su alma, les habría parecido muy cínico que un sinvergüenza trajeado les espetara que no se entristecieran, que a fin de cuentas estaban en casa.

Mi casa no es donde yo estoy, sino donde yo elijo libremente estar, señor González Pons. Si las autoridades de mi país, por su inepcia, me obligan a  tomar las de Villadiego económico, me parece insultante que me digan que no emigro, porque estoy “en casa”. Si me voy forzado, sin desearlo, sencillamente porque me muero de hambre, mi destino nunca será mi casa. Otra cosa es que al cabo de un tiempo haga del limón la limonada, eche raíces, y me sienta como en casa. Pero aún así, casi todos los emigrantes hablan de “su segundo hogar”. Por algo será.

Además, la Unión Europea es un espacio plurinacional por el que podemos movernos libremente y establecernos si nos apetece, pero no es “nuestra casa”. Ni tampoco la suya ni la de todos sus compañeros de viaje político, señor González Pons, porque si así fuera, años haría que hubieran avanzado en una auténtica unión política, social y económica, a la que se resisten todos ustedes como gatos panza arriba. Ustedes son los primeros que consideran a Europa sólo como un gran mercado sin fronteras, pero en cuestiones de soberanía y de identidad nacional, son tan excluyentes como el que más. Y así es difícil poder afirmar que Europa es “nuestra casa”, maldita sea.

Por otra parte, el señor González Pons, además de pregonar desde el estrado de su patente pijerío -con muy buenas maneras, eso sí- obvia una cuestión que se me antoja fundamental. Y es que quienes están emigrando son los jóvenes españoles mejor preparados. La flor y nata universitaria, la generación mejor preparada y más cualificada de nuestra historia, está siendo sacrificada en el altar del exilio económico. Y eso nunca será buena noticia para nadie, porque es un capital perdido para el futuro. Con muchas posibilidades de que no regrese jamás.

Aún más, el señor González Pons omite que, aunque estén “en casa”, como él dice, los beneficios de su actividad económica sólo revertirán en sus países de destino. Su creatividad y productividad serán alemanas, francesas o suecas. Sus impuestos se quedarán en Holanda, Dinamarca o Gran Bretaña. Sus hijos serán europeos, pero no españoles. Lo único que quedará de España en ellos será la nostalgia de un hermoso país malgastado en manos de unos bribones.

Le diré aún más, señor González Pons. Han renunciado ustedes –todos ustedes, es decir, toda la clase política- a luchar por retener a esa joven generación en España. Sus políticas insanas de los últimos diez años la han cambiado por el plato de lentejas de una inmigración no cualificada. Al final tenemos el cambalache más apasionante de la historia social española: importamos  seis millones de empleados de la construcción, camareros y empleadas de hogar, y exportamos, por un precio irrisorio, lo mejor de nuestra clase universitaria. A eso lo llamo yo déficit de la balanza comercial, y lo demás son pamplinas.

La locura por incrementar la base de la pirámide social, so pretexto de una presunta quiebra de la Seguridad Social que llevan vaticinándonos desde el año 1985 es, irónicamente, la que ha conducido a la situación de crisis de las arcas de la Seguridad Social, debido tanto al incremento del número de jubilados como el de desempleados, con el coste adicional que suponen para el presupuesto nacional. A cambio, tenemos una base de la pirámide ensanchada con trabajadores de baja cualificación, escasa integración social, y altos costes presupuestarios por las prestaciones educativas y sanitarias a las que acceden con unas cotizaciones y tasas impositivas muy bajas.

Y además, toda esa población inmigrante tiene meridianamente claro que España no es “su casa”, y por eso, la mayor parte de lo que ahorran lo envían a sus países de origen, con la intención no disimulada de hacerse un capital y regresar allí en cuanto puedan, o para emprender negocios en su país, o  sencillamente para sostener económicamente al resto de sus familias. Una cuestión de lógica tan aplastante que no comprendo como todavía, ninguno de entre tanto experto económico haya salido a la palestra a explicar la importancia del drenaje de capital español que se dirige a terceros países por la vía de remesas de las familias inmigrantes. Que las fugas de capital no son sólo financieras, señores del gobierno.

Si alguien quiere ver tintes xenófobos en las últimas líneas, está muy equivocado. No se trata de eso sino de recalcar la falta de racionalidad en la política migratoria de este y los anteriores gobiernos que nos han afligido. Lo mismo sería que nos hubiéramos visto invadidos por millones de rubios querubines  nórdicos sin cualificación profesional alguna: el fenómeno de exclusión de los miembros más valiosos ante una situación de recesión económica brutal –los jóvenes cualificados en busca de primer empleo- se hubiera producido igualmente. Una política racional en materia migratoria, con un cuidadoso análisis de las necesidades reales (al margen de los intereses oscuros de pretendidos expertos a sueldo de muchas entidades financieras y aseguradoras) hubiera impedido el crecimiento masivo de las capas menos cualificadas de la población en edad laboral, que a partir de ahora vivirán durante muchos años en situación de precariedad o directamente de la economía sumergida, pero reticentes –cómo no- a abandonar España mientras todavía queden migajas del pastel de protección social que repartir.

Porque el pastel de verdad, el de los miles de jóvenes españoles con un suculento valor añadido, se lo comerán los miembros boyantes de la Unión Europea. En su casa, señor González Pons.

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