El flamante edificio de los Encants de Barcelona hace aguas,
literalmente, a escasos días de su prevista inauguración. Unas inoportunas
lluvias han conseguido inundar la instalación y causar serios desperfectos a
mercancías que ya estaban almacenadas por los comerciantes que allí tendrán sus
tenderetes high-tech. Y nunca mejor
dicho, llueve sobre mojado, pues no es la primera vez –y lamentablemente no
será la última- que uno de esos edificios insignia de la modernísima Barcelona
revelará defectos sustanciales de diseño y construcción una vez puestos en
funcionamiento.
El meollo profundo de la cuestión radica en
que el futurista y rompedor edificio ha costado nada más que 52 millones de
euros. Uno se pregunta si para albergar a unos vendedores ambulantes es preciso
tamaño desembolso, sobre todo en los tiempos que corren. Y es que 52 kilos son
muchos para una actividad tan tercermundista como el cambalache tipo rastro,
por mucho folclore, colorido y tradición que se le quiera poner. Los mercadillos siempre
han sido eso, mercadillos con una vocación itinerante y efímera, y aquí el
ayuntamiento barcelonés ha querido hacer de la nueva economía de la crisis
doméstica un buque insignia del BCN design.
En la plaza de las Glories Catalanes
asistimos a una operación de relumbrón que comenzó con el edificio AGBAR y
continuó con la no menos célebre “grapadora” del DHUB, y que han querido
rematar con el flamante techo de espejos que asemeja un radiotelescopio
invertido del edificio de los encantes da Barcelona. A mi las lentejuelas y
floripondios arquitectónicos ya me están bien, siempre que respondan a la
iniciativa (o sea, al riesgo) del capital privado, pero 52 millones de euros de
los bolsillos de los barceloneses me parecen una aberración que no se debería
tolerar jamás con el presupuesto público. Sobre todo porque el engendro ese no
los vale ni por casualidad. Y no porque sea un engendro, lo cual no es más que una
opinión personal y particularísima tan digna de ser tenida en cuenta como de
ser criticada, sino porque el fin al que se destina semejante
dispendio no justifica el tremendo gasto que implica. El menudeo de objetos
de segunda mano puede ser una fuente importante de subsistencia para un
reducido grupo de personas, y la forma de adquirir unos bienes inalcanzables
para las deterioradas economías de la nueva clase proletaria, pero no tiene lo
que podamos decir un alcance señalado
para la ciudad. Salvo el puramente estético.
Esta afán del consistorio barcelonés por
reinventar constantemente la ciudad, y hacer de esa zona una especie de La Defense a la mediterránea resulta un
poco cargante, porque bajo el excelente paraguas de la promoción turística de
la ciudad, llevamos muchos años tirando el dinero a lo loco. El dinero público
me refiero, que el privado me trae al pairo en esta cuestión. Comenzando por el
desaguisado del Fórum, que eso no lo
amortizan ni nuestros tataranietos, y acabando por una serie de inversiones
públicas, por las que todo el mundo pasa de puntillas, pero que ahí están
inacabadas por los siglos de los siglos.
Para muestra, dos botones. La actual crisis
financiera de la Universidad Politécnica se debe, en gran medida, al faraónico
proyecto de reconstruir una UPC centralizada en la zona del Fórum. Millones y
millones de euros empantanados ante la oposición mayoritaria de alumnos y
profesores, pero ni caso. Otrosí: la Tesorería General de la Seguridad Social
tiene adquiridos unos terrenos en Diagonal Mar que costaron chorrocientos millones de euros y que
están actualmente vallados y cerrados a todo uso público ante la imposibilidad
de llevar a cabo el fastuoso proyecto de una nueva sede central para la
Seguridad Social en Barcelona. Unos terrenos que jamás han valido esa cifra.
Tal vez costaron ese latrocinio, pero no lo valían entonces y mucho menos ahora.
Al fin y al cabo, como se trataba de dinero de nuestro bolsillo a nadie de los
que mandan le importaba.
Leyendo la noticia me viene a la memoria las
gráciles y carísimas obras de Santiago Calatrava, a quien últimamente le cae un
varapalo judicial tras otro sancionándole por los defectos de diseño y de
construcción de unas cuantas de sus emblemáticas obras. Eso sí, el cobra ciento
veinte kilos por proyectos como los de Valencia, y todos tranquilos. Esta
indecencia de la gestión arquitectónica también debe formar parte del abultado
coste del proyecto de los encantes de Barcelona, que ha gestionado el
“prestigioso” despacho B720 Arquitectos.
La madre que los parió: aquí se ha forrado todo dios y encima lo hacen mal. Y
no pasará nada de nada. El seguro pagará los desperfectos, se harán arreglos de
urgencia antes de la inauguración oficial y pelillos a la mar. Chitón y de
puntillas hasta que nos olvidemos de todo el asunto y la cosa esa se integre en
el paisaje urbano para admiración, pasmo
y babeo de idiotas nouvelle vague.
O de idiotas a secas.
Cuando uno envejece llega a la ineludible
conclusión de que los triunfadores sociales y económicos de este mundo son los
que han prescindido de toda ética en las aspiraciones personales – digamos que
muchas almas ya crecen raquíticas- y de cualquier escrúpulo para alcanzarlas–
el todo vale justificador de los fines y
de los medios empleados. La ambición se ha vuelto tan desmedida que incluso en
tiempos de crisis generalizada, los buitres sociales y económicos medran más
que nunca, amparándose en el amiguismo y el conchabeo; en las siglas y las
adhesiones interesadas. Incluso en la religión, haciendo del catolicismo rampante una farisaica exculpación de todos los
desmanes que se cometen fuera del templo.
La honestidad no es de derechas ni de izquierdas, no es religiosa
ni atea, no es españolista ni catalanista, ni es patrimonio de ningún sector
social, económico o profesional. La decencia es una cualidad individual, personal
e intransferible, que consiste en sumar a unos sólidos principios éticos
universales, una conciencia que impida la desviación espurea e interesada de
nuestros actos en perjuicio del bien común. Harán bien en recordarlo cuantos se
empeñan en creer que nuestro paraíso catalán será distinto por el mero hecho de sacudirnos el yugo centralista, como si la independencia nos fuera
a librar de tan arraigados males. La independencia nacional es una cosa; la
regeneración política y ciudadana otra muy distinta. Y con los actores que
deambulan actualmente por el escenario, resulta utópico creer que la
independencia catalana facilitaría que tuviéramos una sociedad más limpia y más
justa.
Recordemos que estos dislates arquitectónicos
los han llevado a cabo sucesiva y alternativamente, gobiernos de izquierdas y
de derechas, nacionalistas y antinacionalistas. La corrosión moral es un mal mucho más extendido de lo
que parece y afecta por igual a todos los sectores políticos, económicos y
sociales de nuestro país. Sin eliminar esa herrumbre que corrompe nuestra
sociedad no hay proyecto político o social que pueda triunfar, por buenas que
sean sus intenciones iniciales. Los ciudadanos de este país necesitan acometer
en primer lugar una regeneración individual, que comience por desterrar el
concepto del beneficio económico a toda costa como motor de la evolución
social. Sólo a partir de ahí puede concebirse una regeneración de la sociedad.
Desde las bases hasta la cúspide, desde las partes hacia el todo, pero nunca a la inversa.
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