domingo, 9 de junio de 2013

Desastres urbanos

El flamante edificio de los Encants de Barcelona hace aguas, literalmente, a escasos días de su prevista inauguración. Unas inoportunas lluvias han conseguido inundar la instalación y causar serios desperfectos a mercancías que ya estaban almacenadas por los comerciantes que allí tendrán sus tenderetes high-tech. Y nunca mejor dicho, llueve sobre mojado, pues no es la primera vez –y lamentablemente no será la última- que uno de esos edificios insignia de la modernísima Barcelona revelará defectos sustanciales de diseño y construcción una vez puestos en funcionamiento.

El meollo profundo de la cuestión radica en que el futurista y rompedor edificio ha costado nada más que 52 millones de euros. Uno se pregunta si para albergar a unos vendedores ambulantes es preciso tamaño desembolso, sobre todo en los tiempos que corren. Y es que 52 kilos son muchos para una actividad tan tercermundista como el cambalache tipo rastro, por mucho folclore, colorido  y tradición que se le quiera poner. Los mercadillos siempre han sido eso, mercadillos con una vocación itinerante y efímera, y aquí el ayuntamiento barcelonés ha querido hacer de la nueva economía de la crisis doméstica  un buque insignia del BCN design.

En la plaza de las Glories Catalanes asistimos a una operación de relumbrón que comenzó con el edificio AGBAR y continuó con la no menos célebre “grapadora” del DHUB, y que han querido rematar con el flamante techo de espejos que asemeja un radiotelescopio invertido del edificio de los encantes da Barcelona. A mi las lentejuelas y floripondios arquitectónicos ya me están bien, siempre que respondan a la iniciativa (o sea, al riesgo) del capital privado, pero 52 millones de euros de los bolsillos de los barceloneses me parecen una aberración que no se debería tolerar jamás con el presupuesto público. Sobre todo porque el engendro ese no los vale ni por casualidad. Y no porque sea un engendro, lo cual no es más que una opinión personal y particularísima tan digna de ser tenida en cuenta como de ser criticada, sino porque el fin al que se destina semejante dispendio no justifica el tremendo gasto que implica. El menudeo de objetos de segunda mano puede ser una fuente importante de subsistencia para un reducido grupo de personas, y la forma de adquirir unos bienes inalcanzables para las deterioradas economías de la nueva clase proletaria, pero no tiene lo que podamos  decir un alcance señalado para la ciudad. Salvo el puramente estético.

Esta afán del consistorio barcelonés por reinventar constantemente la ciudad, y hacer de esa zona una especie de La Defense a la mediterránea resulta un poco cargante, porque bajo el excelente paraguas de la promoción turística de la ciudad, llevamos muchos años tirando el dinero a lo loco. El dinero público me refiero, que el privado me trae al pairo en esta cuestión. Comenzando por el desaguisado del Fórum, que eso no lo amortizan ni nuestros tataranietos, y acabando por una serie de inversiones públicas, por las que todo el mundo pasa de puntillas, pero que ahí están inacabadas por los siglos de los siglos.

Para muestra, dos botones. La actual crisis financiera de la Universidad Politécnica se debe, en gran medida, al faraónico proyecto de reconstruir una UPC centralizada en la zona del Fórum. Millones y millones de euros empantanados ante la oposición mayoritaria de alumnos y profesores, pero ni caso. Otrosí: la Tesorería General de la Seguridad Social tiene adquiridos unos terrenos en Diagonal Mar que costaron chorrocientos millones de euros y que están actualmente vallados y cerrados a todo uso público ante la imposibilidad de llevar a cabo el fastuoso proyecto de una nueva sede central para la Seguridad Social en Barcelona. Unos terrenos que jamás han valido esa cifra. Tal vez costaron ese latrocinio, pero no lo valían entonces y mucho menos ahora. Al fin y al cabo, como se trataba de dinero de nuestro bolsillo a nadie de los que mandan le importaba.

Leyendo la noticia me viene a la memoria las gráciles y carísimas obras de Santiago Calatrava, a quien últimamente le cae un varapalo judicial tras otro sancionándole por los defectos de diseño y de construcción de unas cuantas de sus emblemáticas obras. Eso sí, el cobra ciento veinte kilos por proyectos como los de Valencia, y todos tranquilos. Esta indecencia de la gestión arquitectónica también debe formar parte del abultado coste del proyecto de los encantes de Barcelona, que ha gestionado el “prestigioso” despacho B720 Arquitectos. La madre que los parió: aquí se ha forrado todo dios y encima lo hacen mal. Y no pasará nada de nada. El seguro pagará los desperfectos, se harán arreglos de urgencia antes de la inauguración oficial y pelillos a la mar. Chitón y de puntillas hasta que nos olvidemos de todo el asunto y la cosa esa se integre en el paisaje urbano para admiración, pasmo  y babeo de idiotas nouvelle vague. O de idiotas a secas.

Cuando uno envejece llega a la ineludible conclusión de que los triunfadores sociales y económicos de este mundo son los que han prescindido de toda ética en las aspiraciones personales – digamos que muchas almas ya crecen raquíticas- y de cualquier escrúpulo para alcanzarlas– el  todo vale justificador de los fines y de los medios empleados. La ambición se ha vuelto tan desmedida que incluso en tiempos de crisis generalizada, los buitres sociales y económicos medran más que nunca, amparándose en el amiguismo y el conchabeo; en las siglas y las adhesiones interesadas. Incluso en la religión, haciendo del catolicismo rampante una farisaica exculpación de todos los desmanes que se cometen fuera del templo.

La honestidad no es  de derechas ni de izquierdas, no es religiosa ni atea, no es españolista ni catalanista, ni es patrimonio de ningún sector social, económico o profesional. La decencia es una cualidad individual, personal e intransferible, que consiste en sumar a unos sólidos principios éticos universales, una conciencia que impida la desviación espurea e interesada de nuestros actos en perjuicio del bien común. Harán bien en recordarlo cuantos se empeñan en creer que nuestro paraíso catalán será distinto por el mero hecho de sacudirnos el yugo centralista, como si la independencia nos fuera a librar de tan arraigados males. La independencia nacional es una cosa; la regeneración política y ciudadana otra muy distinta. Y con los actores que deambulan actualmente por el escenario, resulta utópico creer que la independencia catalana facilitaría que tuviéramos una sociedad más limpia y más justa.

Recordemos que estos dislates arquitectónicos los han llevado a cabo sucesiva y alternativamente, gobiernos de izquierdas y de derechas, nacionalistas y antinacionalistas. La corrosión moral es un mal mucho más extendido de lo que parece y afecta por igual a todos los sectores políticos, económicos y sociales de nuestro país. Sin eliminar esa herrumbre que corrompe nuestra sociedad no hay proyecto político o social que pueda triunfar, por buenas que sean sus intenciones iniciales. Los ciudadanos de este país necesitan acometer en primer lugar una regeneración individual, que comience por desterrar el concepto del beneficio económico a toda costa como motor de la evolución social. Sólo a partir de ahí puede concebirse una regeneración de la sociedad. Desde las bases hasta la cúspide, desde las partes hacia el todo, pero nunca a la inversa.

Y eso empieza por nosotros mismos, desde nuestros hogares y en nuestro trabajo. No es una cuestión de legislar y legislar, y de fiscalizar y más fiscalizar. Dicen que los gobiernos que más legislan son los gobiernos más débiles, sabedores de que su propia debilidad hace imposible que las normas, por mucho que proliferen, se acaben cumpliendo.  Legislar y fiscalizar a posteriori son excusas -bastante burdas, por cierto- para justificar sobre el papel la presunta decencia gubernamental. Pero la verdad es que una sociedad honesta, íntegra, no necesita de tantas leyes y de tantos controles puramente nominales. Porque como todos estamos viendo, eso no sirve de nada: los malos siempre encuentran una escapatoria u otra.  Como ocurrirá, sin duda alguna, con el desastre de los encantes de mi ciudad.

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